Capítulo X

CAUSAS DE LA DERROTA DE OCTUBRE

¿Pudo haber triunfado la revolución de octubre? No es probable, ni aun si hubiera salido bien el atrevido putsch madrileño combinado con levantamientos de masas. El pueblo, es decir, al menos dos tercios de los votantes, se había inclinado por la derecha y el centro, y hubiera apoyado a la fracción del ejército, a buen seguro mayoritaria, que reaccionase contra la revolución. Tampoco cabe duda sobre qué bando habría contado con las simpatías de las potencias vecinas a España. Claro que entonces lo que fue un corto episodio de guerra civil se habría transformado en una contienda larga y mucho más cruenta.

Empero, la derrota llegó con rapidez, y ello ha motivado diversas explicaciones. Vale la pena examinarlas, porque arrojan luz sobre el carácter y condiciones del movimiento. Si empezamos por las críticas a la organización insurreccional, ya hemos visto que son poco justificadas. La organización fue bastante buena y las armas abundaron, por lo que no cabe encontrar en esos factores la causa del desastre, al menos la causa principal.

Otra explicación, en que coinciden bastantes comentaristas e historiadores, la expone el antiguo dirigente comunista Fernando Claudín: «Un fallo técnico (fue) anunciar la insurrección como respuesta automática a una decisión del poder (…) poniendo así la iniciativa en manos de éste». En lo que abunda Santos Juliá: «Octubre, con todos los dirigentes de la supuesta revolución esperando hasta que el Gobierno hubiese adoptado todas las medidas necesarias para abortar el movimiento, prueba bien las confusiones teóricas y prácticas de aquel grupo dirigente». Macarro Vera advierte: «El plan adolecía de falta de madurez (…) (dejando) el movimiento a remolque del enemigo»[1]. Etcétera. Pero la objeción resulta demasiado obvia, y necesariamente tuvieron que sopesarla los revolucionarias, por muy poca inteligencia que quieran concederles sus críticos.

En realidad, el anuncio era un riesgo difícil de evitar, pues el proceso insurreccional fue largamente planeado y estimulado a partir de análisis políticos e históricos marxistas. Tal proceso no podía ser oculto y sorpresivo, salvo en sus aspectos técnicos, pues pretendía arrastrar a las masas y no quedarse en un «golpe blanquista», es decir, asestado por una pequeña minoría organizada, y condenado de antemano al aislamiento. Al presentar la entrada de la derecha en el gobierno como un cataclismo para la clase obrera, o para Cataluña, los rebeldes anunciaban la revolución, pero también le daban una apariencia defensiva y obligada. El anuncio jugó durante aquellos meses un papel movilizador, estimulando la tensión de las masas y el clima de revuelta. Y como la subida de la CEDA al poder era inevitable antes o después, de acuerdo con las urnas y las palabras de Gil-Robles, hacer de ella causa de guerra ofrecía al PSOE el «momento psicológico», como decía Largo, la justificación para el alzamiento.

Naturalmente, el plan descansaba en el cálculo de que la reacción no se adelantaría ni desmantelaría los preparativos. ¿Fue correcto ese cálculo, a primera vista temerario? En apariencia, no. Gil-Robles declaró: «Yo puedo dar a España tres meses de aparente tranquilidad si no entro en el Gobierno ¡Ah!, ¿pero entrando estalla la revolución? Pues que estalle antes de que esté bien preparada, antes de que nos ahogue». Ricardo de la Cierva también da a entender que las autoridades tenían todo previsto: «Los contactos previos informales con altos elementos militares parecían cubrir cualquier posibilidad de victoria revolucionaria». E interpretaciones parecidas se leen a menudo[2].

Sin embargo los hechos dibujan un cuadro diferente. En los primeros días la iniciativa estuvo por completo en manos de los rebeldes, hasta que fracasaron en Madrid y Barcelona, y aún siguió estándolo por un tiempo en Asturias. El gobierno ignoraba, y en muchos casos siguió ignorando después del golpe, datos fundamentales del plan socialista y de la Esquerra, por lo que no pudo afrontarlos bien. Rehusó admitir la posibilidad de que la Esquerra se estuviera armando, y no retiró a Companys el mando sobre las fuerzas de orden público ni reforzó la débil guarnición de Barcelona. En Madrid nunca se enteró de los proyectos rebeldes. Por tanto, la frustración de los golpes revolucionarios en ambas ciudades tuvo poco o nada que ver con las previsiones oficiales. En Asturias, bastión muy radicalizado del PSOE, la guarnición y las fuerzas policiales, así como la calidad de los mandos, resultaron sumamente inadecuados. Lerroux indica que el caso hubiera sido diferente si tras las maniobras de León a finales de septiembre, «Samper y don Niceto hubiesen tomado en serio las informaciones de Salazar Alonso y no hubieran dislocado tan apresuradamente la composición militar». Precisamente Salazar había sido el único ministro partidario de tomar con energía la iniciativa, pero no le habían escuchado[3].

No hubo, pues, iniciativa por parte del poder, ni Gil-Robles provocó audazmente la insurrección, como pretende. Su frase citada es posterior al golpe, lo que le resta valor. La CEDA entró en el gobierno tardíamente, cuando los planes rebeldes estaban muy avanzados, y lo hizo no con aire desafiante, sino conciliador, al punto de que el mismo Prieto sintió escrúpulo en lanzar el movimiento. Ello aparte, Gil-Robles ignoraba la amplitud del proyecto golpista. En sus memorias reconoce que «si el movimiento revolucionario hubiera estallado en toda España, no es posible calcular cuáles hubieran sido sus consecuencias». Y Lerroux admite: «He de confesar que a pesar de todos los síntomas yo no concedí valor de peligro inminente a la amenaza de los socialistas; no consideré posible, ni siquiera verosímil, una efectiva inteligencia entre socialistas, separatistas y republicanos». Los informes policiales revelan a su vez una ineptitud llamativa[4].

Así que no se justifican ni el alarde de inteligente prevención por parte de la derecha y el gobierno, ni la maquiavélica habilidad que algunos les han supuesto. Las capturas de armas les crearon ilusiones excesivas, y todo indica que contemplaban las amenazas con una mezcla de escepticismo y de temor pasivo. Querían creerlas un simple chantaje y esperaban que al final quedasen en palabras o incidentes menores.

Por lo demás, las expectativas revolucionarias se asentaban, hay que repetirlo, en la certeza de que ni el centro ni la CEDA eran fascistas, contra lo que difundía la propaganda. De otro modo, ¿qué mejor pretexto para un golpe fascista que la agitación y la violencia del PSOE y la Esquerra, prolongadas durante meses? La realidad indiscutible es que tanto el centro como la CEDA sostuvieron en todo momento las reglas democráticas y los intereses republicanos. Su postura frente a la subversión izquierdista fue bastante inhibida, mientras la Falange sufrió una persecución más rigurosa. Incluso cuando afloraron los alijos de armas o se detectaron emisoras clandestinas de la Esquerra, el gobierno evitó llegar al fondo, y prefirió imaginar que el peligro estaba conjurado. Tampoco acompañó su victoria con la proscripción, ni siquiera momentánea, de los partidos sublevados.

¿A qué se debe esta mezcla de miramiento y miopía voluntaria? Sólo tiene sentido dentro de una política legalista: por su arraigo popular, tanto el PSOE como la Esquerra eran insustituibles en el juego democrático, lo que exigía andarse con pies de plomo respecto a ellos. El régimen soportaba muy mal la violencia y la abstención política de la CNT, y si a ella se sumaba la rebeldía de socialistas y nacionalistas catalanes, la república simplemente se hacía inviable. De ahí la eficacia de las amenazas socialistas y nacionalistas. La importancia de esos partidos para el sostenimiento del régimen aconsejaba a los tímidos o a los prudentes diferir en lo posible el acceso de la CEDA al gobierno, y no sólo eso: aconsejaba también abstenerse de perseguir hasta el final los hechos que pudiera haber, e indudablemente había, bajo los gestos y palabras levantiscos.

Por eso nunca una revolución ha sido tan avisada ni nunca, tampoco, arrostrada con tal impreparación y falta de iniciativa. Los cálculos implícitos o explícitos en la estrategia del PSOE y la Esquerra se mostraron certeros, y tuvieron que animar a estos partidos como indicios de flojera en sus enemigos, de que la «reacción» estaba madura para ser aplastada.

Una tercera explicación del fracaso critica la mala o inexistente dirección del movimiento: «El Comité nacional estaba en reunión permanente en Carranza 20. Allí acuden los elementos responsables. Los jefes de las milicias también. ¿Quién coordina? ¿Quién dirige, quién da órdenes? (…) Nadie (…) Las milicias no pueden montar los dispositivos de ataque (…) porque no estaban ultimados los planes. A resultas de ello, el movimiento seguía su curso, impreciso, al margen del plan previamente establecido», expone Del Rosal[5]. También Carrillo da a entender que las milicias de Madrid carecían de órdenes o de objetivos.

Pero estas versiones tienen traza de desvirtuaciones justificativas, ya que sí se tomaron las medidas oportunas según lo previsto; y Largo Caballero siguió transmitiendo instrucciones y recibiendo informes mientras estuvo libre. El propio Carrillo se desmiente en otro párrafo: «El 3 de octubre por la tarde[a] (…) los dirigentes de la insurrección se reúnen en la sede de la Ejecutiva socialista (…) Decidimos la composición del Gobierno que ocuparía el poder (…) Mientras estábamos en éstas llegó por fin la confirmación de que la CEDA entraba, por lo que se decidió cursar la orden para el comienzo del movimiento». Luego, no hubo tal ausencia de dirección[6].

Lo mismo revela Vidarte: «De Francisco dio instrucciones a algunos (diputados) que saldrían aquella noche (…) (a) sus respectivas provincias» para dirigir las acciones. Se acordaron también detalles como prescindir de manifiesto llamando a la lucha: «El movimiento debería tener (aparentar, obviamente) un carácter espontáneo, por si fracasaba»[7].

Así pues, las órdenes fueron cursadas, y los jefes partieron a sus destinos, aunque luego cumplieran mejor o peor. Otra cosa es que en el momento de la lucha surgieran típicas confusiones que ni los mejores ejércitos pueden evitar, así como irresoluciones o miedo paralizante en los organismos locales. El PSOE, en todo caso, no investigó luego la conducta de sus comités. Entre los jefes de la Esquerra, tanto Companys como Dencàs dieron las órdenes oportunas, y si no fueron escrupulosamente obedecidos se debió a razones distintas de la ausencia de dirección.

Otros críticos, con un enfoque más amplio, describen un panorama de errores básicos por parte de los sublevados. El historiador V. Palacio Atard resume: «Es sabido que para el triunfo de una insurrección revolucionaria resulta indispensable que los insurrectos cuenten con medios suficientes; que el poder del Estado sea lo suficientemente débil para no resistir; que una parte considerable de la población respalde a los insurrectos; y que la coyuntura internacional consienta el establecimiento de ese poder revolucionario. Ninguna de estas condiciones objetivas se dan en la revolución de octubre de 1934»[8]. Sin embargo la claridad del esquema es engañosa, por más que Lenin y Trotski racionalizaran, un tanto falsamente, su propia experiencia en términos semejantes, y, en célebre dicho de Trotski la insurrección sea «un golpe asestado a un paralítico». La insurrección modélica e inspiradora de la izquierda era, en efecto, la bolchevique de octubre de 1917[b]. Pero las condiciones mencionadas por Palacio Atard rarísimamente se dan juntas, lo que vuelve casi imposible una insurrección así concebida. De presentarse circunstancias tan espléndidas, la misma insurrección sería apenas necesaria y el poder caería por su propio peso. Además, no son condiciones tan objetivas como parecen, pues la apreciación de la suficiencia de los medios o la flojedad del poder depende de la subjetividad de los protagonistas. Habría que preguntarse, igual que con las críticas precedentes, cómo podían haber sido tan ciegos los socialistas y esquerristas para no percibir hechos objetivos tan claros. Y ya hemos visto que no faltaban hechos y razones en abono de su optimismo, enmarcados en una situación histórica de crisis mundial de la burguesía, muy agravada políticamente en España.

En la línea de Palacio Atard concluye también Macarro Vera que «la revolución se hizo contra un estado intacto» y contra una derecha que, como el gobierno, «no estaban desmoralizados, sino todo lo contrario», mientras que «el movimiento obrero sí estaba desunido»[9]. Una vez más queda menospreciada la inteligencia de los insurrectos. La división de los partidos obreristas nunca se habría conseguido superar plenamente, aunque si la insurrección hubiera triunfado en unos cuantos lugares durante los primeros días, es muy probable que tanto la CNT como los republicanos de izquierda se hubieran visto arrastrados a ella. Aparte de que toda insurrección comporta muy serios riesgos, aun la mejor planeada. En cuanto a la derecha y el gobierno, Lerroux demostró un temple y decisión inesperados, y la presencia de Franco contribuyó, sin duda, a movilizar con eficacia los recursos del poder. Tras los dos primeros días de desconcierto, las autoridades supieron ponerse «en su sitio», según la gráfica expresión de Lerroux. Pero muy bien pudo no haber sido así.

Los revolucionarios creyeron más desvencijado de lo que estaba el aparato estatal y subestimaron las fuerzas morales del centro derecha, mas conviene recordar que a principios de octubre las autoridades ofrecían la impresión, no de una moral elevada, sino de división y apocamiento, lo que se confirmó en el curso de las operaciones. Allí donde el ejército fue acometido con energía afloraron las vacilaciones y la pasividad de numerosos mandos. El éxito de Batet en Barcelona tuvo algo de milagro, y sin la intervención de las reducidas, pero eficientes unidades del Tercio y los Regulares, la lucha en Asturias hubiera continuado varias semanas y agravado los fermentos de descomposición en las fuerzas armadas. Más realista que su baladronada sobre su supuesta provocación a los rebeldes parece otra observación de Gil-Robles, ya citada: «El abandono en que estaba el Ejército causaba verdadero espanto»[10].

Una quinta causa, mucho más precisa, de la derrota, fue la defección de los numerosos militares comprometidos. Éstos constituían el eje del golpe en el punto decisivo de Madrid, y en su lealtad confiaban plenamente los jefes insurrectos: «Caballero recibía los informes optimistas de Prieto (…) Se entusiasmaba y nos entusiasmaba a todos». Mas aquellos compromisos fallaron en su inmensa mayoría. Vidarte recordará una charla posterior con Largo Caballero sobre las causas del descalabro: «Se ensombreció, rehuyó el tema, se limitó a decir que había habido un cambio de mandos en la presidencia de la república y en algunos ministerios. Después supe que en algunos de ellos el jefe comprometido había sido el que había pedido que le relevasen, fingiendo enfermedad, para poder así evadir su compromiso»[11].

A su vez, Del Rosal cuenta que al comenzar la refriega, unos suboficiales habían comunicado: «Todo está perdido. Han declarado el estado de guerra y nos están concentrando en los cuarteles. Ya no se puede hacer nada». Sin embargo el estado de guerra fue declarado dos días más tarde, y la concentración no estorbaba necesariamente la acción rebelde. Sea como fuere, los mílites conjurados no movieron un dedo. «El teniente coronel Sarabia, incondicional de Azaña (…) se pone enfermo y entrega el mando a un comandante fascista». En otro cuartel, en que «una mayoría de reclutas jóvenes habían sido ganados para el movimiento» no pasa nada; «los aviadores de Cuatro Vientos[c] y el personal civil, adictos al movimiento, no actuaron». Y el putsch, que «de haberse producido, el Gobierno de Lerroux-Gil Robles (sic) habría sido hecho prisionero en el Ministerio de Gobernación, donde estaba reunido en sesión permanente» abortó de forma inopinada, sin que tuviera parte en ello la previsión de las autoridades. Concluye Del Rosal: «Sólo Prieto podría aportar a la historia lo sucedido en Madrid y en el resto de España». Pero Prieto se abstuvo de cualquier aclaración[12].

La confianza del PSOE y de la Esquerra en aquellos mandos parece haber sido excesiva, y ya Besteiro había tratado de desengañar a Prieto al respecto, basándose en la tradición de fútiles conjuras castrenses. Vidarte reproduce en otro momento un crudo juicio de Azaña: «Desgraciadamente, salvo honrosas excepciones, entre los militares republicanos no hay más que botarates. Los inteligentes son todos de antecedentes monárquicos. ¡Y qué quieren ustedes! ¡No voy a dejar a España sin ejército!». Lo que daría pie a la virtuosa reflexión de Vidarte: «¡Ojalá la hubiese dejado! ¡No habríamos tenido que lamentar un millón de muertos!». Son muy verosímiles las palabras atribuidas a Azaña, el cual no estaba muy contento con sus partidarios de uniforme. En sus diarios describe a un teniente coronel republicano que «como otros militares de su mismo color, es algo inseguro y ligero de carácter, entrometido, locuaz y poco paciente con la disciplina». Del Rosal se mofa del pintoresquismo de alguno de aquellos generales, un fanático enemigo de la Iglesia, en cuyo aniquilamiento cifraba la solución de todos los problemas del país[13].

La defección de los militares constituye una de las facetas enigmáticas del movimiento. Seguramente eran en su mayoría masones, los cuales, aunque minoritarios en el ejército, solían ocupar puestos clave, más por maniobras subterráneas de las logias que por méritos propios, según sus adversarios. El PSOE de entonces miraba con fuerte reticencia a los hijos de la luz por lo que Vidarte, aludiendo a ellas, había objetado a Largo Caballero: «No sé cómo se van a arreglar Prieto y usted para seguir conspirando con generales y militares masones como Cabanellas, Núñez de Prado…». Las reticencias fueron vencidas, pero Del Rosal entiende que «la masonería jugó un papel decisivo en la derrota de octubre» —Carrillo compartía ese juicio—, pues «los masones estaban en contra de Lerroux, de Gil Robles, del presidente de la República, pero llegado el momento de la acción obedecían a la secta». De modo que siendo la masonería una fuerza esencialmente burguesa, y como «se exigía a todos los masones el secreto más absoluto de sus deliberaciones y el aceptar y cumplir todos los acuerdos de las logias (…) prácticamente que hubiera miembros de la Ejecutiva del partido en éstas era tanto como entregar la Iglesia en manos de Lutero». Curiosamente, no parece pensar en los militares cuando hace esta acusación[14].

¿Hubo sabotaje deliberado de las logias en el instante crucial, después de haber dado alas, durante meses, a los revolucionarios? No es seguro, entre otras cosas porque la masonería se hallaba a la sazón bastante dividida; la cuestión tiene interés de todos modos, aunque sea imposible resolverla hoy por hoy. Lo que subsiste como hecho claro es que un alto número de militares masones estuvo complicado en la trama revolucionaria, y que a la hora de la verdad dejaron a los rebeldes en la estacada. Aunque no todos. Pérez Farrás, por ejemplo, cumplió su palabra. Otros, como López Ochoa, sirvieron a la legalidad. Pero son más bien excepciones.

La conducta de los hombres de armas masones, en todo caso, propinó un golpe demoledor a la insurrección. Vidarte concluye: «Sólo nosotros sabíamos que a no ser por el fallo de poderosas ayudas militares, el movimiento insurreccional habría triunfado, y que la actuación de aquellos bravos mineros que se jugaron la vida por la revolución social, había respondido a instrucciones recibidas»[15].

Pero el fallo de los militares no fue, pese a su indudable trascendencia, la causa principal del descalabro. En realidad, la pregunta adecuada no es tanto por qué fracasó el movimiento, sino por qué fue derrotado con facilidad tan extraordinaria, habida cuenta de sus preparativos, planeación y ambiciones, y de las insuficiencias de sus adversarios. Porque el gobierno se impuso con increíble rapidez y economía de medios. Unas pocas compañías de soldados o de guardias bastaron para sofocar la rebelión en ciudades tan populosas como Madrid o Barcelona, así como en zonas donde por breves días adquirió la lucha bastante dureza, como en Guipúzcoa, Vizcaya, León o Palencia.

En Asturias fue distinto; pero incluso allí los sublevados perdieron enseguida y sin mucho combate las ciudades clave de Avilés y Gijón. En Oviedo mismo los comités abandonaron la partida tan pronto percibieron a las tropas de Yagüe, y aunque la resistencia continuó, a López Ochoa y a Yagüe les bastaron dos días para recuperar la ciudad, y tres más el extrarradio. Cierto que aquí hubieron de empeñarse a fondo no los dos o tres centenares de soldados que en otras ciudades bastaron, sino unos cuatro mil; pero caída la capital del principado, el resto se derrumbó por sí solo.

Entonces, ¿cómo pudieron unas fuerzas inseguras derrotar a los rebeldes tan rotunda y rápidamente, salvo en Asturias? La respuesta tiene la mayor importancia para juzgar el conjunto de los acontecimientos… y salta a la vista: la causa fue la falta de adhesión popular a la revuelta, a la guerra civil en definitiva. Pues el triunfo de una insurrección depende de su capacidad de arrastre sobre amplias masas. Son ellas las que compensan reveses iniciales y sostienen el ímpetu de la acción, como ocurrió cabalmente en Asturias. Pero ésta fue la excepción absoluta, y lo fue a tal punto que su ejemplo, mantenido durante dos semanas, no suscitó la menor emulación entre los obreros y campesinos del resto del país.

Y aun en el caso asturiano conviene matizar. No se sublevó la región, que era mayoritariamente de centro derecha, sino una pequeña parte de ella; y dentro de esa parte, el grueso del proletariado de las ciudades se abstuvo. En Gijón y Avilés sólo lucharon minorías anarquistas y socialistas, y en Oviedo los obreros permanecieron pasivos. Únicamente en las cuencas hulleras tuvo lugar la movilización de mineros y metalúrgicos.

Se ha querido explicar la excepción asturiana por la unidad, allí, de todas las fuerzas obreristas. Sin duda eso contó bastante, pero aclara poco, pues aun sin tal unidad la UGT tenía por sí sola capacidad para una acción enormemente superior a la que hubo en el resto del país. También se ha invocado una pretendida escasa burocratización del aparato socialista en Asturias. Pero la burocracia socialista estaba tan desarrollada en la región como donde más, y gracias a ella y a sus poderosos medios había adquirido una intensidad fortísima la agitación y la propaganda.

No es fácil encontrar una causa clara al caso asturiano. La crisis económica afectaba a la región, pero no más que a otras, y venía además mitigada por cuantiosas subvenciones estatales a unas minas deficitarias. Paradójicamente, los mineros eran los trabajadores mejor pagados del país[d]. De cualquier modo había una probabilidad estadística de que el mensaje insurreccional, divulgado intensamente en toda España, cuajase en alguna o algunas zonas.

A pesar de las evidencias siguen manteniéndose una serie de tópicos según los cuales el alzamiento no nació ante todo del designio y planeación del PSOE y la Esquerra, sino de una demanda irresistible de las masas populares sometidas a una opresión atroz. Aparte de las tiradas de Ramos Oliveira y otros, el propio Largo Caballero dice: «Representaciones obreras de provincias acudían a Madrid, alarmadas por la actuación de los reaccionarios, y pedían a las Ejecutivas que organizasen una contra-ofensiva». Estas representaciones debían de ser las mismas de las que se valieron los bolcheviques para eliminar a Besteiro. O bien: «Fernando de los Ríos acababa de hacer un viaje a Granada y contaba horrores del trato que recibían los trabajadores, y hasta las mujeres le pedían de rodillas que se pusiera fin a sus martirios». Es un lenguaje similar al de Margarita Nelken, el cual se difundirá, aún más exaltado, después de octubre, y que ya hemos visto que no conmovió a la propia dirección del partido cuando la huelga del campo[e] [16].

Azaña aceptaba también aquel supuesto poder de arrastre de las masas sobre los dirigentes, si bien criticaba a éstos porque «los sentimientos de las masas pueden ser cambiados o encauzados, y ese es el deber de los jefes, los cuales no deben ponerse al servicio de aquellas cuando íntimamente están convencidos (…) de que pretenden un disparate»[17].

En cuanto a la Esquerra, el nacionalista Rovira y Virgili resume de modo excelente idéntica versión: «El dilema (de Companys) era éste: o sublevarse contra el cariz fascistizante que tomaba la República, o resignarse a ser violentamente desposeído de su cargo por el pueblo de Cataluña (…) Companys, con espíritu de sacrificio o con esperanzas de triunfar (…) se sometió a la voluntad popular»[18].

A la vista de los hechos, estas seudoexplicaciones resultan asombrosas, casi un chiste, aparte de volver ininteligibles los sucesos. A. Hurtado, hombre realista, opinaba que la revuelta «acabaría en un desprestigio del Gobierno de Cataluña, porque la gran masa del pueblo era indiferente, y los rabassaires no se interesaban por otro problema que el suyo». Y Azaña vaticinará (a posteriori) que la insurrección no sería secundada porque el país «en sus cuatro quintas partes no es socialista»[19]. Pero es que ni siquiera esa quinta parte la secundó, y ahí está la verdadera causa del desastre.

Tales evidentes falsedades ayudan, con todo, a entender otros hechos. Socialistas y esquerristas mantenían la convicción, algo metafísica, de representar al proletariado o al pueblo catalán, por encima de los votos y la voluntad expresa de las gentes. Esa ilusión empeoraba con la de identificar las reacciones de su militancia con las del pueblo o de los obreros en general.

Ahora bien, Companys sólo representaba a la mitad, aproximadamente, de los votantes catalanes; y el conjunto de los votantes distaba de constituir el pueblo catalán, pues un tercio de él se abstenía. Los jefes de la Esquerra caían en otra ficción al suponer a sus votantes favorables a la secesión o a la revuelta, con las que simpatizaba sólo una parte menor, aunque muy estridente, del propio partido, y un sector menor aún de su electorado. De otro modo, Batet lo hubiera tenido incomparablemente más difícil.

Cosa similar ocurría al PSOE con la clase obrera. Al perder las elecciones los socialistas dijeron que cada votante suyo era un luchador. ¿Lo creían ellos mismos? En realidad sólo una minoría de los obreros se identificaba con el PSOE, el cual también recogía muchos votos, difíciles de cuantificar, en capas medias, a las que pertenecía una alta proporción de sus líderes. El influjo socialista entre los trabajadores se ha sobrevalorado. Los datos de afiliación a UGT, estimada habitualmente en torno al millón, estaban seguramente muy inflados, y sufrían fuertes oscilaciones de un año a otro. Probablemente no pasaron de los 700.000 afiliados efectivos en su mejor momento, para decaer a menos de 400.000 en 1934. De ellos no más de un tercio venían del proletariado industrial. Seguía siendo, desde luego, una fuerza nada despreciable, pero no forzosamente identificada con la insurrección. La mayoría de los informes sobre la desesperación de los campesinos y obreros procedía de miembros del partido y de los sindicatos que sufrían represalias de los patronos, o salían perjudicados por los cambios políticos. Esos militantes trataban de extender su ira a todo el proletariado, y solían imaginar que lo lograban. Entre los propios socialistas, bastantes dudaban del belicismo oficial y, aunque acallada su voz, pensaban más bien como Besteiro.

¿Por qué apreciaron tan erróneamente los líderes socialistas y de la Esquerra la actitud popular e incluso la de sus propios seguidores? En parte por las distorsiones mencionadas, producto de sus dogmas doctrinales. Pero no dejaban de existir ciertos elementos de realidad en el autoengaño. En apariencia, el pueblo había reaccionado bien a la agitación de los meses precedentes, y la sucesión de huelgas, atentados, concentraciones y protestas podía crear la sensación de que el país se hallaba dividido en dos bandos inconciliables, justificando con ello el análisis político-histórico de que la revolución estaba próxima. La tensión ambiental conseguida con aquella actividad de calentamiento llegó a ser considerable, en efecto.

Así, en las primeras jornadas de lucha la huelga se extendió, no tanto como hubieran deseado PSOE y Esquerra, pero sí con amplitud y rapidez. Ahora bien, entre hacer huelga, aunque sea general, y participar en un movimiento armado, o apoyarlo activamente, media un muy largo paso. Lo primero indica crispación social; lo segundo significa sumergirse en una guerra civil. Salvo en los valles mineros asturianos, quienes se alzaron en armas fueron sólo los militantes de los partidos; o, mejor, una minoría de militantes.

Otra cuestión se impone: a pesar de la creencia metafísica en su representatividad popular, ¿estaban realmente convencidos los líderes de que tenían al pueblo de su parte? Como ocurre a menudo, la firmeza exterior encubría una inseguridad íntima, patente en el trato de la Esquerra a Companys: ¡ningún dirigente, excepto Dencàs, le echó en cara su cómoda rendición a fuerzas dos veces inferiores a las que él mandaba en el palacio de la Generalitat! ¿Cómo pudo Companys capitular, y sus compañeros aceptarlo sin objeción, si de verdad estaban ciertos de tener a su lado al pueblo catalán? También los sucesos en Madrid prueban que los jefes rebeldes no las tenían todas consigo, pese a su fe proclamada en «el pueblo»: al fallar las primeras acciones se replegaron enseguida a una posición defensiva.