LA HORA DE LA VERDAD
El 1 de octubre reabrían las Cortes, en sesión que iba a decidir el destino del gobierno y también el del país. Samper ponderó la «lenta, pesada, atormentadora» etapa concluida, abordó los presupuestos y volvió luego sobre los conflictos que tanto le habían afligido. Habló con optimismo de la Ley de Cultivos catalana, la cual, a su juicio, había acabado por amoldarse a la Constitución justo el día anterior: cambiaba, por ejemplo, las juntas arbitrales del campo, que serían presididas por jueces de primera instancia en vez de serlo por representantes del partido político dominante en cada municipio. Achacó las trifulcas habidas a que «existe una verdadera infancia en el ejercicio de las facultades y actividades y es, por consiguiente, inevitable que entre el Estado y la región surjan frecuentes rozamientos, fricciones». Restó importancia al homenaje a Badia y a otros sucesos sintomáticos.
Sobre la disputa con los ayuntamientos vascos aclaró que éstos «pretendían imponer por la fuerza aquello mismo que se les otorgaba de buen grado». Ciertamente la pugna había sido algo surrealista, aunque eso no le había impedido crear una situación en verdad subversiva y un profundo descrédito de la autoridad.
Más graves encontró Samper los «preparativos para una revolución inminente», si bien, por fortuna, los esfuerzos por desarticularlos a tiempo habían dado fruto. Se habían descubierto armas «casi todos los días», con lo que el problema, aseguró con una pizca de ingenuidad, había pasado ya «a los tribunales de Justicia, y el Gobierno (…) mientras actúan estos Tribunales, no tiene nada que decir». Samper dijo estar satisfecho, en conjunto, de su labor, realizada sin duda con una dosis extraordinaria de tolerancia.
Contestó Gil-Robles que comprendía los formidables obstáculos a la misión arrostrada por Samper, y tras reiterar su respeto a la autonomía catalana, «que yo me atrevería a definir aquí (…) como algo inherente a una personalidad histórica que nadie puede negar (…) a aquella región» observó que el pleito no era sólo jurídico, como lo había enfocado el gobierno, sino político, pues tocaba a la soberanía del Estado; y no había sido solucionado, sino que resurgía en nuevas y constantes provocaciones. «En estos meses difíciles, tan llenos de angustia (…) su señoría ha prestado un gran servicio al país: (…) demostrar que las vías de concordia y de transacción son imposibles cuando no se encuentra el mismo deseo y la misma buena fe en las dos partes (…) Es necesaria una rectificación que su señoría, en estos momentos, me parece que no está en condiciones de acometer».
Recordó también: «Una y otra vez (…) sin hacer lista de agravios que muy fácilmente podríamos presentar, hemos estado apoyando (…) la vida de los Gobiernos (…); pero cuando la situación se prolonga más allá de lo que es necesario (…) entonces se está falseando la esencia del régimen parlamentario». Se opuso a que «situaciones anómalas que llevan aparejadas la debilidad de los Gobiernos, puedan impunemente prolongarse a través de una serie de combinaciones en las cuales no resplandece la voluntad del país, expresada claramente en las elecciones de noviembre» y se proclamó «mucho más demócrata que otros que se lo llaman, aunque dentro lleven un temperamento de déspotas».
Samper le acusó, en su réplica, de confundir su delicadeza con desgana. «¡Gobierno débil! — exclamó—. Lo he oído muchas veces. Yo, personalmente, no soy débil (…) Yo he tenido que vivir en lucha permanente y constante desde mi infancia, que ha sido triste como la de los niños evocados por el gran poeta Emilio Carrere, «que se enteran tan pronto del dolor de la vida», hasta mi madurez, y he tenido que subir una cuesta pesada, dura y llena de zarzas, y al volverme miraba sin odio a las clases que estaban por encima de mí, y a los seres superiores, pero me volvía siempre con afecto y con amor hacia las clases humildes y hacia los hombres desesperados que dejaba detrás de mí (…) Y políticamente esa debilidad (…) si acaso ha existido, es precisamente la que vosotros mismos habéis contribuido a producir». Concluyó pidiendo apoyo a los jefes de las minorías que le habían sostenido hasta la fecha.
Entre fuertes rumores y protestas, y el silencio de los prohombres cuyo apoyo había solicitado, el ministerio se retiró a deliberar. A los diez minutos presentaba la dimisión, siendo las siete y diez minutos de la tarde.
Así salía Samper del primer plano de la historia política española. Se rebeló en un primer momento contra su suerte, y en un periódico valenciano expresó auténticos propósitos de rebelión. No obstante aceptó el puesto de ministro de Estado en el gabinete que le sucedió[1].
Desde un principio, el dimitido gobernante había atraído los desprecios de la izquierda. Aludiendo a la presentación de su gabinete ante las Cortes, en abril anterior, escribirá Azaña: «Daba mucha risa, también tristeza y —la verdad— un poco de coraje, ver tan caída la autoridad y la prestancia de la función»; y define su gestión durante aquel verano como «una hilarante bufonada… El mismo Martínez Barrio, casi siempre ponderado en sus frases, lo retrata así: «Poco simpático personalmente, daba sin embargo la sensación de poseer una viva inteligencia y cierta cultura jurídica. Aire de buen abogado de audiencia territorial». Ese desdén no impidió a los republicanos de izquierda pintar a Samper como un peligroso cabecilla fascista, cuando presionaban a Alcalá-Zamora para obtener de él un poder que las urnas les habían negado. Según el propio presidente, tuvieron «el aplomo de sostener que la situación de España, salvo ligeras diferencias de matiz, era la de Alemania con la misma brutal serie de asesinatos. En este punto solté, no la indignación, sino la carcajada, preguntándole (a Martínez Barrio) (…) si el bueno de Samper era Hitler y el desdichado de Salazar Alonso, Goering (…). Abandonando la disparatada equiparación, habló de un golpe de Estado con cuyo fantasma intentaban asustarme»[2].
Alcalá-Zamora, tutor en cierto modo de Samper, tenía a éste por «inteligentísimo, culto y sutil levantino». Para Gil-Robles, «aunque no careciera (…) de dotes de inteligencia, le faltaba en absoluto la energía»[3]. Incluso sus adversarios reconocían al desafortunado político rectitud, lealtad y buena intención. Sin duda sus virtudes de trabajador serio y tenaz hubieran fructificado en un ambiente político menos turbio y con adversarios más delicados; pero dadas las circunstancias un tanto febriles de aquellos tiempos, su gestión tenía que llevar al naufragio la autoridad del ejecutivo. Difícilmente los socialistas y la Esquerra podían haber disfrutado de una política oficial más conveniente a sus fines.
La crisis abierta por la dimisión de Samper duró pocos días. Alcalá-Zamora probó a convencer a José Ortega y Gasset para que encabezase un nuevo ministerio, pero el filósofo, muy decepcionado de la república que tanto había contribuido a traer, declinó la oferta. La tarea de gobernar terminó recayendo, por tercera vez en un año, sobre Lerroux, partidario de integrar a la CEDA en la República. Así llegó la hora de la verdad. El PSOE llevaba un año entero advirtiendo que consideraría casus belli el acceso de derechistas al poder. Ahora no podía retroceder sin sufrir un descalabro moral y político. Y todo o casi todo estaba listo para la insurrección.
Pero aun con los preparativos más minuciosos, una insurrección es empresa muy arriesgada, y nada puede extrañar que sus promotores sintieran inquietud ante la decisión irrevocable. Caso muy claro es el de Companys, hombre apasionado e idealista, nervioso y contradictorio. Aunque sus discursos a lo largo de meses sólo podían tener efectos incendiarios, su disimulado sabotaje a los arreglos de Dencàs revela una honda inseguridad y el deseo íntimo de que la aventura concluyese sin trauma; o tal vez la creencia de que para vencer le bastaba con el control de las fuerzas de orden público. Companys no expresó designios separatistas, aunque los rozara y, desde luego, los alentara. Casi a última hora fantaseaba con un movimiento similar al del 14 de abril del 31, con masas entusiastas en la calle frente a un poder paralítico. Autoengaño tan manifiesto, sobre todo después de las elecciones pasadas, revelaba un peligroso alejamiento de la realidad, que Azaña intentó corregirle, sin mucho éxito[4].
Titubeos semejantes son perceptibles en los prohombres socialistas. Los comunistas dicen haber propuesto lanzar el golpe nada más conocerse la dimisión de Samper, pero Largo prefirió aguardar, aparentemente con la esperanza de que Alcalá-Zamora cediera a sus amenazas y excluyese a la CEDA, permitiéndole así aplazar algún tiempo la acción. Desde luego, si creía haber atemorizado a Alcalá-Zamora se engañaba a sí mismo casi tanto como Companys. Difícilmente podía el presidente resistir la presión, por lo demás plenamente legal, de Gil-Robles y de Lerroux. Y la capacidad de intimidación socialista había descendido mucho, debido a la creencia oficial de que las capturas de armas habían desbaratado sus proyectos. Después de tantas prédicas y aprestos, hacer depender el golpe del humor de Alcalá-Zamora, resulta absurdo. Los socialistas no tenían otra opción que alzarse con los recursos disponibles.
Aún más significativo que estas vacilaciones fue un incidente a comienzos de octubre: parte de la minoría socialista en el Congreso quería retirarse de él, pero la Comisión Ejecutiva, influida por Prieto, acordó la permanencia en el Congreso. Según Largo, ese acuerdo no correspondía a la ejecutiva, sino a los propios diputados y vulneraba el reglamento del partido. Tildó la maniobra de «pequeño golpe de Estado» dentro del PSOE y dimitió de la jefatura del partido el día 1. Posteriormente los prietistas culparían a Largo de irresponsable por dimitir en momentos tan álgidos, como si hubiera querido librarse del peso de desatar la guerra. Acusación falsa, pues en ningún momento abandonó el líder sus tareas insurreccionales: «Al mismo tiempo que enviaba mi dimisión al Comité Nacional, remitía otra carta a la Comisión organizadora del movimiento diciéndole que deseaba continuar cooperando en sus trabajos». La mayoría del Comité creyó oportuno dar marcha atrás y dejar las cosas como estaban. Prieto hubo de plegarse, aunque «sólo en virtud de las excepcionalísimas y muy graves circunstancias del instante, dados los acontecimientos dramáticos que se aproximan», pues consideró que la renuncia de Largo «equivale a dejar decapitado al Partido en circunstancias tremendamente trágicas». Salta a la vista que, contra lo que algunos historiadores interpretan, todos estaban convencidos de que la revolución y la guerra eran ya inevitables[5].
Sin duda Prieto estaba mucho menos seguro que Largo. «Siempre pesimista —dice Azaña—, creía que el primero que se lanzase a las calles, sería aplastado»[6]. La maniobra por él urdida, que llevó a la dimisión de Largo, tiene visos de haber buscado, precisamente, fabricar una crisis que perturbase la decisión del golpe; el mismo sentido pudieron tener sus tímidas observaciones sobre la falta de justificación del alzamiento ante el indudable republicanismo del nuevo ministro de la CEDA, Anguera de Sojo.
Estos hechos algo extraños han motivado la especulación de que quizá ni el mismo Largo pensaba realmente sublevarse[a]. Pero eso es forzar demasiado las cosas. ¿Qué sentido habría tenido entonces que los bolcheviques se deshicieran de Besteiro, acopiaran grandes cantidades de armamento, apoyaran todos los movimientos subversivos, infiltraran el ejército y la policía y fomentaran una agitación incesante?
Las vacilaciones y autoengaños se entienden mejor como reacciones secundarias, hijas de la angustia, ante una decisión que suponía la guerra civil. Pero aun con esa inquietud, el clima anímico era fundamentalmente optimista, incluso entusiasta, un espíritu de ofensiva revolucionaria, como ya hemos visto. Fueran cuales fueren sus dudas íntimas, Largo se mostró en todo momento resuelto y cuidadoso en sus medidas organizativas, y Prieto disimuló su convicción profunda de que el plan era vesánico o insensato, como diría más tarde. La actitud de Companys en aquel verano es descrita por Azaña como la de un «iluminado»[7], y algo por el estilo vienen a sostener Vidarte y García Oliver, y reflejan las consignas de la prensa de la Esquerra, cuyas invocaciones al poder y autoridad del líder recuerdan a las consignas fascistas.
Conocido el desastre final, aquella euforia da una impresión de alocamiento. Pero esa impresión se debilita si atendemos al panorama político y social a comienzos de octubre. La inquietud permanente y el bombardeo propagandístico sobre las masas habían convertido al país en un hervidero de luchas pequeñas y grandes, de rumores, huelgas, conflictos y atentados. Los obreros, incluso parte de las clases medias, daban la impresión de hallarse al borde de la revuelta. En muchas manifestaciones de la inquietud social se percibía un odio genuino, indicio de disposición a la lucha final.
En cuanto al enemigo, su prestigio estaba por los suelos. En la mayoría de los enfrentamientos habidos durante el verano había quedado en ridículo o seriamente dañado, resultando de ello agrias divergencias entre cedistas, radicales, monárquicos y la Lliga. Muchos militares se implicaron en el movimiento o consintieron la acción subversiva en los cuarteles, lo que hacía razonable la expectativa, tan difundida en el PSOE y la Esquerra, de que, en el momento crucial, las tropas se rebelarían o desertarían. Saltaba a la vista la incapacidad del gobierno y de la derecha, cuyas concentraciones de masas habían sufrido golpes humillantes. El propio Lerroux era muy menospreciado por los líderes rebeldes.
Otras razones impedían también recular. Amaro del Rosal pretende que en octubre todavía faltaban bastantes semanas de preparativos, pero eso suena a excusa. El caldeamiento revolucionario había alcanzado tal intensidad que empujaba por sí solo a la acción, y ésta tenía que realizarse pronto, pues hubiera sido ingenuo esperar que cualquier nuevo gobierno, aun sin presencia cedista, continuase haciendo la vista gorda a los proyectos insurreccionales. Anular éstos habría sumido al PSOE en un total descrédito y reducido a la nada la ardua labor de casi un año, incluyendo la tensión social generada. Había llegado el momento, tan difícil de calcular, en que los riesgos de una prórroga sobrepasan a los de una posible precipitación. Como observa gráficamente S. Carrillo, «una revolución no es como un tren que pudiera frenarse antes o después de cualquier estación, según el estado de las vías». Y el estado de las vías parecía ciertamente aceptable. Aquel octubre tenía muchas trazas de ir a convertirse en «nuestro octubre», como pronosticaba El Socialista. Era preciso aprovechar la magna oportunidad histórica de la revolución. El órgano de las Juventudes lo expresaba precisamente esos días: «Rompimos con este estado de cosas por exigencias de la teoría y por dictado de la moral. ¡Por la insurrección armada! ¡Por la dictadura del proletariado!»[8].
Y que las vacilaciones de última hora no marcaban la línea, lo demuestra este hecho: al día siguiente de dimitido Samper, a las nueve de la mañana, Vidarte y De Francisco se reunían con Largo, quien quería saber si todo estaba en regla para el alzamiento. «Hacía unos quince días que habíamos terminado de comunicar sus instrucciones a todas las comisiones de provincias y capitales importantes y, a pesar de que diariamente yo le había dado cuenta de nuestros trabajos, quiso cerciorarse de si todas sus órdenes se habían cumplido… El repaso de las medidas adoptadas satisfizo al Lenin español. Hicieran lo que hicieran Alcalá-Zamora, la CEDA o Lerroux, no iban a encontrar descuidado al PSOE[9].