Capítulo VIII

UN SEPTIEMBRE TORMENTOSO

En Madrid, agosto se despedía con el multitudinario entierro de Joaquín de Grado, dirigente de la Juventud Comunista caído en el barrio madrileño de Cuatro Caminos durante una reyerta con falangistas. Ante su féretro hubo «solemnes promesas revolucionarias», como ante el de Juanita Rico, y una avioneta pilotada por un capitán de aviación soltó octavillas y rosas rojas sobre el enfervorizado gentío. Los incidentes provocaron tres heridos[1].

En septiembre iba a alcanzar su ápice la tensión, con renovadas huelgas, choques callejeros, atentados y conflictos en todas direcciones. El Socialista subrayaba el día 2 «la desesperación de la derecha: el resultado electoral de noviembre no sólo fue una jugada sucia contra los republicanos y socialistas. Fue, además, un grave pecado político de las derechas, que creyeron legitimar una ambición de mando incontenible con las certificaciones de los escrutinios amañados (…) Consecuencia de aquel error, que purgan las derechas y los poderes del Estado, es este maremagnum en que se debate la política nacional». Maremagnum al que no era ajena la acción del PSOE.

Negros augurios rodeaban la concentración de alcaldes y diputados en Zumárraga. El diputado del PNV, Irujo, ratificaba: «Estamos en franca, abierta y declarada rebeldía contra el poder público». Samper lamentó tal actitud, «que el Gobierno no puede tolerar, y se duele de que sean precisamente diputados los que amparen esa rebeldía». Pese a ello, el gobierno transigió con la asamblea de diputados, a causa de la inmunidad parlamentaria, pero anunció que impediría «incluso por la fuerza», la reunión de munícipes. La Esquerra advertía lúgubremente: «Si es lo bastante inconsciente para enfrentarse a la voluntad popular, allá el Gobierno con su responsabilidad. Puede ser tremenda». Para el PSOE, el conflicto «entra en una fase de violencia mayor»[2].

El pueblo amaneció tomado por la policía y por miles de enardecidos socialistas y nacionalistas. Los diputados vascos, los de la Esquerra catalana y los alcaldes, formaron comitiva que, escribirá Aguirre, «llegó, empujando virilmente, hasta el Ayuntamiento (…) (donde) un fuerte cordón de guardias de asalto impedía la entrada (…) y entonces, en un último esfuerzo, pasando por encima de los que defendían las puertas cerradas, se abrieron las hojas». La policía permitió la reunión de parlamentarios, pero cortó el paso a los alcaldes, en una atmósfera de fiebre. El gobernador civil de Guipúzcoa, Muga, instó a Prieto y a Horn a suspender la asamblea. Sonaron incitaciones de tirarle por la ventana… pero en el momento decisivo faltó a los asambleístas resolución para ir hasta el final. Presidiendo a los diputados Prieto gritó: «¡Municipios! ¡Uníos y dictad normas desde los sillones consistoriales o desde las mazmorras, que serán cumplidas!». Y sin tomar acuerdos se disolvió un acto que había hecho contener el aliento al país[3].

En los días siguientes, los diputados de la Esquerra fueron paseados por Ondárroa, Lequeitio, Bermeo y Guernica, entre exaltaciones nacionalistas. Hubo altercados con vecinos y veraneantes que repudiaban los ataques y mueras a España, tratada en las octavillas como «esa mezcla híbrida de razas» y «opresora infame de hombres ilustres», entre llamamientos a las armas. Esta violencia verbal creaba malestar también en medios socialistas, y el influyente diario asturiano Avance, de la UGT, se vio en el caso de orientar a la opinión, bajo el título de Muera España: «Vamos a dejarnos de convencionalismos (…) Respeto no nos merece la patria española ni ninguna (…) Con la patria española no tenemos nada que ver la inmensa mayoría de los españoles (…) España es patria del rico holgazán, no del trabajador pobre (…) del general, no del soldado (…) La patria española es infamia (…) De modo que no hay que escandalizarse por un muera más o menos». El diario Euzkadi tildaba de calumniosas las noticias de los mueras a España, tan comentadas[4].

El día 4, en Guernica, culminaron los forcejeos. Entre pedradas e insultos, una carga policial dispersó a los diputados y sus seguidores. El gobierno calificó los sucesos como un alarde de «heroísmo ridículo» del PNV contra los funcionarios policiales, y advirtió que «sancionaría enérgicamente a los promotores» de los disturbios. Nacionalistas y socialistas hablaban de provocación de las autoridades contra los símbolos más queridos del pueblo vasco. Las sanciones gubernativas, en cualquier caso, no amilanaron a nadie. Arreciaron las protestas y actos de rebeldía, volviendo a circular llamadas anónimas a la guerra «por dolorosa y sangrienta que sea». El mismo día 4 fue acordada la dimisión colectiva de los ayuntamientos vascos para el día 7[5].

La asociación entre dos viejos y acérrimos enemigos como el PNV y el PSOE, seguía despertando general extrañeza. El periódico madrileño El Sol criticaba: «Aquí (…) no vale el cuento del izquierdismo y del baluarte de la República, como en (…) Cataluña. Aquí aparece claro (…) el apoyo al nacionalismo con la intención única de promover conflictos a toda costa»[6].

A lo largo de los días crecía la inquietud, con huelgas y cierres patronales, ya en Gijón, ya en Valencia, Tarragona o Cádiz, atentados y luchas de facciones: «Ocho heridos, dos graves y uno gravísimo, por la jornada juvenil libertaria» «Cuatro heridos en un tiroteo en Lavapiés, en una manifestación comunista» «Tres heridos en choque entre obreros falangistas y socialistas en Madrid» «Cuatro heridos en tiroteo contra el Ayuntamiento de Valdepeñas» «Tranvía quemado en Barcelona» «Destrozan, pistola en mano, un local de Acción Popular en Bilbao» «Apalean a la mujer de un guardia de asalto» «Un muerto y nueve heridos por explosión en Sevilla» «Guardia de asalto herido en San Sebastián». Etc.[7]

En Cataluña, la Lliga denunciaba que bajo las buenas palabras, la Ley de Contratos de Cultivo era aplicada inconstitucionalmente y sin cambios. La Generalitat establecía en el campo unas juntas arbitrales que, a juicio de El Debate iban a constituir «un reducto político del partido dominante», al estar formadas con el alcalde y el secretario del Juzgado o del Ayuntamiento (a decisión del alcalde), más un representante de los rabassaires y otro de los propietarios. Esto dejaría inermes a los últimos en la mayoría de los municipios rurales. Aquellas juntas tendrían «tan poderosas funciones de justicia y hasta derechos dominicales sobre la propiedad privada» que negarían la Constitución y el Estatuto, pues podrían «variar las rentas, determinar cómo y cuándo han de pagarse, ordenar la expropiación…»[8].

Peor todavía: los aparceros no pagaban las rentas, sumiendo el campo, según los propietarios, en el «caos y el bandidaje»; las fuerzas de orden público, mandadas por la Generalitat, servirían sólo a la Esquerra. Sintiéndose indefenso, el Institut Catalá de Sant Isidre, que agrupaba a 40.000 propietarios, resolvió acudir a Madrid en una protesta masiva. La Esquerra reaccionó con ira, tachando la acción de anticatalana y enmarcándola en una «nueva ofensiva general contra Cataluña» con la complicidad de aquellos «elementos que se dicen catalanes, del Sant Isidre». La isidrada serviría el «pretexto para un movimiento fascista contra la República», en vista de lo cual la Esquerra exigía «¡disciplina! ¡Todos a las órdenes del presidente!»[9].

El día 5 unos pistoleros invadieron el Instituto Agrícola y quemaron muebles y archivos. El dirigente del BOC, Joaquín Maurín, vino a jactarse del asalto y, ante las protestas, el jefe de orden público, Miguel Badia, lo interrogó. Maurín dijo que sólo había oído unos comentarios sobre el suceso a unos individuos a quienes no conocía, y Badia, convencido, lo dejó libre[10].

La Generalidad quiso impedir la isidrada prohibiendo la salida de autocares para Madrid. Arguyó que no podría garantizar la seguridad de los vehículos y de sus ocupantes. Muchos miembros del Instituto tuvieron que renunciar al viaje, pero otros alquilaron trenes especiales para ir[a].

Por esos primeros días del mes tomaba cuerpo una iniciativa izquierdista para exaltar la memoria de los capitanes Fermín Galán y García Hernández, fusilados en 1930, en Jaca, por rebelión militar. La convocatoria rezaba: «¡Ciudadanos! La sublevación de Jaca es la acción revolucionaria y el hecho inicial del advenimiento del segundo régimen republicano»; y tras dedicar duras expresiones a la monarquía, afirmaba: «Hoy se manifiesta de manera auténtica el anhelo popular de rendir, sin demora, el homenaje que la República debe a los mártires de Jaca. Los partidos republicanos y el socialista, solidarizados para el cumplimiento de obligación tan sagrada, se han constituido en comisión especial…»[11].

La idea era enterrar los restos bajo un grandioso monumento, «uno de los mejores de Europa, digno de los héroes de Jaca» en el paseo de La Castellana, frente al edificio en construcción de los Nuevos Ministerios. Consistiría en un elevado arco alzado sobre una plataforma, a medio camino entre dos plazas monumentales a construir, y se divisaría a gran distancia desde arriba y abajo del paseo. El diario ABC rezongaba: «Ningún héroe, ningún genio, ninguna gloria de España (…) alcanzó nunca homenaje semejante». Otros zaherían a los promotores, partidos y personajes que, precisamente, habían dejado en la estacada a Galán y a García cuando ambos se alzaron en armas[b] [12].

El manifiesto concluía: «¡Pueblo! Ofrece tus fervores íntimos de amor y respeto a los que murieron por tu liberación. ¡Glorifica sus nombres!». También apoyaba la Asociación de Mujeres Republicanas, la cual, «queriendo tributar a los gloriosos mártires (…) un homenaje de amor esencialmente femenino, abre una suscripción, por mujeres que sientan como nosotras (…) la inmensa gratitud ante el sacrificio de estos héroes»[13].

El gobierno, aunque en manos del partido republicano de mayor solera, el Radical, sospechaba las más aviesas intenciones en el homenaje. Llegó a pensar, signo del sobresalto reinante, que era una añagaza para secuestrarle en pleno, cuando asistiera a la ceremonia. Gil-Robles dice tener información de que «el Gobierno (…) iba a encontrarse a merced de las masas obreras, que se apoderarían de él y asaltarían los centros oficiales». Pero, cogidos en el compromiso sentimental, los ministros no tuvieron más remedio que disimular y avalar la iniciativa, con ficticia alegría. Aprobaron unas obras bajo la Puerta de Alcalá, donde se instalarían provisionalmente los ataúdes, y acordaron costear para Galán las insignias de la Laureada de San Fernando, máxima condecoración militar española. Con motivo del traslado de los restos, previsto para el 15 de septiembre, empezó la izquierda a organizar una masiva manifestación[14].

Entre tanto la CEDA, queriendo proclamar su decisión de poner coto al deterioro político, llamó a una concentración para el día 7, en lugar tan emblemático como Covadonga, cuna de la Reconquista. La reacción del PSOE apenas pudo ser más drástica: ordenó la huelga general en Asturias y en Madrid, e intentó impedir la afluencia de derechistas. Fueron saboteadas vías férreas y postes telegráficos, llovieron piedras y a veces tiros sobre los autos que transportaban cedistas, algún tren fue parado pistola en mano, las carreteras a Covadonga aparecieron sembradas de clavos o cortadas con árboles. «Fue verdaderamente milagroso que me salvara de una agresión en aquellos imponentes desfiladeros», recuerda Gil-Robles. Pese a todo, lograron reunirse unos 7.000 cedistas, y ante ellos denunció su jefe los sucesos del verano: «Un poder regional que contesta a las transigencias del poder público con afirmaciones constantes de rebeldía (…) un organismo del Estado como la Generalidad (…) que, no contenta con mantener la rebeldía en su propio territorio, la utiliza en otro (…) Una rebeldía de unos ayuntamientos totalmente artificial en sus orígenes, subversiva en sus planteamientos y (…) demoledora del sentido de la unidad nacional», con el «remate grotesco del himno maravilloso de las verdaderas y legítimas libertades de Vasconia puesto en labios de un blasfemo impenitente, en alusión a las invocaciones religiosas del himno vasco y al lenguaje habitual de Prieto. Para resistir a aquella corriente, «vamos a exaltar el sentimiento nacional con locura, con paroxismo (…) prefiero un pueblo de locos que un pueblo de miserables». Pero reafirmó su línea legalista y anunció que no sostendría más a Samper: «Para ensayos, ya basta (…) No hemos puesto obstáculos, los hemos removido. No hemos derribado gobiernos, los hemos apoyado en circunstancias difíciles. No hemos sido un elemento de perturbación, sino constructivo de la política española. Cuando ni aun con esa ayuda ni con esa buena voluntad ha sido posible que las cosas marchen por el camino que debían, nuestro camino está despejado (…) No consentiremos ni un momento más que continúe este estado de cosas»[15].

Tanto a la CEDA como a los socialistas les satisfizo la experiencia. La primera, por haberse impuesto a las amenazas y sabotajes; sus contrarios, porque el ímpetu desplegado por sus seguidores parecía prueba de auténtica disposición revolucionaria.

Ese mismo día 7 dimitían numerosos ayuntamientos en Guipúzcoa y en Vizcaya, aunque muy pocos en Álava. El resultado sólo podía ser el desorden administrativo, por más que el gobierno nombrara comisiones gestoras y multiplicara, siempre en vano, las detenciones y las multas. Los ediles desfilaban por la cárcel, saliendo a los pocos días, lo cual servía para nuevas manifestaciones de subversión. Azaña, Casares Quiroga y Prieto viajaron a Vizcaya para dar ánimo a los detenidos, y se formaban «colas larguísimas de público, rodeando la cárcel de Bilbao». Ni las multas eran pagadas ni los procesos infundían temor[16].

El PSOE creyó que la situación había madurado para comprometer al PNV en sus proyectos, y le propuso crear unos comités interpartidos que elevasen la lucha a un nivel superior. Como dijo un proponente, había que llegar a «la revolución necesaria», cosa que los delegados peneuvistas interpretaron, con acierto, como la auténtica finalidad de dichos comités. Las halagüeñas ofertas al PNV no persuadieron a este partido, demasiado derechista. Sus jefes dieron la consigna de «¡Nada de compromisos!», pues «nuestro pueblo podrá luchar un día por la libertad nacional vasca, pero no por otras banderas». Aguirre desechó por innecesarios los comités, observando que la revolución «tiene para ustedes un gran interés que no es el mismo que para nosotros». Prometió una acción «con todas sus fuerzas», pero tan sólo en caso de una intentona «monárquica o dictatorial». El PSOE se sintió defraudado por sus escurridizos socios, aunque el mero hecho de que unos y otros participasen en un mismo movimiento y dialogasen sobre una revolución indica hasta dónde habían subido las aguas. Cuando estalló la insurrección, buena parte de la opinión pública creyó que el PNV había tenido complicidad, o al menos complacencia en ella. El PSOE, razonablemente, no podía lamentarse de lo logrado con los nacionalistas, que era pasmoso, habida cuenta de la historia anterior[17].

El día 8 los catalanes del Sant Isidre llegaban a la capital del país en número de ocho mil, pese a las prohibiciones de la Generalitat. En Madrid les esperaba una acogida más calurosa de la que hubieran deseado. Los socialistas comparaban su viaje con la célebre marcha sobre Roma que había dado el poder a Mussolini. Lo declararon «un simulacro de toma de Madrid», una «marcha agrario fascista», a la que respondieron con una huelga general combinada con movilización de milicias en «pequeñas acciones callejeras», ensayo de guerrilla urbana. El eco de los tiroteos y choques se extendió por la ciudad, y Salazar Alonso cerró los centros socialistas[18].

Los catalanes expusieron sus quejas en un mitin en el cine Monumental: «No podemos vivir (…) somos despojados de las cosechas»; las fuerzas de orden público, mediatizadas por la Esquerra, permitían un estado de «pleno bandolerismo». Desmintieron el cargo que se les hacía de ser terratenientes, identificándolos con los grandes propietarios de Andalucía y Extremadura: «Hay 200.000 propietarios para 700.000 hectáreas». Pidieron el cumplimiento de la sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, la reversión del orden público al gobierno central y el fin de la injerencia de la Esquerra en la justicia. También recalcaron el carácter apolítico del Instituto, pese a haberse acogido —inevitablemente— al amparo de los partidos de derecha. En la tribuna del Monumental estaban Gil-Robles y otros dirigentes cedistas, así como varios de la Lliga, del partido Agrario e incluso monárquicos. La Esquerra lo aprovechó para denunciar al Instituto en términos crudos[19].

Fuera del Monumental, los disturbios ocasionaban seis muertos —tres en un ataque a una camioneta de guardias de asalto—, varios heridos y cientos de arrestados[20]. También en esta ocasión quedó el PSOE complacido por la demostración de fuerza, que su prensa loó como un hito importante en la senda de la victoria.

Los días 9 y 10 ocurrieron en San Sebastián dos atentados consecutivos de especial repercusión. El primero costó la vida a Pascual Carrión Damborenea, jefe de Falange en la localidad y hostelero conocido. Al día siguiente, Manuel Andrés Casáus, ex director de seguridad con Azaña y amigo de éste y de Prieto, colaborador también en el armamento del Partido Socialista, caminaba a su casa con otra persona, a quien comentaba: «Ya verás cómo el atentado de ayer trae algún otro atentado de parte de los fascistas». En esos momentos unos individuos dispararon contra él y cayó muerto antes de poder usar su pistola, que logró empuñar. Los dos crímenes produjeron una gran conmoción política. Como dice Vidarte, Andrés «fue la primera persona de categoría política asesinada por los fascistas». Su entierro congregó una manifestación de la izquierda. Azaña y Prieto, allí presentes, aprovecharon para discutir sobre los planes de insurrección. Azaña había perdido bastante de su radicalismo de los meses anteriores. En su discurso fúnebre encomió el ejemplo de Andrés, pero aconsejó evitar represalias[21].

Sólo dos días después de su mitin en Madrid, el Institut de Sant Isidre sentía el fuerte puño de la Generalitat. Companys alentaba manifestaciones contra él y, según denunciaba El Debate, las publicaciones de la Esquerra difundían «listas negras invitando a la venganza contra los hijastros de Cataluña y los mal nacidos que se atrevieron a pedir amparo al Gobierno de España». Dencàs clausuró el local del Instituto, y anunció que igual suerte correrían «cuantas instituciones se opongan a lo que ordene el Gobierno de la Generalidad»[22].

Ese mismo día 10, en Barcelona, un nacionalista era condenado a una multa de 1.000 pts por desobediencia al tribunal. Al leer el juez la resolución se alborotó el público, compuesto de esquerristas, entre insultos a los jueces y mueras a España y a la justicia española. Unos escamots saltaron al estrado al mando de Badia, atropellando y vejando a los miembros del tribunal, impidiéndoles firmar la sentencia. El fiscal, Manuel Sancho, increpó a los asaltantes, y éstos lo arrestaron sin contemplaciones y lo llevaron a declarar a comisaría. Fuera, el gentío arrancó y pisoteó la bandera republicana del coche del juez, intentó asaltar el edificio y apedreó las ventanas. No era el primer incidente grave de este género en los juzgados, pues ante ellos menudeaban en aquellos meses los disturbios y hasta algún intento de incendio[23].

Samper declaró estar «profundamente indignado por todo lo que allí ha ocurrido». Vista la aparente incapacidad de Companys, el gobierno anunció su disposición a recuperar el control de las fuerzas de orden público en Cataluña, en los términos previstos por la ley para tales casos. Este anuncio causó la máxima inquietud en la Esquerra[24].

El día siguiente, 11, era la tradicional Diada o jornada catalanista en memoria de Rafael Casanova[c]. No se produjeron graves incidentes, aunque militantes del grupo Nosaltres Sols[d] desfilaron exhibiendo pistolas. Fueron destrozadas banderas de la república y vertidos propósitos como «Cataluña perdió con sangre sus libertades y con sangre las ha de recobrar». Unos cientos de comunistas cantaron La Internacional en castellano. Muchos nacionalistas, irritados, los abuchearon y quisieron cortarles el paso; salieron a relucir algunas pistolas. Los comunistas se abrieron paso a empellones y depositaron su corona al pie del monumento a Casanova[e] [25].

Ese día Dencàs hacía prender en Olesa de Montserrat a un centenar de carlistas de en torno a diecisiete años de edad, uniformados y al mando de un sacerdote, que vitoreaban a la Cataluña monárquica. Parece que el acto había sido previamente autorizado, pero con motivo de él fue detenida la dirección carlista en Barcelona y cerrado y registrado su local, en busca de armas. No aparecieron éstas y sí unas octavillas de aliento a la revolución carlista y a los detenidos: «Vuestros cuerpos han sido golpeados bárbaramente por aquella chusma baja, indecente, criminal y canalla preparada por el aventurero Dencàs y arengada por él mismo desde una emisora de radio». El suceso causó revuelo entre las izquierdas, que quisieron ver en él un signo importante dé preparación armada fascista, pero al final Dencàs mismo optó por tratarlo más bien como una chiquillada y como algo «cómico»[26].

En la misma jornada suspendía Samper el homenaje a los héroes de Jaca. El gobierno proclamó que la ofrenda sólo tendría sentido como «un acto de efusión y de coincidencia en la exaltación de la memoria de aquellos mártires por parte de todos los partidos republicanos». En su empeño por lograr la efusiva coincidencia, el partido de Lerroux había llegado hasta pedir al PSOE «¡un armisticio!», como clamaba escandalizado El Socialista: «El representante del Partido Radical no se sonrojó al hacer su propuesta, que naturalmente no le fue aceptada (…) No entra en nuestros cálculos pactar ninguna clase de armisticio con los adversarios del proletariado». Al contrario, el acto debía concentrar a «la España pujante del puño en alto, los anarquistas y republicanos decentes»[27].

Los socialistas aspiraban a convertir el homenaje en «una gran manifestación (…) de gran trascendencia política», y precisamente contra el gobierno, pues notaban claramente que Galán y García «no se sacrificaron (…) para que fuera ministro el señor Cid[f] ni jefe de Gobierno el aventajado accionista y hombre de bufete señor Samper (…) Buscaban ellos la revolución que sacara a España de su atraso y de su barbarie». Objetivo arduo este último, que no creía el PSOE estuviera al alcance, ni siquiera en la intención, de Cid o de Samper[28].

Ni la efusión, pues, ni la coincidencia, se vislumbraban por ningún lado, y esa deplorable circunstancia inclinó al ejecutivo a aplazar sine die la solemnidad, zafándose con elegancia muy relativa del angustioso compromiso, sentido como una auténtica pesadilla.

La suspensión del homenaje habría levantado una marejada de protestas si el mismo día 11 no la hubiera opacado un suceso más sensacional: el descubrimiento del alijo de armas del Turquesa, desembarcado en San Esteban de Pravia, Asturias, por orden de Prieto. La cuantía de la captura y de lo que presuntamente habían logrado salvar los contrabandistas, sacudió al país. Según Prieto «habían sido cargados varios camiones que, a máxima velocidad, iban hacia hórreos y trojes, donde quedarían escondidos fusiles y cartuchos», aunque según otros no llegaron a descargarse armas, sino sólo una abultada provisión de municiones[29].

Ya no cabía duda de que el PSOE iba mucho más allá de la mera agitación verbal; pero aunque todas las pruebas les acusaban, los socialistas escurrieron el bulto asegurando que el cargamento «no es nuestro», si bien «añadimos con absoluta sinceridad, dado el sesgo que la política nacional ha tomado: nos hubiera gustado que fuera nuestro». Y hasta pronosticaban: «Presumimos que las autoridades no van a tener el menor interés en aclarar a quién corresponde esa preciosa partida de cartuchería (…) Pero ese interés lo habrá en nosotros (…) No nos cabe duda de que hay gato encerrado». Por desgracia para ellos, el gobierno puso interés en aclarar el origen de las municiones, si bien actuó con formalismo y premiosidad. Hubo varios arrestados, entre ellos González Peña, enseguida soltado, pues tres semanas más tarde estaba dirigiendo la revuelta asturiana. En su aparente paranoia, los ministros llegaron a pensar que las armas iban destinadas al tan temido homenaje-trampa a los héroes de Jaca, previsto en principio para el día 15. Novedad mejor para el PSOE fue la petición oficial de José Díaz, secretario del Partido Comunista, de ingresar en las Alianzas Obreras. Con ello, se dio triunfalmente por alcanzado el «Frente único de la clase obrera», vista la invencible renuencia de los anarquistas[30].

Pero el día 13, en Madrid, «en la casa del Pueblo, ¡pásmense ustedes!, es descubierto un formidable depósito de bombas, explosivos y municiones», informaba, estupefacto, El Socialista. Y, especulando con barroquismo, inquiría: «¿Quién ha llevado allí los explosivos? ¿Quién? (…) La idea de guardar bombas y municiones en la casa de los trabajadores no puede ser más descabellada ni más absurda»; para concluir sagazmente: «¿Quién quemó el Reichstag?»[g] sugiriendo que las armas halladas eran una insidia para desarticular al PSOE. Afortunadamente para éste, la autoridad hizo gala de una extraordinaria lentitud de reflejos y hasta seis días después no emprendió el registro de las «casas del pueblo» en el resto de España. La policía halló depósitos por todo el país, en Teruel, Trujillo, Almadén, Ferrol, Monforte etc., pero otras muchas partidas pudieron ser cambiadas de escondrijo[h]. El Socialista se mofaba de «los registros infructuosos» mientras la Esquerra sopesaba la truculencia del ministro de Gobernación y se preguntaba con perspicacia si los hallazgos de armas no serían «una cortina de humo»[31].

Los graves incidentes de Barcelona, en especial la agresión de las fuerzas de la Generalitat a los jueces, habían obligado a Samper a dar un serio aviso. Companys comprendió que si perdía su poder sobre las fuerzas de orden público, cualquier rebelión se haría imposible. Para salvar las formas y calmar al nervioso gobierno, Badia fue forzado a dimitir. El sector de la Esquerra Estat Catalá protestó de ello y convocó un acto de desagravio al dimitido, en el Iris Park. Ante 4.000 personas, un orador llamado Cerrahina incitó al atentado contra el presidente del Sant Isidre, recalcando sus señas. Pero el objetivo de la destitución quedó logrado: Samper se dio por satisfecho con el gesto y no insistió en recobrar el control policial en Cataluña. A Badia le fue adjudicado, acto seguido, un despacho en la Consejería de Gobernación de la Generalidad para que se ocupara a tiempo completo de los planes de insurrección[32].

La prensa seguía reflejando atentados, enfrentamientos y huelgas: «Seis heridos en Badajoz en choque entre fascistas y socialistas» «Robo de dinamita en San Sebastián» «Sabotajes en la huelga de Cádiz» «Un muerto a tiros en Carrión» «Un camarada, herido de gravedad por un fascista, consigue vengarse en la persona del propio criminal, al que mata, falleciendo él instantes después». Y así sucesivamente[33].

Propia de la época era la juventud de muchos violentos, y cierto número de muchachos entre los 14 y los 23 años habían sido muertos o heridos. Ortega y Gasset había tratado el fenómeno: «En sus conferencias de junio de 1933, Ortega anunció para el otoño «la aparición del juvenilismo y, por tanto, de la violencia en la vida política», consigna Julián Marías[34]. Especialmente agresivas se mostraban las juventudes del PSOE en su papel de vanguardia revolucionaria. Las comunistas no les iban a la zaga, si bien su escasez numérica limitaba su capacidad. También los escamots eran milicias juveniles muy dadas a la acción directa, así como las juventudes libertarias.

Algo semejante, si bien menos acentuado, sucedía con las JAP, Juventudes de Acción Popular, afectas a Gil-Robles. En ellas se hicieron corrientes gestos y apariencias próximos a los fascistas, como los gritos rituales «jefe! jefe!», dedicados a su líder, o la exaltación del principio jerárquico. Pero nunca por entonces cultivaron una mística violenta, ni la afición a los uniformes, ni perpetraron atentados y sabotajes. En la derecha fueron más bien grupos secundarios de monárquicos y, sobre todo, falangistas, los que predicaron o practicaron el recurso a las armas. Hay que insistir en estas diferencias porque tienen la mayor importancia para describir la época, y porque una parte de la historiografía las olvida o las presenta al revés.

Para contener la oleada de violencia juvenil, el ejecutivo prohibió la militancia política a menores de 23 años sin permiso escrito de sus padres. La medida, difícil de aplicar, proporcionó al PSOE y al PCE un excelente trampolín para su agitación y ambos convocaron en protesta una espectacular parada nocturna en el estadio Metropolitano o Stadium de Madrid. Contra la opinión de Salazar Alonso, el conciliador gobierno autorizó el mitin monstruo, y el ministerio de la Guerra incluso facilitó potentes focos para iluminarlo.

En la concentración, la noche del 14 al 15, «la unión del proletariado madrileño quedó sellada de manera imborrable, con su voluntad decidida de acabar con un régimen de oprobio». El «formidable acto juvenil» congregó, según los organizadores, a una apasionada multitud de ochenta mil personas. Por primera vez hablaron juntos líderes del PSOE y del PCE. El comunista Trifón Medrano afirmó: «Ya en el entierro de Joaquín de Grado el proletariado (…) aterrorizó a la burguesía», y destacó la necesidad de un frente único para preparar la insurrección armada». Santiago Carrillo, por el PSOE, profetizó: «Serán estas juventudes las que asalten el Poder, implantando la dictadura de clase (saludos vibrantes con el puño en alto y gran ovación)». Empleó la frase que se haría célebre en 1936: «El fascismo no pasará». Aseguró también que el alijo del Turquesa constituía «una maniobra reaccionaria contra los socialistas», si bien «no niego que el proletariado se prepara para la insurrección contra los elementos fascistas». Para los jóvenes del PSOE, más aún que para el partido, el concepto de fascismo englobaba a los radicales y hasta a algunos burgueses de izquierdas. El también socialista Jerónimo Bugeda interpretó con triunfalismo la actitud de Samper ante la Esquerra: «En la cobardía del Gobierno central está la muestra de su impotencia y de su debilidad». Habló Jesús Hernández, dirigente del PCE: «Estos compañeros congregados aquí van a ser las falanges que van a tomar el Poder en España (…) el Gobierno (…) puede tomar todas las medidas represivas que quiera: no le servirán de nada. Dejaremos las víctimas que sea preciso en el campo de batalla (…) Seremos un solo cuerpo de ejército». Anunció que harían «todo lo posible por atraer a nosotros» a los anarquistas.

Al final miles de jóvenes, uniformados con camisas azules (los comunistas) y rojas (los socialistas), evolucionaron en formación militar, entre un delirio de ovaciones y puños en alto. No sin razón el PSOE y el PCE consideraron esta exhibición de fuerza y unidad como un hito en su marcha: «Ha dejado una huella más honda que la propia huelga general del día 8. Un alarde de fuerza (…) una reiteración de fe revolucionaria»[35].

El deterioro de la situación y la impresión de falta de autoridad del gobierno exasperaban a las derechas. ABC se preguntaba «a qué sana razón puede obedecer el empeño en retrasar una crisis confesada». La izquierda burguesa persistía en su afán de disolver las Cortes; si eso no ocurría, tampoco admitirían una crisis que diera entrada a la derecha en el ministerio: «Pese a los vehementes deseos de El Debate y de ABC, creemos que todo quedará en agua de borrajas. En caso contrario, ni Cataluña ni Vasconia ni el proletariado español ignoran cuál es su deber». Pero la caída de Samper estaba cantada desde que la CEDA había resuelto retirarle su apoyo[36].

En aquel aire enrarecido bullían los rumores. Uno de los más circulados era el de reuniones de generales con vistas a un golpe de fuerza de orientación monárquica. Otro afirmaba la presencia de Trotski en España, como asesor de la revolución inminente. Dentro de la Esquerra parecía haber tensiones con Estat Catalá, y entre las juventudes y los escamots. El Socialista indicaba algo obvio para quien conociese su designio: «El movimiento proletario no puede detenerse. Es forzosa la actuación»[37].

Los incidentes de orden público proseguían: «Un obrero de ABC, grave en atentado» «Dos heridos graves en atentado contra el jefe de la policía municipal de Portugalete» «Atentado contra dos guardias de seguridad en Granada» «Tres heridos por bomba en Cádiz» «Bomba en Valencia» «Ataque a guardias civiles desde un coche» «Muerto a tiros un panadero en Madrid» «Cinco heridos por bomba en Barcelona», etc., más anuncios de huelgas generales en Asturias y diversas poblaciones, robos de dinamita, etc.[38].

La Vanguardia cronicaba: «Desde los más diversos lugares de Cataluña nos llegan voces angustiadas denunciando el (…) increíble recrudecimiento de la anarquía (…) Nadie respeta ley ni pacto (…) Las masas de rabassaires y aparceros, a los que durante tanto tiempo se ha estado halagando con promesas, se agitan amenazantes. Lanzados a la violencia (…) por dañinas predicaciones, se impacientan y desoyen a sus propios directores. Bandas de rabassaires recorren los campos y, ante la inacción de las autoridades locales, se apoderan violentamente de las cosechas»[39].

Nuevos depósitos de armas salían a la luz, algunos tan aparatosos como el hallado en un camión en la Ciudad Universitaria de Madrid, con fusiles, lanzallamas y armas anticarro; otro con granadas, morteros y bombas de mano en Turón; un laboratorio de explosivos en la Ciudad Lineal madrileña; otro depósito en la Ciudad Jardín; documentos probatorios de planes revolucionarios, etc.[40].

Pese a que estos hallazgos afectaban sólo ligeramente al plan de insurrección, el PSOE no las tenía todas consigo. El mayor peligro para él consistía en que Samper se adelantase al golpe con una acción preventiva. De ahí que El Socialista negara la evidencia y desviase la atención hacia «los verdaderos alijos», las corruptelas que achacaba a los radicales en el poder, a quienes simultáneamente fingía aconsejar: «Aún no ha caído en la cuenta el Gobierno de que más peligrosos son para la República democrática de trabajadores los monárquicos en armas que los obreros armados (…) No se olviden las palabras de Gil-Robles: Si el Parlamento nos estorba, lo suprimiremos». Y hablaba de los muchachos detenidos en Olesa de Montserrat, otorgándoles un desmesurado valor probatorio de sus tesis sobre el «golpe fascista»[41].

Todo ello sin abandonar el tono retador: «El proletariado no se moverá (…) cuando lo desee el Gobierno, sino cuando convenga a su causa. Disuélvanos Salazar Alonso, si se atreve». O bien: «La reacción se ve perdida, acorralada y amenazada (…) Estamos en vísperas que se asemejan mucho a las de un cambio de régimen. ¡Cuánto darían Gil-Robles y otros por que nos lanzáramos al golpe antes del 1 de octubre! (…) La presión de las masas populares ha ido ascendiendo y se ha hecho cada día más asfixiante (…) Las magníficas huelgas generales de Madrid, Asturias y León, el mitin del Stadium, la protesta serena y constante de la opinión…»[42].

Pero su verdadero miedo emergía inevitablemente: «Lo que no se puede admitir es que entre el Gobierno y sus azuzadores saquen las cosas de quicio y presenten unos hallazgos de armas y municiones como preparativos revolucionarios (…) Al Gobierno le tienden una trampa, no para que se hunda él, sino para que se hunda la República. Quieren los reaccionarios que el Presidente de la República y el Gobierno nos odien a muerte». En efecto, ABC se preguntaba «hasta cuándo el Estado y el país pueden esperar pasivamente la revolución que les amenaza». El Socialista aseguraba que la reacción preparaba un golpe, y advertía: «Nada tendría de particular que se intentara un acto de provocación sensacional (…) ese acto podría consistir en (…) la detención de las Comisiones Ejecutivas del PSOE y la UGT (…) Todo lo tenemos previsto. El Gobierno y Gil Robles están con el agua al cuello»[43].

Samper distaba de urdir esa temida «provocación». También la CEDA valoraba con desmesurado optimismo las capturas de armas y documentos: «Los registros y detenciones (…) han descubierto el plan revolucionario que se ha hecho abortar»; y enfocaba la amenaza revolucionaria más bien como un chantaje. Josep Pla escribía: «Parece (…) que los socialistas sienten en este momento la voluptuosidad de la sangre. Si no pueden hacer el golpe que de todas formas es problemático, harán el chantage del golpe por tal de impresionar a las altas esferas del estado en contra de la tendencia a formar un gobierno mayoritario». El Socialista replicaba: «No hay tal chantaje»[44].

El día 22 se decretaba el estado de alarma en toda España, aunque sus medidas eran aplicadas sin rigor. En la prensa de la Esquerra abundaban anuncios de empresas vascas ofreciendo «a los somatenes» armas largas y cortas «a buen precio y con facilidades de pago».

Hubo por esos días gestos apaciguadores. El 24 y el 25 una delegación del PNV trataba con la Esquerra, en Barcelona, de su retorno a las Cortes, juzgando que el conflicto de la Ley de Cultivos podía darse por zanjado, y que la ausencia del Parlamento perjudicaría los intereses de ambos grupos. También la Lliga decidió volver al Parlamento catalán, cuando el partido de Gil-Robles, Acción Popular, empezaba a expandir su militancia en Cataluña.

Los peneuvistas también charlaron con la Esquerra sobre la insurrección. Según Aguirre, «Dencàs estimaba que la revolución estaba cercana», mientras que Companys parecía creer que el movimiento socialista se aplazaría «por falta de preparación suficiente». Una vez más afloraba la indecisión del President bajo la euforia y los discursos inflamados. Sin embargo, por entonces el mismo Companys se dirigió por carta a oficiales de las fuerzas de orden público pidiéndoles que declarasen su actitud en caso de que su gobierno se viese obligado a la lucha armada[i]. Y se anunciaba una gran concentración en Reus, para el día 30, «ante las provocaciones de todos los fascistas de derecha», porque «hemos creído que es urgente realizar una demostración de fuerza», y «ha llegado la hora del sacrificio»[45].

El día 24 ocurrieron otros hechos de fuerte eco. En Barcelona, un multitudinario homenaje a Badia, en réplica al anuncio de su procesamiento por agresión a los jueces constituyó un nuevo ultraje al gobierno Samper y a la ley republicana. Tuvo lugar en el Palacio de Bellas Artes, entre banderas con la estrella solitaria del separatismo, y fue difundido por radio para darle máxima audiencia. Allí, Companys definió a Badia como «un soldado que lucha por la libertad de Cataluña», y profetizó: «El porvenir señala a Cataluña una hora decisiva». Dencàs aplaudió: «Al acto de la detención del fiscal se adhiere toda Cataluña». «Todos los magistrados españoles deben irse de Cataluña». Y arengó: «Futuros soldados del Ejército liberador de Cataluña: pronto seréis llamados a cumplir altos designios». El consejero del gobierno autónomo, Gassol, felicitó al homenajeado por su acción: «Honor a ti, Badia, que con tu temple y valor (…) has dado motivo a que Cataluña manifieste una vez más su sensibilidad». Y avisó: «Si nos quieren quitar nuestra policía, se encontrarán con las avanzadas del ejército catalán»[j]. Boronat dijo: «España no existe para nosotros». Badia se definió como hombre de pocas palabras y más bien «de lucha y de calle», y corroboró con franqueza las denuncias de la Lliga sobre el partidismo de las fuerzas de orden público: «La policía, mientras yo desempeñé el cargo, ha tenido la misma actuación que correspondía a los escamots»… Un nacionalista gallego habló en su idioma para denostar a los Reyes Católicos, y el delegado del PNV lamentó: «Es dolorosísimo tener que usar el idioma del enemigo para podernos entender»[46].

Ese día 24 empezaban unas amplias maniobras militares en León. Las dirigía el general López Ochoa, bajo supervisión de Masquelet, cuyo afecto a la derecha y al gobierno era menos que limitado. El ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, llevó también al general Franco, jefe militar de Baleares, con el curioso cargo de asesor. Según Arrarás, el ministro quería tenerlo cerca, por si la revolución pasaba del supuesto chantaje a los hechos. Acaso, como se ha observado a menudo, las maniobras tuvieran por objetivo real aplastar una posible insurrección en la vecina Asturias, aunque también cabe dudarlo. De hecho tuvieron escasísima utilidad al respecto[47].

No fueron unas maniobras normales. El ejército tenía que realizarlas anualmente, para probar el estado y eficacia de sus servicios, pero el año anterior se habían suspendido, y en 1934 «todas las fuerzas parece que se desencadenaron» para impedirlas también. «Diariamente periódicos y hojas clandestinas se repartían entre los soldados y se introducían en los cuarteles y vagones de ferrocarril que habían de llevar las tropas al campo de maniobras», reseña el ministro Hidalgo, quien mantuvo firme su decisión de realizarlas, porque «la suspensión hubiera representado la quiebra del Poder y la impotencia del Gobierno de la República». Los ejercicios hubieron de suspenderse a los cinco días, debido al mal tiempo, y quedó la región astur tan guarnecida o desguarnecida como antes. Sólo fue trasladada a ella una pequeña fuerza de guardias civiles[48].

A las maniobras acudió Alcalá-Zamora. De la histeria en que se desenvolvía la política da idea la anécdota que él cuenta en sus Memorias: «Solicitada con anhelo y apremio de minutos, recibí la visita de don Diego Martínez Barrio (…) Llegó un hombre sensato como él para disuadirme de que asistiera a las maniobras, por estar (…) convencido de que eran un pretexto (…) para secuestrarme y proclamar una dictadura urdida por la Dirección General de Seguridad. Creía estar soñando o hallarme en un manicomio (…) Al escuchar a Martínez Barrio dudaba si éste había perdido la razón o si quería (…) predisponerme a su favor y en contra del pobre Salazar Alonso»[49].

De paso para León, Alcalá-Zamora se detuvo en Valladolid el día 24, donde pronunció un discurso de vasta, pero efímera resonancia. En él hizo varias advertencias: «La lucha debe hacerse dentro del respeto a la Constitución» «Lo que sale de las urnas es lo que gobierna y decide en España». En clara alusión a la crisis gubernamental próxima insinuó un posible acuerdo con la CEDA: «Con nadie me siento incompatible y con nadie estoy ligado».

Reprobó los movimientos subversivos en curso: «De un período posrevolucionario de pasiones, la víctima sería España». Sus frases conciliadoras iban envueltas en vaticinios un tanto irreales, con los que aspiraba, quizá, a calmar la fiebre partidista: si se superaban «la impulsividad y la impaciencia», injustificadas a su entender, podría aprovecharse «una coyuntura histórica que no (…) podemos cometer el crimen de despreciar. Economía sana, presupuesto nivelado, poca deuda exterior, con una transformación en paz y en orden, compensado el antiguo desgaste de las guerras civiles. Por todo eso, al alcance de la España de nuestro tiempo se muestra un porvenir de grandeza y bienestar como jamás pudo soñarse»[50].

Y también del 24 es la carta que José Antonio remitía a Franco, en la que enjuiciaba el momento: «Ya conoce usted lo que se prepara: no un alzamiento tumultuario, callejero (…) sino un golpe de técnica perfecta, con arreglo a la escuela de Trotsky y quién sabe si dirigido por Trotsky mismo (…) Todo ello (…) sobre un fondo de indisciplina social desbocada (…) de propaganda comunista en los cuarteles y aun entre la Guardia Civil y de completa dimisión, por parte del Estado, de todo serio y profundo sentido de autoridad (…) Parece que el Gobierno tiene el propósito de no sacar el Ejército a la calle (…) Cuenta, pues, sólo con la Guardia Civil y con la Guardia de Asalto. Pero, por excelentes que sean esas fuerzas, están distendidas hasta el límite (y) tienen que aguardar a que el enemigo elija los puntos de ataque. ¿Es mucho suponer que, en un lugar determinado, el equipo atacante pueda superar en número y armamento a las fuerzas defensoras del orden?». Para el líder falangista, el ejército tendría que intervenir no sólo por eso, sino porque el golpe previsto equivaldría a una guerra exterior: «Una victoria socialista tiene el valor de una invasión extranjera (…) el socialismo recibe sus instrucciones de una Internacional», y además, «el alzamiento socialista va a ir acompañado de la separación, probablemente irremediable, de Cataluña (…) Son conocidas las concomitancias entre el socialismo y la Generalidad (…) En Cataluña, la revolución no tendría que adueñarse del poder: lo tiene ya (…) Todas estas sombrías posibilidades (…) me han llevado a romper el silencio hacia usted con esta larga carta (…) creo que cumplo con mi deber sometiéndole estos renglones». Mezclar a Trotski y a la Internacional Socialista en el golpe reflejan confusión y ansiedad. Pero la confusión no existía en absoluto sobre las líneas generales de la tormenta a punto de estallar[51].

En la última semana del mes saltaba otro conflicto entre el gobierno y la Generalidad. El día 13, sólo tres después del tumulto del juzgado, Lluhí, consejero de Justicia de Companys, había enviado una nota a seis magistrados apremiándoles a pedir el traslado fuera de la región. La nota había sentado mal en Madrid. Para El Debate, «el señor Lluhí (intenta) una coacción ominosa al Poder judicial (…) La Esquerra (…) se identifica y se confunde a sí misma con el Poder y con todos y cada uno de sus órganos (…) (pretende) ser ella sola Cataluña entera». A su vez el gabinete de Companys, sin excesivo respeto a la división de poderes, reclamaba su derecho a disponer de «funcionarios leales»: «Todas las garantías para los funcionarios de justicia, pero ni un paso atrás contra la jerarquía y la subordinación a la Generalidad»[52].

Samper, satisfecho por el aparente arreglo de la Ley de Cultivos, proseguía el traspaso de servicios como el turismo a la autonomía, pero las notas de Lluhí a los magistrados motivaron un oficio del gobierno anulándolas y tratando de delimitar según la ley las competencias de la Generalidad al respecto. Companys replicó a Samper que no anularía la carta de Lluhí, y que no admitía la palabra «disponiendo» usada en la nota de Samper, «porque implica una subordinación que no resulta de ningún precepto legal ni de la jerarquía que ostento, cuya defensa me es obligada», por lo cual el escrito de Samper «no puede tener fuerza de obligar dentro de Cataluña, ni discrepar de la que le da el Gobierno autónomo». A Samper le llegó esta reacción por la prensa antes que por conducto oficial. Comentó que si el escrito de Companys era cierto, «encuentro en él demasiada pedantería (…) Las relaciones entre el Estado y la región autónoma son asuntos muy serios y no deben conducirse por caminos grotescos». A lo cual repuso Companys: «El tono de las palabras (del) señor Samper me ha dejado perplejo (…) Conste que me contengo mucho para no replicar a los calificativos del señor Samper». Y aseveró: «Todos nos debemos al juicio sensato e imparcial de la opinión pública», opinión un tanto alterada por aquellas fechas[53].

El intercambio verbal, chusco de por sí, podía sin embargo degenerar en un nuevo y acerbo conflicto. El 27, el gobierno acordó querellarse contra la Generalidad ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, y prescindir de ella en sus comunicaciones con la Audiencia de Barcelona. Dispuso también que la policía obedeciese a los jueces que investigaban los depósitos de armas y los planes insurreccionales. El día 29, la Generalidad negaba permiso al juez especial para investigar o buscar armas en Cataluña[54].

Era un paso más en la preparación psicológica insurreccional, intensificada durante el mes de septiembre. Las órdenes y consignas insistían: «¡Cada cual en su lugar! El presidente de Cataluña dirá la palabra (…) Que todos sepan que si (…) fuere preciso hacer gestos categóricos, no faltarán (…) De una absoluta, definitiva decisión» «¡Audacia y disciplina!» «La consigna ha de ser: cada cual en su puesto. Atención exclusiva a la voz de los dirigentes responsables». No en vano había señalado Companys el día 17, en Gandesa: «Vienen días de intranquilidad que a mí mismo me dan miedo»[55].

El 27 fallecía en Barcelona Jaime Carner, ministro de Hacienda con Azaña. Asistieron al funeral —religioso, pues Carner lo era—, numerosos políticos de izquierda, republicanos y socialistas, entre ellos Azaña, su lugarteniente Casares, Prieto, Fernando de los Ríos, Largo Caballero, etc., dando ocasión a un último cambio de impresiones. Pone Vidarte en boca de Largo: Azaña «pretendió convencerme de reconquistar la república del 14 de abril, y exclamé: «¿También con don Niceto y Lerroux?». Azaña se molestó un poco y me espetó que la misma culpa habíamos tenido los miembros del Comité revolucionario»[k]. Azaña conocía los planes de insurrección, y permaneció los días siguientes en Barcelona; dice Largo que aconsejado por Prieto, «pues en Madrid corría más peligro y allí, además, estaba cerca de Francia. Prieto, como siempre, atalayando la frontera»[56].

Ese día Azaña manifestaba a don Niceto que no era conveniente disolver las Cortes de momento, pero sí formar un gabinete «limpiamente republicano», es decir, de izquierdas a despecho de las urnas[57]. La concepción de la república implícita en estas palabras es, una vez más, la de un régimen exclusivo de las izquierdas, no la de una democracia neutral y formal. Los mismos Alcalá-Zamora y Lerroux, que habían contribuido como los que más al advenimiento de la república, eran repudiados por los izquierdistas.

El 28, en una reunión amplia de su directiva, el PNV decidía no participar ni apoyar la revolución en puertas. El PSOE persistió con tentadoras ofertas políticas a los nacionalistas vascos, pero ya sin más resultados prácticos que una abstención benévola. El Socialista avisaba: «Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado (…) Sólo nos falta el Poder. Hay, pues, que conquistarlo». El Debate daba cuenta de que a un acto en Guadalupe habían concurrido 10.000 jóvenes derechistas. Se anunciaba una huelga general en la minería asturiana y algún asesinato político en algún pueblo.

Cambó dictaba una conferencia en Barcelona para pedir el retorno del orden público catalán al gobierno, pues «en manos de la Esquerra, Cataluña está indefensa». Y el día 30 peroraba en el Palau de la Musica Catalana contra los excesos y la «particularidad grotesca del nacionalismo vasco», aparente aliado del PSOE. El diputado de la Lliga Fernando Valls Taberner llamaba en un folleto a «salvar en Cataluña el espíritu ancestral del patriotismo español, considerándolo una ampliación natural y complemento necesario del patriotismo catalán». Como respondiendo a Cambó, L’Humanitat afirmaba ese día: «El presidente Companys tiene al pueblo catalán a su lado (…) Él sabrá servirse de esta enorme fuerza ciudadana. En paz o en guerra, es igual. Nadie discutirá su mandato. Faltar hoy a la disciplina sería desertar del deber. No hay un solo catalán digno capaz de faltar a esa lealtad»[58].

Cuando, el 1 de octubre, reabría el Parlament, el diputado de la Lliga Durán i Ventosa denunció que «el separatismo se está infiltrando en todos los órganos de la Esquerra» y que «si no se rectifica la orientación política actual, acaso algún día se tenga que deplorar la pérdida de la autonomía». Companys replicó que su Gobierno «se mantendrá en todo momento fiel y atento al cumplimiento estricto del estatuto y de la Constitución, y obrará y seguirá su camino con la más absoluta firmeza y rectitud»[59].

El mes de septiembre se cerró, el día 30, con un acto académico de homenaje al pensador vasco Miguel de Unamuno, en Salamanca, con motivo de su jubilación. Lo presidió Alcalá-Zamora, con asistencia de cuatro ministros. El homenajeado era el intelectual español más admirado dentro y fuera de España, en rivalidad con Ortega y Gasset. Habló de cómo toda su vida había indagado en la tradición hispana, fuente de los logros y también de las desdichas nacionales. «Tened fe en la palabra (…) sed hombres de palabra, hombres de Dios, Suprema Prosa y Palabra Suprema, que él nos conozca como suyos en España»[60].

Aprovechando el emotivo acto, El Sol pedía «una tregua» en la acérrima lucha política. Pero el espíritu imperante era otro. El escritor César González Ruano escribía en la revista monárquica Blanco y Negro: «De un tiempo a esta parte la política en España no es mucho más que un vomitivo. La tosquedad y la vileza de las izquierdas —salvo esas excepciones que hay que insinuar para seguir viviendo— y la sordidez de las derechas, cuyos capitalistas creen que lo son de derecho divino, sinonimizando la patria con sus cuentas corrientes (…) hace poco menos que imposible seguir pensando en esa broma pesada que es la política». Unamuno habría comentado a Areilza: «Esto va muy mal. Las viejas guerras civiles se perfilan de nuevo en el horizonte, con todo su horror»[61].

Por esas fechas publicaba La Correspondencia Internacional, revista de la Comintern, una «importantísima decisión» del PCE, en la que diagnosticaba: «La situación revolucionaria se agudiza de día en día en España. Las batallas entre la revolución y la contrarrevolución son cada vez más violentas y decisivas». Companys había dicho hacía poco: «Vienen días de lucha y gloria. Feliz generación la de hoy, que podrá participar en estas jornadas victoriosas que se acercan (…) Estad seguros de que por duros que sean los momentos que vienen, nunca dejaré abatir nuestro espíritu». El dictamen de Leviatán, la revista teórica del PSOE era igualmente categórico: «Quien no se percate de que España está entrando en la fase aguda de la guerra civil entre el fascismo y el Estado —al servicio de las oligarquías capitalistas y muy señaladamente de la territorial, aliada predilecta de la Iglesia— y la clase obrera organizada, entenderá difícilmente los sucesos, tan típicos y sintomáticos, del pasado mes de septiembre. La noción de que estamos en las primeras escaramuzas de la guerra civil nos da la clave de esos sucesos»[62].