LA EXTRAÑA ALIANZA PSOE-PNV
Se apaciguaba engañosamente el conflicto de la ley de contratos de cultivo, cuando se abrió paso otro pleito no menos desestabilizador en el País Vasco. Y también en esta ocasión supieron los socialistas conducirse con destreza para radicalizarlo y socavar a fondo la autoridad del gobierno.
La protesta surgió cuando un grupo de 140 diputados propuso rebajar los impuestos sobre el vino, a fin de dar salida a los cuantiosos sobrantes generados por la caída de las exportaciones, efecto a su vez de la depresión mundial. La medida perjudicaba a muchos ayuntamientos vascos, financiados en buena parte con esos impuestos. El problema, de poca monta en principio, se embrolló al interpretar los alcaldes, no sin razón, que la medida vulneraba el Concierto económico que otorgaba autonomía fiscal a las Vascongadas. En junio, ayuntamientos y autoridades provinciales hicieron gestiones, poco efectivas, en Madrid. Crecieron las quejas, en un ambiente de reto y desprecio a la autoridad central. El 3 de julio accedió el gobierno a revisar los impuestos, pero el malestar no remitió.
Encabezaron las protestas y destacaron siempre en ellas los municipios de Bilbao y San Sebastián, los más poblados del País Vasco, regidos por alcaldes socialista y republicano de izquierda respectivamente. Los nacionalistas los secundaron de inmediato, extendiéndose el conflicto por Vizcaya, Guipúzcoa y, en menor medida, Álava. Se creó así una alianza poderosa y muy inusual entre partidos comúnmente enfrentados.
Desde las elecciones de 1933, el nacionalismo se había convertido en una fuerza decisiva en el País Vasco. Al igual que en Cataluña, el movimiento era allí muy reciente y había recibido su impulso del Desastre de 1898. Lo esencial de su doctrina, simbología e interpretación de la historia se debían a la fuerte personalidad de Sabino Arana, hombre de cierta cultura y fértil imaginación, llamado «el Maestro» por sus seguidores. Arana fue un personaje complejo, idealista, en extremo clerical, algo misántropo[a]. Él echó tinte nacionalista sobre sucesos medievales semilegendarios, creó la bandera, nombres de persona[b] que hoy pasan por típicos, y hasta la palabra Euzkadi, nueva denominación para Vasconia[c]. Se da con ello la paradoja de que la población tenida por la más antigua de Europa disfrute del nombre, la bandera y la onomástica más recientes, basados no en raíces o tradiciones populares, sino en el ingenio de un hombre inspirado. Los vascos solían tenerse a sí mismos, de antiguo, por los españoles prototípicos, al no haber sido, presuntamente, romanizados. Pero el PNV desarrolló una intensa propaganda entre el pueblo para convencerle de su superioridad racial y de que sufrían una intolerable opresión a manos de la raza inferior de los maketos, como designaba a los españoles no vascos. Arana adoptó con fervor las teorías románticas sobre la nación, y el racismo en boga en la Europa de entonces.
Otros rasgos de su ideario eran un democratismo sui generis, también de base racista, la idealización de la vida campesina, y la promoción de tradiciones y costumbres ancestrales, y del vascuence, desarrollando al respecto una valiosa tarea que le atrajo bastantes seguidores. Junto a ello, una concepción semiteocrática del poder le ganó el favor de un sector del clero, disgustado por el triunfo del liberalismo en el siglo XIX. El favor clerical constituyó un logro estratégico en unas provincias muy religiosas, quizá las más religiosas de España[d].
Arana vaciló en ocasiones. Hacia el final de su vida, poco después de haber felicitado al presidente de Estados Unidos por haber derrotado a España en Cuba y Filipinas, propugnó un partido españolista, brusco giro a su trayectoria anterior, que intentaron ocultar sus seguidores. Y a continuación ideó un plan que colocaría al País Vasco bajo tutela de Gran Bretaña, de cuyo «suave yugo» se beneficiaban, a su juicio, otros «afortunados» pueblos[e]. La admiración de Arana hacia Inglaterra luce también en la bandera por él diseñada, casi una copia de la británica aunque con mayor cromatismo[1].
La ideología del PNV sólo podía alejarle de socialistas y republicanos, por lo que su alianza en verano de 1934 extrañaba y escandalizaba a muchos. Los nacionalistas habían tachado a la izquierda de españolista y enemiga de la religión, recibiendo en réplica los epítetos de clericales, racistas y reaccionarios. Por tal razón el gobierno de Azaña, que había concedido el estatuto de autonomía a una Cataluña regida por la Esquerra, era remiso a hacer lo mismo con el País Vasco, donde se crearía un «Gibraltar vaticanista» al recaer el poder, o buena parte de él, en el PNV. En agosto de 1931 fueron suspendidos en bloque casi todos los periódicos vascos católicos y defensores del estatuto de autonomía. La mutua inquina había degenerado en incidentes sangrientos, como los de octubre de 1932 en Bermeo y San Salvador del Valle o el de mayo del 33, cuando un autobús de radical-socialistas fue tiroteado por aranistas, con balance de dos muertos. Sin embargo la confrontación partió en mucha mayor medida de las izquierdas que del PNV[2].
Por si fuera poco el doble problema del vino y el Concierto, se mezcló un tercero: la administración de las provincias por comisiones que designaba el gobierno, y no por políticos elegidos. Esta anomalía, aunque provisional, databa ya de 1923, y su corrección fue planteada aquel verano del 34 en términos sumamente emocionales. Aún años después el líder del PNV José Antonio Aguirre lo pintará con dramatismo en su libro Entre la libertad y la revolución: «Euzkadi no podía resistir con dignidad un régimen gubernativo cuya duración llegaba a los once años, sólo concebible para países coloniales, donde hasta los más elementales derechos de los pueblos son desconocidos». Pero aquella prolongada interinidad afectaba a todas las provincias españolas, y no debía de preocupar en exceso a la población pues el mismo Aguirre observa la indiferencia de «algunos vascos descastados» ante aquel «proceder colonial», cosa a su entender muy triste, porque «un pueblo que en estas circunstancias enmudece es un pueblo que ha perdido el honor»[3].
Antes, el PNV no había encontrado tan vejatoria la situación, si bien se había quejado ocasionalmente de ella, y los socialistas y republicanos en el poder tampoco habían creído oportuno cambiarla. En 1930 los republicanos, socialistas y nacionalistas habían acordado boicotear las gestoras, pero sólo los últimos habían cumplido el pacto[4]. El 7 de julio de 1931, el diputado carlista Oreja Elósegui —al que asesinarían los revolucionarios en octubre del 34—, había pedido la sustitución de las comisiones gestoras y puesto a Prieto ante sus promesas anteriores. Prieto había replicado con bromas, para concluir: «Mi consejo es que no. ¿Está claro? Porque lo que presentan SS SS es una rebañadura de enemigos de la República, juntos alfonsinos, jaimistas, nacionalistas y jesuitas». Pero de pronto, en 1934, los aranistas y las izquierdas concordaron en que el agravio no podía tolerarse un minuto más. Las mismas gestoras, de mayoría radical, estaban encantadas de ser destituidas. Posiblemente, la repentina vehemencia en la demanda tuviera relación con la imagen de debilidad transmitida por el gobierno Samper.
Así pues, ante las ominosas circunstancias descritas por Aguirre, los nacionalistas y las izquierdas lanzaron «un grito de rebeldía», «una campaña vigorosa en Euzkadi, en defensa del pequeño resto de libertad» y contra aquella «situación de protectorado propia de países inferiores» (sic)[5]. Y los tambores de la enérgica campaña levantaron pasiones.
En el fondo de tanta acrimonia latía el descontento por las complicaciones del proyecto autonómico. Para irritación del PNV, los ayuntamientos navarros, influidos por los carlistas, decidieron en 1932 marginarse de un estatuto común. En Vasconia y Navarra, aranistas y carlistas habían ido juntos durante los primeros tiempos de la república, pero el tono antiespañol de los primeros dio al traste con la armonía. Un referendum en noviembre de 1933 mostró arrolladora voluntad autonómica en Guipúzcoa y Vizcaya, pero no en Álava, donde votó menos de la mitad del censo y la mayoría de cuyos ayuntamientos rehusó integrarse en el estatuto. El diputado carlista José Luis Oriol llevó a las Cortes la postura alavesa y la derecha le apoyó, con lo que el estatuto entró en vía muerta. El PNV veía en ello una política de triquiñuelas, pero el gobierno tenía a su vez motivos para desconfiar. Aunque las concesiones autonómicas eran moderadas, su aplicación en Cataluña originaba conflictos, y el caso vasco los prometía mayores, ya que el PNV mantenía su separatismo, por más que algo nebuloso. Sólo un sector del partido, editor del semanario Jagi-jagi (Alzaos), exigía la independencia inmediata, pero, como en el caso del PSOE y su marxismo, era difícil saber si con el PNV la autonomía iba a derivar a una mejor y más libre integración en el estado, o a una escalada secesionista[6].
Además, los aranistas trataban al gobierno con altanería. Explicaba Aguirre: «Madrid dispone y quiere aplicar. El país protesta. Madrid retira lo dispuesto (…) Cuando la actitud suplicante es sustituida por la enérgica, entonces comienza el Gobierno a desdecirse de sus acuerdos y a prometer respeto a nuestro derecho. Así hoy, para volver luego de nuevo a las andadas». O se preguntaba, con cierta retórica: «¿Qué culpa tiene Euzkadi de que en España no sientan las emociones populares y vivan en viceversa política, actuando según toque el turno de señores o de esclavos? ¿Hasta cuándo continuaremos contemplando tan repugnante espectáculo, y lo que es peor, sufriendo sus consecuencias?»[7].
El 5 de julio una asamblea de alcaldes, en Bilbao, convocó para el 12 de agosto la elección de una comisión, que defendiera el Concierto económico. La comisión podía enfocarse como un organismo técnico o bien como una iniciativa ilegal. De hecho, el gobernador de Vizcaya, Ángel Velarde, lerrouxista, acusado de poca flexibilidad o loado por su firmeza, según opiniones, no le puso reparos al principio; pero la suspicacia aumentó al solidarizarse el PNV con la Esquerra y retirarse de las Cortes, como hemos visto; y creció todavía ante la singular amistad de los nacionalistas con los socialistas, cuya revolucionaria belicosidad era notoria.
Mientras, circulaban octavillas llamando a la lucha y a la secesión, para lograr la cual «no repararemos en nada (…) Si hay algo que no se pierde jamás es la sangre vertida por una causa justa». Aunque las hojas no procedían del PNV, al menos oficialmente, sobresaltaron a las autoridades[8].
Entrado agosto, Velarde prohibió la elección de la comisión de alcaldes, ya que «una comisión extralegal equivaldría a reconocer a los ayuntamientos y diputaciones atribuciones que no les concede la ley orgánica». Sin embargo, el PNV no había pensado en una acción ilegal. El diario nacionalista Euzkadi editorializaba: «Los Ayuntamientos (…) se reúnen en una asamblea contra la que ni el Gobierno español ni el señor Velarde (…) ni nadie tuvo nada que objetar (…) Y en aquella asamblea tomaron por unanimidad el acuerdo de nombrar una Comisión permanente en defensa siempre de los Ayuntamientos y del Concierto económico. ¿Pueden decirnos el señor Velarde, el pueblo vasco o los monárquicos dónde está la rebeldía, dónde están la indisciplina y el espíritu sedicioso? Y si los hubo, ¿en qué estaba distraída la atención del Sr. Velarde para no comentar, como no comentó, el acuerdo?». Con todo, enturbiaba estas invocaciones legalistas la insistencia en que los ayuntamientos son hoy los únicos representantes legítimos del pueblo», negando así, no muy sutilmente, legitimidad a las demás instituciones[9].
El 9 de agosto, el jefe de los parlamentarios peneuvistas, José Horn, pidió a Samper que «sea llevado a las primeras sesiones de Cortes que se celebren el asunto de las elecciones en Navarra y Vascongadas». También pidió que, entre tanto, las gestoras fueran sustituidas por otras interinas, elegidas por los concejales. Ésta sería, a su entender, una solución «armónica» y una buena salida al conflicto[10].
Junto a estos intentos de arreglo continuaba la agitación de nacionalistas, socialistas y republicanos de izquierda, los cuales mantuvieron retadoramente las elecciones a la comisión para el día 12. Simbólicamente pensaban abrir la jornada con un homenaje a Francesc Macià, fallecido en diciembre, cuyo nombre impondrían a la bilbaína avenida de España. El gobernador Velarde lo entendió como una provocación. La derecha en Madrid opinaba: «Lo que en realidad apoyan las izquierdas y el socialismo es el desorden, el intento de una sedición separatista. Buscan el conflicto con el Gobierno y no les importa incorporarse a una fingida protesta contra irregularidades que (ellos mismos) han mantenido y explotado más de dos años»[11].
Llegado el día 12, Velarde hizo abortar el homenaje a Macià y la fuerza pública impidió muchas votaciones de los ayuntamientos, aunque sus contrarios afirmaron haber realizado todas, al menos en Vizcaya y Guipúzcoa, valiéndose de tretas para despistar a la policía. Fueron detenidos 40 alcaldes, 53 concejales, y multados los organizadores. «La represión adquirió en el País vergonzosos caracteres, impropios hasta de países semisalvajes», exagera Aguirre; la verdad es que la policía no mató o hirió a nadie, ni las sanciones imponían respeto ni las multas eran pagadas. La autoridad oficial menguaba por días, los cargos destituidos permanecían sin cubrir, y crecían el caos y la desobediencia municipal. La Esquerra catalana aprovechó para solidarizarse con los ayuntamientos castigados, y lo mismo hicieron los ediles izquierdistas de Zaragoza y Oviedo. Elevando el tono del desafío, acudieron a Bilbao los líderes socialistas Prieto y Negrín, así como el republicano Manuel Andrés. En un clima de abierta subversión, Prieto propuso una asamblea de parlamentarios y de alcaldes en Zumárraga, para el 2 de septiembre. El gobierno afrontó el reto declarando facciosa la asamblea, y destituyó a numerosos alcaldes. La asamblea de Zumárraga iba a convertirse en la gran prueba de fuerza entre las dos partes[12].
La alianza entre aranistas y PSOE funcionaba más en imagen que en sustancia, pues los primeros temían ser desbordados. Escribieron a Alcalá-Zamora con «cordialidad y pacifismo», dice éste, ya que «no les conviene ponerse al servicio de Prieto y Azaña. Por su parte, Samper siempre pidió la conciliación, y el propio Aguirre admite que obró con buena fe y espíritu dialogante. Avanzado agosto, el jefe nacionalista y Horn viajaron a Madrid para exponer sus intereses, siendo recibidos «con comprensión y simpatía». Samper prometió que a la vuelta del verano las Cortes se ocuparían de las gestoras para convocar elecciones a las diputaciones provinciales. Confirmó la revisión del impuesto sobre el vino, ya ofrecida el 3 de julio, recordando que el mismo venía de leyes del bienio izquierdista. El día 26 declaró: «Reconozco la razón moral que asiste a los pueblos del País Vasco para lamentarse de que luego del transcurso de casi tres años desde que se promulgó la Constitución, no se haya dictado aún la ley para regular el régimen, las funciones y la manera de regir los órganos gestores de las Vascongadas. Bien es verdad que en el mismo caso se encuentran todas las provincias de España». Pues en sus tres años largos de existencia, el nuevo régimen no había celebrado elecciones provinciales (ni municipales, salvo las parciales de 1933)[13].
Al calor de esta buena disposición, Aguirre escribió a Samper una nota el 27 de agosto, en busca de una salida aceptable. Empezaba con frases arrogantes y conminatorias, amenazando con llevar a cabo «sin vacilar (…) la asamblea de parlamentarios y otras medidas más graves»; luego, suavizando el tono, proponía que las gestoras dimitieran, con lo cual los municipios «designan a sus representantes en la forma que se estime conveniente» (es decir, no necesariamente por la elección que el gobierno estimaba ilegal). Después, «en el acto de tomar posesión las Diputaciones, el Gobernador respectivo las nombra, aceptando la propuesta municipal (…) ¿Por qué no seguir este procedimiento, dar satisfacción al País y obtener un éxito el Gobierno al evitar con toda dignidad y decoro un grave conflicto?».
Samper le objetó que ello equivalía a someterse a una presión ilícita, y que el proceso demoraría por lo menos hasta finales de septiembre. En cambio las Cortes, al reunirse en octubre, zanjarían el conflicto mediante elecciones legales. La oferta del PNV le parecía, por ello, «un sacrificio baldío del principio de autoridad». Y sugería: «Existe una ley, ¿por qué no cumplirla mientras no venga a dictarse otra en su lugar? (…) Las concesiones del Gobierno son éstas: primera, intangibilidad del Concierto económico; segunda, no tratar nada que afecte a este Concierto en las comisiones gestoras interinas; tercero, suspender de derecho la exacción de impuestos sobre la renta; cuarta, (mover) todos los resortes (…) para que se produzca la norma legislativa que permita a las provincias vascas realizar el nombramiento de los gestores. ¿Qué más puede hacer el Gobierno? ¿Para qué empeñarse en una contienda por amor propio? ¿No será mejor resolver el asunto con un espíritu comprensivo cuando se tiene enfrente la brevedad de un plazo cuyo próximo término ha de conjurar todas las dificultades?»[14].
Las amplias concesiones de Samper debieran haber calmado los ánimos, pero el PNV redobló entonces su intransigencia, en una actitud difícil de entender. Aguirre explica que no creía cumplibles aquellas promesas, porque cuando se reunieran las Cortes «era segura la caída de Samper»[15]. Y si no segura, ciertamente muy probable, debido al acoso inmisericorde que el gobierno sufría, del propio PNV entre otros. Los nacionalistas percibían la debilidad del ejecutivo, y probablemente pensaban que lo que pudieran sacar de él tendrían que hacerlo antes de que reabriera el Congreso. De ahí su insistencia en calentar los ánimos en el País Vasco, en alianza, floja pero real, con una izquierda cada día más rebelde.
Y así fue mantenida la convocatoria de la asamblea ideada por Prieto. Dando otra vuelta de tuerca, el líder peneuvista Telesforo Monzón viajó a Barcelona para invitar a los diputados catalanes a acudir a Zumárraga. La Lliga rechazó la proposición, pero la Esquerra la aceptó muy de grado, y decidió enviar a la asamblea a sus dieciséis parlamentarios. En un mitin de las Juventudes de la Esquerra, Monzón anunció: «Cuando reciba el telegrama de Dencàs diciéndome que aquí os habéis echado a la calle, nosotros también nos lanzaremos sin vacilar»[f] [16]. Era el 29 de agosto, a las puertas de un septiembre que se anunciaba proceloso.
A finales del mes, Besteiro, en un último esfuerzo por frenar la marcha a la rebelión, declaraba en Barcelona: «La clase obrera no ama la violencia ni tampoco cree en un triunfo socialista (…) sin dejar el rastro de una tragedia»; y negó que el PSOE dispusiera de cabezas lo bastante sólidas para dirigir una revolución. En el partido se alzaron voces llamándole traidor y pidiendo para él medidas disciplinarias. Su marginación se acentuó[17].
Por contraste, el dirigente de la Comintern Dimitrof remitía a las Juventudes Socialistas una carta pública de ánimo: «Yo, con admiración, sigo las informaciones sobre la heroica participación de la juventud trabajadora en los combates revolucionarios de la clase obrera y el campesinado español»[18].