Capítulo VI

REBELDÍA DE COMPANYS Y SEGUNDO INTENTO GOLPISTA DE AZAÑA

No había terminado la huelga campesina cuando le estallaba al gobierno en las manos una auténtica rebelión de la Esquerra, respaldada por el PSOE, las izquierdas republicanas y el PNV. La causa del conflicto fue una ley de Contratos de Cultivo que facilitaría a los aparceros o rabassaires[a] un fácil acceso a la propiedad de la tierra que trabajaban. Los rabassaires eran en su mayoría campesinos medios, no pobres, a cuya organización había dedicado Companys grandes esfuerzos. Amparándolos, la Esquerra pensaba dotarse de un sólido cuerpo de electores agrarios que contrarrestasen a los votantes de derecha y frenasen al mismo tiempo la subversión social.

Según una extendida opinión, la propuesta de la Esquerra era de corte liberal y aún asimilable a la doctrina social de la Iglesia. En cambio la Lliga y el Institut Agricola de Sant Isidre, representante de los propietarios catalanes, la vieron como «un atropello a la economía de Cataluña, puesto que atenta contra los más elementales principios del derecho contractual y destruye algunas modalidades más características y fecundas del Derecho catalán». Pero la Lliga se había retirado del Parlament, protestando por su indefensión ante las arbitrariedades del poder regional (o por despecho al haber perdido las elecciones municipales, según la Esquerra), y por eso la ley fue aprobada rápidamente, el 11 de abril. Entonces Cambó obtuvo del gobierno que el conflicto fuera sometido al Tribunal de Garantías Constitucionales, alegando que la nueva ley infringía la Constitución, la cual no concedía al Parlament competencia para votar normas de tanto contenido social. El Tribunal había sido creado por Azaña para dirimir contenciosos de este género[1].

La Esquerra, aunque no combatió en las Cortes la decisión, puso al rojo vivo los ánimos nacionalistas. Ya no era la ley, sino el prestigio del Parlament y de la Generalidad los que entraban en juego, y la discordia tomó rumbos escabrosísimos. La prensa de la Esquerra llamaba a Cambó traidor y granuja, y clamaba en tonos casi separatistas. Dencàs recomendaba «la máxima disciplina y decisión con vistas a (…) la liberación de Cataluña»[2]. Fue un momento de apogeo del nacionalismo, que había progresado enormemente en los escasos decenios desde su formación, a finales del siglo XIX.

El nacionalismo catalán nació de grupos muy reducidos de intelectuales, así como de clérigos disconformes con el liberalismo imperante en España[b]. Cambó, el político que mayor dinamismo práctico insufló al movimiento, recordaba «cuando salíamos del Círculo de la Lliga de Catalunya (…) durante la guerra de Cuba, (…) encendidos de patriotismo catalán (y) nos sentíamos en la calle como extranjeros, como si no nos hallásemos en nuestra casa, porque no había nadie que compartiese nuestras aspiraciones. Y nosotros las hemos infiltrado en todas las clases sociales de Cataluña». La infiltración había requerido una labor paciente y cuidadosa. Explica Prat de la Riba, el ideólogo principal del nacionalismo catalán y organizador práctico del mismo: «Nuestras campañas fueron de un espíritu intensamente nacionalista. Huíamos de usar abiertamente la terminología propia, pero íbamos destruyendo (…) los prejuicios, y, con oportunismo calculado, insinuábamos en sueltos y artículos las nuevas doctrinas, barajando intencionadamente las palabras región, nacionalidad y patria, para habituar poco a poco a los lectores». Prat oscilaba entre el anhelo de conducir al resto del país —como Castilla había hecho en siglos pasados—, para construir una España Grande, y el repliegue exclusivista y exaltado a Cataluña (la religió catalanista té per Déu la pàtria), orlado de un victimismo que empujaba a la secesión. Este vaivén siguió caracterizando a sus seguidores[c] [3].

El nacionalismo catalán recibió un fuerte impulso con el desastre hispano de 1898 frente a Estados Unidos, país a cuya independencia había ayudado significativamente España. Y no era la única paradoja de aquella guerra, pues un ingrediente de la misma fue el excesivo proteccionismo a las mercancías catalanas, que los cubanos debían comprar a un precio superior al ofrecido por los norteamericanos, creando descontento en la isla y en su poderoso vecino del norte. Pero «la pérdida de las colonias (…) provocó un inmenso desprestigio del Estado (…) El rápido enriquecimiento de Cataluña, fomentado por el gran número de capitales que se repatriaban de las perdidas colonias, dio a los catalanes el orgullo de las riquezas improvisadas, cosa que les hizo propicios a la acción de nuestras propagandas», observa Cambó, y añade: «Como en todos los grandes movimientos colectivos, el rápido progreso del catalanismo fue debido a una propaganda a base de algunas exageraciones y de algunas injusticias: esto ha pasado siempre y siempre pasará, porque los cambios en los sentimientos colectivos no se producen nunca a base de juicios serenos y palabras justas y mesuradas»[4].

El catalanismo se radicalizó en los años 20, dando lugar a una escisión de la Lliga, que formó Acció Catalana. Más tarde, un coronel del ejército, exaltado españolista en tiempos, Francesc Macià, se pasó al separatismo, creó el partido Estat Català y durante la dictadura de Primo organizó en Francia grupos armados. Buscó luego apoyo en Moscú y proyectó una invasión por los Pirineos. El intento, un poco tartarinesco, fue desarticulado sin resistencia por la policía francesa, pero sus rasgos en cierto modo idealistas ganaron a Macià una gran popularidad, a costa de la del conservador y prudente Cambó.

Poco antes de llegar la república, el grupo de Macià, el de Companys (Republicà Català) y el formado en torno al periódico L‘ Opinió, de Lluhí, se fundieron, no muy firmemente, en la Esquerra Republicana de Catalunya, bajo presidencia del primero, aunque el organizador eficaz fuera Companys. El nuevo partido había acordado con los republicanos y socialistas del resto del país establecer la autonomía, pero aprovechando la confusión del cambio de régimen, Macià trató de imponer el hecho consumado de una república catalana, integrante de una imaginaria Federación Ibérica. El intento no prosperó, pero levantó mil recelos, sobre todo entre los socialistas. El estatuto de autonomía fue concedido por las Cortes en septiembre de 1932, estableciéndose el primer gobierno de la Generalidad[d]. La Esquerra, ganadora por amplio margen en las primeras elecciones a Cortes, desplegó su política sin graves percances —aunque sí ásperos roces— con Madrid, y con dureza hacia la Lliga y la CNT. Después de las elecciones de 1933, su postura fue de rebeldía latente, presta a pasar a los hechos.

Lo que transformó la rebeldía latente en activa fue, como hemos indicado, la Ley de Contratos de Cultivo. La oposición de la Lliga a esa ley no encontró muchas defensas. El escritor y comentarista político W. Fernández Flórez, poco entusiasta de la autonomía, opinaba: «La primera verdad en este asunto es que, otorgada la autonomía a una región, no es posible negarle el derecho a legislar sobre sus problemas específicos». Para él, «estamos pagando las consecuencias de una pugna meramente regional, en la que nos han complicado con esa habilidad semítica que los políticos catalanes poseen para defender todo lo que sea un interés económico». J. Escofet, exdirector del influyente diario barcelonés La Vanguardia, opinaba en La Voz: «Yo no dudo de que la Ley de Cultivos votada por el parlamento catalán estando ausente la oposición (…) será muy tendenciosa, partidista, imponderable. Pero (…) ha nacido de una necesidad (…) y responde a ese movimiento, hoy muy extendido por el mundo, que señala a la propiedad de la tierra cultivable una función de utilidad social»[5].

El 8 de junio, en plena huelga socialista del campo, el Tribunal de Garantías respaldó, por 13 votos contra 10, la tesis de la Lliga: la ley era ilegítima porque, según el artículo 15 de la Constitución, «la legislación social se atribuye al Estado, sin reservas (…) y dicha ley tiene un carácter marcadamente social». Publicado el dictamen, la ira de la Esquerra no conoció límites. El día 9 su periódico L’Opinió clamaba: «El Parlamento catalán, que es soberano, responderá a España (…) ¡No somos más que catalanes!». Y L’Humanitat: «No acataremos la decisión». En el mismo periódico se felicitaba el día 12 el comentarista Rovira i Virgili: «Cataluña disfruta de posiciones políticas que la hacen inexpugnable». Esas reacciones tenían poca base, pues el enviado de la Esquerra ante el Tribunal de Garantías, el abogado Amadeu Hurtado, había informado a Companys de que Alcalá-Zamora y Samper deseaban un arreglo mediante «una ligera reforma en los preceptos procesales de la ley» una «sencilla reforma exigida por la Constitución (…) sin alterar en nada su contenido esencial», y que se promulgase cuanto antes para impedir un nuevo recurso. Pero «el amigo Companys no quiso admitir una sola enmienda», y el día 11 declaró en un mitin: «El fallo (…) es la culminación de una ofensiva contra Cataluña», «un acto de agresión (…) contra Cataluña (…) Obliga a todos los que no han llegado a perder el recuerdo de que son hijos de esta tierra generosa y altiva a (…) defender su prestigio con la sangre de sus venas (…) Hemos de fortalecer nuestro espíritu y decirnos cada día, de cara a nuestro deber presente, que puede convertirse en histórico: Yo soy catalán, soy un buen catalán (…) y tal vez yo os diré a todos: ¡Hermanos, seguidme!». Y toda Cataluña se levantará»[6].

Hurtado, que actuaba como enlace entre la Generalidad y Madrid, y que sería elegido ese año presidente de la Academia de Jurisprudencia catalana, escribe: «Supe que a la sombra de aquella situación confusa, la ley de Contratos de Cultivo era un simple pretexto para alzar un movimiento insurreccional contra la República, porque desde las elecciones de noviembre anterior no la gobernaban las izquierdas»[7].

El día 12 se reunía un Parlament enfurecido, mientras en el inmediato parque de la Ciudadela una manifestación exigía la República Catalana, y gritaba: «Lucharemos hasta la muerte». Al llegar Companys, los manifestantes destrozaron el banderín republicano de su coche oficial. El president aseguró: «La política de conciliación nos está dando malos resultados (…) Se nos plantea el problema de si las libertades de Cataluña están en peligro por haberse apoderado de la República todo lo viejo y podrido que había en la vida española». «Frente a un ataque a Cataluña no debe haber fisuras entre los que nos sentimos catalanes (…) Me han llenado de estupor unas declaraciones del (…) Sr. Samper, lanzando la sugerencia (…) de que tal vez, si se modificaban algunos aspectos (…) podría haber un plano de avenencia que, en este problema, la sola palabra nos cubre de vergüenza». Incitó a mantener la ley con puntos y comas, y añadió: «No somos hombres que nos dejemos llevar por los nervios ni por las exaltaciones clamorosas momentáneas (…) Hemos mantenido de una manera inflexible el orden público, nos hemos enfrentado con todas las perturbaciones (…) Sabemos adoptar aquel tono ponderativo de táctica y equilibrio, de saber hacer (…) No somos unos insensatos»; pero previno contra la repetición de ocasiones en las que, a su juicio, los catalanes habían sido injuriados y no habían sabido responder con la violencia precisa. Ahora sufrían «la agresión (…) de los lacayos de la monarquía y de las huestes fascistas monárquicas», y si los nacionalistas volviesen a claudicar, ‘¡Oh amigos!, si eso sucediese y yo tuviese la desgracia de quedar con vida, me envolvería en mi desprecio y me retiraría a mi casa para ocultar mi vergüenza como hombre (…) y el dolor (…) por haber perdido la fe en los destinos de la Patria’»[e] [8].

Companys hizo más que discursos: nombró conseller de Gobernación a Dencàs, secesionista radical y violento. Dencàs explicará: «Intentábamos organizar unas juventudes armadas, precisamente para traducir en hechos prácticos los clamores de heroísmo y de actitudes rebeldes (…) para implantar y hacer factible aquella revolución que todos los dirigentes en los actos y mítines predicaban a nuestro pueblo (…) ¿Cuáles fueron las directrices que se me dieron cuando ocupé la Consejería de Gobernación? Se me dieron órdenes muy concretas. Dado el estado de tirantez y ante la posibilidad (…) de ser atacados en nuestra dignidad por el poder de España, era necesario preparar nuestra casa para la resistencia armada (…) Me fue hecha por el Gobierno de Cataluña la indicación de que enviara a buscar una alta personalidad política española para que viniera a colaborar con nosotros en un incipiente Comité militar revolucionario. Aquel señor (…) era el señor Esplá», un político muy ligado a Azaña.

«Esplá asistió y presidió muchas de aquellas reuniones, a las cuales asistían unos cuantos militares de Barcelona, entre ellos el señor Pérez Farrás. Comenzamos a trabajar (…) para organizar el ejército catalán (…) A un respetable militar, cuyo nombre no diré, se le encomendó el proyecto de defensa de la frontera catalana (…) durante semanas o días, tiempo suficiente para ver qué cariz tomaba la revolución en España». Esto indica claramente una coordinación, al menos de principio, con los planes del PSOE y con los azañistas. «Comenzó inmediatamente el alistamiento de 8.000 voluntarios. Respecto al armamento, formulé la debida propuesta al Gobierno de la Generalidad, y un diputado de Esquerra Republicana, el señor Ventura i Roig, salió con dirección a Bélgica para negociar la compra de ametralladoras y fusiles». Al paso se creaba «un ambiente de revuelta que había de desembocar fatalmente (…) en una acción revolucionaria»[9].

En la sesión del día 12, el Parlamento catalán acordó mantener la ley sin alterar una coma, en resuelto desafío al Tribunal y al gobierno. Sólo había en la Cámara un diputado de la Lliga, llamado Abadal, viejo luchador catalanista. Se levantó entre los denuestos de los demás y advirtió: «Para que el gobierno catalán tenga derecho, en lo futuro, en sus protestas contra posibles injerencias del Estado en el campo de la autonomía, tiene que empezar por acatar y cumplir la sentencia del Tribunal»[10].

Simultáneamente se reunían en Madrid las Cortes. El representante de la Esquerra, Santaló, habló, algo vagamente, de la «desnaturalización de la República» y de «agresiones tan manifiestas a la Autonomía de Cataluña, como la resistencia a tramitar y a ejecutar acuerdos, (…) el fallo contra una ley justísima, hiriendo a su vez al Parlamento catalán». En consecuencia, «por el prestigio de la República, por el respeto y eficiencia de la Constitución, por los derechos de Cataluña, nos ausentamos de estos escaños sin asomo de despecho». Y se fueron los diputados de Esquerra y de la Unió Nacionalista i Federal, sin aguardar explicaciones. El jefe del gobierno, Samper, se dirigió, implorante, a los asientos vacíos: «¿La esencia fundamental de la República no es el respeto profundo a las leyes?». Recordó que al plantearse el recurso promovido por la Lliga, la Esquerra no había alzado la voz contra él, y que un recurso legal nadie podía considerarlo un agravio. «¿Por qué se retiran? ¿Se han acercado alguna vez al Gobierno en que hayan sido objeto de desatenciones? (…) ¿Es que se puede llegar al rompimiento sin que haya precedido ninguna gestión para el arreglo? ¿Han formulado sus quejas y sus cuitas? (…) He escuchado las palabras del señor Santaló con profunda amargura, porque constituyen una gran injusticia». Prieto diría que el episodio había constituido «un acto de subversión realizado sin disimulos, solemne y públicamente»[11].

A este golpe de efecto siguió otro de los nacionalistas vascos, pese a ser éstos derechistas, y por tanto más próximos a la Lliga. Su portavoz, Aguirre, comunicó: «En nuestro pueblo hemos recibido quejas ardientes de Cataluña (…); viendo que acuden a nosotros demandando solidaridad, no podemos negársela (…) No vale que (el gobierno) diga que (…) cumple estrictamente la Constitución; porque en la vida de los pueblos y en las relaciones ciudadanas, incluso al margen de la ley, existe algo superior, y es que de corazón a corazón se arreglan muchas veces más conflictos que con la aplicación estricta de las leyes». Expresó luego su gratitud al gobierno por sus atenciones en el tratamiento del problema del Estatuto de autonomía, «y en especial (…) a D. Alejandro Lerroux, por su lealtad con nosotros, siempre y constantemente manifestada». Pese a todo, «por órdenes que tenemos, nos solidarizamos enteramente con Cataluña (…) y queriendo con un gesto de energía suficiente, expresar lo que hay en nuestro corazón (…) decimos que esta minoría cesa en sus funciones, retirándose del Parlamento». Creyó necesario apostillar: «No se os ocurra ni por un momento que nosotros nos prestemos a ninguna clase de maniobras políticas». Y también se fueron.

Ventosa, diputado de la Lliga, defendió la sentencia «del único tribunal competente», denunciando que las acciones de la Esquerra «no obedecen a consideraciones de carácter autonomista, sino de otro orden», y volvió contra ella su frecuente argumento: «No comprendo cómo se puede velar por el prestigio de la Constitución desacatando a uno de los órganos esenciales de ella, votado incluso por la Esquerra». Rechazó la pretensión esquerrista de encarnar en exclusiva a Cataluña y reclamó su parte de representatividad.

Las izquierdas republicanas siguieron en sus escaños, pero expresaron, por boca de Barcia, su «absoluta solidaridad con la Esquerra Catalana», a cuyas palabras se unían «cordialmente y sin reservas». Bolívar, por los comunistas, acusó al Ejecutivo «de actos que (…) se avergonzaría Atila de haberlos cometido» y de sostener «una política fascista».

Prieto advirtió que su grupo podría abandonar también la Cámara, «dada la amplitud de la ofensiva entablada por el Gobierno contra el Partido Socialista. Las manifestaciones que ha hecho la Esquerra Catalana las suscribimos». Tachó al Tribunal de Garantías de estar politizado, si bien admitió que los socialistas habían tenido parte de culpa en su diseño. Acusó a Samper de actuar como abogado y no como gobernante, pues «no ha sabido medir el alcance del gravísimo problema».

Samper preguntó a Prieto si el gobierno tendría que «abandonar su deber ante el temor de que el cumplimiento del mismo pueda producir esta clase de rozamientos (…) Vamos a cumplir la ley, señor Prieto (…) ¿Vive la minoría socialista dentro de la ley?». Indicó que la solución del pleito exigía un estrecho contacto entre los implicados. La Esquerra «con su retirada, en vez de contribuir a la solución (…) contribuye a empeorarlo».

El gobierno y las instituciones sufrían así la presión en tenaza de todos los partidos de la izquierda más el conservador PNV. Y crecía la protesta en Barcelona, donde los izquierdistas acogieron en triunfo a los derechistas diputados vascos. De los edificios oficiales había desaparecido la bandera tricolor de la república, dejando sólo la catalana y la vasca. Companys advirtió: «Cuando nosotros decimos que estamos dispuestos a dar la vida, no lanzamos al aire una palabra vana, una frase de mitin (…) Hemos de esperar el momento que nos convenga para la gesta definitiva». El peneuvista Telesforo Monzón se dolió de tener que expresarse «en la lengua de los hombres que no saben o no quieren entendernos»[12].

Por si fueran pocas tribulaciones, Samper debía soportar el descontento de la derecha que le acusaba de claudicar, y los ataques de los monárquicos que exigían una «enérgica e implacable intervención quirúrgica». El 25 de junio volvían las Cortes a tratar la crisis. Samper resaltó: «La República lo será mientras se cumplan estos tres principios: el respeto al sufragio, el respeto a la ley y el respeto a las sentencias de los tribunales. En cuanto uno de estos tres principios falte (…) no habrá República, ni siquiera convivencia social». Y replicó a quienes le reprochaban no imponer el fallo del Tribunal: «El Gobierno no tiene prisa, porque no tenerla es contribuir a la solución». También descartó la mera idea de que la Esquerra se estuviese armando, como denunciaban los monárquicos: «¿Contra quién? ¿Contra el Poder público del Estado español? (…) Yo no seré capaz de inferir semejante injuria a los representantes de la Generalidad (…) Esto sería incubar una catástrofe».

El monárquico Goicoechea acusó a la Esquerra de colocarse en rebeldía, de excitar en su prensa a la guerra y de distribuir las armas del Somatén a las milicias del partido, lo cual era cierto. Le rebatió el ministro de Marina, Rocha, acusándole a su vez de soliviantar a la gente con una actitud separadora, simétrica de la separatista: «El problema hay que resolverlo con cordialidad».

Cambó recomendó «evitar que el problema se convierta en sentimental; porque entonces (…) los cerebros no reflexionan». Y desmintió el tópico que pintaba a los catalanes como gente calculadora: «Cataluña es un pueblo casi morbosamente sentimental: los conflictos no se producen allí jamás por interés; siempre se han producido por sentimiento». Aviso quizás tardío.

Gil-Robles reconoció que él había combatido la autonomía catalana pero que, puesto que ella ya era ley, había que respetarla; y la sentencia también tenía que cumplirse. «No queremos actitudes bélicas, no queremos violencia (…) Pero le hemos de decir a su señoría que piense si la dignidad del Estado español le permite entablar diálogos de potencia a potencia con un Poder regional que se ha colocado fuera del orden jurídico».

Prieto vaticinó lo peor: «Tenemos la sospecha intuitiva de que este conflicto va a adquirir proporciones (…) gigantescas (…) El pleito inicial era interno y específicamente catalán. El Gobierno, coaccionado o sugestionado por el señor Cambó (…) lo convirtió en un problema político (…) Frente al fallo del Tribunal (…) Cataluña (…) tiene razón. Todas las fuerzas que cooperaron (…) a la instauración de la república sienten hoy una solidaridad magnífica con quienes en Cataluña defienden (…) su libertad regional (…) Tened por seguro que si vosotros llegáis a pelear con Cataluña, Cataluña no estará sola, porque con ella estará el proletariado español».

Para Azaña, «Cataluña no protesta contra España, no se separa moral ni materialmente de España; contra lo que protesta Cataluña, y hace bien en protestar, porque cumple una obligación republicana, es contra la política del Gobierno (…) y caerá sobre su señoría y sobre quien le acompañe en esa obra toda la responsabilidad de la inmensa desdicha que se avecina».

Prieto y Azaña jugaban con demasiados equívocos como para encauzar racionalmente la situación. Todos parecían acordes en reducir Cataluña a la Esquerra y en excluir de ella a la Lliga y al grueso del proletariado. Y, contra el supuesto de Azaña, los seguidores de la Esquerra no pensaban cumplir ninguna obligación republicana, como tampoco podía describirse así la actitud de Companys ni su desafío frontal al Tribunal de Garantías.

Cambó replicó a Azaña: «Su señoría lamenta que el Gobierno haya acudido al Tribunal de Garantías (…) El Gobierno ha procedido así porque S. S. creó el Tribunal de Garantías cuando disponía en las Constituyentes de una mayoría fiel, fidelísima y vibrante, atribuyéndole la función de dirimir los problemas de competencias entre el poder regional y el poder central. De manera que si de algo ha de protestar S. S. es de sus propios actos[f]».

El conflicto había entrado en un terreno sumamente fangoso. Para zafarse de las presiones, el gobierno pretendió actuar por decreto para promover, de acuerdo con la Generalidad, una nueva ley de Contratos de Cultivo, pero la pretensión naufragó en las Cortes, el 27 de junio, por la hostilidad de derechas e izquierdas. Azaña llegó a calificarla de «verdadero golpe de Estado» y la CEDA lo consideró una dejación de soberanía. El 29 El Socialista opinaba: «El dilema es (…) bien claro: o se somete Samper o surge la guerra civil».

Los republicanos de izquierda utilizaron el trance para redoblar sus apremios a Alcalá-Zamora. Le atribulaban con el espectro de un golpe de Estado o de una guerra civil en Cataluña, o bien, como alternativa, de una completa humillación del poder central ante la intransigencia de la Generalitat. Prometían que la Esquerra se sometería, a condición de que el gobierno fuera echado. Martínez Barrio, comisionado por las izquierdas, acució al presidente a provocar una crisis «al gusto de ellos. Nada pudo replicar cuando le pregunté el juicio que les merecería tal conducta, trocada la situación de los partidos», escribirá el acosado presidente [13].

Las presiones consternaban a Alcalá-Zamora: «Apena presenciar todo esto y seguir rodeado de gentes que constituyen un manicomio no ya suelto, sino judicial, porque entre su ceguera y la carencia de escrúpulos sobre los medios para mandar, están en la zona mixta de la locura y la delincuencia. La amargura que producen estas gentes impulsa a marcharse y dejarlos». La angustiosa situación le llevó a sentirse al borde del colapso, «por pertenecer a una familia en que son frecuentes las muertes repentinas»[14].

A comienzos de julio el panorama se había vuelto en verdad tenebroso. Por entonces Azaña, preparó un golpe de estado en combinación con la Esquerra, el segundo que intentaba desde que perdiera las elecciones. Este es un hecho al que no se ha solido prestar atención, pero que resalta con claridad de los documentos. En su libro Mi rebelión en Barcelona, donde niega su intervención en la revuelta de octubre, Azaña pretende que aquel verano intentó calmar el nerviosismo de la Esquerra, a cuyo efecto mandó a Barcelona a Esplá. Pero Dencàs, como hemos visto, le desmiente: Esplá habría ido a ayudarles en los preparativos armados. Que Dencàs dice verdad lo indican las nada calmantes declaraciones del propio Azaña el 1 de julio: «Cataluña es el único poder republicano que hay en pie en la península (…) Vamos a colocarnos en la misma situación de ánimo en que estábamos frente al régimen español el año 1931», es decir, en situación de rebeldía. Y aún lo aclaró mejor: «Unas gotas de sangre generosa regaron el suelo de la República y la República fructificó. Antes que la República convertida en sayones del fascismo o del monarquismo (…) preferimos cualquier catástrofe, aunque nos toque perder». Estas frases suenan a anuncio de sublevación, y riman en consonante con la ida de Esplá al comité insurreccional de la Esquerra [15].

Confirma el plan de Azaña un partidario suyo, el comandante Jesús Pérez Salas, que había permanecido con Dencàs la noche fatídica del 6 de octubre, junto con Arturo Menéndez, también militar azañista y director general de Seguridad cuando la matanza de Casas Viejas. Pérez explica en su libro Guerra en España que por entonces Azaña preparaba un golpe con base en Barcelona: «Se daría a conocer al pueblo el nuevo Gobierno formado. Simultáneamente, en Madrid y en el resto de España habría de estallar una huelga general, como adhesión al nuevo Gobierno». Sin embargo «no existió completo acuerdo entre los partidarios ni entre las personas que habían de formar ese Gobierno, por lo que Azaña desistió de su propósito[g] [16].

¿Qué había pasado? En el Cuaderno de la Pobleta, Azaña refiere vagamente que por entonces había hablado, en vano, con líderes del Partido Socialista y de la Esquerra para alcanzar «un acuerdo sobre un fin común», fin que no concreta. Sin embargo existe un documento más explícito: el acta de una reunión conjunta de las ejecutivas del PSOE y la UGT, el 2 de julio, día siguiente de la incitación de Azaña a la rebeldía. Éste, a través de Prieto, preguntó a los socialistas si «colaborarían en la acción» (que aquél preparaba, evidentemente). De los Ríos, Prieto y De Gracia defendieron un gobierno socialista-republicano, pero quedaron en minoría frente a quienes excluían luchar por objetivos burgueses. Una comisión del máximo nivel, compuesta por Largo Caballero, De Francisco y Lois, fue a entrevistarse con Marcelino Domingo, Salmerón y Azaña, para comunicarles el acuerdo; y «por cierto que a éste no le agradó nada la contestación —comenta Largo—. Preguntó que si se constituía un gobierno republicano (de izquierdas, obviamente), cuál sería la conducta del Partido Socialista; se le contestó que dependería de la conducta que observase el gobierno que se constituyera». Los burgueses jugaron una última carta: se presentó «de forma inesperada, el señor Lluí» (Lluhí, de la Esquerra) para advertir que la Generalidad no apoyaría un gobierno exclusivamente del PSOE. Largo juzgó la intervención sorpresiva de Lluhí como una desleal e inaceptable encerrona para forzarles a aceptar el golpe burgués y renunciar al suyo propio. Así se vino abajo el plan de Azaña [17].

No eran las únicas asechanzas a la república, pues por aquellos meses debía de estar ejecutándose un trato de los monárquicos (carlistas y alfonsinos), con Mussolini, con vistas a un alzamiento. En marzo, el dictador italiano se había comprometido a suministrar a los españoles un millón y medio de pesetas, 20.000 fusiles, 200 ametralladoras y 20.000 granadas de mano, así como a entrenar militarmente a sus voluntarios[18]. La sublevación se organizaba no bajo un gobierno de izquierda, sino de centro e influido por la derecha legalista, lo que revela la fractura de fondo entre la CEDA y los monárquicos, decididos éstos a acabar con el régimen, fuera cual fuere su gobierno. Por fortuna para la república, los conjurados no acabaron de concertarse, y si bien recibieron dinero y algunas armas, mostraron una típica inoperancia, y la sublevación quedó en agua de borrajas[h].

Volviendo al acta de las ejecutivas socialistas, refleja ella otro aspecto trascendental. La reunión de las directivas giró en torno a la noticia, tenida por fidedigna, de que Alcalá-Zamora iba a dimitir. Los reunidos resolvieron para tal caso, y «con todas sus consecuencias», «desatar el movimiento revolucionario y enviar un delegado a la Generalidad para que sepa que se respetará el Estatuto». Tan crucial decisión revela que los jefes socialistas creían contar ya con medios suficientes para explotar a fondo y con perspectivas de éxito la desestabilización política del momento.

La imagen general de caos se concretó aún más en la sesión de Cortes del 4 de julio. Samper la convocó para pedir un voto de confianza tras frustrarse su intento de actuar por decreto. Gil-Robles lanzó con dureza: «¿Es que no se han hecho concesiones a la Generalidad cuantas veces el señor Azaña necesitaba en las Constituyentes unos cuantos votos de la Esquerra para mantenerse en el Poder? ¿Es que en los momentos actuales persistiría la rebeldía de la Generalidad si no tuviera la evidencia de que cuenta con cómplices y encubridores en partidos qué aquí tienen representación?». En los bancos de la izquierda surgió una oleada de furia. Tirado, un diputado socialista, gritó: «¡Farsantes! ¡Canallas!», y el derechista Oriol de la Puerta se abalanzó sobre él. Los socialistas se irguieron y comenzó una batalla campal. Narra Josep Pla: «Los diputados se insultan, llegan a las manos; las bofetadas, las coces, los puñetazos, llueven (…) De pronto, bajo la deslumbradora luz del salón, un diputado hace relucir la pistola que empuñaba. Indalecio Prieto, con un gesto violento, saca la suya y la empuña a su vez. Los diputados, el público de las tribunas, los periodistas, tenemos la sensación de estar a un milímetro de la tragedia. En un momento determinado el número de armas que se esgrimen pone un escalofrío en el hemiciclo. Pero la catástrofe no se produce. Quizá la misma profusión de armamento aconsejara prudencia a todo el mundo». Prieto se defendió de haber blandido su pistola, alegando que otro lo había hecho antes, y El Socialista ofrecía una versión semiépica de la trifulca[19].

Con todo, el gobierno logró la confianza, apoyado por la CEDA. Alcalá-Zamora, resistió en su puesto y el punto álgido de la crisis pasó sin llegar a la sangre. Hacia mediados de julio Companys suavizó su postura: «Si la ley de Cultivos contiene algún error que se pueda enmendar dignamente, se debe estudiar sin pasión (…) hasta encontrar la solución de derecho». Remansadas las aguas, Samper hizo enviar a la Generalidad una nota cuyo «tono de cordialidad» recibió ésta «con satisfacción» mientras el Gobierno, a su turno, veía «con agrado los buenos propósitos que se deducían del documento de la Generalidad». Companys concluía que «se han disipado los malentendidos y la solución será fácil»[20].

Otras voces pedían concordia. Ya un mes antes, al sonar los gritos de guerra, Gaziel había censurado en La Vanguardia a la Lliga por faltar al Parlament, y a la Esquerra por seguirle el juego: «Todo el mundo estuvo en este asunto rematadamente mal. Mas porque todo el mundo falló, ¿ahora ha de ir a tiros todo el mundo? (…) El catalanismo de antaño había usado y abusado en gran escala de esta táctica (…) de la intimidación. El «todo o nada», el «si no nos la dan, nos la tomaremos» y bravatas parecidas, como un posible alzamiento de Cataluña (…) trucos manejados, hay que reconocerlo, con gran habilidad, pero perfectamente irreflexivos e irrealizables. Entonces el catalanismo sólo lo sentían las clases medias y las clases conservadoras. Por lo mismo, las armas eran todas imaginarias y la pólvora se iba por completo en salvas. Pero hoy ya es otra cosa (…) El catalanismo se ha corrido a extensas zonas proletarias, a fuertes masas campesinas, a juventudes deportivas resueltas (…) No se trata de claudicar (…) pero si el bueno del señor Samper posee realmente una fórmula de arreglo (…) o si algún alma piadosa es capaz de sugerírselo, y ello me parece facilísimo con un poco de buena voluntad, le aconsejo a usted, señor presidente (de la Generalidad), por lo que más quiera, que la acepte». Aunque esperaba poco de Companys: «Me permití hace poco aconsejarle que procurase realizar la concordia entre los catalanes. No me hizo el menor caso»; y le exhortaba a pasar a la historia, no como «Luis el Temerario», sino como «Luis el Pacificador»[21].

Ahora parecía que Companys atendía a Gaziel, y Dencàs le acusa: «Mientras de cara al pueblo practicaba esta política de energía, se seguía otra de negociaciones con Madrid». El mismo President «corregía personalmente las galeradas de las reseñas de sus discursos, procurando suavizar conceptos que (…) habrían provocado un gran escándalo». Alcalá-Zamora lo confirma: «La actitud regional se mantenía excitada por la Generalidad, pero lo más increíble y censurable era que al propio tiempo, y sobre la misma ley de cultivos, mantenía aquélla negociaciones secretas con el gobierno central». Da la impresión de que Companys jugaba con dos barajas. Su apaciguamiento y negociación bajo cuerda podía buscar un arreglo sin traumas o bien ganar tiempo para un combate en mejores condiciones. Los sucesos posteriores indican que lo último era lo real. «Pese a haberse hallado una fórmula de convivencia más o menos armónica entre los dos Gobiernos, la preparación de la revuelta catalana continuaba», explica M. Cruells[22].

El arreglo, idea de Alcalá-Zamora, consistió en completar la ley con un reglamento que incluyese las mínimas reformas pedidas por el gobierno, y aprobar luego ambos en el Parlament, evitando la «claudicación» de un cambio expreso en la ley. Pero la tranquilidad no llegó. La derecha denunció que nada cambiaba en la práctica, y los separatistas criticaron la «claudicación» de la Generalidad. El 16 de julio unos nacionalistas prendieron fuego al Palacio de Justicia, aunque la rápida reacción policial dejó el incendio en conato. Y proliferaban los llamamientos a las armas. Hurtado relata: «En todas las emisiones de las radios locales se hacían sonar al final unos golpes secos y acompasados que significaban que no había llegado aún la hora del alzamiento, pero se sabía la consigna de aquellos golpes, que cuando fuesen seguidos y rápidos, serían la orden de insurrección inmediata». Anota también cómo algunos republicanos de Madrid, «con una inconsciencia inexplicable, (…) por aquello del baluarte de la república, venían a Barcelona a informarse y a seguir con entusiasmo las peripecias del movimiento que se preparaba, aunque fuera a favor del extremismo nacionalista». M. Cruells, observa que aquellos republicanos pensaban sin duda utilizar el extremismo nacionalista como un instrumento para sus propios fines[23].

Así pues, continuaba la Esquerra promoviendo «actitudes heroicas y de tipo revolucionario» y los aprestos secretos para una insurrección sin plazo fijo, pero no lejano. Fruto de esa política fue el impulso dado a los escamots, mandados por el destacado secesionista Miguel Badia. El ánimo e intención de la Esquerra queda bien reflejada en una obra escrita por el nacionalista Jaume Miravitlles al año siguiente, y prologada por Companys: «El desarrollo normal de la política desde el 19 de noviembre (de 1933) tenía que culminar fatalmente en un movimiento armado. Las posiciones tomadas por Madrid y por Barcelona eran irreductibles. (…) Cada discurso de Companys era un toque de atención. Cada viaje, una concentración popular, cada inauguración, una revista. A medida que pasaban los días, la figura del Presidente de la Generalitat adquiría proporciones épicas, de leyenda[i], mientras que Samper, Lerroux, Salazar Alonso aparecían en su miserable minusculidad»[24].

El gobierno barruntaba algo extraño, pero ignoraba lo esencial de los preparativos. Aprovechando la aparente cordialidad entre el gobierno autónomo y el central, Dencàs intentó, a finales de agosto, su mencionada estratagema para obtener directamente del propio gobierno buen número de armas destinadas a la insurrección.

El 1 de agosto publicaba la UGT un manifiesto: «Contra un régimen de terror blanco como el actual no sirven las protestas platónicas». Tras pintar un cuadro horripilante de tiranía y persecución y ensañamiento contra los obreros y campesinos», anunciaba que la dirección ugetista iba a procurar «que la clase obrera organizada a la que representa realice el supremo esfuerzo para dar término con el régimen de excepción que vive la clase obrera y recomienda a ésta la más estrecha unión con fines concretos y definitivos»[25].