LA GRAN HUELGA CAMPESINA DE JUNIO DE 1934
Por bien organizada que esté una insurrección, no triunfará sin un ambiente social lo bastante caldeado. Hechos catastróficos como una derrota militar o una crisis económica pueden empujar a las masas a una revolución; pero España no tenía problemas bélicos desde que el conflicto de Marruecos, tan desastroso en otras décadas, había sido resuelto por Primo de Rivera, ni la crisis económica llegaba a provocar una situación desesperada. En ausencia de estas condiciones, un partido revolucionario puede enconar los choques de intereses que surgen de modo natural incluso en las sociedades más estables. Los partidos integrados en el sistema procuran mantener las tensiones dentro de ciertos límites y de unas reglas del juego aceptadas; en cambio, los revolucionarios buscan lo contrario, pues tratan de destruir el sistema. Para un partido marxista como el PSOE, los intereses burgueses y obreros eran antagónicos y debían abocar a la revolución social, mientras que el estado constituía un aparato de coerción y violencia, abiertas o disimuladas, para proteger el régimen capitalista. El marxismo desechaba, por tanto, límites o reglas burguesas en su actividad. Sólo la relación de fuerzas en cada momento determinaban una táctica más transigente o más rupturista en relación con la democracia.
Una política de tensiones no tiene el éxito asegurado. La población, si está acostumbrada a un juego político tranquilo, recela de ella. Pero no siempre ocurre así, o no ocurre en el grado suficiente, y entonces, si la crispación cuaja en un sector popular, se producen espirales de acciones y reacciones políticas en las que termina por no saberse si la radicalización engendra el conflicto permanente o éste genera la radicalización. Es la táctica de los grupos terroristas, aunque los partidos marxistas han tendido a emplear las huelgas y enfrentamientos de masas más bien que los atentados —sin excluir éstos—, como ocurrió en cuanto el PSOE adoptó la línea bolchevique.
Claro está que el caldeamiento social comporta serios peligros. En teoría, la subversión generalizada llegará a dividir y paralizar al poder, hasta que surja la ocasión de asestarle el golpe de gracia; pero las fuerzas contrarias pueden adelantarse y aplastar la revolución, aun sacrificando el sistema democrático. Sorprendentemente, el PSOE apenas tomó en cuenta esta posibilidad, fuera de su retórica general sobre el fascismo. Asombra la confianza que ello revela. Como hemos visto, ni siquiera creyó que la derrota revolucionaria fuese a traer la pérdida de las libertades.
Lo que sí intranquilizaba a los jefes era el riesgo de que una agitación prolongada dispersase la energía de las masas, o las desmoralizara a causa de reveses parciales inevitables. «No puede pedirse a los trabajadores que renuncien a defender sus reivindicaciones», opinaba Largo, pero preconizaba «acumular fuerzas para el golpe decisivo y no (…) para luchar en los pequeños y grandes conflictos que diariamente surgen»[1]. Mantener el equilibrio entre el necesario calentamiento social, que tiende a desbordarse en movimientos sin control, y la no menos necesaria contención que evite acciones prematuras, es arte compleja, como pusieron de relieve las muchas agitaciones de masas de aquel año. Entre ellas examinaremos aquí la huelga campesina de junio, la rebeldía de la Esquerra con motivo de una ley agraria, y la del PNV contra la supresión de un impuesto. Las tres manifestaron en el más alto grado los rasgos y los riesgos de esa política de tensiones.
La huelga campesina[a] resulta clásica por muchas causas: revolucionaria en su planteamiento y modus operandi, aunque no tanto en sus fines declarados, su fracaso resalta lo arduo del cálculo insurreccional. Aun así, la misma derrota sirvió al PSOE para una ulterior exaltación de las masas. Fue hasta cierto punto un precedente o edición en pequeño del golpe de octubre.
Desde febrero o marzo, la socialista Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) proyectaba una huelga general campesina para el crítico momento de la recolección de los cereales. Con ella pondría en peligro la cosecha clave del país, que, de perderse, traería la catástrofe a una economía bastante más agraria que industrial. Al gobierno y la derecha, y no sólo a ellos, tenía que darles pavor tal eventualidad, que podía acarrear hambre y desórdenes generalizados.
El conflicto proyectado incidía sobre el problema agrario, uno de los más sensibles de la sociedad española, sobre todo en Castilla la Nueva, Extremadura y Andalucía, regiones de latifundios. No se trataba, en la mayoría de los casos, de fértiles predios como los de Gran Bretaña, parte de Alemania, etc., sino de tierras mediocres dentro del país europeo más desfavorecido en suelos y en lluvias. La producción media de trigo por hectárea era de 9,7 quintales, frente a 14 en Italia o 24 en Alemania. En esas tierras vivía gran número de jornaleros y aparceros en condiciones penosas, y ya en tiempos de Primo de Rivera se pensó en una reforma agraria, si bien fue la República la que puso manos a la obra.
El plan de reforma agraria calculó en 1.100.000 los campesinos elegibles para su asentamiento, en su mayor parte braceros. Éstos constituían una capa social con larga tradición de rebeldía y combatividad. Su radicalización durante la república podría atribuirse al cierre de la válvula de seguridad de la emigración, a causa de la crisis económica mundial, pero, por extraño que resulte, vistas sus precarias condiciones de existencia, los jornaleros apenas se habían movido de sus lugares, ni aun en las primeras décadas del siglo, período de emigración masiva. Además, con la república sus jornales subieron desde una media de 5,5 ó 6 pts en época de cosecha, a 8,50 (Córdoba) y hasta 11 (Salamanca) en 1933. La mejora debiera haber calmado la conflictividad agraria, pero no fue así[b]. La fiebre extremista creció, tal vez porque la propaganda de izquierdas había despertado ilusiones de un cambio rápido y fácil.
Los propietarios, no necesariamente latifundistas, achacaban a la UGT la intranquilidad ambiente, como expresaba un artículo firmado por J. Castillejo en el diario El Sol: «Los desmanes en los campos no tuvieron gravedad hasta que los jefes políticos los provocaron y ampararon. A ellos hay que atribuir también (…) la crueldad con los obreros no afiliados al partido, y la organización en los pueblos de un cacicato en sustitución del burgués, con la diferencia de que el cacique capitalista procuraba cubrirse con la ley, acaso porque estaba hecha para él, mientras el socialista (…) tenía por norma el arbitrio, quizá porque la nueva legislación se divorció del más elemental sentido común». También los republicanos de izquierda se resentían: «Ni psicológica, ni doctrinal ni, por ende, tácticamente, podíamos los hombres que aquí comulgamos con Acción Republicana sentirnos, no ya identificados, sino ni tan siquiera afines a los socialistas (…) Para ser filo-socialista hay que renegar en su raíz del liberalismo y la democracia (…) Unamos a todo esto el carácter selvático, revanchista, del socialismo cacereño». Estos republicanos de Cáceres se sentían «entre la espada del cavernicolismo territorial (…) y la pared del socialismo salvajizante de los asaltos de fincas en masa y de la dictadura de las Casas del Pueblo». Por su parte Besteiro denunció, antes de ser defenestrado, «el envenenamiento» de la conciencia de las masas[2].
El gobierno izquierdista del primer bienio trató de beneficiar a los braceros, protegiéndolos de la explotación y abusos patronales; aunque los resultados, en una época de crisis económica y de rivalidad entre sindicatos, fueran a veces contrarios a los perseguidos. Así la Ley de Términos Municipales, que obligaba a los patronos a contratar sólo, o con total prioridad, en el ámbito de sus municipios, para evitar rebajas salariales por afluencia de trabajadores forasteros: no sólo los patronos se quejaban de esta medida «feudal», sino también muchos obreros del campo, al verse impedidos de acudir a las zonas de mejores jornales[c]. Aparte de estas medidas, las izquierdas, Prieto en particular, planearon una expansión de los regadíos, que aumentaba los proyectos de la dictadura, así como un programa de reparto de fincas o reforma agraria —sobre el cual Prieto era escéptico—. El reparto debía solucionar el problema de los campesinos sin tierra, pero no es seguro que fuese la salida, habida cuenta de las dificultades para capitalizar las pequeñas propiedades resultantes. De hecho el gobierno fue acusado de dar tierra sin medios para cultivarla. Sea como fuere, la reforma, emprendida con pusilanimidad y chapucería, creó en el país una profunda desilusión, que heredaron los gobiernos de centro.
En estas circunstancias los socialistas plantearon la huelga, con grave albur, pues su reto al poder era radical, e incompletos sus preparativos de revuelta. Si los campesinos respondían con insuficiente empuje, los planes revolucionarios podían verse trastornados. Largo Caballero y casi toda la dirección de la UGT se mostraban remisos a la aventura[d]. Sin embargo la FNTT impuso su criterio, prueba de la exaltación del momento, y los renuentes no tuvieron más remedio que secundarlo. Principales animadores de la huelga fueron Margarita Nelken, diputada socialista por Badajoz, y Ricardo Zabalza, joven dirigente navarro muy influido por aquella. Nelken, de origen judío centroeuropeo, experta en temas de arte, se distinguía por un lenguaje en extremo virulento. En abril quedó resuelto el plan de acción y comenzó una agitación intensa.
Antonio Ramos Oliveira, Nelken y otros han presentado la huelga como si hubiera surgido espontáneamente de unos campesinos reducidos al último extremo por las crueles condiciones de vida que les imponían el gobierno y los desalmados propietarios. Habiendo sido Nelken la líder más famosa de aquellas luchas, merecen atención sus puntos de vista, expuestos en su libro Por qué hicimos la revolución. Según ella, los socialistas sufrían la presión de una masa de campesinos exasperados:
«Queremos acabar de un balazo antes que morirnos poco a poco de hambre». «¿Por qué no empezáis la revolución? ¿A qué esperáis? ¿Tenéis miedo? (…) La culpa es vuestra, que no nos armasteis cuando estabais en el Poder». Nelken excitaba las emociones de sus lectores preguntándose: «¿Habrá que esperar a que un día los campesinos se coman los unos a los otros para conmoverse?». Pues los brutales patronos «voluntaria y deliberadamente están asesinando (…) de hambre a miles de hombres y mujeres y a sus familias por el solo delito de querer humanizar un poco sus vidas desgraciadas (…) Que nadie se queje, que nadie se escandalice y proteste mañana si esos vientos provocan una tempestad de sangre (…) En las regiones meridionales aproximábanse las labores de la cosecha. Los salarios eran insuficientes hasta para comprar pan»[e] [3].
Tenía que ser difícil para los jefes socialistas resistir los apremios de unas masas tan ferozmente maltratadas. Pasma, por tanto, que Largo y casi todo el resto de la ejecutiva permaneciesen inhumanamente fríos, desaconsejando la resistencia a opresión tal y criticando en cambio «la terquedad y obstinación de Zabalza (y) Margarita Nelken». Claro que la diputada no tiene reparo en desmentirse al señalar otra grave amenaza para los jornaleros: la competencia de los obreros portugueses que «aprestábanse a invadir por millares los campos precoces de Extremadura y Andalucía», en procura de unos ingresos insuficientes, por lo visto, para comprar pan, y que llevaban a los trabajadores y sus familias a la muerte por inanición[4].
Si bien la propaganda caía, como seguiremos viendo, en constantes contradicciones, ha dejado su huella en la historiografía, por lo que será preciso examinarla con algún detenimiento, empezando por el tópico de que el acceso de los radicales al poder acarreó el hundimiento de los salarios, la paralización de la reforma agraria, la abolición de los mecanismos de negociación y control, y un sañudo revanchismo de los terratenientes. La venganza de éstos se habría plasmado en medidas anticristianas, como gustaba llamarlas el poco cristiano Prieto, tales como dejar las fincas sin labrar antes que dar trabajo a los braceros o arrendatarios, cuyas hambrientas peticiones recibirían por respuesta el brutal sarcasmo ¡comed república! Casos así debieron de ocurrir, como una especie de delincuencia patronal, pero fueron sin duda marginales. Un truco de propaganda política consiste en presentar sucesos particulares como fenómenos generalizados, truco casi siempre efectivo, debido a la tendencia de las personas a creer en las peores maldades de quienes detestan. Que no existió tal consigna comed república» lo demuestra la cosecha de 1934, la mejor en lo que iba de siglo, por lo que muy pocas tierras pudieron quedar sin laboreo. Estudios recientes indican que el nivel de vida de los campesinos no empeoró. Los salarios continuaron muy por encima de los de la monarquía, y los jurados mixtos, instrumentos de negociación, siguieron funcionando, aunque en ellos los socialistas perdieran su anterior dominio[f] [5].
La propaganda jugaba con la fuerte impresión sentimental producida por las pretendidas noticias sobre el hambre generalizada en el campo después del bienio izquierdista. Pero la estadística de los muertos por hambre, que resulta un buen baremo de la evolución de la miseria extrema, ofrece un cuadro distinto. La cifra de muertos por esta causa sigue una línea descendente desde principios de siglo, alcanzando el mínimo de 109 víctimas en 1930. El primer año de la república registró un brusco aumento a 144, y a 260 en 1933, cifra que volvía a las de los primeros años del siglo. En 1934, precisamente, la tendencia se invirtió, bajando a 233 los muertos. Esto revela el carácter de los desgarrados clamores sobre hambres generalizadas desde la subida del centro al poder[6].
Tampoco paralizó Lerroux la reforma agraria, sino que la aceleró. En sus primeros nueve meses, los gobiernos de centro repartieron 81.560 hectáreas a 6.269 familias campesinas, mucho más que las 24.203 hectáreas repartidas a 4.400 familias entre septiembre del 32 y diciembre del 33, correspondientes casi todas a gobiernos de izquierdas[7]. No tuvieron los radicales especial preocupación o ideas originales sobre el problema del campo, pero es evidente que tampoco practicaron la persecución que le achacan sus enemigos. El fallo de la propia huelga agraria en junio, y la posterior inhibición de los campesinos en el alzamiento de octubre, iban a confirmar que la situación material y psicológica distaba largo trecho de la que describía la propaganda y sigue haciéndolo el tópico.
Pese a ello, la magna huelga fue diseñada como una lucha por la subsistencia, en que no faltaban los llamamientos a incendiar las cosechas y la maquinaria. Lo cual no impide a Nelken asegurar que ella y la FNTT deseaban evitar la pelea: «Los dirigentes de la Federación (…) los diputados obreros de las provincias agrícolas, multiplicaban gestiones y peticiones; inútil todo. El último recurso, la huelga»[8]. Nelken era, precisamente, la más destacada de aquellos diputados obreros.
A principios de mayo, la FNTT presentó reivindicaciones por encima del ámbito sindical, como la formación de un Frente Campesino izquierdista que promoviese nuevas leyes para el agro, incluyendo la colectivización de parte de las tierras. El gobierno, presidido por Samper, de talante conciliador o simplemente débil, según opiniones, parecía susceptible de doblegarse a una presión intensa. Pero en este caso la apariencia resultó engañosa.
El ministro de Gobernación, Diego Salazar Alonso, alarmado, proclamó que «la cosecha es la República, y hay que salvarla. La cosecha tiene carácter de servicio público». El 30 de mayo un decreto declaraba ilegal el paro, y delitos de sedición y de atentados» los actos que lo promoviesen. Simultáneamente el gobierno hizo concesiones de peso: salarios iguales (o superiores, como en Sevilla) a los del año anterior y jornales mínimos no inferiores a los vigentes con el Gobierno de Azaña. También cedió a la demanda socialista de que los trabajadores se contratasen en sus términos municipales, de acuerdo con la ley de ese nombre. El Sol comentaba: «No sabemos con exactitud cuáles son los motivos de una huelga general de tal trascendencia y extensión (…) Los diputados obreros sólo citaron dos o tres casos —y quizá exageramos— de envilecimiento de jornales. Sin embargo la huelga es decretada para toda España (…) Se va a la huelga, pues, porque se quiere ir a ella»[9].
Las concesiones del gobierno sosegaban a los campesinos, por lo que los jefes endurecieron sus demandas. Trataron de imponer la prohibición de emplear maquinaria agrícola en todo el país, y comités locales de supervisión y turno riguroso en la contratación, impidiendo a los propietarios contratar libremente. Los propuestos comités estarían dominados por la FNTT, acusada a menudo de dar prioridad a sus propios afiliados como táctica proselitista. Además, el sindicato exigió que los acuerdos y jornales para la recolección siguieran en vigor el resto del año, y este punto imposibilitaba el acuerdo, pues arruinaría a la mayoría de los propietarios, en especial a los pequeños y medios. El Sol analizaba: «El hecho repetido de que una vez obtenida una petición se presente otra inesperada para hacer resurgir la amenaza de conflicto, parece denotar (…) que se busca promoverlo a toda costa (…) La política de contemporización que un Gobierno intente seguir queda desacreditada (…) Y es lo peor que puede ocurrirle a una política social (…) que da lugar después a reacciones e intransigencias»[10].
El 5 de junio estallaba la huelga, mientras, para aumentar la confusión, el PSOE difundía rumores de una inminente intentona monárquica, y la policía descubría, el día 7, un depósito socialista de 600 pistolas y 80.000 balas. El gobierno reaccionó con presteza, aplicando la ley de orden público de Azaña. Impuso el estado de alarma y la censura de prensa, arrestó a varios miles (hasta 7.000, quizá) de presuntos agitadores y suspendió el órgano de la FNTT El obrero de la tierra. Para desarticular el movimiento trasladó huelguistas a decenas de kilómetros de su lugar de origen, causándoles considerables trastornos, aunque pudieron recibir ayuda de las Casas del Pueblo. Entre 30 y 40 ayuntamientos socialistas fueron suspendidos por su actividad subversiva. En conjunto, observa Malefakis, la represión no fue muy dura y la mayoría de los detenidos quedó en libertad a los pocos días[11].
Tras dos jornadas de huelga, y ante las noticias oficiales sobre su derrota, Margarita Nelken informaba en las Cortes: «A los propietarios de Jaén o de Sevilla que se han atrevido a sacar las máquinas al campo les han sido quemadas las máquinas o sus propietarios han sido muertos (…) (el señor Alcalá Espinosa: ‘Asesinados’). Muy bien: asesinados; como asesina también la Guardia Civil (…) De modo que a pesar de que no pasa nada, hay muchos muertos (el mismo: ‘asesinados’) (…) Llámelo como su señoría quiera. ¡Al fin y al cabo a mí no me va a dar miedo!»[12].
El movimiento tuvo mucha menos extensión de la esperada. De los 9.000 municipios españoles, no más de 1.600 sufrieron alteraciones y sólo en 435 hubo paro real. Abundaron las violencias, con 13 muertos y 200 heridos, en su mayoría trabajadores agredidos como esquiroles. Saldo elevado, aunque no tanto como cabría pensar de una acción tan extremista[13]. La dirección del PSOE y la UGT, comprometida a desgana, la apoyó, pero evitando cuidadosamente su extensión solidaria a las ciudades. Los republicanos de izquierda permanecieron impasibles. A los cinco días la huelga terminaba en casi todas partes y la cosecha quedaba a salvo.
La comisión ejecutiva de la UGT, reunida el 11 de junio, trató el asunto. Zabalza planteó extender el paro a las ciudades, aprovechando un momento de crisis extrema abierto aquellos días por un conflicto con la Generalidad, del que trataremos en el próximo capítulo. La Ejecutiva rechazó con mal humor tales pretensiones. Se supo que muchos campesinos habían sido empujados a la huelga con la promesa de que la UGT la extendería a las fábricas. Pretel llegó a decir, con clara sugerencia, que no consideraba a Zabalza «un traidor consciente». El inconsciente pidió entonces gestiones ante los ministros en pro de un final aceptable. Largo, que ya había propuesto negociaciones antes de la huelga, replicó con acritud: «Lo que dice Zabalza no puede considerarse como un argumento de buena fe. No hemos intentado todavía esas gestiones. No sabemos el resultado que darán». Las mismas se realizaron, de todos modos, y el gobierno ratificó jornales no inferiores a los del año anterior y reivindicaciones como el turno con porcentaje y tope de fechas. Para arbitrar las disputas, los socialistas propusieron tribunales provinciales compuestos por un obrero, un patrono y una persona neutral, sugerencia que, constata el acta de la UGT, «los ministros acogieron con simpatía»[14].
Los comentaristas del PSOE achacaron su revés a una terrible represión oficial. Continúa Nelken: «Los huelguistas, que utilizaban pacíficamente (en las Cortes había dicho lo contrario) un medio de defensa previsto por la ley, viéronse perseguidos como insurrectos. Más aún, como temibles malhechores (…) fueron encarcelados a millares (…) Más de veinte mil campesinos de las provincias del sur fueron trasladados, cual lamentable ganado humano, a las prisiones centrales de Castilla y del norte (…) Lugares hubo en que todos[g] los hombres, sin exceptuar al maestro, al médico, al farmacéutico ni al sepulturero, fueron encarcelados». Ramos Oliveira informa, a su modo: «Una absurda ola de terrorismo gubernamental cruzó los campos de Castilla, Extremadura y Andalucía. Fueron clausuradas todas las casas del Pueblo de las aldeas y encarcelados millares de parias»[15].
También fue culpada del fracaso la censura de las noticias. Pero la censura no parece haber sido del todo insuperable, pues «El Ateneo y la Casa del Pueblo de Madrid (…) hubieron de hacer una tirada clandestina de esas manifestaciones[h], que revelaban al país la verdad de la huelga[i] y los hacinamientos en las cárceles. La opinión pública supo entonces, con verdadero asombro (…) que en la casi totalidad de las provincias las labores del campo se hallaban totalmente paralizadas, y que una represión feroz pretendía someter a los campesinos al capricho inhumano de los amos de la tierra». De ahí se colige que la huelga habría sido un éxito rotundo y que la cosecha se habría podrido en los campos. Por otra parte la opinión pública, en particular la obrera, no se conmovió por las revelaciones de la diputada. O no lo bastante para hacer algo efectivo en apoyo a los huelguistas[16].
De creer estos informes, la represión habría resultado inútil, llevando al paroxismo la rabia del pequeño Dollfuss, como llamaban al ministro Salazar Alonso. Éste, «no contento con encarcelar a los hombres válidos, hizo encarcelar también, sirviéndose de cualquier pretexto, a las mujeres y a los ancianos. Una campesina manchega dio a luz en una celda, sobre el santo suelo; otra, de la provincia de Madrid, fue separada de una hija de corta edad gravemente enferma; en un pueblo de Badajoz, un anciano paralítico fue sacado de su cama para ser llevado a una celda cuyas paredes chorreaban agua», y así un buen cúmulo de horrores. Los huelguistas eran conducidos «a noventa kilómetros de distancia, en pie en un camión, y atados unos a otros con una soga sujeta al cuello, con el riesgo de perecer ahogados a cada recodo de la carretera (…) El pequeño Dollfuss restregábase las manos de gusto»[17].
Y los socialistas tendrían que frotárselas también, porque el pequeño Dollfuss estaba garantizando el completo éxito de la huelga, al no dejar hombre, mujer, anciano o niño disponible para el trabajo.
«Cuando, dos meses después, los millares de campesinos extremeños y andaluces excarcelados de Burgos y Ocaña pasaron por Madrid, el público sentado en las terrazas de los cafés de la calle de Alcalá se ponía en pie para ovacionarlos» asegura nuestra cronista, olvidando por un momento que el público de tales cafés se componía, fundamentalmente, de señoritos fascistoides y burgueses despreciables, como ella misma los habría definido en estado de mayor lucidez. A aquel público fervoroso correspondían los campesinos «con el puño en alto, y los trenes que los devolvían a sus pueblos partían al grito de “¡Viva la revolución social!”». Tal vez. Pero cuando el PSOE proclamó la revolución social en octubre, sólo dos meses más tarde, aquellos campesinos y todos los demás hicieron caso omiso del llamamiento[18].
Exposiciones como la de Margarita Nelken marcaron la pauta de la versión socialista de la huelga, y a pesar de sus contradicciones algo rudas[j] tuvieron éxito en provocar un impacto emotivo; no el suficiente, sin embargo, para crear un espíritu de guerra civil. La agitación revolucionaria escapa a menudo a los cálculos de sus autores y les arrastra a ellos antes que a las masas a que va dirigida. Pero después de octubre iban a multiplicarse las prosas estilo Nelken, y con efectos devastadores.
En la conciencia socialista la huelga dejó una impresión deprimente. El 12 de junio su periódico oficial reflexionaba en primera página y a cuatro columnas: «Al grado de madurez de nuestras masas y a las exigencias históricas de la fase actual de la lucha de clases en España cuadra ya una sola táctica: (…) la huelga general netamente política, doblada del movimiento de acción categórico y decisivo (…) para la conquista del Poder». Y preconizaba «una violencia (…) sistemática y de finalidades definidas». Firmaba Un militante, que no debía de ser uno cualquiera.