Capítulo IV

LA UNIDAD OBRERISTA

También hubo de encarar el Comité insurreccional la unidad de acción con otros partidos o sindicatos obreristas. Un dogma revolucionario dispone que una insurrección antiburguesa no debe emprenderse sin la unidad de la clase obrera. En la teoría, al proletariado le caracterizarían unos intereses históricos propios y claros, que le llevarían a agruparse en tomo a un partido «de clase» representativo de ellos. Desafortunadamente, la competencia por definir, interpretar y representar aquellos supuestos intereses era muy reñida. Comunistas, socialistas y anarquistas, todos ellos divididos a su vez en partidos y corrientes diversas, se disputaban la dirección del proletariado, y llegaban a emplear en el ataque mutuo no menor fiereza que contra el enemigo común, la burguesía. De ahí que el PSOE tuviera de entrada malas perspectivas para alistar a los demás partidos proletarios bajo su banderín de rebeldía. No obstante, hizo lo que pudo por conseguirlo.

Para facilitar la unión, el PSOE adoptó la fórmula de las Alianzas Obreras, cuya idea procedía del semitrotskista Bloc Obrer i Camperol, de Cataluña, y surgieron después del alzamiento libertario de diciembre del 33. Los socialistas catalanes entraron en ellas y el PSOE terminó prohijándolas en el resto de la nación. Los partidos aliancistas suscribían un «Pacto» que especificaba: «Considerando que las fuerzas de la burguesía realizan por todos los medios a su alcance su fusión para dar la batalla al proletariado (…) Considerando que la forma más eficiente empleada (…) por los enemigos naturales de la clase obrera ha sido la exaltación del nacionalismo (…) que por antonomasia recibe el nombre de fascismo (…) Considerando que los campos están netamente delimitados y, por tanto, la lucha entre la burguesía y el proletariado se halla establecida en términos claros (…), estimamos que la solución al problema político y social de España, como de otros países, no tiene otro abocamiento que la contrarrevolución fascista o la revolución proletaria. En consecuencia, las organizaciones proletarias de todas las tendencias tienen el ineludible deber que le impone el categórico imperativo del momento histórico, de llevar a efecto las siguientes consignas: a) Mantenimiento y defensa de toda conquista democrática del proletariado y derogación de las leyes represivas. b) Imposibilitar por todos los medios el desarrollo y actividad del nacionalismo fascista. c) Preparar una acción revolucionaria valiéndose de todos los resortes y elementos (…) para poner al proletariado en condiciones de dar la batalla definitiva a la reacción y a la burguesía. d) En el momento en que las circunstancias nos sean propicias, establecer la República Socialista Federal»[1].

Oficialmente, las Alianzas recibían gran atención del PSOE. Serían «instrumentos de insurrección y organismos de poder», comparables a los soviets rusos, como explicaba en El socialista el líder juvenil Serrano Poncela[a]. Pero otros veían en ellas meros instrumentos de ocasión, y un tanto embarazosos. Así Largo: «Espontáneamente surgían en todas partes esos organismos con el nombre de Alianzas Obreras. ¿Qué cometido habían de tener? (…) La Ejecutiva de la UGT dio normas (…) constriñéndolas a una función meramente de relaciones cordiales entre los diversos elementos que las componían (…); pero, como siempre sucede, enseguida derivaron a constituirse en cantones independientes (…) De ahí que declarasen huelgas y movimientos esporádicos (…) sin consultar con nadie (…). En la imposibilidad de disolverlas y la gran dificultad de someterlas a una disciplina rigurosa, se las toleraba, esperando que la realidad se impusiera a todos». Como problema añadido, «en algunas localidades había Alianza Obrera, Comité de enlace y comité revolucionario»[2].

El PCE fue el único partido de cierta entidad adherido a las alianzas. El acuerdo entre comunistas y socialistas debiera haber sido fácil, dada la casi identidad de puntos de vista entre ambos. Según aseguraba Dolores Ibárruri, conocida por Pasionaria o la Pasionaria, en la XIII sesión plenaria del comité Ejecutivo de la Comintern, en marzo, «la lucha por el poder soviético está actualmente a la orden del día en España», «los obreros pierden sus ilusiones democráticas y están prestos a llevar adelante la revolución», de modo que, en fin, «las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución están frente a frente». Con leves variantes de lenguaje, otro tanto decía Largo Caballero[3].

Lo malo era que los comunistas vituperaban al PSOE como reformista, socialfascista, agente del gran capital en las filas proletarias. En la citada ponencia ante la Comintern, Ibárruri sostenía: «Enormes masas de obreros y campesinos (…) entran resueltamente en la lucha revolucionaria a pesar del sabotaje de los líderes reformistas», cuando la realidad más palpable mostraba que los reformistas impulsaban, precisamente, buena parte de las huelgas y enfrentamientos. Esta evidencia, pero sobre todo el gradual cambio de orientación de la URSS tras de la subida de Hitler al poder, llevaron al PCE a una postura menos hostil al PSOE, materializada ya en vísperas de la insurrección. Los comunistas se declararon en septiembre «dispuestos a llegar a un acuerdo que ponga fin por ambas partes a los ataques y críticas mientras dure la unidad de acción». El Comité Central acordaba asimismo ingresar en las Alianzas Obreras, hasta entonces fulminadas como engendro contrarrevolucionario y acusadas de excluir al campesinado, elemento esencial en la estrategia leninista[4]. El PCE entró en las alianzas a finales del mes. El día 14 oradores socialistas y comunistas habían perorado juntos, por vez primera, en una misma tribuna, durante uno de los llamados mítines monstruo. Y crecía la intimidad entre las juventudes de ambos partidos.

El cambio decisivo ocurrió tras un encuentro de Largo con un enviado de la Internacional Comunista, el argentino Victorio Codovila o Codovilla, Medina por nombre de guerra. El líder español objetó el uso de la palabra soviets, por no ir con «las costumbres de España». La Comintern ya había resuelto la colaboración, así que el PCE no le puso reparos y de la noche a la mañana reconoció las alianzas. «La sorpresa fue enorme», comenta Largo. «Se ignoraba (mi) entrevista con Medina, o sea, con el ojo de Moscú»[5]. El PCE constituía un aliado potencial no desdeñable. Aunque pequeño, era muy activo y disciplinado, y se beneficiaba del prestigio y la ayuda material de la URSS. Durante la insurrección combatió en la Alianza de Asturias, pero en ningún otro sitio, aparentemente por descoordinación con los socialistas, o porque éstos no quisieron entregarle armas.

La política de atracción falló, en cambio, ante los anarcosindicalistas, cuyo sindicato, la CNT, muy extendido por todo el país, era hegemónico en los medios proletarios de regiones tan decisivas como Cataluña o Andalucía. Entre él y los socialistas mediaba una furiosa y malévola competencia. Durante el bienio izquierdista, la CNT-FAI había vapuleado muy seriamente a la república, que se había defendido con detenciones masivas, deportaciones a las colonias africanas, cierre de periódicos y locales, maltratos y reacciones sangrientas —estas últimas inevitables, pero tal vez no siempre—. Del rencor provocado por la represión puede dar idea la salutación del periódico libertario La Tierra al segundo aniversario del régimen: «Dos años de República. Dos años de dolor, de vergüenza, de ignominia. Dos años que jamás olvidaremos, que tendremos presentes en todo instante; dos años de crímenes, de encarcelamientos en masa, de apaleamientos sin número, de persecuciones sin fin. Dos años de hambre, dos años de terror, dos años de odio…»[6].

La victoria electoral del centro-derecha en noviembre del 33 no había mejorado las relaciones entre unos y otros. Apenas oído el dictamen de las urnas, los anarquistas habían desatado su tercera insurrección, y el PSOE, que comenzaba a organizar la suya, se disoció de ellos y los dejó en la estacada. Los socialistas solían denigrar a los ácratas con la especie de que estaban sufragados por los monárquicos o por la reacción.

La CNT zahería el extremismo, en apariencia repentino, del PSOE: «Tan pronto se vieron desahuciados del poder, los socialistas pensaron en la revolución», escribe el sindicalista José Peirats. Sólo en Asturias y Castilla hubo ambiente de colaboración. Un partidario de ella, V. Orobón Fernández defendía, precisamente desde La Tierra esa postura: «Sé que no faltarán camaradas que hagan objeciones como éstas: ‘¿Pero sois tan ingenuos que creéis que las violencias de lenguaje de los socialistas se van a traducir en auténtica combatividad revolucionaria?’. A los que contestamos nosotros que, tal como van las cosas, y quemadas o por lo menos gravemente averiadas las naves de la colaboración democrática, los socialistas sólo podrán elegir entre dejarse aniquilar con mansedumbre, como en Alemania, o salvarse combatiendo (…) Y otros dirán: ¿Cómo podremos olvidar las responsabilidades socialistas en el período triste y trágico del socialazañismo? Ante esta pregunta, cargada de amarga justicia, sólo cabe replicar que el único oportunismo admisible es el que sirve a la causa de la revolución»[7].

Posturas como las de Orobón quedaron en minoría. Sin embargo existen indicios de que la colaboración pudo haber tomado mayores vuelos, y precisamente en Cataluña. He aquí el testimonio de García Oliver, uno de los legendarios líderes anarquistas; vale la pena su reproducción extensa, que, con un estilo colorido, pinta un cuadro político-costumbrista de la época.

«Estábamos en el verano de 1934. Era una tarde muy calurosa. Tomábamos café acomodados en la terraza de un bar de la calle Cortes, cerca de la Plaza de España, en Barcelona. Una pianola tocaba una rapsodia de Liszt, ésa que evoca la marcha penosa de la gente por las praderas de horizontes ilimitados.

»Éramos Francisco Ascaso, entonces secretario del Comité regional de la CNT de Cataluña, Buenaventura Durruti y yo (…) Ascaso nos pidió que le acompañásemos a la entrevista que le habían pedido por un enlace Vidiella y Vila Cuenca, ambos presidentes de la UGT y del PSOE en Cataluña (…) Llegaron puntuales. Vidiella, siempre afectuoso como si fuera ayer cuando nos abandonó para pasarse al PSOE y la UGT. Siempre alegaba que se separó de nosotros porque nos encontraba excedidos de fanatismo. La realidad es que no aguantaba las críticas que se le hacían por su afición a la bebida, cosa mal vista en aquellos tiempos por nuestros militantes (…) Pidieron cervezas y entramos en el fondo de la cuestión. Acababan de regresar de Madrid y se trataba de preparar una entrevista con Largo Caballero, que dentro de unos días llegaría a Barcelona para ultimar con Companys (…) los detalles de un movimiento revolucionario que acabara con el gobierno de derechas.

«Largo Caballero les había encomendado un sondeo de la CNT de Cataluña sobre la posible entente revolucionaria con nosotros. Me llamó la atención que el encargo era entrevistarse con la CNT de Cataluña, y no en el plano nacional, tratando con nuestro Comité nacional, entonces radicado en Zaragoza. Aquello suponía buscar tratos por regiones, prescindiendo de la CNT como entidad nacional. De esta manera no llegaríamos a conocer sus planes, ignoraríamos el alcance del movimiento y, lo que más debía importarles, evitaban contraer compromisos en caso de triunfo (…) Opiné que valía la pena seguir la entrevista hasta llegar a conocer más detalles (…) Inquirimos si la revolución que proyectaban sería estrictamente limitada a un cambio de gobierno, o social, con la puesta en marcha de una profunda transformación social. Según ellos, el PSOE y la UGT trataban de radicalizarse. Pensaban que la revolución proyectada sería federalista y socializante; de ahí su compromiso con Esquerra Republicana de Cataluña y los contactos que buscaban con nosotros. Supuesto que nosotros aportaríamos las masas, pero carecíamos de armamento, les preguntamos qué aportarían ellos en Cataluña. Contestaron que estaba previsto poner a nuestra disposición una importante cantidad de armas (…) Expusimos que nuestro común acuerdo debería formalizarse en una reunión conjunta con Largo Caballero cuando éste viniese a Barcelona».

Pero Largo no se entrevistaría con los líderes cenetistas. Vidiella, compungido, les explicó unos días después: «Llegó Largo Caballero, lo abordamos inmediatamente y le dijimos que todo estaba preparado para la entrevista con vosotros. Le pareció muy bien, pero condicionándola a que tuviera lugar después de la que sostendría con Companys (…) De la entrevista con Companys salió disgustadísimo. Companys le dijo que para nada necesitaban a la CNT; con su solo prestigio podía levantar a todo el pueblo de Cataluña (…) añadió que para toda posible emergencia, poseía fuerzas disciplinadas capaces de hacer el resto (…) Vería con verdadero disgusto que en el resto de España nos asociásemos a ésos de la CNT-FAI. Hay constancia de que Largo viajó a Barcelona al menos en febrero, por motivos conspiratorios, y Prieto hizo también algunos viajes ese año[8].

El relato suena verídico, aunque algunos nombres o detalles puedan estar alterados por la memoria, ya que García Oliver escribe años después de los hechos. Vidarte habló con Companys aquel mismo tórrido verano, y corrobora la creencia del jefe nacionalista de constituir la fuerza determinante en Cataluña: «No dudé en decirle que nosotros estábamos dispuestos, con todos nuestros medios, a impedir la entrada de la CEDA y le expuse, en líneas generales, las finalidades y el carácter marcadamente político de la huelga que declararíamos. Companys encontró nuestro programa fecundo y de posible realización. Él esperaba que, de producirse la catástrofe que supondría para la república la entrada de sus enemigos en el gobierno, podríamos realizar una acción conjunta. Nosotros aquí somos los amos, fueron sus últimas palabras. Altamente satisfecho de mi espontánea gestión, informé de ella (…) a Caballero, y de que le había adelantado a Companys parte de nuestros proyectos. Él torció el gesto, pero cambió de actitud cuando le manifesté que el propio Companys había solicitado que nos pusiéramos de acuerdo para la acción conjunta pues en Cataluña ellos eran los amos. Su prudencia y mi cautela en asunto de tanta gravedad hicieron que no volviéramos a tratar el asunto. Supe que Prieto y De los Ríos, en su viaje a Barcelona, también habían hablado con Companys»[9].

Y es verdad que si era grande la aversión de los anarquistas hacia el PSOE, no era menor la que sentían por la Esquerra, que les perseguía de acuerdo con juicios como éste del diario L’Opinió: «A la FAI hay que tratarla fríamente como a una organización de asesinos, y como tales es necesario que sean extirpados de la sociedad»[10].

Todo indica, pues, que en Cataluña el PSOE hubo de elegir entre la Esquerra y la CNT-FAI. La elección ofrecía pocas dudas, pues la primera tenía la inestimable ventaja de poder operar desde el poder, con fuerzas propias de todo género, armas y dinero abundantes en principio, y cierta base de legalidad.

En resumidas cuentas, el PSOE tuvo que encargarse de lograr la mayor unidad posible con otras fuerzas obreristas, y aunque muchos detalles permanecen ignorados, los hechos que asoman indican que el problema fue razonablemente resuelto, dentro de las difíciles circunstancias. Las Alianzas sólo tuvieron peso en Asturias (donde integraron incluso a los anarquistas) y en Cataluña. Vale la pena destacar el caso catalán, porque los aliancistas consiguieron en bastantes localidades desbordar a la Generalitat. Los ejemplos asturiano y catalán sugieren que la insurrección cobró mayor envergadura en las zonas donde arraigó mejor el aliancismo, pero la conclusión resulta engañosa. En Vizcaya, Guipúzcoa, León, Palencia o el mismo Madrid, las alianzas incidieron poco, y en realidad el PSOE mantuvo casi siempre el control, pues no en vano poseía el dinero, las armas y el diseño político general.