Capítulo III

ALIANZAS CON LA BURGUESÍA PROGRESISTA

Otra tarea que debió abordar el Comité Revolucionario fue el trato con las izquierdas republicanas susceptibles de apoyar la revuelta. Los socialistas tenían hacia esas izquierdas sentimientos ambiguos, mezcla de desprecio por su carácter burgués y algo volátil, y de condescendencia como fuerzas afines. Besteiro había preconizado respaldarles, pero sólo hasta cierto punto y desde fuera, sin entrar en su política. Prieto era el único que las respetaba y apreciaba, mientras que Largo les había perdido todo respeto y confianza, tras la experiencia del primer bienio. Siendo hegemónica la postura de este último, el PSOE iba a prestar poca atención a las izquierdas progresistas. Aunque no por ello excluyera su cooperación, ni mucho menos.

Por su parte, las izquierdas burguesas miraban los objetivos y estilo del PSOE con inquietud, pero también con resignación, pues sus esperanzas de gobernar se evaporaban a falta del soporte socialista. Como hemos visto, en octubre del 33 había quebrado la conjunción del primer bienio, entre clamores de traición y promesas de enemistad, pero ya en los comicios de noviembre llegaron ambas fuerzas a acuerdos, si bien parciales, gracias a los cuales ganó Azaña su acta en las Cortes. El desastre electoral radicalizó en extremo a los republicanos perdedores, quienes trataron de conservar el poder o de recobrarlo a cualquier precio. Fallidas sus presiones golpistas postelectorales, pugnaron infatigablemente por disolver las Cortes, sin dar tiempo al Partido Radical a gobernar de manera efectiva. Esa actitud favorecía el entendimiento con un PSOE asimismo radicalizado.

Enseguida, en enero de 1934, las elecciones municipales catalanas brindaron ocasión para una renovada alianza de izquierda. En el acto electoral más multitudinario, un mitin en la plaza de toros de Barcelona, el día 8, peroró Prieto junto a destacados jefes republicanos. Todos coincidieron en la exaltación de Macià, recientemente finado President autónomo, en el ataque al gobierno y al Parlamento por «traicionar» al régimen, y en el eslogan de Cataluña como baluarte de la república y base para la recuperación del poder.

El lenguaje tomó un giro belicoso. «Hemos de llegar a la unión sagrada de todos los republicanos para hacer frente a la Lliga y a las derechas reaccionarias del resto de España», dijo el nacionalista A. Xirau, y subrayó Nicolau D’Olwer: «Dentro de la República hay una tierra que está dispuesta a defender, cueste lo que cueste, la República». Casares Quiroga afirmó: «El Parlamento actual (…) constituye por sí sólo un peligro para la paz republicana»; exigió su disolución y terminó: «Así como en la guerra europea un grupo de héroes (…) se pusieron frente a los alemanes para decirles «¡No pasaréis!», así nosotros hemos de (…) levantarnos contra esas gentes que quieren implantar el fascismo en España, y decirles: «¡No pasaréis!». Domingo, a quien los votantes habían privado de escaño, especuló: «Queremos, dentro de la ley (…) reconquistar el Poder. Pero (…) si las derechas actúan (fuera) de los caminos legales, nos obligarán a lanzarnos fuera del derecho para reconquistar la república».

Prieto se reveló catalanista fervoroso al prodigar líricos cantos al estatuto y a Macià, «el corazón de Cataluña», y escarnios a Cambó, siempre traidor a la región. Descalificó a las Cortes, «desviadas de su amor al régimen», y aseguró que en ellas latía el rencor contra la autonomía. La conversión de Prieto al autonomismo debía de ser reciente, pues había hostilizado el estatuto durante su debate en las Cortes, echando casi a rodar el acuerdo al traer a colación una serie de deslealtades que achacaba a la Esquerra. Ahora Prieto remataba su arenga animando al auditorio a pasar, llegado el caso, de baluarte de la República a «reducto de la revolución». Más concreto y moderado, Azaña criticó severamente la desunión izquierdista y propugnó una vuelta a la coalición de izquierdas[1].

La Esquerra hizo una campaña alarmista, bajo el lema «¡Las izquierdas en pie!», e imitaciones del llamamiento del alcalde de Móstoles contra Napoleón: «La República y la autonomía están en peligro: ¡ciudadanos catalanes, acudid a defenderlas!»[2]. Las izquierdas, apiñadas, ganaron los comicios, aunque por poca diferencia. El PSOE actuó en Cataluña con flexibilidad y afán pactista. Pero las cosas serían menos sencillas en el resto del país.

Las izquierdas burguesas sí tendieron a unirse. El 11 de enero, a los tres días del mitin de Barcelona, Azaña definía su postura en un discurso de vasta repercusión, en el tan recurrido cine Pardiñas. «No queremos guerra social», declaró. El poder volvería a ellos pacífica y legalmente, de la mano de una conjunción izquierdista. Sin embargo sus ideas a duras penas propiciaban la paz. Insistió en una vieja doctrina, no muy alejada del despotismo ilustrado: la república debía servir «para toda la nación», pero «la tienen que gobernar los republicanos». Basándose en tal premisa declaró: «Los elementos de la CEDA y los agrarios no tienen títulos políticos para ocupar el Poder, aunque tengan número en el Parlamento para sostenerse». Ni siquiera les valía acatar al régimen porque «una cosa es ingresar en la República, y otra gobernar la República». La dificultad de conciliar esa tesis con la democracia, le hizo caer en frases embrolladas, raras en él: «El sentir y el pensar de la República tienen que nacer de nuestro corazón y de nuestro entendimiento y la República que contraría aspiraciones republicanas no es un régimen republicano y si nosotros, republicanos, decimos al Gobierno que nos indignamos ante esa monstruosidad…». Etc. Los gilroblistas habrían ganado gracias a «la más sucia maniobra política», «elegidos por un sufragio confuso, obscuro, antirrepublicano en el fondo». De ahí sacó pie para una propuesta algo pueril: si las derechas así votadas se habían «convertido» al republicanismo al llegar al Parlamento, «que vuelvan a sus electores y les digan: sabed que nos hemos convertido al republicanismo (…) ¿Nos volvéis a votar? Y si los vuelven a votar y regresan, yo los acato. Mientras tanto, no».

Azaña alabó «una política de grandes alientos como la nuestra», «grande y memorable», y un republicanismo «activo, vigoroso, gimnástico, deportivo», el cual «empieza cada día (…) No tenemos que ver nada con la historia, absolutamente nada, como no sea para apartarnos de ella»[3]. La frase última reflejaba un espíritu, muy común entre los republicanos, de aversión y desprecio por el pasado español, que ellos pensaban enderezar tajantemente.

Este discurso animó el acercamiento entre el partido de Marcelino Domingo (Radical Socialista Independiente), la ORGA (Organización Regional Gallega Autónoma), de Casares Quiroga, y el azañista Acción Republicana. Los tres se fundieron en marzo en el nuevo partido Izquierda Republicana.

El 16 de mayo tuvo lugar otro movimiento de calado en el ámbito de las izquierdas burguesas, al escindirse del Partido Radical doce parlamentarios, capitaneados por el lugarteniente de Lerroux, Martínez Barrio. El cisma debilitó al centro en beneficio de la izquierda, y según muchos indicios fue incubado en ciertas logias masónicas. Todos los escindidos eran masones, y aunque otros hermanos siguieron afectos al Partido Radical, se veía que el sector dominante de la orden le era hostil.

Este y otros hechos obligan a considerar el papel de la masonería en la república, tema vidrioso do los haya. Negando a la orden relieve político, muchos historiadores apenas le prestan atención, pero quizá merezca alguna. Aunque el número de masones fuera exiguo, unos 4.500 en 1934, su tendencia a anidar en medios políticos y militares y en la alta administración pública les proporcionaba gran influencia. Vidarte menciona a la orden como «una fuerza poderosa». Fueron masones, en distinto grado de compromiso, nada menos que siete de los nueve jefes de gobierno del régimen hasta septiembre de 1936 (Azaña, Lerroux, Martínez Barrio, Samper, Portela, Casares y Giral, el último sin verdadero poder), y 151 diputados en las Cortes Constituyentes. Es innegable su influjo en diversos partidos, especialmente en los republicanos de izquierda y los radicales. Las logias españolas tenían al régimen por hechura suya[a]. Suena razonable, entonces, el aserto de Salazar Alonso, él mismo ex masón, de que «no se podrá separar la historia de esta época de la Masonería». Esto dicho, resulta muy difícil apreciar su grado real de influencia, pues la orden (o el arte, como también se denomina en su jerga peculiar), no actuaba de forma abierta, sino mediante la difusión de ideas y actitudes, y la colocación de hermanos —también llamados hijos de la luz o hijos de la viuda—, en puestos clave, política facilitada por las relaciones ocultas entre ellos[4].

La masonería era y es una sociedad de carácter iniciático y más o menos filosófico e ideológico, de origen inglés y francés, teóricamente por encima de la política y de las religiones concretas (la rama inglesa es deísta, pero en la francesa se han desarrollado corrientes ateas), y con pretensiones de poseer y conservar arcanos que se remontarían a Salomón, a los egipcios, y hasta los tiempos de Adán. La enemistad entre el arte y la Iglesia Católica ha sido tradicional y muy intensa. En España, como en muchos otros países, la masonería estaba dividida en dos ramas principales: el Gran Oriente Español y la Gran Logia. En general, los Grandes Orientes eran de obediencia francesa, y las Grandes Logias, inglesa. A menudo se ha acusado a éstas de servir de instrumentos o agentes de los intereses del Imperio Británico.

El carácter secreto o discreto[b] de su actividad ha originado interpretaciones contrapuestas sobre la orden, todas nebulosas y todas con asidero en hechos. Siendo imposible decidir aquí al respecto, expondremos algunas. Franco la distinguía con una fobia especial: «Quizá la yerba más peligrosa (…) Porque no presentaba la lucha franca que incluso el marxismo ha presentado muchas veces. Era la lucha sorda, la maquinación satánica, el trabajar en la sombra, los centros y los clubs desde los cuales se dictaban las consignas». Este juicio pertenece a una tradición, arraigada en medios católicos y otros, que ve en la masonería una mano tenebrosa tras todas las convulsiones políticas y sociales de Occidente desde finales del siglo XVIII. Por contraste, el estudioso jesuita Ferrer Benimeli atribuye a la orden una labor benéfica; observa su «marcado anticlericalismo», pero sobre todo su «republicanismo en cuanto (…) ofrecía garantías de libertad y defensa de los derechos del hombre (…) preocupación por las cuestiones sociales (…) lucha contra la pena de muerte y oposición al fascismo y a todo tipo de dictaduras (…) obsesión por la paz (…) defensa de la tolerancia, la fraternidad y la libertad como condición esencial de la convivencia, la civilización y base de la dignidad humana». No trata, empero, la aparente contradicción entre esa vocación liberal y democrática y su carácter iniciático y secreto, o sus rasgos poco racionales[c]. Alcalá-Zamora estimaba que «en cuanto tiene de inofensivo no es seria y en lo serio no es inofensiva[d]»[5].

Sea como fuere, la influencia masónica ha estado limitada por rivalidades internas, que han llegado en algunos momentos a luchas sangrientas y ejecuciones entre los hermanos, como en la Revolución Francesa. Durante la II República española, la discordia llegó al punto de que Martínez Barrio, uno de los máximos jerarcas masones, hizo votos ante Vidarte por que los hijos de la luz no llegaran a matarse entre ellos. Así, su política práctica no pudo ser del todo coherente. Pero en general sus sectores extremistas fueron imponiéndose. Veían la oportunidad de inaugurar para España «una nueva era masónica» y condenaban cualquier aproximación a las derechas, definidas como «aquellos que tuvieron a gala escarnecer y pisotear a la nación como si sus componentes fueran una piara de cerdos o un rebaño de corderos». Martínez Barrio estaba, como el Partido Radical, en entredicho ante las logias por tibieza ante la reacción, y acaso provocó la escisión en dicho partido con vistas a recuperar terreno entre sus hermanos. Si fue así, fracasó, pues diez días más tarde se vio obligado a dimitir como Gran Maestre del Grande Oriente Español. Los avatares y luchas internas de la masonería en aquella época han sido aclarados, en lo esencial, en un detallado estudio de la profesora Dolores Gómez Molleda[e] [6].

La tónica levantisca de las izquierdas burguesas y de la masonería animaba a pensar en algún pacto con el PSOE, como había ocurrido brillantemente en Cataluña, donde los socialistas, allí débiles, admitieron la primacía de la Esquerra. Pero fuera de Cataluña los tratos se estancaron. Durante el verano del 34, Azaña llegó a planear una sublevación con base en Cataluña, y a ese efecto sondeó al PSOE. Pero aunque ambos coincidían en la decisión de rebelarse, ninguno aceptaba la hegemonía de su eventual socio[f]. Como observó entonces Largo, «la clase burguesa, lo mismo la alta que la media, creen que la clase trabajadora debe continuar siendo un simple auxiliar de ella (…) sin otro fin que el de sostenerla en el disfrute del Poder político, continuando explotándola y que, además, le esté agradecida»[7]. Así abortó la concertación.

Pero los lazos no quedaron totalmente rotos. Para entender la situación debe recordarse que en las estrategias marxistas, los partidos pequeñoburgueses desempeñan el papel de aliados, si bien vacilantes y poco conscientes. Según la teoría, esos partidos oscilan entre el odio al gran capital y al fascismo, que los oprime y anula, y el miedo al proletariado, que ha de aniquilarlos como clase. Los marxistas debían jugar con aquel odio para debilitar este miedo. De ahí, como había señalado Wenceslao Carrillo, la importancia dada a la consigna de lucha antifascista, la cual, disimulando el objetivo de la dictadura obrera, debía arrastrar a dichos partidos por la senda revolucionaria, más lejos de lo que ellos pudieran calcular. El PSOE, de todos modos, no creía necesitar demasiado a aquellos débiles e inseguros partidos; pese a ello Prieto trabajó por renovar el pacto, y Largo Caballero se lo consintió. Los puntos del programa insurreccional oficioso del PSOE admitían en el futuro gobierno revolucionario a «representantes de elementos que hubiesen colaborado» en la insurrección, como vimos en el capítulo VIII de la parte anterior.

La inestabilidad republicana parecía confirmar la pintura marxista de la pequeña burguesía. El jefe radical-socialista Gordón Ordás, declaró en junio de 1933: «Si lo que se pretende es el establecimiento en España de una dictadura socialista, ¡ah!, yo entonces os digo que, con más fuerza todavía que luché contra la Dictadura de Primo de Rivera, lucharé contra ésta». Firmeza puramente verbal, y aun así no creó escuela. Marcelino Domingo, otro líder radical-socialista, la contradecía: «Lejos de incorporarnos a la derecha, hay que ir hacia la izquierda, camino de la revolución». Muy significados líderes republicanos admitían vagamente la dictadura obrerista, y una difusa, pero amplia opinión, consideraba inadecuado, o antiprogresista, oponerse a ella por principio. No era nada nuevo. Macià, primer president de la autonomía catalana, había declarado años antes que por la libertad de Cataluña aceptaría incluso el comunismo, y había pedido ayuda a Stalin[g] [8].

Otro que exteriorizó «vacilaciones pequeñoburguesas» fue Martínez Barrio el 30 de septiembre, en el discurso fundacional de su partido, Unión Republicana, escindido del Radical. Admitió el alzamiento y la dictadura socialistas «si la voluntad mayoritaria de la nación se pronunciara en ese sentido» (por más que no pensó en acatar esa voluntad si ella se decantaba por una dictadura —o por un gobierno democrático— de derecha). Claro que, puntualizó, no era «el momento propicio para desbordar la república democrática». Por supuesto, los republicanos miraban la dictadura obrerista con instintiva aprensión, pero aun así, cuando la mencionaban solían hacerlo como cuestión de oportunidad o de conveniencia, no de principios: Martínez no ignoraba, y así lo advirtió, que la dictadura proletaria precisaría del terror para imponerse, y desaconsejó ese recurso porque «el terror, amigos míos, cuando lo encarna un tirano, es el prólogo de la revolución. Y cuando lo utiliza una clase social contra la sociedad, genera al heraldo de la dictadura reaccionaria»[9].

Azaña mostraba sentimientos parejos: «Yo me excuso humildemente delante de los que tienen aquella formación doctrinal (el marxismo) que no poseo. Si el tener otra es para ellos en mí una mengua o un defecto, me excuso humildemente. Y también me excuso, pero con menos humildad, delante de aquella otra clase en la que yo he nacido (…) si no me presto a ser un ciego paladín de sus intereses». Creía Azaña inviable un régimen proletario «porque las cuatro quintas partes del país no son socialistas»[10], tesis de doble filo, porque los republicanos auténticos, de izquierda, representaban menos aún, lo que no les impedía reclamar el poder como un derecho natural. El argumento es asimismo ambiguo, como el de Martínez Barrio: sugiere la aceptación del régimen socialista si éste tuviera fuerza para imponerse. No hicieron aquellos políticos el menor examen o reflexión sobre lo que tal dictadura supondría, vacío de análisis sorprendente, y más con la experiencia soviética ante sus ojos.

Al igual que los demás políticos burgueses, Azaña entendía poco o nada de marxismo, una de las fuerzas políticas e ideológicas fundamentales de la época y cada día más poderosa en España. Y, convencido de que no tenía otra opción que apoyarse en el PSOE, se cegaba a la evolución bolchevique de ese partido, así como a los profundos cambios en la situación general con respecto al primer bienio. Esa postura complaciente o claudicante movía a la derecha a pensar en los líderes republicanos como probables kerenskis.

El PSOE explotó las vacilaciones pequeñoburguesas, aunque no logró vencerlas del todo. El Socialista comentaba: «A nuestras espaldas las sirenas de la democracia dejan oír sus cánticos. Si tuviéramos tiempo que perder nos detendríamos a escucharlas, a título de diversión. Pero (…) entre la sirena democrática y la estrella roja, preferimos hacer el camino con la estrella y como la estrella». O, con fastidio: «Unas palabras a los republicanos. (…) Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía. Bendita la guerra contra los causantes de la ruina de España

(…) Si los republicanos (…) no se encuentran en condiciones de abatir al coloso feudal (sic), quédense en casa». Y en vísperas del golpe, con impaciencia: «Vosotros, republicanos incontaminados, ¿habéis pensado en vuestro mañana?»[11].

Una imputación dirigida a menudo al PSOE es la de haberse alzado en solitario, prescindiendo de aliados. Los comunistas llegaron a acusar a Largo Caballero de haber hecho oídos sordos a requerimientos de colaboración de la Esquerra. Carrillo, en sus Memorias, especula que si la táctica revolucionaria hubiera sido menos estrictamente «de clase», habrían funcionado los pactos, y los militares comprometidos habrían hecho honor a su palabra[12]. Pero en realidad el PSOE sí se esforzó en atraer a aquellos partidos, y a la hora de la verdad tuvo razones para estar contento. Las izquierdas republicanas no se disociaron del golpe ni lo condenaron. Sus resonantes notas contra el gobierno en el momento álgido de la lucha ofrecieron a los rebeldes un inestimable auxilio político y moral, y tuvieron al menos un decisivo efecto práctico, al animar a Companys a saltar a la palestra.

Especialmente reveladora fue la política del PSOE con los nacionalistas catalanes y vascos. En sus regiones respectivas, los nacionalistas constituían fuerzas electorales poderosas, apoyadas por un tercio del electorado, frente a menos de un 10% de los republicanos de izquierda en el conjunto del país. Convenía contar con ellos, y así ocurrió. En los meses anteriores a la insurrección, los nacionalistas vascos y los catalanes chocaron frontalmente con el gobierno, y el PSOE los apoyó enérgicamente en el trance, empujando el conflicto al máximo desafío y descrédito de la autoridad central, como veremos.

Los socialistas operaban en Cataluña dentro de la Alianza Obrera, con independencia de los nacionalistas, aunque en relación con ellos. La Alianza adoptó en octubre posturas casi separatistas, lo cual revela una línea muy ajena a la rigidez que suele recriminársele. Los contactos con la Esquerra funcionaban al máximo nivel, entre los principales jefes del PSOE y Companys directamente, parece que también Lluhí, el consejero de cultura[13]. La Esquerra nunca hubiera lanzado a la Generalidad al golpe de no haber contado con el acuerdo y la iniciativa socialista[h]. Fue éste el fruto sobresaliente de una política, al margen de la mala fortuna en la acción que siguió.

Pero si la negociación con la Esquerra entraba en lo normal, no así con el PNV, que además de derechista era un encarnizado adversario del PSOE en el País Vasco. A pesar de lo cual los socialistas supieron hacer frente común con él contra el gobierno de Madrid y llegaron a concebir esperanzas de arrastrarlo a la revuelta[i]. Las negociaciones no fructificaron, dadas las abismales diferencias entre ambos partidos, pero al menos el PNV observó luego una benévola neutralidad hacia el alzamiento de octubre.

En conclusión, es preciso matizar mucho la crítica de que el PSOE obró con sectarismo y falta de flexibilidad. Los hechos, aun a falta de detalles precisos, indican lo contrario. Y los resultados pueden calificarse de buenos para el objetivo marcado. En rigor, el Comité Revolucionario no podía esperar más de las izquierdas burguesas.