DISEÑO DE UNA GUERRA CIVIL
Como hemos visto, el 3 de febrero de 1934 nacía el comité organizador de la insurrección. Lo integraban, por el PSOE, Vidarte y De Francisco; por la UGT, Pascual Tomás y Díaz Alor; y por las Juventudes, Hernández Zancajo y Santiago Carrillo[a]. Presidía Largo Caballero, con Prieto a su lado sin puesto específico. Este Comité Nacional Revolucionario, como se le llamó, puso de inmediato manos a la obra, formando comités correspondientes por toda España y un sistema clandestino de interrelación, así como un «código que permitiera dar la orden de desencadenar el movimiento simultáneamente»[1].
Poco antes, el 21 de enero, Largo había declarado: «Decirle al proletariado que debe luchar y no prepararlo para la lucha es un crimen, porque yo no lo llevaría inerme a luchar contra los que tienen en sus manos todos los medios coactivos»[2]. ¿Cometió ese crimen?
El fracaso de octubre ha creado la impresión de que el golpe tenía que estar mal organizado[b]. Hasta Santiago Carrillo lo sugiere: «Las milicias (…) no habían podido por el momento alcanzar ningún objetivo, si es que lo tenían», frases llamativas por su ausencia de autocrítica, pues Carrillo era precisamente un jefe principal de aquellas milicias. Él descarga su responsabilidad, no muy convincentemente, sobre Largo, achacándole «tendencia a concentrar todo el poder de decisión en sus manos»[3].
Así, en octubre habría imperado el descuido, las promesas de los líderes habrían resultado hueras, y vanas las lecciones de Austria. Más de un millar de personas habrían sido empujadas a la muerte y muchas más a un desastre cimentado en la irresponsabilidad e ineptitud, por no decir en la necedad, de los responsables del PSOE y de la Esquerra. Pero esas críticas, explícitas o implícitas, no hacen la menor justicia a los laboriosos preparativos de ambos partidos.
En sus Recuerdos, Largo Caballero habla con satisfacción de su tarea: «La Comisión envió instrucciones escritas muy detalladas de cómo habían de hacerse los trabajos de preparación del movimiento revolucionario y la conducta a seguir después de la lucha. Se organizó también con minuciosidad el aparato para comunicar la orden de comenzar el movimiento. Orden (enviada) por medio de telegramas convenidos (…) Lo que prueba el acierto y la meticulosidad con que trabajó la secretaría de la Comisión es que ninguna circular, carta ni telegrama, que entre todos sumaban muchos centenares, cayó en manos de la policía, y en ningún momento, ni antes ni después del movimiento conoció ésta los detalles de la organización ni la forma en que se transmitió»[4].
Cabe oponer a la ufanía de Largo el informe policiaco según el cual «La Dirección General de Seguridad (…) por la infiltración (…) de elementos afectos» había obtenido «copia de cuantas noticias, escritos y circulares se cruzaban»[5]. Pero ese informe es pomposo y superficial, confeccionado en buena parte con noticias de prensa. Ni antes ni después de octubre llegó el gobierno a enterarse de la trama revolucionaria, aunque tuviese indicios y detalles de ella. La captura de cientos de armas así como, a última hora, de alguna documentación, no sirvió para prevenir el golpe socialista ni para conocer a los agentes revolucionarios en el aparato estatal. Ni siquiera logró la policía aportar pruebas concluyentes del papel directivo, por lo demás evidentísimo, de Largo, el cual salió absuelto. Sólo años más tarde, y gracias al testimonio de varios jefes revolucionarios, ha sido posible reconstruir grandes piezas de la organización.
A su turno, el PSOE «tenía información directa de lo que se pensaba y de lo que se trataba de hacer (…) en la Dirección General de Seguridad», por medio de agentes propios, alguno de los cuales —amigo de Prieto— se hallaba al más alto nivel, como señalan Amaro del Rosal y Carrillo. Que el espionaje del PSOE superó al del gobierno lo prueban los documentos incautados en el registro de un local de UGT en Madrid, en septiembre. Había allí informes confidenciales del grupo policial encargado de controlar al PSOE, entre ellos datos de una gran operación simultánea en Irún y Algeciras, con repercusión internacional, seguramente frustrada al estar sobre aviso los socialistas; un teléfono secreto de la policía para confidentes; informes de estaciones y aparatos de radio de la DGS; «soplos» llegados a la policía acerca de un contrabando de armas «en gran escala» por la frontera de Badajoz[c]; datos de viviendas de militares de derechas o sobre el jefe sindical falangista, a quien «conviene eliminar»; papeles internos de Falange: cartas, nombres y direcciones de líderes; copia de documentos socialistas en poder de la DGS, como unas instrucciones a los grupos de acción en Madrid. Etc. Estos papeles, descubiertos casualmente por la policía, constituían sin duda sólo una fracción de la información que llegaba al PSOE[6].
Tampoco percibió el gobierno la magnitud del peligro de la Esquerra hasta el día mismo del golpe, pese a haber detectado el cruce de mensajes sospechosos entre emisoras clandestinas de la Generalitat, y otros hechos anormales[7].
La confusión en torno a la organización y carácter de la revuelta de octubre persistió, y a veces persiste, porque, ante el descalabro, los organizadores se tornaron muy discretos y Asturias acaparó el interés[d]. Es de lamentar, sobre todo, la opacidad de Prieto, quien se ocupaba, precisamente, de los contactos con los militares y la policía, punto esencial en el diseño. Prieto renegó años más tarde de aquella revolución, pero nunca desveló más que anécdotas acerca de ella.
La ignorancia del gobierno y de la población sobre la urdimbre del golpe, facilitó a varios dirigentes de éste una oportuna pérdida de memoria. En marzo de 1935 Prieto pretendía que «no ha sido la clase trabajadora la que se ha colocado fuera de la ley, sino que es la que con más celo ha defendido el espíritu, el alma de la ley fundamental del Estado», lo cual pudiera ser cierto referido a la «clase», pero no al partido que decía representarla. Y, queriendo rebatir la comparación de Madariaga entre la rebelión socialista del 34 y la derechista del 36, dice con increíble desenvoltura: «La protesta civil de 1934 (…) tenía como finalidad (…) oponerse a que asumieran el Gobierno personas que, como diputados, no prestaron promesa de fidelidad a la Constitución» (…) Fue un movimiento quizás erróneo, en defensa de la Constitución[e]. De Francisco, miembro del Comité Revolucionario, fabula en el prólogo a Mis recuerdos, de Largo Caballero: «El movimiento iba dirigido a derribar un gobierno reaccionario y sustituirlo con uno francamente democrático dentro de la República». Otro líder rebelde, Ramos Oliveira, en una versión que quiere pasar por histórica, insiste: «Por radical que pareciera esa propaganda, ningún partido proletario pensó en otra cosa que en reconquistar la República popular, tal como se concibió, en el aspecto social, antes del 14 de abril de 1931». El equívoco reside, naturalmente, en lo que se quiera entender por república «popular». El propio Ramos muestra mayor sinceridad cuando escribe, en otra obra: «Lo que distingue de modo esencial nuestra revolución de octubre de las demás subversiones habidas en España es su impronta de clase, el designio revolucionario de la clase trabajadora de ganar el poder para sí». Sustitúyase la expresión retórica «clase trabajadora» por «Partido Socialista», y la comprensión no sufrirá merma. Y así otros muchos[8].
Los jefes de la Esquerra no pudieron ocultar su protagonismo, pese a lo cual su discreción superó netamente a la del PSOE, y de no ser por el caso especial de Dencàs, seguiríamos hoy a oscuras sobre la preparación del golpe en Cataluña. Dencàs desveló buena parte de la trama, forzado por la ingrata circunstancia de haber sido designado culpable oficial del desastre. Para defenderse escribió un libro aclaratorio, El 6 d’octubre dès del Palau de Governació, y rebatió con firmeza a Companys en el Parlament, los días 5 y 6 de mayo de 1936, afrontando la hostilidad de la sala. Los jefes de la Esquerra trataron de acallar su testimonio[f], pese a estar dedicadas las sesiones, precisamente, a clarificar los sucesos de octubre.
Otro obstáculo para conocer los entresijos del golpe es la escasez de documentación. Como observa Del Rosal, en cuanto se constituyó la dirección revolucionaria, «la Comisión Ejecutiva tendrá dos actividades: la de rutina, que se reflejará en las actas, y la de tipo revolucionario, que no dejará huella escrita en ninguna parte y que será la más intensa, la actividad fundamental»[9].
Afortunadamente, con el tiempo han surgido algunos testimonios dentro del PSOE, entre los que descuellan tres. El primero, el volumen de las memorias de J. S. Vidarte titulado El bienio negro, publicado el 1978. Vidarte, miembro del comité insurreccional, ofrece en su obra material muy valioso, en particular sobre aspectos velados, como el putsch de Madrid o el papel de la masonería, siendo él mismo masón. Todavía más concreto y documentado es El movimiento revolucionario de octubre: 1934, editado en 1983, de Amaro del Rosal, también dirigente revolucionario. S. Carrillo valora este libro como el mejor de los publicados sobre octubre, criterio muy atendible por provenir de quien viene. Del Rosal demuestra, coincidiendo con Largo y Vidarte, que los preparativos fueron cuidadosos, contradiciendo la impresión de chapuza y anarquía en los mismos que quiere transmitir Carrillo.
Otro material de extraordinaria importancia es la documentación conservada por el caudillo del movimiento, Largo Caballero, tal vez con vistas a un congreso del partido, o a escribir unas memorias. Estos escritos, guardados en la Fundación Pablo Iglesias, de Madrid[g], recogen buen número de instrucciones concretas para el golpe.[10]
Los tres testimonios coinciden en lo esencial y prueban sin lugar a dudas que lejos de actuar a la defensiva o con descuido frívolo e irresponsable, los bolcheviques planearon su acción a conciencia, con tiempo y previsión, como veremos con mayor detalle. Su derrota obedeció sólo parcial y secundariamente a defectos organizativos.
A partir de aquel 3 de febrero en que nace el Comité Revolucionario, la organización del alzamiento fue «la actividad fundamental y más intensa» de los líderes socialistas. Obviamente, el Comité hubo de trazar un plan general, atender a la financiación y armamento, a los tratos con otras fuerzas susceptibles de ser arrastradas o de permanecer neutrales, a los contactos dentro del aparato del Estado, (fuerzas armadas y policía ante todo); y también a la labor de agitación y caldeamiento del ambiente social y a la preparación psicológica de las masas para la lucha. La falta de actas impide seguir con precisión estas actividades, pero de todas ellas han quedado huellas e indicios significativos.
Las directrices del Comité definen así la situación[h]: «Estamos viviendo un período revolucionario, el cual quedó abierto en el instante mismo en que se decretó la disolución de las Cortes Constituyentes[i] (…) el período aludido se halla próximo a desembocar en un movimiento de masas para el asalto al poder». El alzamiento tendría ‹‹todos los caracteres de una guerra civil» y su triunfo descansaría «en la extensión que alcance y en la violencia con que se produzca».
A tal fin se ordenaba a los comités provinciales y locales proveerse de armas largas y cortas, gasolina y dinamita; acumular toda la información posible sobre las fuerzas enemigas, sobre los domicilios de personalidades y jefes militares, con vistas a capturarlos como rehenes o matarlos; vigilar la actitud política de los jefes militares y policiales, a fin de ganarse a los afines, y organizar a los soldados con ideas de izquierda o socialistas. Los obreros especialistas afiliados debían formar grupos técnicos para sabotear los servicios de gas, agua, electricidad, teléfonos y telégrafos, etc.
En Madrid, por ejemplo, las milicias elaboraban «un censo en cada zona de los vecinos, ideas políticas que tienen, así como guardias de seguridad, civiles y de asalto, sitios de relevo, trayectos que recorren, números de matrícula de sus coches (…) Investigan los sitios en que pueda haber armamento (…) realizan simulacros de ataque a centros políticos enemigos, Palacio de Comunicaciones, fábricas de Gas y Luz, bancos, comisarías, etc., adiestrándose en esta clase de operaciones», según documentos ocupados por la policía. Los cuadros dirigentes se preparaban de modo especial: «Nuestro curso de capacitación duró un período largo de tiempo al final del cual sufrimos un examen, que constaba de dos partes: utilización de toda clase de armamentos y explosivos, y otra, sobre un plano de Madrid, hacer una distribución de hombres armados en insurrección», cuenta uno de esos cuadros, en el libro Guerra sin frentes[11].
La táctica a seguir combinaría la lucha armada y el sabotaje sistemático con la huelga general revolucionaria. Se especificaba la rápida detención o supresión de los jefes militares y políticos adversarios, el corte de ferrocarriles, puentes y carreteras, la dispersión del enemigo mediante incendios y petardos, la toma de las salidas de los pueblos, quema de domicilios o centros contrarios y de las casas-cuartel de la Guardia Civil si ésta no se entregaba enseguida, asalto de armerías y almacenes de explosivos, etc. Las emisoras de radio debían ser capturadas o destruidas, según las circunstancias. Se usarían uniformes militares para crear una psicosis de insubordinación militar. No quedaba en olvido la pronta incautación de los ficheros y archivos oficiales, con vistas, evidentemente, a la represión posterior al golpe.
El Comité atendía al método de lucha: evitar el enfrentamiento en masa y atacar en guerrilla, para lo cual prescribía una organización en escuadras, pelotones, subsecciones y secciones, supeditadas a grupos más amplios, según las fuerzas disponibles. Insistía en la necesidad de concebir el movimiento como una guerra civil y, por tanto, no limitarse a unos golpes de fortuna, sino mantener una acción enérgica y prolongada.
El plan no establecía un orden del todo claro en las acciones y aprestos, muy minuciosos, que llegaban a detallar el contenido de los botiquines. Según Guerra sin frentes, el plan se inspiraba en el que tenían preparado los socialistas austríacos y que no pudieron ejecutar debidamente. Pero también se adecua aceptablemente a los requisitos expuestos por el mariscal soviético Tujachefski[j]. Éste redactó, con otros destacados comunistas, entre ellos Ho Chi-min, un manual clásico de la Comintern, firmado con el seudónimo de A. Neuberg, para instruir a especialistas en insurrecciones. El manual prevenía contra la dispersión de las fuerzas rebeldes, forzosamente débiles al principio: «Los jefes de la insurrección deben determinar, entre todos los objetivos, aquel cuya ocupación rompa el equilibrio de fuerzas a favor de los insurrectos», y recomendaba como objetivos esenciales, «el ejército y la policía, los depósitos de armas y la liquidación de los jefes de la contrarrevolución». Es muy posible que los socialistas se inspirasen en dicho manual, pues había sido publicado en España en 1932. Y no debe olvidarse la posible influencia de agentes soviéticos en el PSOE[12].
La mera exposición de estas instrucciones descarta algunas teorías según las cuales los dirigentes socialistas, en realidad no habían pensado seriamente en la insurrección, sino apenas en una huelga general, y Asturias se les habría ido de las manos. Muy al contrario, en Asturias, precisamente, se cumplieron a conciencia las normas del Comité, y en cuantos lugares estalló la revuelta se percibe con claridad el intento, más o menos diestro, de seguirlas. El problema, del que hablaremos en el último capítulo, es más bien el de por qué no fueron aplicadas en la mayoría de los lugares. Nadie esperaría que las instrucciones del Comité se obedecieran a rajatabla; esto no ocurre ni siquiera en un ejército bien entrenado. Largo Caballero lamentará a posteriori, recargando las tintas: «Los comités (…) tenían la obligación de transmitir las instrucciones centrales a los pueblos de las provincias. ¿Lo hacían? Habría de todo. Seguramente la mayoría de los comités, por miedo a su divulgación, se guardarían las órdenes (…) Toda esta reserva iba en perjuicio del movimiento, como lo probó el que muchos pueblos no se levantasen por desconocimiento del asunto»[13]. Pero en los puntos decisivos, como Madrid o Barcelona, y en otros muchos secundarios, sí hubo intento serio de insurrección. Largo debilita también la idea, que él mismo transmite en otros momentos, de que eran «las masas» y las bases del PSOE las más impacientes por tomar las armas.
A la altura de abril, los informes internos muestran una situación no brillante, pero sí bastante próspera en cuanto a armamento y otros medios, aunque Largo dirá que «no era para entusiasmarse». A fin de corregir los casos de desidia, el Comité presionó insistentemente a sus subordinados. Largo, tal vez con pesimismo justificativo, aduce que «por los resultados, parece que no hicieron mucho caso de lo que se decía», lo cual atribuye a que muchos socialistas «tenían la revolución por inevitable, pero la temían»[14]. Quizá ese temor expresara un influjo soterrado del besteirismo.
No existía ese influjo, desde luego, en las juventudes, que propugnaban abiertamente el baño de sangre temido por Besteiro: «La supresión de todas las personas que por su situación económica o por sus antecedentes puedan ser una rémora para la revolución». O pronosticaban: «Muchas sentencias habrá que firmar. Estamos seguros de que (…) los jóvenes socialistas, con entusiasmo, estarán dispuestos a darles cumplimiento». La Federación de Juventudes, tal vez la sección del partido más bolchevizada, y vanguardia de la insurrección, era fuerte sobre todo en Badajoz, Asturias, Madrid y Vizcaya, con 2.000 o más militantes cada una. Al lado y detrás de los jóvenes lucharían los demás socialistas, así como los partidos y sindicatos aliados[15].
En conjunto las cosas no podían marchar mal para los organizadores, cuando ya a principios de julio el Comité se creyó capaz de desencadenar el movimiento, y estuvo a punto de hacerlo[k].
El centro de gravedad del golpe sería, lógicamente, Madrid. En esta ciudad disponían el PSOE y la UGT de vastas organizaciones, así como de contactos y relaciones a todos los niveles del aparato estatal. Un éxito rápido en la capital volcaría la situación estratégica a su favor, al menos en un comienzo. A ese efecto los socialistas diseñaron un plan ingenioso, cuyo eje consistía en el célebre putsch contra los centros neurálgicos del poder y las comunicaciones.
El golpe, según Del Rosal, correría a cargo de dos grupos, disfrazados de guardias civiles uno, de guardias de asalto el otro, en combinación con guardias auténticos. De éstos había muchos comprometidos, incluyendo oficiales y suboficiales, además de tropa. El primer grupo tenía por cometido relevar la guardia del ministerio de Gobernación y ocupar la estación de radio de la Guardia Civil, instalada en la Gran Vía, para desde allí paralizar con órdenes falsas la reacción de esta fuerza en el resto de España. Luego, en colaboración con los guardias de asalto del cuartel de Pontejos, próximo a la Puerta del Sol, coparían esta plaza central de Madrid y tomarían el ministerio de Gobernación, en ella situado, haciendo prisionero al «Gobierno de Lerroux y Gil Robles» (sic). Pensaban que el gobierno se reuniría en el ministerio en sesión permanente, como así ocurrió. La operación, fallida como hemos visto, resultó sincronizada con la rebelión de la Generalitat[16].
También estaba prevista una acción de guardias de asalto, verdaderos y disfrazados, a partir del cuartel de la Guindalera, para ocupar la Telefónica, punto clave de las comunicaciones, y que fracasó igualmente. Parece haber sido la misión encomendada a Tagüeña, ya vista. Entre las versiones de Tagüeña, Vidarte y Del Rosal hay discrepancias de detalle, debidas probablemente a que los tres escriben de memoria, pero en lo fundamental coinciden.
Vidarte informa de una prevista captura del presidente de la república, Alcalá-Zamora, y del de las Cortes, Santiago Alba. Del Rosal lo pone en duda, porque «hasta el último minuto de dar la orden de huelga general, Caballero creía en él» (en el presidente)[17]. Pero Vidarte pertenecía al escalón más elevado de la conspiración, por encima del nivel de Del Rosal, y podía conocer aspectos que éste ignorase. Y si bien en octubre Largo creyó, quizás, que Alcalá-Zamora cedería a sus amenazas y cortaría el paso a la derecha, los planes insurreccionales estaban listos desde mucho antes, y hubiera sido estúpido que dejasen libertad de acción al jefe del estado.
Relata Vidarte: «Largo me habló de los diferentes golpes de audacia preparados en Madrid, y de los jefes de Asalto, instructores de nuestras milicias, Moreno, Castillo, Faraudo, más algunos jóvenes jefes de la Guardia Civil como Fernando Condés, que se encargarían de realizarlos. En unión de milicianos socialistas uniformados de guardias civiles y de Asalto, ocuparían el Parque Móvil y la Presidencia. Repasó conmigo los nombres de los jefes de milicias que iban a tener un papel predominante en la insurrección (…) ‘Si se siguen bien mis instrucciones —añadió— el movimiento no se escapará de nuestras manos’»[18].
El plan iba más allá del putsch. Simultáneamente «se fueron organizando unos 5.000 hombres. La organización era muy difícil, pero a pesar de ello se realizaba con rapidez relativa y mucho secreto, más del que era de esperar»[19]. Estos milicianos realizarían acciones armadas y arrastrarían a las masas. Su tarea clave consistía en asaltar los cuarteles y apoderarse de su armamento. Los conjurados en el ejército tenían que abrirles las puertas.
Las milicias se distribuían en cuatro sectores: el de Palacio, a cargo de José Lain Entralgo, debía apoderarse del cuartel de la Montaña y del de la calle Moret, así como asaltar la Cárcel Modelo y liberar a los presos. Del sector de Chamberí-Buenavista era responsable el italiano Fernando de Rosa, responsable también de custodiar a Alcalá-Zamora una vez arrestado. El tercer sector, de Hospital-Congreso, al mando de Enrique Puente, tomaría la estación de Atocha y los accesos a Madrid desde el sur. El cuarto, de Latina-Inclusa, dirigido por Victoriano Marcos Alonso[l], cumpliría misiones similares. La clave del plan consistía en la toma de los cuarteles dichos y del Parque Móvil, que debían proporcionar abundancia de armas y vehículos. Los milicianos se distribuían en grupos de 10 y de 100 hombres[20]. Completaría la acción una huelga general revolucionaria, que privaría a la ciudad de los servicios básicos, dificultando a las autoridades una acción coordinada y dejando a muchos miles de obreros disponibles para recoger las armas de los cuarteles.
Inevitablemente surgían fallos peligrosos. Tagüeña menciona el de concentrar a sus milicianos en el barrio de La Prosperidad para ir a buscar los uniformes al alejado barrio de Cuatro Caminos y retornar al punto de origen: desplazamientos absurdos en una ciudad en huelga y con previsibles controles. Del Rosal recuerda que los uniformes carecían de los borceguíes negros reglamentarios, habiéndose acordado a última hora que los golpistas tiñeran sus zapatos. Pero el fracaso no provino de esos u otros detalles, sino del aviso de algún ciudadano a la policía. También se frustró la conjunción de las milicias y las masas. Una explicación, no muy persuasiva, es que la huelga habría dispersado a los trabajadores. La realidad fue que éstos no mostraron ánimo de lucha.
Pieza esencial en el plan de insurrección era el socavamiento del ejército. Los socialistas pusieron en él el mayor empeño, en dos planos: la organización y propaganda entre las tropas, suboficiales y clases, y atrayendo al complot a mandos militares y policiales descontentos.
¿Quiénes fueron esos mandos? Del Rosal guarda reserva: «No obstante los años transcurridos (…) omitiremos ciertos nombres de jefes del Ejército y de la Guardia Civil y de la policía implicados (…) y que en ningún momento fueron descubiertos». Carrillo indica que «el comandante Carratalá, el capitán Orad de la Torre y el comandante Aragón» asesoraban a Largo Caballero, y hace esta interesante observación: «Bastantes de los militares profesionales que luego mandaron unidades (…) en la guerra civil, estaban comprometidos». No menos de 5.000 oficiales sirvieron de grado al Frente Popular en guerra, lo cual indica que los comprometidos de 1934 debieron de ser numerosos, probablemente varios centenares. Algunos oficiales, como el célebre Castillo[m], entrenaban a las milicias socialistas[21].
La conspiración alcanzaba a los más altos rangos. Vidarte nombra a «los generales Cabanellas, Núñez de Prado, Mangada, Riquelme, González Gil y «tantos otros»[n] entre los que por lo menos tuvieron tratos con los revolucionarios. También simpatizaría con ellos, según da a entender Del Rosal, el jefe del Estado Mayor, general Masquelet. A éste correspondía, precisamente, dirigir la lucha contra la insurrección, y así hubiera ocurrido si el desconfiado ministro, Hidalgo, no hubiera preferido a Franco. El PSOE aprovechaba las relaciones anudadas en el ejército[o] durante sus dos años largos en el poder: «Prieto conoce a muchos que pueden sernos útiles, lo mismo en Aviación que en las demás armas y cuerpos (…) Usted también debe conocer a algunos (…) porque muchos son masones» le dijo Largo a Vidarte. El mismo Largo recibía con frecuencia visitas de jefes militares[22].
Ello aparte, el PSOE maniobró para atraerse simpatizantes. Alguna de sus operaciones tenía rasgos pintorescos, como los saraos que ofrecía en su casa la diputada Margarita Nelken. Sin embargo, no fueron intentos vanos, pues, cuenta Nelken, «entre los oficiales, el reducido número de los que verdaderamente compartían el ideal (…) de la dictadura del proletariado, hallábase reforzado por el número bastante considerable de los republicanos que, aun regidos por ideas burguesas, preferían luchar a favor del régimen socialista que no seguir sosteniendo los enjuagues lerrouxistas y los privilegios de las antiguas oligarquías». Del Rosal relata cómo la fogosa diputada «me habla un día de que en los medios de la Guardia Civil había un ambiente favorable al movimiento revolucionario». Y, en efecto, de esos contactos surgió un núcleo de guardias que realizó una agitación sostenida en los cuarteles. Su actividad habría contado con la pasividad y hasta la aquiescencia de diversos altos mandos, pues apenas fue reprimida. Del Rosal incluye entre los pasivos a Agustín Muñoz Grandes, futuro jefe de la célebre División Azul, enviada por Franco a Rusia en 1941. No puede extrañar la creencia socialista en la descomposición de las fuerzas armadas[23].
Aún mayor era la penetración en la guardia de Asalto. Como hemos visto en el relato de la revuelta de octubre, la trama abarcaba a, entre otros, numerosos guardias del estratégico cuartel de Pontejos, inmediato al ministerio de Gobernación. En Barcelona fueron guardias de asalto los que protegieron a Dencàs, resistieron en varios lugares a las tropas y organizaron el frustrado intento de capturar o matar a Batet.
Prieto, responsable de las relaciones militares, obró con negligencia, si hemos de creer a Largo, quien menciona que unos oficiales «volvieron a quejarse por la pasividad de Prieto, pues los había citado nuevamente (…) en casa de Parrita[p], y después de comer con unas prostitutas les dijo: ‘Bueno, señores, continúen haciendo propaganda entre los amigos’. Los militares salieron avergonzados (…) y decidieron no tratar más con él». «¡Cuántos meses perdidos por haber entregado este asunto a un hombre que, por naturaleza, es pesimista y, además, sin ningún espíritu organizador!». De ahí que Prieto se encontrara, ya en septiembre, «destituido, sin saber por qué, de mi misión de enlace con los militares. ¡Sustituido yo, un hombre de mi historia, por un advenedizo!»[24].
Los socialistas agitaron en los cuarteles por medio de reclutas adictos, y organizaron a cabos y sargentos, alentándolos a exigir más salario y a realizar actos de indisciplina. Según la Memoria de la Secretaría Política del Ministerio de Gobernación, «con frecuencia eran interceptadas (…) en las compañías proclamas subversivas y toda clase de literatura marxista (…) Con los más pequeños pretextos se injuriaba a los jefes y se invitaba a los soldados a sublevarse en el momento oportuno y a disparar contra los oficiales». El comandante Pérez Salas, comprometido en el alzamiento al lado de la Esquerra observa que «la campaña de difamación contra los oficiales originaba grandes discusiones en los cuartos de banderas»[25].
Las redes socialistas en el ejército eran ciertamente amplias. Un enigma de aquella revolución fue que a la hora de la verdad apenas se movieran.
La Esquerra, por su parte, tenía el privilegio de dominar la Generalitat y disfrutar de los recursos oficiales. En abril, Lerroux le había transferido la autoridad sobre las fuerzas de orden público y hasta del Somatén, lo cual no preveía el Estatuto, ya que esta milicia dependía del Ministerio de la Guerra. Fuerzas muy superiores a la guarnición militar, y mejor entrenadas, al menos las de la Guardia Civil. Companys llegó a esperar, no del todo infundadamente, que el propio ejército en Cataluña le obedeciera.
Desde las elecciones de noviembre del 33, la Esquerra se plantó en abierto reto al gobierno, pero sólo en el verano del 34 tomó medidas concretas para rebelarse, con motivo de un conflicto de competencias[q] con el Tribunal de Garantías Constitucionales. El conflicto estalló en junio, y Companys nombró a Dencàs consejero de Gobernación «con el encargo de preparar la resistencia armada». En agosto la dirección nacionalista pulsó la actitud de sus jefes comarcales para caso de tener que «dirimir nuestro problema por las armas». En dichos jefes iba a descansar la organización del golpe a lo largo y ancho de Cataluña. Todos menos uno declararon su disposición a sublevarse. Siguiendo instrucciones, Dencàs formó un Comité Técnico para planear la rebelión, con representantes de todos los sectores nacionalistas de izquierda bajo la dirección de Miguel Badia, hombre de confianza de Dencàs y separatista acérrimo. Trabajaron tres meses y medio, reuniéndose cada semana en la propia consejería de Gobernación de Barcelona. Integraban el Comité tres ponencias: una financiera, para allegar dinero; otra química, con acceso a una fábrica productora de líquidos inflamables, gases lacrimógenos y botellas de humo, de los que hubo ensayos en septiembre «con éxito satisfactorio»; la tercera ponencia estudiaba los proyectos militares[26].
A esta última dio Dencàs la mayor importancia, rodeándose de un buen plantel de asesores y expertos, empezando por Arturo Menéndez y Pérez Salas, hombres que también eran de confianza de Azaña. Además colaboraron el coronel de carabineros Enrique Bosch Grasi, el teniente coronel de infantería Juan Ricart, el comandante de artillería Enrique Pérez Farrás, los capitanes Federico Escofet de Caballería, y Francisco López Gatell, de Artillería, los comandantes de infantería Guarner Vivanco, Salas Ginestá y Díaz Sandino, jefe de la escuadra de aviación número 3, los capitanes García Miranda, Viardeau, Armendáriz, Medrano, Merino y otros menos destacados[27].
El plan general consistía en defender la frontera catalana con 4.000 hombres, provistos de fusiles y 60 ametralladoras, contra los previsibles refuerzos que enviase el gobierno, mientras la Esquerra dominaría Barcelona con otros 4.000 milicianos. Se esperaba que, durante la lucha, el gobierno tuviera demasiado quehacer en el resto de España o, mejor aún, cayera derrocado por los socialistas. Barcelona fue dividida en tres «zonas estratégicas. En la primera actuaríamos por sorpresa (tomando) Capitanía General, el parque de artillería, aeronáutica militar y el campo de aviación». En la segunda los rebeldes hostigarían y aislarían al enemigo en sus cuarteles, y en la tercera se mantendrían a la defensiva. Desde el primer momento procurarían adueñarse de las estaciones de radio y telégrafos. A estos fines, el Comité dispuso de todo tipo de estudios y planos de los cuarteles e instalaciones oficiales, de los depósitos de armas y explosivos y del número de tropas. Estaban previstos los sabotajes que privarían a los cuarteles de agua y electricidad. Asimismo hubo de realizarse una labor de agitación entre los soldados, como prueban las esperanzas de los diputados de Esquerra en su amotinamiento[28].
Aquellos meses el ejército sufrió en Cataluña una vigilancia asfixiante y una presión sistemática, como patentizan las quejas de Batet: «En Manresa no pueden salir los jefes y oficiales sin verse encuadrados por cuatro o seis mozalbetes en forma que resulta doblemente deprimente (…) Me constan los propósitos de (…) secuestro de oficiales, lo que me ha obligado a ordenar que todos duerman en sus cuarteles y dependencias», escribía en junio a Diego Hidalgo. Denunciaba también la intervención de las líneas telefónicas de los cuarteles, y los contactos de un alto cargo de la Generalidad con los oficiales, con vistas a atraérselos para caso de insurrección. Las constantes provocaciones a militares dieron pie a la circular del general ordenándoles «ser ciegos, ser sordos y ser mancos». Los gobernantes de la Esquerra trataban de asegurarse los mayores apoyos posibles, incluso el de Batet. Uno de los comprometidos, el capitán Frederic Escofet afirma que el consejero Lluhí «tenía fe en él (en Batet), y me dio a entender que también era éste el criterio de la Generalidad»[r] [29].
Al hundirse la revuelta fueron halladas en la Consejería de Gobernación de Dencàs, instrucciones a alcaldes y agrupaciones de la Esquerra para la implantación de un estado catalán, hojas impresas con membrete del Ejército Nacional de Cataluña. Estado Mayor, relaciones de personas organizadas en compañías, notas sobre fabricación de cartuchos e instalación de una fábrica de municiones, un informe confidencial sobre telégrafos, teléfonos y radio bajo el título: «Comandancia militar», con instrucciones para cortar dichas comunicaciones y aislar Cataluña. También constaban compras de abundante munición para carabinas Winchester, arma no reglamentaria en las fuerzas de orden público, planos del cuartel de Buen Suceso, designación de puntos de interés estratégico, etc.[30].
La Generalitat no logró reclutar los voluntarios requeridos. En Barcelona alistó al principio a 2.700, instruidos apresuradamente, y sólo doce días antes de la revuelta llegaba a concentrar a 4.000 jóvenes, bastante verdes todavía en práctica de armas[31].
Para cubrir sus objetivos, Dencàs reforzó las milicias del partido e intentó depurar las fuerzas de orden público. Tenía por sospechosos de monarquismo o anticatalanismo, es decir, de no afectos a las ideas políticas de la Esquerra, al 90% de los oficiales de las policías (salvo los mossos de esquadra). La Generalidad hizo saber a muchos de ellos que no le eran gratos, sugiriéndoles dimitir. Con esto ganaba tiempo, ya que expulsarlos entrañaba engorrosos y largos trámites, y además Companys debía obrar con cautela para tener confiado al gobierno. Cuando llegó el momento de golpear, la purga en las policías no había avanzado lo bastante, y para colmo ostentaba el mando de ellas Coll i Llach, hombre de Companys, pero de quien Dencàs desconfiaba, y no sin razón, como pudo comprobarse. En cambio la entrega del Somatén fue una auténtica bendición para la Esquerra, que desarmó y disolvió a los integrantes de la tradicional milicia y los sustituyó con escamots y gente adicta.[32]
Otro asunto previo hubo de encarar la Esquerra, y fue el del control de la calle, a cuyo fin desató una cruda represión contra la CNT y la FAI. Dencàs señala con orgullo sus progresos al respecto, pese a haber entrado en Gobernación «en el período más agudo de este problema: atentados, atracos, sabotajes, etc.». Los anarquistas denunciaron la sañuda persecución que sufrían, con uso de métodos represivos irregulares y clausura de sus sindicatos y periódicos. Alguna razón tenían, ya que Pérez Salas, asesor militar de Dencàs, criticará con disgusto los métodos de la Generalitat: «Los malos tratos y los procedimientos expeditivos para obtener confesiones (…) y hasta la ley de fugas fue puesta en práctica (…) La policía se convirtió (con Badia) en el mero instrumento de un partido»[s] [33].
Con todas sus insuficiencias, los esfuerzos preparatorios del golpe habían asegurado a Companys una neta superioridad material en Barcelona. Como concluye razonablemente su consejero de Gobernación, «humanamente y de buena fe, no era posible hacer más»[34].