UNA FALSA VICTORIA DE LA DERECHA
Retrocedamos a los comienzos de 1934. Las constantes apelaciones del PSOE animaron enseguida el descontento social y llevaron la inquietud a la derecha. El 4 de enero El Debate advertía: «¡Oído a la revolución! Que su peligro no está ni mucho menos conjurado y acaso nunca como ahora haya sido real». Se sucedían las llamadas de alerta ante el disco rojo, que parecía ser una contraseña insurreccional empleada por El Socialista. El 2 de febrero El Debate pedía «una acción inmediata: a los gobernantes toca (…) adelantarse a la ofensiva, inutilizándola y desmontándola»; y el día 6 denunciaba la dejadez oficial ante «las repetidas incitaciones a la sedición (…) que compusieron el discurso del Sr. Prieto en el cine Pardiñas», las cuales habían sido «transmitidas a todos los ámbitos del país por la radio». Se refería al discurso en que el jefe socialista había expuesto su programa con vistas a la revolución.
Las noticias de la vecina Francia, siempre influyente en España, tampoco aportaban sosiego. Allí las tensiones sociales empeoraban por días y los grupos extremistas de derecha e izquierda tomaban actitudes cada vez más torvas. Los días 6 y 7 la prensa informaba sobre los choques políticos del día 5 en las calles de París, saldados con más de 20 muertos y 500 heridos[a], y que hicieron temer a muchos el comienzo de una guerra civil. Los diputados, reunidos para la investidura del gobierno Daladier y acusados de corruptos por las masas derechistas que protestaban, huyeron como pudieron del Parlamento y varios de ellos corrieron peligro de ser arrojados al Sena. Tropas senegalesas fueron movilizadas para controlar el centro de la capital francesa. En la misma jornada hubo de dimitir el gobierno Daladier y formarse otro de Salvación Nacional, mientras la izquierda socialista y la extrema izquierda comunista juntaban sus fuerzas con vistas a una huelga general en todo el país[1].
En Madrid, el día 7, el diputado Álvarez de Lara presentó al Congreso un informe sobre la situación en Jaén provincia, donde bajo «el régimen de alcaldes socialistas no hay paz ni sosiego (…) Se están cometiendo asesinatos como el del panadero de Porcuna, como el de Torredonjimeno, como el de Marmolejo, donde la víctima[b], después de caer del caballo fue rematada por sus agresores; como el del labrador de Mengíbar llamado Valdivia (…) Acaso se diga que la conducta de los patronos ha originado todo esto (…) (pero) los patronos (…) no pueden dar más ni menos jornal porque (…) la agricultura está arruinada». Según el diputado, los jurados mixtos imponían condiciones incumplibles en época bajas, y el Crédito Agrícola rehusaba prestar a los propietarios dinero suficiente, mientras los alcaldes socialistas amparaban las tropelías. Dichos ayuntamientos, afirmó, multiplicaban los gastos de representación y otros inútiles, se negaban a rendir cuentas del dinero cobrado a los propietarios para el paro obrero, y estimulaban el odio social.
Por ésta y otras denuncias se presentó a la Cámara una proposición incidental llamando al gobierno a intervenir «para que cesen los asesinatos, robos de frutos y demás condenables manifestaciones de indisciplina social en los campos españoles». Siguió un debate muy vivo. Gil-Robles exigió al Gobierno el cumplimiento efectivo de la ley. El ministro de Gobernación, Martínez Barrio, le replicó: «Las palabras de subversión no están encuadradas sólo en un sector social», y culpó a la CEDA de entreverar en sus discursos «amenazas para el Poder público (…) si por los cauces legales, que éste es el eufemismo que utilizan todos los partidos políticos, no tienen traducción en la realidad las aspiraciones de los que así hablan»; por lo cual «desbocadamente, se ofrece ahora ese espectáculo de incontinencia de bocas y plumas que van subvirtiendo todos los fundamentos de la sociedad española». Lerroux recondujo la critica hacia los socialistas para advertirles: «Tenemos la ley, tenemos la razón, tenemos la opinión pública (…) tenemos la fuerza. Yo ruego a todas las divinidades en las que creáis, y también en las que no creáis, que no se ponga a este Gobierno en la necesidad de apelar a esa violencia».
Prieto reaccionó con un discurso largo y no muy coherente: «Existen en la cárcel de Jaén más de cuatrocientos presos, obreros en su casi totalidad. Han sido amenazados por la guardia civil de Cazorla de ser abofeteados, si persisten en sus campañas socialistas, (un) concejal de dicho pueblo y (otro) de Iruela. En algunos pueblos, como en Valdepeñas de Jaén, se ha pagado este año en la recolección de la aceituna 2 pesetas al hombre y 1,75 a la mujer, siendo los jornales concertados (…) de 6 pesetas al hombre y 4 a la mujer». Citó un asalto de propietarios a la Casa del Pueblo de Cazorla, afirmando que el secretario del juzgado había desatendido la denuncia presentada por los hechos. Estos datos parecían improvisados sobre la marcha, en lo que Prieto era muy diestro, y él mismo admitió que «da la casualidad» de que se los habían entregado minutos antes, y así «la oportunidad y la casualidad han querido que esté justificada la aportación de estos datos concretos frente a las acusaciones (un diputado: frente a cuatro asesinatos)».
Doliose luego Prieto de que sólo fueran vituperadas las declaraciones antidemocráticas del PSOE y no las de la CEDA que, aseguró, «son tan solemnes como las nuestras». Justificó sus llamamientos revolucionarios, con cierta dosis de falsía, en que «vemos la Constitución en peligro de ser vulnerada», citando como ejemplo el «incumplimiento del artículo 75 de la Constitución con motivo de la solución dada a la crisis que originó la dimisión de Su Señoría (Lerroux) cuando por primera vez presidió el Gobierno». Se refería a la pretensión del PSOE de que Lerroux quedara inhabilitado políticamente al perder la confianza de la Cámara en octubre anterior. La salida de Prieto, un tanto pintoresca, provocó burlas y protestas en las mayorías. Mencionó otras supuestas vulneraciones constitucionales como el proyecto de ley de haberes del clero, que «a nuestro entender es una infracción manifiesta del artículo 26 de la Constitución», y fulminó la alianza lerrouxista «con quienes son enemigos fundamentales de toda la esencia constitucional». En conclusión afirmó, con lógica algo sorprendente: «Frente a transgresiones como éstas, que equivalgan a la destrucción de las conquistas de la República (dijimos) que nos comprometíamos a desencadenar la Revolución, porque no tenemos otras armas».
También criticó la disolución de las Cortes del primer bienio, fundándose en que los socialistas «no (le) veíamos conveniencia alguna», y culpó a Lerroux de haber «reducido nuestra representación» y de haber «aniquilado al resto de las fuerzas republicanas». Lo preocupante para el PSOE no había sido el auge de la derecha: «Lo que a nosotros nos aterró (…) fue el hecho de que Sus Señorías (los radicales) se unieran a esos elementos en pactos públicos y confesados»; omitió señalar que la ruptura socialista con los republicanos había sido anterior a dichos pactos, considerados tan vergonzosos por Prieto. Vaticinó también que la derecha aniquilaría en su momento a los radicales, y explicó: «Cuando nosotros afirmamos nuestra actitud a favor del mantenimiento de unas modestas reformas sociales, que tiene ya todo el mundo civilizado (…) se levantaron los intereses heridos, clamaron, y entonces ese clamor encontró en vosotros un eco suicida (…) He aquí cómo vosotros, los que pretendíais aplastarnos (…) os sentís ahora temerosos (…) Habéis predicado el frente antimarxista (…) ibais a aplastar nuestras fuerzas (…) y ahora (…) os asusta que pueda crearse el frente marxista». Había, sin embargo, una considerable diferencia, que el orador pasó por alto, entre aplastar en las urnas a un partido y aplastarlo física y revolucionariamente.
No dejó Prieto de recordar a Lerroux sus viejas llamadas a «destapar el velo de las novicias y convertirlas en madres. ¿Es que renegáis de vuestra historia?». Admitió que sus palabras podían parecer «meras digresiones» y anunció que iría al grano, promesa que no logró cumplir del todo. Enfatizó cómo en Bélgica o Inglaterra los avances traídos por los gobiernos socialistas se habían mantenido, e incluso acentuado, bajo gobiernos conservadores «acuciados por un sentimiento de justicia social, el cual, si queréis, es una nueva forma de cristianismo que va invadiendo todas las conciencias (…) En cambio sus señorías, en el afán ciego de ir contra nosotros, van a destruir» las conquistas del primer bienio. Se demoró luego en el caso de cuatro funcionarios socialistas del Banco de España, despedidos al parecer injustamente y que, al reclamar ante el jurado mixto vieron cómo el jurado era suprimido y encima se les negaban los derechos pasivos, «y cuando hay hechos como éstos, que proceden de la cumbre del Poder y nuestras organizaciones los sufren tan de cerca, ¿qué decimos nosotros a esas organizaciones? ¿Queréis vosotros ahora, os lo agradeceríamos, dictarnos la lección que les vamos a dar? Porque nosotros (…) somos meramente delegaciones (…) somos expresión de su voluntad (…) No tenemos ninguna fuerza moral para contenerlas y para desviadas».
El discurso, sin duda no el más hábil de Prieto, rozaba a menudo la extravagancia y revelaba la dificultad de argumentar democráticamente una decisión revolucionaria cuyo origen era harto diferente de la conducta «torpe y deshonesta» del Partido Radical para con los proletarios.
Ventosa, diputado de la Lliga, negó justificación a los retos y actos subversivos: «El sufragio debe respetarse cuando es favorable y cuando es adverso». «¿Es que vamos a llegar a la conclusión absurda de que estas Cortes no tienen para variar las leyes —con la excepción de la Constitución— la misma soberanía que tuvieron las Cortes Constituyentes? (…) No vale decir intangibilidad de la legislación votada por las Cortes Constituyentes, porque no hay tal intangibilidad, que sería contraria a la esencia misma del régimen parlamentario (…) Si esto es así, ¿a qué esas amenazas de revolución?». El ambiente fomentado por la izquierda, señaló, volvía imposible la actividad económica. «De todos los países del mundo, España es probablemente aquél en el cual el problema de la subversión violenta (…) ha estado planteado de modo permanente durante casi todo el siglo XIX. Pudo esperarse que después del cambio de régimen cesaría esta situación. Existiendo una normalidad aceptada por todos, creada (…) con colaboración predominante vuestra, era natural que dentro de esta legalidad se buscaran los cauces a todas las ideas (y) aspiraciones. Pero desgraciadamente no es así (…) Mi propósito sería (…) infundir a todos los diputados españoles, de derecha y de izquierda, aquel sentido de la moderación sin el cual es imposible que haya una vida civilizada y normal». Terminó pidiendo un desarme rápido de los civiles, y un gobierno eficaz.
Prieto contraatacó a la Lliga tachándola a su vez de subversiva por su reciente retirada del Parlamento catalán, y por haber participado en la asamblea de parlamentarios de 1917, declarada ilegal por el poder público de entonces. Desmintió, de paso, la implicación del PSOE en «los atentados que antes se registraban por unidades (y) hoy se cuentan por decenas», y esgrimió un agravio comparativo con los anarquistas, los cuales nunca habían recibido «conminaciones tan graves (…) como las que, ante la posibilidad de una actitud revolucionaria nuestra ha pronunciado hoy (el gobierno)». Acusó a los radicales de haber practicado el año anterior la obstrucción parlamentaria, «que era una actitud revolucionaria», y de haber insultado a los socialistas. Deploró la proposición incidental a debate porque buscaba «proceder contra nosotros sin contemplaciones». Le atajó Lerroux: «Contra todo el que falte a la ley».
Santaló, diputado de la Esquerra, desvió el ataque hacia el proyecto de ley de haberes del clero, inconstitucional a su entender: «Consideramos absolutamente intangible la Constitución (…) no ya una modificación, el solo intento de cualquier rectificación nos parecería un atentado a aquel espíritu de abril de 1931»; pretensión dudosamente constitucional en sí misma. También encontró «inconstitucional» un proyecto de amnistía que incluyera a «los ex dictadores Calvo Sotelo y Guadalhorce», lo cual constituiría «una befa, un escarnio a todo el espíritu que trajo la república». Estos dos ministros de la dictadura habían sido elegidos diputados, pero permanecían en el exilio, y sin duda Prieto y Largo Caballero —él mismo colaborador de Primo— y sus compañeros podían recordar cómo después de la sangrienta huelga revolucionaria de 1917 ellos no sólo fueron indultados, sino que pasaron directamente al Parlamento.
Retomó la palabra Gil-Robles y contradijo a Prieto y a Martínez Barrio: «Pretende el Sr. Prieto justificar la posición revolucionaria (…) por la actitud subversiva que adoptan las fuerzas en cuyo nombre hablo. Eso, Sr. Prieto, no lo cree absolutamente nadie; no lo cree tampoco Su Señoría, aunque venga aquí a esgrimirlo como argumento. Pero para que queden de una vez claras las respectivas posiciones (…) quiero hacer una manifestación categórica y terminante. Nosotros jamás, ni antes, ni ahora ni después, nos hemos colocado ni nos hemos de colocar en ningún terreno de violencia». Recordó que también habían condenado la rebelión de Sanjurjo y que «nuestro deber desde entonces no ha sido otro que procurar traer a todas las fuerzas de la derecha al terreno de la legalidad (…) Aspiramos a realizar nuestro programa dentro del régimen actual (…) Habláis de calificativos y os olvidáis de las conductas (…) Nosotros, que no hemos adoptado calificativos, estamos (…) dentro del régimen. Los que se ponen calificativos y se sientan en aquellos bancos (los socialistas) hablan de la República (sólo) para ellos (…) y cuando la República no les sirve, dicen que se ponen enfrente de ella y van por el camino de la violencia (…) Siguen llamándose republicanos y son enemigos de la república[c] (…).
»En una leve enumeración de casos concretos, el Sr. Prieto justificaba la revolución en algunos atropellos que habían sufrido las fuerzas proletarias. (…) ¡Qué fácilmente podríamos presentar nosotros centenares y miles de casos que desde el punto de vista vuestro hubieran justificado una posición subversiva! (…) Pero no se trata de eso. Dice el Sr. Prieto que hay propietarios que están cometiendo abusos en orden a los jornales y en orden a las jornadas de trabajo. Pues a su lado nos tiene el Sr. Prieto y la minoría socialista para rectificar esos abusos», concluyó conciliador.
Al día siguiente El Debate editorializaba alegremente: «La primera derrota de la Revolución. El Sr. Prieto ni sostuvo con gallardía el reto lanzado desde fuera, ni pudo hacer un discurso de altura (…) vaciló y diluyose en una declamación (…) No hubo firmeza en sus manifestaciones. Y es que las actitudes de violencia empiezan a perder el tono cuando frente a ellas se levanta una decidida serenidad».
Pero la «derrota revolucionaria» fue pura ilusión, y nulas sus consecuencias prácticas. La derecha no podía saberlo, pero justamente cinco días antes, el 3 de febrero, el PSOE había constituido un comité mixto del partido, la UGT y las juventudes, para organizar de forma concienzuda el golpe insurreccional.
Y el día 12 tenía lugar un suceso que iba a reforzar, por si hacía falta, la resolución del PSOE: el levantamiento y derrota del Partido Socialdemócrata de Austria. Desde el fin de la I Guerra Mundial, Austria vivía desgarrada entre nacionalistas y socialistas, y gobernada por el Partido Socialcristiano, votado mayoritariamente. Los antagonismos estallaban en choques callejeros, y en 1927 había sido incendiado el Palacio de Justicia y destruidos numerosos registros por una rebelión izquierdista. Por otra parte, el socialismo austríaco gozaba de prestigio internacional por sus intelectuales y sus logros urbanísticos y de promoción cultural desde el ayuntamiento de Viena.
En 1932 había sido nombrado canciller el socialcristiano Engelbert Dollfuss, a quien la izquierda motejaba de fascista sui generis (austrofascista, como también se hablaba de un austro-marxismo). Dollfuss trató de pacificar a nacionalistas y socialdemócratas, en lo que fracasó, inclinándose progresivamente hacia los primeros. La victoria de Hitler en Alemania, en 1933, complicó la difícil situación, hasta convertirla en un laberinto. A las frecuentes reyertas entre las milicias de izquierdas y derechas se añadió una intensísima agitación nazi, que explotaba la aspiración, mayoritaria en Austria, a unirse con Alemania. Esta unión, el Anschluss, había sido pedida también por los socialdemócratas después de la guerra, y descartada por las potencias vencedoras.
Dollfuss intentó por todos los medios frenar a los hitlerianos, y para ello hubo de recurrir, paradójicamente, a Mussolini, quien a cambio de su escudo presionaba en pro de una fascistización del régimen austríaco. Esto y las turbulencias internas dejaban al país sin alternativas, y en un trance especialmente angustioso para los socialistas, pues el canciller simpatizaba con un régimen corporativo próximo al italiano. Con actitudes cada vez más dictatoriales, Dollfuss proscribió al partido nazi, aunque no al socialista, el cual, consciente de su ardua posición, parecía dispuesto a sacrificar muchas cosas, quizá incluso el mismo Parlamento, pero no a entregar sus armas, que le parecían la última garantía de supervivencia.
En febrero del 34 adquirieron especial gravedad las provocaciones entre grupos armados. Los nacionalistas, dirigidos por el aristócrata filonazi Starhemberg, asaltaron varios locales socialdemócratas en busca de armas. La milicia izquierdista fue prohibida, mientras su contraria recibía atribuciones de orden público (como, en España, la de la Esquerra catalana). Viéndose en peligro inminente, los socialistas respondieron con una insurrección que durante tres días afectó sobre todo a Viena y dejó en las calles más de doscientos cadáveres. El alzamiento, aunque planeado de tiempo atrás, tuvo gruesos fallos de realización, quedó aislado de los obreros —la mayoría ni siquiera se puso en huelga—, y fue aplastada. El gobierno proscribió entonces al Partido Socialdemócrata e hizo ahorcar a nueve responsables de la revuelta.
A continuación Dollfuss se volvió otra vez contra los nazis, pero sólo cinco meses después, el 25 de julio, grupos de acción hitlerianos, disfrazados con uniformes de las fuerzas armadas y de seguridad, acabaron con la vida del canciller. Con todo, no lograron imponerse, y Mussolini envió tropas a la frontera para prevenir cualquier intervención alemana. El Anschluss iba a tener que esperar aún cuatro años. Como informa Vidarte, el golpe contra Dollfuss inspiró a Prieto y a Largo Caballero el que a su turno intentarían en Madrid unos meses después.
La catástrofe de los socialistas austríacos conmovió a Europa entera. Sus correligionarios españoles vieron en ella la confirmación de sus teorías: el capital tenía que fascistizarse ante la agravación de la lucha de clases (lucha que atizaban, por exigencia doctrinal, los propios socialistas), y el error de los austríacos había consistido, precisamente, en no haber preparado de modo adecuado el choque decisivo. El PSOE no pensaba caer en tales yerros.
Por lo demás, la enorme diferencia entre las circunstancias austríacas y las españolas tenía que alimentar el optimismo de Largo y los suyos. Con sentido de la oportunidad, algunos izquierdistas hicieron circular la consigna ambivalente «Antes Viena que Berlín», para justificar la revuelta. En el fondo, la consigna carecía de sentido en España. Con toda evidencia no existía aquí un partido semejante al nazi, ni unas milicias derechistas como la Heimwehr, ni la presión asfixiante de unas grandes potencias vecinas. Atenazada la pequeña Austria entre los fascismos, alemán e italiano, una insurrección de izquierdas, aun óptimamente organizada, estaba condenada al desastre. El mismo Dollfuss, hombre resuelto y nada dispuesto a ceder el poder, difería mucho de los vacilantes Lerroux o Gil-Robles. Por tanto sonaba muy razonable la profecía de Prieto de que el empuje de sus falanges socialistas arrollaría cualquier obstáculo. Sólo restaba prepararse a fondo, para que la empresa demandada por la historia no se malograse debido a descuido o irresponsabilidad de los jefes.
Y también abonaba el optimismo, así como el desdén por el enemigo, la crisis permanente en que se desenvolvía Lerroux. Su primer gobierno, en septiembre del 33, había durado tres semanas. El segundo, iniciado el 18 de diciembre, hubo de ser remodelado a los dos meses y medio, y el tercero concluiría en otro par de meses con su salida del poder, a finales de abril del 34. En este período las Cortes vivieron procelosos debates sobre los pagos al clero y la amnistía, compromisos electorales de la derecha. Las leyes del primer bienio habían traído la miseria a miles de sacerdotes, sobre todo rurales; pero antes de la república el clero cobraba como funcionariado estatal y, partiendo de ahí, el gobierno propuso que se le concedieran haberes pasivos, aunque por una baja cantidad, 16,5 millones de pesetas. Los discursos en contra tuvieron extrema virulencia, y la izquierda practicó la obstrucción, que el gobierno superó aplicando la «guillotina», es decir, cortando el debate por decisión mayoritaria. Finalmente fue aprobada la concesión, el 4 de abril.
En cuanto a la amnistía, encontró su principal obstáculo en el presidente Alcalá-Zamora, resuelto a impedir que los militares de la «sanjurjada» retornaran a sus puestos. Para su decepción, «las izquierdas, en vez de haberse resistido con vigor, como era su deber (…) dedicáronse en la feria de apresuradas votaciones y enmiendas a aumentar la extensión de la amnistía, a fin de que ésta amparase la impunidad de rebeliones sindicalistas, comunistas o anarquistas, mirados ya como afines, que habían luchado contra los gobiernos del primer bienio»[2]. La extrema derecha presionaba a su vez para ampliar la ley en su beneficio. El gobierno aceptó la mayoría de las enmiendas y propuestas de unos y otros a fin de suavizar las discrepancias, y así se llegó a una ley realmente amplia, que libraba de la cárcel o el destierro, o reponía en sus cargos, a condenados de todas las tendencias. En definitiva, según el diputado Serrano Jover «las izquierdas son las que reciben mayor utilidad y beneficio». La norma fue aprobada el 20 de abril por mayoría abrumadora, con un solo voto en contra y abstención socialista. Entonces el presidente trató de imponerle su veto y devolverla a las Cortes. La resistencia del gobierno se lo impidió, y hubo de firmar el decreto; pero le añadió una coletilla en que desautorizaba a Lerroux, al afirmar que éste le había negado el ejercicio de una facultad constitucional.
El choque entre el presidente por un lado, y el ejecutivo y las Cortes por otro, ocasionó una gravísima crisis política. Alcalá-Zamora escribe: «Sabía que con ello provocaba una tempestad de escándalo en las derechas, sin que encontrara defensa ni gratitud en las izquierda». Pero corrió todos los riesgos «a fin de advertir que aún quedaba algún poder republicano resuelto a defender el régimen»[3]. Esa defensa, pese a sus buenas intenciones, debilitó seriamente a la república. Gil-Robles, que, como Azaña, consideraba intolerables las presiones del jefe del estado, ofreció sus votos para condenar a éste y destituirlo en las Cortes. Lerroux prefirió no llevar la pugna a tal extremo y dimitió él mismo. Le sustituyó el 28 de abril Ricardo Samper, político adicto a Alcalá-Zamora, pero oscuro y falto de energía, a quien las izquierdas despreciaron desde el primer instante: «La impresión de desbarajuste, de falta de dirección y de autoridad, de inseguridad, era general», resume Azaña[4]. Probablemente Samper no era el hombre indicado para afrontar la creciente rebeldía de socialistas y otros.
Desde el punto de vista de los revolucionarios, la debilidad e inestabilidad gubernamentales confirmaban sus análisis y avivaban sus esperanzas, impulsando sus proyectos como un buen viento de popa.