Capítulo IX

EL DUELO ENTRE LAS JUVENTUDES SOCIALISTAS Y LA FALANGE

Neutralizado Besteiro y victorioso en toda la línea el sector revolucionario, cundió en el PSOE, la UGT y sus juventudes un ánimo audaz y de ofensiva. El año 1934 «se caracterizó desde su comienzo por un crecimiento singular de las luchas obreras y de las huelgas generales. En muchos casos se trataba de huelgas en las que se encontraban unidos afiliados de la CNT y de la UGT, que se desarrollaban unitariamente, cuyas pretensiones iban más allá o simplemente ignoraban las clásicas reivindicaciones de las luchas obrero-patronales», explica el historiador Santos Juliá, en lo que viene a coincidir un informe policial: «Huelgas de artes gráficas en Madrid, huelga de la construcción, huelgas generales por motivos pueriles, huelga de metalúrgicos (…) La espectacular parada del Stadium Metropolitano de Madrid…». No subió menos la temperatura social en el campo, si hemos de creer a Dolores Ibárruri Pasionaria o la Pasionaria: «Los obreros agrícolas van al campo armados con hoces y pistolas y se baten con la Guardia Civil. La confiscación de la cosecha ha llegado a ser una cosa completamente natural entre los campesinos (…) los obreros pierden las ilusiones democráticas». Desde luego, Ibárruri exagera, mas sin duda un número de trabajadores, creyentes en la propaganda, vivía pendiente del golpe de gracia a la opresión burguesa. En 1933 había habido más huelgas, pero las del 34 estuvieron más ideologizadas[1].

A principios de febrero, la dirección de las Juventudes envió a sus secciones una circular palpitante de entusiasmo por la lucha: «Estamos en pleno período revolucionario (…) Ya se han roto las hostilidades (…) Nuestras secciones tienen que colocarse en pie de guerra». En adelante, las circulares debían interpretarse «como órdenes», y la primera de éstas era la de organizar «milicias juveniles armadas». Insistía en una «disciplina rígida e inflexible», pues «la revolución se organiza como la guerra» y las juventudes serían en ella «la principal fuerza de choque». Informaba de que los días 4 y 5 el Comité Nacional de las Juventudes había acordado «trabajar incesantemente por el armamento de los trabajadores y preparar la insurrección armada», y designar una comisión «que, de acuerdo con el Partido Socialista, se encargue de articular un movimiento revolucionario», por la «implantación del poder totalitario del proletariado», y llevar una línea de «desgaste de todos los órganos del Poder». La revista de las Juventudes, Renovación, repetía machaconamente: «¡¡Estamos en pie de guerra!! ¡Por la insurrección armada! ¡Todo el poder a los socialistas!». «El proletariado marcha a la guerra civil con ánimo firme (…) La guerra civil está a punto de estallar sin que nada pueda ya detenerla». Etc. Quizá el conjunto de episodios que mejor reflejan esa alta moral de combate, acompañada de desprecio por el enemigo, sea la ofensiva de las Juventudes Socialistas contra el pequeño partido fascista Falange Española[2].

La Falange había sido fundada en octubre de 1933 por el hijo del dictador Primo de Rivera, José Antonio. Éste era un joven abogado de 30 años, buen prosista, con cierto espíritu poético y un escepticismo intelectual poco adecuados para un líder del fascio. No muy admirador de Mussolini, y menos aún de Hitler, creía que la época liberal tocaba a su fin en el mundo, y que algo parecido al fascismo libraría a España de la revolución bolchevique y le abriría una nueva época de gloria e influencia. Su escasa convicción se mostraba también en su reiterada disposición a ceder el papel de caudillo regenerador del país a Gil-Robles o incluso a Prieto y a Azaña. A su juicio, el país estaba enfermo y decaído por falta de espíritu patriótico, y él lanzaba insistentemente su mensaje por un peculiar sentido del deber.

El programa de Falange era vago, con más contenido estético que práctico, y había de realizarse por la voluntad de una elite rectora que se quería ejemplar, «mitad monjes, mitad soldados», guiada por una mística de sacrificio y violencia (aunque su jefe, al menos, mostró renuencia a ella). Pocas adhesiones sumó. El resto de la extrema derecha encontraba sus proclamas demasiado literarias para ser efectivas en política. En 1934 se unieron a la Falange las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista), fundadas por Ramiro Ledesma Ramos, joven matemático e intelectual de algún renombre y colaborador de la Revista de Occidente, de Ortega, y de la Gaceta Literaria, de Giménez Caballero. Al modo como los hitlerianos sintetizaron su ideario en el término «nacionalsocialismo», Ledesma eligió el de «nacional-sindicalismo», por atribuir al sindicalismo anarquista un carácter más hispano que al socialismo. Ni separados ni juntos consiguieron los dos grupos hacerse un espacio significativo en la vida política. Su reducida militancia era mayoritariamente de clase media y media baja[a].

Los jóvenes socialistas y los falangistas iban a enzarzarse rápidamente en un duelo armado que a lo largo de 1934 creó una espiral de violencia muy dañina para el régimen, si bien más en el orden psicológico que por el número de víctimas, no excepcionalmente alto: 18 falangistas y probablemente otros tantos de sus enemigos en un año y medio[3].

Deformaciones propagandísticas divulgadas con extraordinaria insistencia han conformado la opinión casi general de que fue la Falange la iniciadora del terrorismo, y al efecto es muy citada la frase de José Antonio sobre «la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria». Vidarte asegura que «los jóvenes socialistas (…) crearon grupos de contraataque» y llega a mezclar a las juventudes de la CEDA en la comisión de atentados: «No puede extrañar a nadie que las juventudes socialistas fueran sus víctimas en la calle». Vidarte, con un alto cargo en las Juventudes Socialistas necesariamente sabía de qué hablaba, por lo que este falseamiento de los hechos sólo puede ser deliberado. A S. Carrillo (entonces con 19 años) también le falla extrañamente la memoria: «Van apareciendo organizaciones paramilitares que se exhiben de vez en cuando y promueven campañas de atentados. En respuesta, las Juventudes Socialistas pasan a organizar sus milicias». Bastantes historiadores mantienen la misma versión, o más bien la sugieren sin entrar en concreciones embarazosas. Para Tuñón de Lara: «La tensión también se expresaba por la aparición del SEU en la Universidad, cuyos asaltos a locales de la FUE[b] añaden una nueva nota de violencia, así como las ventas del periódico falangista F.E. en la calle, que originan réplicas también (sic) violentas de los socialistas». Dice R. Tamames: «Estas fricciones originaron toda una serie de encuentros sangrientos en los que FE de las JONS se convirtió en la fuerza de choque de la derecha». S. Juliá interpreta: «Es tiempo también en que, tras un acto en la Comedia, los fascistas se lanzan a la calle, asaltan despachos, vocean más que venden su periódico y se dedican a una provocación que encuentra lo que busca en las continuas carreras, enfrentamientos, atentados y asaltos que les enfrentan con los jóvenes socialistas y comunistas». Sheelagh Ellwood vela los hechos al resumir que la Falange practicaba «los actos públicos, el reparto de propaganda y las confrontaciones armadas con los socialistas». Etc.[4].

Cabe pensar que desvirtuaciones tan empeñadas broten de cierta necesidad de oscurecer la realidad. La cual fue cabalmente la opuesta a la arriba citada, y merece atención porque revela las actitudes del momento. Las Juventudes Socialistas se decantaban por la violencia de forma incuestionable y desde antes de nacer Falange, y fueron ellas las que iniciaron la dialéctica de los puños y las pistolas, precisamente contra la libertad de expresión de sus contrarios. Así lo testimonia Tagüeña, entonces líder juvenil implicado en estas acciones: «Las calles se ensangrentaban con motivo de la venta de FE, órgano de Falange Española, ya que grupos armados socialistas estaban dispuestos a impedirla. Hubo algunas represalias (…) pero los falangistas llevaron, al principio, la peor parte»[5].

Ya durante la campaña electoral de noviembre de 1933, un joven de las JONS murió acuchillado en Daimiel en un mitin socialista, y un mitin de José Antonio fue tiroteado, dejando un muerto y una señora malherida. En enero, nuevos atentados aumentaron el número de víctimas, con asesinatos como el de un joven de 18 años, en Madrid, por vérsele comprar el órgano de Falange, F.E. Estos ataques iban envueltos en una nube de acusaciones por supuestos crímenes y abusos policiales y derechistas. Uno de los más fervientes bolcheviques, Hernández Zancajo, llevaba en las Cortes la voz cantante en la denuncia de los pretendidos abusos. El 1 de febrero, José Antonio le replicó, despreciando los «aspavientos y relatos melodramáticos de horrores perpetrados por fascistas», y aclaró: «Frente a esas imputaciones de violencias vagas, de hordas fascistas y de nuestros asesinatos y de nuestros pistoleros, yo invito al señor Hernández Zancajo a que cuente un solo caso con nombres y apellidos. Mientras, yo, en cambio, le digo a la Cámara que a nosotros nos han asesinado a un hombre en Daimiel, otro en Zalamea, otro en Villanueva de la Reina y otro en Madrid, y está muy reciente el del desdichado capataz de venta del periódico FE; y todos éstos tenían sus nombres y apellidos, y de todos éstos se sabe que han sido muertos por pistoleros que pertenecían a la Juventud Socialista o recibían muy de cerca sus inspiraciones. Estos datos son ciertos».

Los atentados continuaron. En enero y febrero cayó otro falangista en Éibar y uno más en Madrid, aparte de varios heridos. El líder trataba de frenar el ansia de venganza entre sus seguidores: «Una represalia puede ser lo que desencadene en un momento dado (…) una serie inacabable de represalias y contragolpes. Antes de lanzar así sobre un pueblo el estado de guerra civil, deben los que tienen la responsabilidad del mando medir hasta dónde se puede sufrir y desde cuándo empieza a tener la cólera todas las excusas»[6].

La respuesta de Falange se limitó a peleas a puñetazos, asaltos a locales de la FUE, colocación de banderas de Falange en sedes socialistas, etc. El 9 de febrero un militante del PSOE asesinaba a Matías Montero, jefe del sindicato universitario falangista. La crispación subió de tono, pero tampoco entonces estalló la represalia, a pesar de que los monárquicos alfonsinos incitaban con sarcasmo a la Falange a cumplir sus postulados, ridiculizaban las siglas FE como «Funeraria Española» y al líder falangista con el mote de Juan Simón[c]. Los monárquicos habían dejado caer sin resistencia a Alfonso XIII en 1931, pero a continuación se habían puesto a conspirar —con reconocida ineptitud— contra el nuevo régimen. Su plan potencialmente más peligroso, emprendido en marzo de 1934 con fuerte apoyo de Mussolini, resultó insignificante. Dada su escasa afición al riesgo, los alfonsinos apoyaban a otros movimientos desestabilizadores que surgiesen, y Falange Española les venia muy a mano. Sin embargo, para su desencanto, José Antonio declaró oficialmente que su partido «no se parece en nada a una organización de delincuentes ni piensa copiar los métodos de tales organizaciones»[7].

Pero otros falangistas rechazaban aquella contención. En marzo y abril perdieron la vida más falangistas en diversos puntos de España, cinco obreros de la imprenta que tiraba F.E. salían heridos por la explosión de una bomba y el propio José Antonio escapó por los pelos de un atentado. Y la lista siguió alargándose. Entonces tomó cuerpo en la Falange la voluntad de replicar con las armas, a la que finalmente hubo de plegarse su jefe. Quedó encargado de organizar la acción armada Juan Antonio Ansaldo, un aviador conocido, monárquico y de reciente afiliación a FE. El 3 de junio del 34, Ansaldo estaba en condiciones de revistar a 800 jóvenes dispuestos a la violencia, como él recordará en sus memorias: «El entusiasmo que reinó aquel día fue inigualable. La sensación de triunfo que produjo en aquellos hombres desafiar en modo abierto y decidido leyes y fuerzas republicanas, se les reflejaba en los semblantes y miradas de orgullo y esperanza»[d]. Así nació «la Falange de la sangre[8].

Tagüeña ha dejado escrito: «Desde luego, muchos miles de personas poco o nada hicieron entonces para evitar este desarrollo sangriento de los acontecimientos. Unos, por miedo comprensible ante el frenesí de minorías armadas que no iban a tolerar ninguna oposición, ni que se hablase de humanidad, de piedad y de compasión. Otros, porque en ambos bandos considerábamos con fatalismo este período como algo que no se podía impedir, como una etapa terrible, pero necesaria, a través de la cual había que pasar para llegar al triunfo de los ideales que defendíamos, incluso como algo imprescindible»[9]. Las juventudes del PSOE recibían entrenamiento paramilitar en las afueras de las ciudades, y organizaban paradas como una en San Martín de la Vega, reseñada el 10 de julio en El Socialista: «Uniformados, alineados en firme formación militar, en alto los puños, impacientes por apretar el fusil (…) Un poso de odio imposible de borrar sin una violencia ejemplar y decidida, sin una operación quirúrgica».

Los milicianos socialistas madrileños, llamados «chíbiris» por el estribillo de unas canciones que solían entonar, se adiestraban en el parque de la Dehesa de la Villa y en el bosque de El Pardo. En éste, el 10 de junio, durante una reyerta, un falangista de 18 años, llamado Juan Cuéllar, fue apaleado hasta morir, quedándole, se dijo, el rostro irreconocible por los golpes. Los de Ansaldo no postergaron más la ley del talión. Cuando un autocar traía de vuelta de El Pardo a jóvenes socialistas, dispararon contra ellos desde un automóvil, matando a una chica, llamada Juana Rico e hiriendo a un hermano suyo. Aquella noche, José Antonio se salvaba de un nuevo atentado, al confundir sus atacantes la matrícula de su coche [e] [10]. No hay duda de que vivía peligrosamente, según la recomendación de Nietzsche.

Los falangistas habían soportado con estoicismo las bajas en sus filas, pero el PSOE reaccionó a esta primera suya con una agitación masiva. Juana Rico fue convertida en símbolo, y su entierro en una enorme manifestación. El Socialista, que había descrito a los que venían de la Dehesa de la Villa como «niños y mujeres obreras», ponderaba el aspecto marcial del impresionante acto, con asistencia de 10.000 personas, y advertía: «Un día formularemos la factura». Wenceslao Carrillo dijo: «Los que asesinaron a Juanita Rico iban contra las ideas, (…) la vida de Juanita no hay más remedio que vengarla». El poeta Rafael Alberti glorificó en un poema a la chica asesinada. A los pocos días la sede de Falange era ametrallada, dejando dos heridos[11].

El gobierno centrista reaccionó con mayor energía contra la Falange que contra las Juventudes Socialistas. El ministro de Gobernación, Salazar Alonso, persiguió sus organizaciones, cerró sus locales e hizo detener a decenas de sus miembros, incluyendo en una ocasión al propio José Antonio, puesto luego en libertad por su inmunidad parlamentaria. El entierro de Cuéllar hubo de realizarse muy de mañana y sin concentraciones, mientras que fue autorizada la concentración por Juana Rico. Después de la insurrección, el diputado conservador J. M. Fernández Ladreda recordó en las Cortes cómo en Asturias se habían prohibido conferencias al caudillo falangista, mientras el PSOE y la UGT tenían permiso para toda clase de actos y exaltaciones revolucionarias, y sus organismos recibían cuantiosos fondos oficiales[f] [12].

Los falangistas creían que Gil-Robles atizaba la represión contra ellos por temor a verse desbordado: «La CEDA, así, tras la cortina, promueve nuestras persecuciones. Las gentes de la CEDA son maestras en la insidia: no hay órgano mejor que su periódico para recoger y divulgar cuantas falsas especies pueden perjudicarnos». El 3 de julio, José Antonio fue imputado en las Cortes por tenencia ilícita de armas. Inesperadamente Prieto, que le apreciaba, salió en su defensa y frustró la acusación. El líder falangista, agradecido, declaró: «Sólo hemos asumido del fascismo aquellas esencias de valor permanente que también habéis asumido vosotros (…) En vez de tomar la actitud liberal bobalicona de que al Estado le es todo lo mismo (…) vosotros tenéis un sentido del Estado que imponéis enérgicamente (…) Ese sentido de creer que el Estado tiene algo que hacer y algo en que creer, es lo que tiene de contenido permanente el fascismo». Las loas a Prieto pudieron costar caras a José Antonio, pues el arriscado Ansaldo las consideró intolerables y tramó un complot para expulsarlo. El expulsado sería él[13].

También frente a la CEDA tomaron los socialistas la ofensiva. La derecha católica quiso demostrar que era una fuerza activa y no sólo burocrática o electoral, y convocó en El Escorial, para el 20 de abril, una concentración de sus juventudes. El PSOE conminó: «Somos millares y millares los que iremos de toda España a impedir ese crimen contra la clase obrera. Y si el Gobierno lo autoriza, habrá un día de luto en El Escorial». Los socialistas boicotearon el acto con sabotajes, apedreamiento de trenes y autobuses, y paros, a veces impuestos pistola en mano. Carrillo rememora: «Por primera vez habían actuado en diversas formas las milicias que estábamos comenzando a organizar». La víspera de la concentración unos pistoleros ametrallaron desde un coche a un grupo de cedistas cuando bajaban del autobús que les había traído a Madrid, haciéndoles un muerto y un herido grave. Exasperado, Gil-Robles clamó: «No podemos con este estado de cosas. Tenemos que defendernos; llegaremos incluso a convertirnos en fieras como ellos». Y en El Escorial advirtió: «Actuamos siempre dentro de la legalidad (…) (pero) ¡que la revolución se eche a la calle! Nosotros nos echaremos también»[14].

En septiembre, poco antes de la intentona revolucionaria, la CEDA llamó a otra concentración en Covadonga, y los socialistas volvieron a sabotearla con huelgas, cortes de carretera y ferrocarril, tiroteo contra automóviles, etc. Hay que señalar que la CEDA nunca replicó en el mismo plano, y las reuniones y mítines monstruo, de los socialistas pudieron celebrarse con tranquilidad, y hasta con apoyo de las autoridades.

Varios años más tarde Prieto lamentaría una política que había «dejado adrede las manos libres a las Juventudes Socialistas a fin de que, con absoluta irresponsabilidad, cometieran toda clase de desmanes (…) Nadie ponía coto a la acción desaforada de las Juventudes Socialistas, quienes, sin contar con nadie, provocaban huelgas generales en Madrid (…) Además, ciertos hechos que la prudencia me obliga a silenciar, cometidos por miembros de la Juventud Socialista, no tuvieron reproches ni se les puso freno». Aquellos «ciertos hechos» debían de ser los atentados terroristas[15].

Pero Prieto tampoco se había opuesto a los «desmanes». El papel asignado por el partido a sus juventudes era, precisamente, el de punta de lanza de la revolución, núcleo resuelto y experimentado que en el momento de tomar las armas tenía que arrastrar al pueblo al combate. Las juventudes del partido no hacían sino recoger con especial nitidez el espíritu que la dirección socialista trataba de inculcar y contagiar a sus organizaciones y a los trabajadores en general.