Capítulo VIII

EL LENIN ESPAÑOL Y SU EQUÍVOCO ADJUNTO

Desplazado Besteiro, encabezó Largo el sindicato, además del partido, y pudo entonces volcar su tiempo y energía en preparar la insurrección. Prieto le ayudaba como adjunto para misiones delicadas, las cuales, en sus propias y algo enigmáticas palabras, «rehuyeron otros porque tras ellas asomaba no sólo el riesgo de perder la libertad, sino el más doloroso de perder la honra»[1]. Los dos líderes parecían compenetrados en aquella tarea que habría de ser decisiva para la historia de España.

Ya en el verano del 33 Largo Caballero era vitoreado en sus mítines como el Lenin español. Aunque el apelativo suele creerse originado en las Juventudes, nació, escribe Carrillo, en un mitin del Sindicato de Dependientes de Comercio de Madrid, en la Casa del Pueblo. Y «por cierto que a Largo Caballero no le gustó, y a nosotros tampoco nos parecía acertado; pero en cierto modo hizo fortuna y durante un tiempo fue repetido»[2]. Muy repetido, y con fervor.

El apodo del jefe socialista encaja bien en la línea de un PSOE radicalizado. Igual que Lenin en Rusia, Largo en España conduciría al pueblo al socialismo bajo la dictadura del proletariado. La propaganda partidista insistía en el magno objetivo, poniendo a Largo por las nubes: «Un hombre excepcional por su inteligencia agudísima y por su insobornable temple ético». «Rara vez el destino de un pueblo se ha polarizado en un hombre como ahora el de España en Largo Caballero (…) Cuando sociedad y personalidad coinciden en la base revolucionaria, como la Rusia de 1917 y Lenin, el éxito es seguro. Largo Caballero ha puesto en pie a la España proletaria (…) La sociedad alumbra al hombre, y el hombre reactúa sobre la sociedad. Sus destinos se identifican en un intenso dramatismo histórico. La conciencia de este dramatismo nos hace pensar en Largo Caballero y en España con íntimo temblor. Un temblor así hubiéramos sentido cerca de Lenin antes de octubre de 1917: el temblor que inspiran los hombres en cuyas manos están las grandes decisiones de la historia». Loas tales proceden del intelectual Araquistáin, no de un entusiasmado militante de base. Escribirá a su vez De Francisco, otro jefe del partido: «Largo Caballero ha conquistado un preeminente lugar en la Historia de España (…) no como escritor brillante, como orador elocuente, como político sagaz o como gobernante capaz, ni como legislador social, ni siquiera por su calidad de organizador, ni por su rectitud ejemplar, ni por su positivo valor revolucionario. Por nada de eso en particular y por todo ello junto»[3].

El leninismo consistía precisamente en la recuperación de los contenidos revolucionarios marxistas, adulterados en Europa por lustros de política parlamentaria. Su éxito en Rusia, a un espeluznante coste en sangre y penurias, había dado a la doctrina nuevo lustre e impulso mundial, organizado por la Comintern. El PSOE no ingresó en la Comintern, pero estaba próximo a ella en 1933, y pronto recibió la atención del Kremlin, cuya propaganda también ensalzaría al Lenin español. Ya en 1919 y 1921[a], el PSOE se había acercado a la órbita soviética, aunque finalmente había seguido, sin excesiva alegría, fiel a la socialdemócrata II Internacional. Delegado del PSOE en ésta había sido Largo, a cuyo juicio, «en la Internacional se nos tiene por africanos, sin civilización alguna, ni ideología socialista ni conocimientos tácticos; somos para ellos un país anárquico. De ahí el desprecio que como sección española se nos tiene»[4].

Esta evolución al leninismo, nada ilógica en un partido marxista, nos lleva a un problema de interés, pero insoluble mientras no se investiguen los archivos de la KGB: la posible influencia soviética en el impulso bolchevizante del PSOE. Stalin no aplicaba su política revolucionaria en el exterior sólo a través de la Comintern, sino también mediante agentes infiltrados en otros partidos y en instituciones diversas. Probablemente fuera uno de esos agentes Álvarez del Vayo, que ejercía gran ascendiente sobre Largo Caballero, acaso también Margarita Nelken y otros. Este oscuro influjo soviético no habrá sido el factor clave en la radicalización socialista, la cual partía de la tradición y educación del partido y de las propias condiciones de la república; pero, si realmente existió, hubo de ser un elemento apreciable.

Por lo demás, Largo y Lenin eran personalidades muy diferentes. El ruso dedicó un esfuerzo ingente, en muchos miles de páginas, a justificar y dar sentido a sus políticas dentro de una concepción teórica global, mientras que a Largo, de cultura muy inferior, le satisfacían unos cuantos esquemas que encauzaran la acción; el español tenia auténtico origen proletario, cosa que faltaba por completo a Lenin, y no pretendía ser experto en la teoría. Como él mismo señala, se contentaba con la frecuentación de libros marxistas. Pero no debe olvidarse que le respaldaban los intelectuales Luis Araquistáin, Julio Alvarez del Vayo y Carlos Baraibar[b], muy prestigiados dentro del partido y «capellanes laicos» del líder, como llama Madariaga a los dos primeros[5].

Aunque se le ha reprochado a menudo esa despreocupación por la teoría, en ella no se diferenciaba Largo de casi ningún otro dirigente del PSOE. Un rasgo de este partido ha sido siempre la carencia de pensadores o intelectuales de algún fuste en su propia doctrina, a la que no hicieron la menor aportación. Faltaron en él las discusiones y análisis que en el Partido Socialdemócrata alemán llegarían al abandono del marxismo revolucionario y finalmente del marxismo sin más. Esta vaciedad teórica no evitaba, más bien al contrario, que en las filas del PSOE fueran conocidas y creídas a pies juntillas las ideas generales de Marx y Engels. Una de esas ideas, muy difundida, afirmaba que la democracia burguesa consiste en un disfraz de la explotación y la opresión de los trabajadores, por lo cual «la actitud del PSOE con los partidos burgueses (…) no puede ni debe ser conciliadora ni benévola, sino (…) de guerra constante y ruda», como advertía una resolución del I Congreso del PSOE, de 1888[6].

Tampoco alcanzaba el PSOE la entrega y la disciplina más que militar impuestas por Lenin en su Partido Bolchevique, ni una comparable habilidad conspirativa. Mas no por ello el partido español y su sindicato dejaban de superar en disciplina a cualquier otro en el país, salvo el PCE, o de estar inspirados por una mística obrerista que motivaba fuertemente a sus afiliados. Ello aparte, el laxo control policiaco tradicional en España no demandaba una especial destreza en prácticas clandestinas.

Lenin creó una retórica y literatura en extremo agresivas y sistemáticas, acentuando aún el duro estilo de Marx, excluyente de todo sentimentalismo y prejuicio burgués; y tampoco en eso conseguía Largo imitarle, pues sus exposiciones resuenan con una vaga ingenuidad, con toques de moralismo pequeñoburgués, a los oídos de un leninista avezado. Cuenta Bullejos, ex líder del PCE, que el dirigente de la Comintern Manuilski, solía provocar las carcajadas del Comité Central soviético remedando con «humorísticas frases» los discursos de Largo[7]. Es muy posible. Pero no borra el hecho de que, fuera de la URSS, Largo haya sido el jefe revolucionario europeo más consecuente y que más cerca estuvo de lograr su objetivo.

Ha suscitado perplejidad que fuera Largo Caballero quien encarnase el rumbo leninista. Su imagen era la de un reformista, un burócrata competente y honrado, sin más horizonte que la mejora concreta de las condiciones laborales y que, como tal, no había vacilado en colaborar con Primo de Rivera y con los burgueses republicanos. Sus críticos de izquierda le han tachado de oportunista, y atribuido su furia a despecho por su salida del gobierno, o bien al temor a perder popularidad ante la radicalización espontánea y arrolladora de los trabajadores en el año 33[c]. El hombre queda así pintado como singularmente desprovisto de carácter e ideas, guiado por una vanidad hinchada y una irresponsabilidad a tono. Mas nada de eso se corresponde con los hechos, al menos no de manera decisiva. Los leninistas obraron con empuje y estridencia, pero su victoria en el partido no estaba garantizada ni mucho menos. Tuvieron que trabajar duro para desbancar a la facción de Besteiro, quien no supo aprovechar la opinión moderada, nada insignificante en el partido. El hecho es que Largo, lejos de dejarse arrastrar por la supuesta espontaneidad revolucionaria, la acaudilló resueltamente, le dio expresión y liderazgo, corriendo para ello serios peligros y arriesgando también la unidad del PSOE. Quizá se le pueda atribuir incluso la pérdida de afiliación de la UGT en 1934. Y vale la pena observar que en sus pugnas con Besteiro, como con Prieto, llevó las de ganar siempre o casi siempre.

El misterio de la radicalización de Largo suena un poco rebuscado. Su colaboración con la dictadura o con la república no le identificaban en absoluto con una u otra; al contrario, expresaba más bien su falta de interés básico por ambas, en las que veía simples etapas a ir superando en la vía hacia el socialismo. Aunque en los primeros tiempos de la república hizo declaraciones fervientes de adhesión al régimen, no puede decirse que su idea del mismo fuera democrática. Él reitera en sus escritos que nunca pensó como un reformista, aunque por estrategia y sentido común entendía que la revolución exigía cubrir etapas en que madurasen las condiciones sociales y la conciencia obrera: «Desgraciadamente muchos trabajadores la consideraban (a la República) imprescindible (…) para llegar al fin de sus ideales (…) Una experiencia de república burguesa les convencería de que su puesto en la lucha estaba en el Partido Socialista para la transformación del régimen económico». A su decir, la «decepción» por la colaboración con las izquierdas burguesas era «de antemano prevista, pero necesaria históricamente». En 1930, en debate con Besteiro, habría anunciado que el partido pensaba implantar la república sólo «como estado transitorio»[8].

Estas frases y otras tales las escribió el Lenin español en la época revolucionaria o años después, y podrían falsear lo que realmente pensaba en los primeros años de la república. Pero son fidedignas. Ya en 1932, siendo ministro y en la mejor sintonía aparente con los republicanos, habló Largo con claridad en el XIII Congreso del partido: «El Partido socialista no es un Partido reformista (…) cuando ha habido necesidad de romper con la legalidad, se ha roto, sin ningún reparo y sin escrúpulo. El temperamento, la ideología y la educación de nuestro Partido no son para ir al reformismo». Y Díaz Alor explicaba en 1934 cómo en 1931, a poco de ocupar el ministerio de Trabajo, Largo había dicho a él y a otros: «Ustedes no saben que tenemos que acabar con el mito de la República (…) nosotros tenemos que hacer nuestra revolución. Todo el problema giraba en torno a la elección del momento oportuno para esa ruptura. Y al año siguiente declaraba en la célebre Escuela de Torrelodones: «Antes de la República creí que no era posible realizar una obra socialista en la democracia burguesa. Después de veintitantos meses en el Gobierno (…) si tenía alguna duda sobre ello, ha desaparecido. Es imposible»[9].

Quizá en tiempos más calmados, Largo hubiera aplazado la revolución a calendas griegas y terminado él mismo como un clásico burócrata sindical. Pero las circunstancias, ya lo hemos visto, sugerían que la reacción estaba en bancarrota, los burgueses progresistas casi ultimados, y las masas hirviendo de impaciencia por la lucha final. Las consecuencias casi caían por su peso. De ahí que el Lenin español condenara «el horror (de) algunos compañeros (…) al movimiento revolucionario, si éste tenía como fin la conquista del Poder para la clase trabajadora, aunque no tenían escrúpulo en comprometer al Partido y a la Unión siempre que (…) siguiese gobernando la clase burguesa»[10]. Como decía El Socialista el 16 de agosto de 1933, «absurdo y anticientífico sería que mañana, dándose las condiciones objetivas para la revolución socialista, nos dedicáramos a cantar endechas a la seudodemocracia capitalista». Aquel «mañana» había llegado.

En muchos sentidos, Prieto era el polo opuesto de Largo. Azaña anota que durante el primer bienio el trato entre republicanos y socialistas, malo en general, mejoraba en el consejo de ministros; y esto era mérito de Prieto, más amigo de Azaña, quizá, que éste de él. «¡Siempre haciendo el juego a don Manuel!», se quejaba Largo. Su posición en el PSOE provenía de su destreza para promover campañas de propaganda y como orador parlamentario. Gil-Robles lo tuvo por su «adversario más temible (…) Con espíritu burgués y palabra de agitador, autodidacto por esencia y argumentador habilísimo (…) En el campo de la izquierda no hubo figura que ni de lejos se le acercase». Solía obrar con poca atención a la disciplina y resoluciones del partido, para irritación del ordenado Largo; como dice Vidarte, «siempre había gozado de una especie de bula en el Partido para hacer lo que creía más conveniente, por su gran personalidad y su agudo instinto político»[11].

El socialismo de Prieto resultaba cualquier cosa menos ortodoxo. Desdeñaba a Marx, y es famoso su comentario a Araquistáin cuando éste le habló de la dolencia de hemorroides padecida por aquél: «¡Algo había de tener yo de marxista!». Se declaraba «socialista a fuer de liberal»[d], formulación cuyo sentido no se preocupó de esclarecer. En realidad no sólo le preocupaba poco Marx, sino cualquier teoría o doctrina. Él mismo reconocía: «He frecuentado poco los libros y deambulado quizá en demasía por las calles. De ello se deduce que me adscribí al socialismo por sentimiento, no por convicción teórica (…) Sigo siendo socialista por sentimiento, no comparto, en su integridad, todas las teorías socialistas, y menos aún todos los fundamentos, supuesta o realmente científicos, de ellas». Esta vaguedad y escaso aprecio por el pensamiento le abrían el campo a cualquier salida. En la política se dejaba guiar más bien por su instinto y su desarrollado sentido de la oportunidad, que le dio reputación de político experto. Sus contrarios en el partido le caricaturizaban, no sin un fondo de verdad: «Para Prieto, la solución de los problemas políticos fundamentales es simple. La reduce a términos sentimentales, más sencillos siempre que los económicos, y la resuelve con unas lágrimas y unas lamentaciones»[12].

Si Largo representa en el PSOE una típica corriente doctrinaria, clara en sus objetivos, pero esquemática, Prieto refleja otra no menos arraigada, más contradictoria, confusa y oportunista. Seguramente la perspectiva de una dictadura soviética daba escalofríos a Prieto, y casi todo hacia de él el hombre idóneo para encabezar el reformismo y la colaboración con la burguesía. Lo natural habría sido que en la pugna entre los bolcheviques y Besteiro se hubiese decantado por el último. Los dos juntos habrían estado en condiciones de vencer o neutralizar a los revolucionarios, no sólo por la suma de su influencia política, sino también porque la pericia de Prieto en los manejos partidistas compensaba los escrúpulos que volvían a Besteiro torpe en esas lides. Es difícil entender por qué no hizo causa común con éste. Probablemente influyeron en él antipatías de tipo personal, y fue impresionado y se dejó arrastrar (él sí, y no Largo) por el empuje de la corriente bolchevique.

Todavía en agosto del 33 marcaba Prieto distancias con los revolucionarios, y aunque en su discurso de Torrelodones hablaba de la conveniencia de un baño de sangre, posiblemente creía poco en él, y si lo admitía era en beneficio de la república, no del socialismo. Pero en los meses siguientes apareció identificado con la línea revolucionaria, a la que prestó señalados servicios. Él fue quien, en octubre, rompió con los republicanos de izquierda, y en diciembre lanzó el desafío revolucionario desde el Parlamento. Luego desempeñó un papel clave en la eliminación de Besteiro, para encargarse finalmente de asuntos muy especiales en el Comité insurreccional. Pese a ello, Azaña dice: «Creía yo saber que Prieto tampoco aprobaba los propósitos de insurrección armada, pero entraba en ellos por fatalismo, por creerlos incontenibles, por disciplina de partido». Pero Carrillo testimonia otra cosa: «Fue, sin dudarlo un momento, decidido partidario del movimiento», lo que confirma Vidarte, citando a Largo: «Prieto asistió a todas nuestras reuniones de Ejecutiva, y (…) salvo su deseo, que no obtuvo ningún asentimiento, de que diéramos participación en el movimiento a Azaña, Marcelino Domingo y otros republicanos de izquierda, nunca discrepó de nosotros»[13].

Sin embargo el entusiasmo de Prieto era insincero y muchos lo sospechaban, en particular los jóvenes. Él quería la insurrección, pero con otros fines que los leninistas, como resalta de un significativo episodio: la elaboración del programa revolucionario. Contestando a la propuesta de Besteiro, Prieto redactó una serie de puntos, entre ellos la desintegración del ejército y de las fuerzas de orden público para sustituirlas por otras afectas al PSOE[e], así como la transformación en el mismo sentido de los órganos de la administración pública y la enseñanza. Las órdenes religiosas serían disueltas, sus bienes incautados y expulsados del país los miembros de las consideradas más peligrosas. Justificaba Prieto esta medida, acaso algo bárbara, en el presunto «afán bárbaramente intransigente de los católicos españoles, que conduciría al fanatismo religioso». La tierra sería socializada, aunque no la industria. Programa poco claro, pero desde luego antidemocrático, y lo bastante radical como para alarmar a la derecha y el centro, e incluso a los republicanos de izquierda[14].

Aún más instructivo que los puntos programáticos fue el análisis que Prieto les añadió al hacerlos públicos en un acto celebrado el 4 de febrero del 34 en el cine Pardiñas de Madrid. Refutó Prieto la opinión corriente en el partido de que «hemos procedido con torpeza al contribuir a la instauración de la República», pues «una tesis de Carlos Marx (…) estableció la obligación de participar en todos los movimientos revolucionarios que significaran la lucha contra el régimen político y social existente»[f]. Defendía, por tanto, su colaboración ministerial usando argumentos marxistas en los que no creía. Asumía las críticas del partido a los republicanos, pero no en el sentido de que la república fuese una etapa a superar, como opinaban los de Largo, sino porque «los riesgos, los peligros, las asechanzas que rodean hoy al régimen republicano, son producto de los republicanos mismos». No entró a discutir si uno de aquellos riesgos y asechanzas, y hasta el más grave, no sería precisamente la postura última del PSOE. Intentó transmitir al auditorio su pesar por esa debilidad del régimen, ya que «la tragedia para la República es que en la República no existen partidos republicanos[g] (…) Las organizaciones republicanas, por su falta de disciplina, por aquellos fenómenos característicos y acaso incorregibles en el republicanismo español, no han podido o no han sabido constituir por sí elementos lo suficientemente aptos y amplios para la gobernación del Estado». En fin, los socialistas habían tenido que sacrificar sus objetivos y suplir a los republicanos, juzgados tan mediocres, y por eso «nuestras masas piden (…) como justo premio a esa defensa, un contenido social que no ha sabido darles hasta ahora la República»[15].

Cada una de estas expresiones negaba la línea bolchevique. Largo no veía en la impotencia republicana ninguna tragedia, sino una prueba de la proximidad del socialismo, motivo más bien de alegría. Él hablaba de conquistar, no de pedir nada a aquella incapaz y agotada burguesía, y menos que nada un premio por sus sacrificios doctrinales del primer bienio, sacrificios que él sentía como claudicaciones, aceptables sólo por el atraso de la conciencia obrera. Para evitar equívocos, a los puntos de Prieto les fueron agregadas, tal vez por Largo, unas notas prácticas: «Organización de un movimiento revolucionario con toda la intensidad posible (…) Declaración de ese movimiento en el instante que se juzgue adecuado, antes de que el enemigo, cuyos preparativos son evidentes, tome posiciones definitivas y ventajosas; ponerse el Partido y la Unión (…) en relación con los elementos que se comprometan a cooperar al movimiento; hacerse cargo del poder político el Partido Socialista y la UGT (…) con participación en el Gobierno, si a ello hubiese lugar, de representantes de elementos que hubiesen cooperado». El programa de Prieto, aunque difundido a todo el país por radio y aceptado por la Ejecutiva, no se hizo oficial, debido a la desconfianza de Largo: «La experiencia me había demostrado la inutilidad de programas en estos casos, porque las circunstancias eran las que imponían cómo debía procederse»[16].

Si el criterio de Largo Caballero aparece, en líneas generales, claro y coherente, el de Prieto da pie al asombro. Su radicalismo, algo extraño, no excluía un cálculo que, en definitiva, resulta más extraño aún. Parece que, sintiéndose sin fuerzas para frenar la revolución, la azuzara con ánimo de desviarla, una vez triunfante, hacia una reedición de la alianza del primer bienio. Proyecto mal meditado, pues ni el PSOE ni las demás izquierdas ni la derecha eran los mismos de dos años antes, ni lo era la situación de conjunto. Y riesgo desmedido, porque ninguna democracia sobreviviría fácilmente al violento alzamiento planeado. Aunque, desde luego sería inapropiado considerar a Prieto un demócrata en sentido corriente.

El Lenin español llegaría a descubrir que Prieto nunca le había sido muy leal: «¿Sabe usted a quién quería Prieto poner en la presidencia de la República si triunfaba un movimiento que era exclusivamente nuestro? A Azaña. ¡Y todo hecho a espaldas mías!», explicará indignado a Vidarte. Esa postura solapada se hizo patente después del golpe de octubre y Largo la rebatió de modo contundente: «Es lo mismo que decir: la gobernación del Estado debe estar encomendada a los partidos de menos arraigo en la opinión nacional, relegando a la calidad de servidores a los más numerosos y fuertes. Esto era sabotear a la clase obrera el acceso al Poder en un régimen iniciado y defendido por socialistas (…) En la teoría de Prieto, al Partido Socialista Obrero Español, en la vida política, no le quedaba otro papel que desempeñar que el de mozo de estoques de don Manuel Azaña»[17].

Años más tarde, en el exilio, tras condenar el triunfalismo reinante en el partido por la supuesta debilidad de la reacción, Prieto añadió, refiriéndose al año 1936: «Mi misión, pues, se reducía a avisar constantemente del peligro (…) a procurar que en nuestro campo obcecaciones ingenuas, propias de un lamentable infantilismo revolucionario, no siguieran creando ambiente propicio al fascismo». Pero en 1934 Prieto exhibía el mayor triunfalismo: «Estamos, con una conciencia exacta de nuestra fuerza, (…) Si seriamente nos proponemos la conquista del Poder (…) el triunfo es indudable, la victoria es innegable. Frente a estas falanges del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores, adscritas a ellas cuanto venturosamente hay de sano en las zonas políticas de izquierda y en las zonas sindicales colindantes con nuestra organización, frente a eso es imposible oponer nada en España. Somos (…) los más potentes y somos (…) quienes poniéndonos en acción podemos controlar, en fecha inmediata, los destinos políticos del país». El único que realmente se opuso a aquella euforia fue Besteiro[18].

De momento, el acuerdo sobre la conveniencia de una insurrección y la lucha contra los moderados del PSOE unía a Largo y a Prieto. Pero la armonía iba a durar sólo hasta la insurrección. Después, la discordia entre ellos reventó en un enfrentamiento aún más sañudo que el tenido con Besteiro.