Capítulo VI

¿CREÍA EL PSOE EN EL FASCISMO DE LA CEDA?

Las contradicciones de Prieto dan a su intervención en las Cortes cierto aire de sainete. Así sus lamentaciones sobre la mengua de la representación socialista en el Parlamento, cuando los socialistas habían votado la ley electoral que permitía esa mengua, y el mismo Prieto había propugnado una ley aún más desequilibrante. O su dolida crítica a los radicales por no seguir la línea que él estimaba republicana, cuando desde 1931 había hecho a Lerroux, «el enemigo natural de la República»[1], objeto de hirientes ataques, y el PSOE llevaba meses descalificando a la república burguesa y tachando a los radicales de fascistas.

No había mayor sinceridad en la especulación sobre un eventual golpe de estado derechista como palanca de otro revolucionario. Pues no era la primera vez que los socialistas declaraban abierto el período revolucionario: ya lo habían declarado en septiembre, ante el primer gabinete de Lerroux. En octubre, Largo había proclamado: «Hace falta crear un espíritu revolucionario en las masas, un espíritu de lucha, una convicción de cuáles son nuestras aspiraciones». El 27 de noviembre, conocida la voz de las urnas, había anunciado en un mitin: «Nos lo vamos a jugar todo; pero si vencemos, el Poder no irá a otras manos que las del Partido Socialista. Y lo utilizaremos en cubrir la etapa que nos separa del socialismo». Prieto mismo acababa de atacar a Besteiro en una reunión de dirigentes del PSOE y la UGT, la antevíspera de su discurso en las Cortes, con este argumento: «Según los representantes de UGT, hace falta (…) un hecho grave que justifique el movimiento. Según (…) la ejecutiva del Partido ya se han producido todos (…) Todas las características aconsejables para realizar un movimiento están dadas». Tales hechos consistían en «el encargo confiado por el presidente de la República al señor Lerroux para formar un gobierno con el apoyo o sostén de elementos derechistas, y el propósito atribuido al propio señor Lerroux de desempeñar personalmente la cartera de Guerra (…) (y) proceder inmediatamente a una sustitución de los principales mandos militares y entregarlos a jefes de francas tendencias fascistas». Es decir, el mero gobierno radical con apoyo derechista y una suposición sobre sus intenciones, justificaban un alzamiento revolucionario. La decisión de ir a él, por tanto, estaba tomada previamente, y si Prieto hablaba de un golpe derechista era como coartada para el suyo y para ganar tiempo[2].

De no mejor agüero eran otras incoherencias: en nombre de la democracia Prieto pedía expulsar de la vida política a una gran masa de población, despreciando las reiteradas muestras de acatamiento al régimen hechas por la CEDA. El independiente Rico Avello, escandalizado, había increpado a los socialistas: «¿Es que los hombres de derechas no son españoles? ¿Es que se les va a negar su derecho y colocarlos fuera de la ley?»[3]. Tal postura sería, justamente, fascista, de acuerdo con Azaña cuando defendía la ley electoral frente a Ossorio y Gallardo.

Otra acusación de la izquierda contra la CEDA era la de monarquismo, asimilándola a la de fascismo. Pero la monarquía había tenido carácter liberal, y, aunque sus reglas democráticas habían estado muy viciadas —fenómeno no raro en otras democracias de diversas épocas—, los partidos socialista y republicanos habían podido desarrollarse en ella y llegar al Parlamento. Esta realidad cambió con la dictadura de Primo, en 1923; pero incluso entonces el PSOE había disfrutado de protección y garantías oficiales. De ahí que la intransigencia izquierdista hacia la monarquía sonara a veces a hueco, máxime desde un republicanismo tan singular como el del PSOE.

Por otra parte la CEDA, con obvio derecho a proclamarse monárquica, no lo hacía. La mayor parte (aunque no la totalidad) de sus miembros prefería al rey, pero adoptaba una actitud «accidentalista» o «posibilista», y sin comprometerse con la república la aceptaba, dando por hecho que si el rey llegaba a volver, sería por voluntad popular y en plazo lejano. En contraste, los monárquicos alfonsinos sí evolucionaron a una postura homologable en muchos rasgos al fascismo. Sin embargo no eran ellos, por su escasa fuerza, los que estaban en el punto de mira de las izquierdas, sino la CEDA.

Prieto argüía sobre la sospecha, elevada por él a certeza, de que el legalismo de Gil-Robles camuflaba el plan de desnaturalizar las instituciones y destruir la democracia. La acusación tenía la originalidad de ser lanzada por un partido cuya estrategia, desde Marx y Engels, giraba precisamente sobre la explotación de las libertades para anularlas en el socialismo. No obstante, ¿tenía base real? Prieto destacaba frases de Gil-Robles; pero ellas eran la excepción en una línea dominada por el legalismo. Además, Gil-Robles había concluido sus amenazas con estas chocantes palabras: Como soñar no está prohibido, soñad todos en común»[4]. Si Largo y Prieto hubieran relegado su revolución al mundo onírico o a un lejano e impreciso futuro, la situación política se habría calmado. Pero sucedía lo contrario. El PSOE llamaba esos meses, intensa y sostenidamente, como hemos visto, a una próxima destrucción del régimen burgués. Si sobre la sinceridad parlamentaria de Gil-Robles había alguna duda razonable, no ofrecía ninguna la sinceridad revolucionaria y antiparlamentaria de los socialistas.

Cierto que aun desde un enfoque más inocente que el de Prieto cabía recelar del verbo apaciguador de Gil-Robles, disfraz, acaso, de intenciones perversas, las cuales aflorarían aquí y allá desgarrando el velo de la hipocresía. Pero no sólo la mayoría de las palabras, sino también los actos de la CEDA distaban enormemente de los fascistas. Indica mucho el que durante las elecciones hubieran sido militantes suyos víctimas de varios asesinatos, y que no hubiera aplicado el talión, tan indicado para quien deseara socavar las instituciones. Ni siquiera montó en torno a aquellos crímenes las enormes campañas de agitación caras a otros partidos.

Lo mismo puede aplicarse a las Juventudes de Acción Popular. Éstas exhibían a veces gestos y consignas antidemocráticos, pero en ello no diferían de las juventudes de casi todos los demás partidos. Era la tónica europea. Ahora bien, en los hechos, las juventudes cedistas no invadían las calles ni adoptaban aires militares ni actuaban como bandas de la porra, cosas que, en cambio, sí hacían los escamots y las juventudes socialistas. Gil-Robles pudo, por tanto, lanzar contra Prieto no sólo las numerosas frases antidemocráticas del PSOE, sino también los actos. Pero, significativamente, rehuyó agravar el enfrentamiento. Y aún resulta más demostrativa la contención política de la CEDA, prudente hasta el exceso, tras ser el grupo más votado. Actitud inimaginable, hay que repetirlo, en partidos fascistas, tan típicamente ávidos y sin escrúpulos a la hora de explotar sus menores avances y los fallos de sus contrarios.

Considerar fascista a la CEDA, pues, podía tener alguna base, pero no dejaba de ser una opinión muy aventurada y peligrosa. En la práctica significaba apostarlo todo a la carta más incierta y empujar al régimen hacia el abismo. Y esto sólo podía hacerse por razones poderosas, ninguna democrática y todas revolucionarias. No debe olvidarse a este respecto que la fracción moderada del PSOE, con Besteiro a la cabeza, negaba el supuesto peligro fascista; y de ahí que Prieto, Largo y cuantos formaban el sector hegemónico en el PSOE, tuvieran que emplearse a fondo durante casi dos meses, como veremos, para reducir a la impotencia a aquellos disidentes.

Pero algunos historiadores aducen que lo decisivo no es si la CEDA era o no fascista, sino si los socialistas tenían o no razones para creerlo y obrar en consecuencia[a]. Entonces la insurrección de octubre habría obedecido a un trágico, aunque explicable, error político. Este planteamiento, que supone achacar a los líderes socialistas una ceguera casi increíble, resulta ingenuo, pues olvida que si el PSOE podía esgrimir algunas frases para tildar de fascista a la CEDA, ésta tenía razones de bastante más peso para creer en los propósitos totalitarios del PSOE, y sin embargo no planificó ni realizó movimientos subversivos, ni empleó tácticas de agitación permanente en las calles y los campos, como hicieron los socialistas.

Por tanto, se impone una pregunta crucial: ¿Creían realmente los socialistas en el fascismo de la CEDA? La incesante propaganda al respecto debió de convencer a las bases, pero es difícil de creer que los dirigentes ignorasen la realidad. Largo Caballero señaló a representantes hispanoamericanos ante la Organización Internacional del Trabajo, en junio de 1933, la improbabilidad del fascismo, porque «en España, afortunadamente, no hay peligro de que se produzca ese nacionalismo exasperado (…) No hay un Ejército desmovilizado (…) No hay millones de parados que oscilen entre la revolución socialista y el ultranacionalismo (…) No hay nacionalismo expansivo ni militarismo (…) No hay líderes»[5].

También el inspirador intelectual de la revolución de octubre, Luis Araquistáin negó el peligro fascista en un artículo de la revista norteamericana Foreign Affairs en fecha tan avanzada como abril del 34, cuando el PSOE llevaba más de medio año gritando a todos los vientos lo contrario. En España, escribió, al revés que en Alemania o Italia «no existe un ejército desmovilizado (…) no existen cientos de miles de universitarios sin futuro, no existen millones de parados. No existe un Mussolini, ni siquiera un Hitler; no existen las ambiciones imperialistas ni los sentimientos revanchistas (…) ¿A partir de qué ingredientes podría obtenerse el fascismo español? No puedo imaginar la receta». Tampoco el monarquismo tendría futuro porque «en el siglo XX, cuando una monarquía cae, cae para siempre». Descreía asimismo de un golpe militar, entre otras razones porque «existen pocos regimientos en que los oficiales puedan contar incondicionalmente con los suboficiales y la tropa»[b]. El historiador Edward Malefakis, que recoge el análisis anterior, especula que tal vez Araquistáin lo escribió antes de la derrota socialista en Austria, y que pudiera haber cambiado su opinión después de este suceso. La especulación es vana, porque la insurrección de Austria ocurrió en febrero, y Araquistáin tuvo tiempo sobrado para corregir o anular su artículo[6].

Ello no impide que aún hoy sigan voluntariosamente llamando fascista a la CEDA algunos socialistas o ex socialistas, como Santiago Carrillo. Sin embargo un episodio de la insurrección nos da la clave para deshacer cualquier equívoco sobre el verdadero pensamiento y convicción íntima de la plana mayor del PSOE. Como se recordará, al atardecer del día 4 de octubre del 1934, cuando las ejecutivas del partido y el sindicato se reunieron para dar la orden de lucha, acordaron no responsabilizarse del golpe si éste fracasaba, sino presentarlo como un alzamiento popular espontáneo. La finalidad reconocida de tal astucia era proteger de la represión a los organismos y dirigentes del partido. Es decir, no sólo sabían éstos que el acceso de la CEDA al gobierno nada tenía que ver con un golpe fascista, cosa evidente, sino que confiaban en algo mucho menos probable: en que, aun si la insurrección fuera vencida, seguiría en pie la legalidad republicana, y ellos podrían acogerse a las garantías democráticas. Tal esperanza implicaba un cálculo en verdad optimista, pero que resultó acertado. El propio Carrillo lo expone inmejorable y en cierto modo ingenuamente en sus Memorias: «Confieso que en ese momento me hubiera gustado mucho más asumir mi responsabilidad. Me parecía más gallardo y no veía en qué podían cambiar las cosas si decíamos que era espontáneo. Pero me equivocaba. Aparte de la suerte personal que hubiéramos podido correr en el momento, nuestras organizaciones hubieran sido aplastadas y no se hubieran mantenido y fortalecido tan rápidamente». Difícilmente podrá aclararse más en menos palabras[7].

¿Por qué, entonces, basaba el PSOE su agitación en el fascismo de la CEDA? Sólo se entiende dentro del designio revolucionario de aquel partido, orgulloso de su marxismo y distanciado de la tibia socialdemocracia[c]. Imputar fascismo a la derecha ofrecía ventajas sustanciales con vistas al objetivo. Acosaba a la reacción y la ponía a la defensiva. Elevaba la combatividad de las masas, a las que hacía sentir un peligro inminente. Permitía atraerse o neutralizar a otras fuerzas políticas y sociales que se hubieran espantado ante una dictadura proletaria, tal como había expuesto W. Carrillo. Y suministraba la mejor justificación a la embestida insurreccional, de cualquier forma ya decidida.

Se trataba, por tanto, de un ardid político, no sólo para aplastar a la CEDA, sino a la república misma. El PSOE había empezado por marcar a Lerroux como fascista y peligro para el régimen, y sólo cambió de blanco al comprobar la inesperada fuerza electoral de la CEDA. A tal efecto, Gil-Robles funcionaba mejor que Lerroux. Éste no sólo tenía tras sí uno de los más largos historiales y el mayor partido republicanos, sino que, además, acababa de autorizar a Martinez Barrio a ofrecer al PSOE puestos en el gabinete que presidió las elecciones. Tacharle de fascista sonaba increíble. Pero Gil-Robles reunía apariencias más adecuadas: no se reconocía republicano, y así podía suponérsele enemigo del régimen; siendo católico, excitaba los reflejos anticlericales y antirreligiosos de las izquierdas; y sus reticencias a la democracia, aunque harto menos ásperas que las del propio PSOE, ofrecían vasto campo al juego propagandístico.

Esto parece maquiavelismo y una fundamental deshonestidad política; y sin duda lo era desde el punto de vista de la democracia burguesa. Pero en la perspectiva de una revolución que en breve emanciparía a los trabajadores y aboliría el capitalismo explotador, se justificaba perfectamente, y las críticas a esa táctica debían despreciarse como prejuicios burgueses. Había en ello algo más que cinismo. La lucha de clases, negar la cual sería, según Largo como «negarse a admitir la existencia del sol, la luna y las estrellas»[8], necesariamente empujaría al capital hacia la dictadura como último parapeto frente al ímpetu proletario. En esa lógica, aunque por el momento resultara falso o exagerado definir como fascista a la CEDA, pronto debía dejar de serlo, según progresara la contienda de clases.

El 31 de diciembre de 1933, en un ambiente caldeado con profusión de mueras a «el Botas», como llamaban a Alcalá-Zamora, y vivas al «Lenin español», peroraba éste en el restaurante Biarritz, de Madrid, con motivo del aniversario del Arte de Imprimir, asociación origen del PSOE. «El mito de la República», dijo, había retrasado la acción revolucionaria, por la ilusión que muchos obreros habían depositado en ella, pero «sabíamos que la burguesía democrática traicionaba siempre al proletariado» y que, en lo económico, la república «era exactamente lo mismo o peor que la monarquía». Llamó una vez más a la conquista violenta del poder y al «armamento general del pueblo», aunque lo último llenara de «horror» incluso a algunos socialistas. Había que «prepararse en todos los terreno», en espera del «momento psicológico que nosotros creamos oportuno para lanzarnos a la lucha». Reiteró su buena voluntad hacia los comunistas, pues «la diferencia entre ellos y nosotros no es más que palabras», ya que «tenemos la base de nuestra doctrina (…) en el Manifiesto Comunista y en El capital. Propugnó igualmente la unidad con los anarquistas para el objetivo común de acabar con el Estado: «Tienen razón al decir que todo Estado es tirano, y el Estado socialista será tirano para con el capitalismo (…) para hacer desaparecer a los enemigos del proletariado. De modo que no es motivo para que pase lo que pasa entre nosotros»[9].

El discurso, no publicado en El Socialista, aparentemente por temor a su denuncia y recogida, fue repartido a los militantes como material de formación política.