LOS PARTIDOS REACCIONAN ANTE LAS ELECCIONES
La derrota en las urnas reforzó la línea bolchevique en el PSOE. Largo, que en septiembre había creído prematura la toma del poder, cambió de opinión y el 19 de noviembre instó a la directiva a concretar «un movimiento revolucionario a fin de impedir el establecimiento de un régimen fascista». Prieto y De los Ríos accedieron a «alzarse vigorosamente»[1]. El 23, El Socialista reafirmaba: «No somos un partido exclusivamente parlamentario (…) cada votante socialista es un soldado de la revolución, un combatiente». Y confiado en la debilidad de sus adversarios, los desafiaba: «¿Son asimismo fuerzas combatientes las que están detrás de las derechas?». El 26 extraía las lecciones de los comicios: España entraba en una etapa histórica de «agudización de la lucha de clases», y ello explicaba «por qué agonizan los partidos republicanos». «Mal arreglo hay ya para restablecer la normalidad democrático-burguesa (…) (…) No se cuentan una docena de obreros dispuestos a salvar la República. En cambio son millones los que presienten que nos encontramos en otro 12 de abril[a], esto es, en vísperas revolucionarias. Vísperas, no de una experiencia que ha dejado un sabor ingrato en el paladar de la clase trabajadora, sino de un nuevo ensayo (…): la revolución social».
En síntesis, «agudizada la lucha de clases, la sociedad se escinde en dos bandos. Uno, dictatorial y burgués. Otro, dictatorial y proletario. No basta ser enemigo de la dictadura fascista (…) es preciso preconizar decididamente, como solución única, la dictadura del proletariado», y a esos efectos, «tanto monta, monta tanto, Lerroux o Gil Robles». «Nos lo vamos a jugar todo; pero si vencemos, el Poder no irá a otras manos que a las del Partido socialista». A juicio de Prieto, «la situación es gravísima (…) si se intenta entregar el Poder a la reacción, el pueblo se verá obligado a levantarse revolucionariamente»[2].
El PSOE acompañó estas reacciones con la siembra de bulos, ora un «golpe militar en Zaragoza», ora «maquinaciones fascistas para apoderarse del Estado» o «¿un plan radical de consecuencias monárquicas? Se habla de una marcha sobre Madrid[b] y de la detención de las comisiones ejecutivas del partido socialista y de la UGT»; y así sucesivamente. Los bulos, si por un lado tenían un efecto provocador, peligroso para un partido incapaz aún de replicar a un golpe de fuerza, por otro difundían la inquietud y la impresión de que el Partido Radical era, de hecho, fascista[3].
Este resuelto rechazo al veredicto de las urnas no quedó en palabras: «Un proceso de preparación (insurreccional) estaba en marcha (…) ya en noviembre», explica Amaro del Rosal. Y debió de ser por esas fechas cuando las Juventudes socialistas recibieron la orden de reorganizarse «con fines más concretamente revolucionarios». Sin embargo, había un impedimento interno para pasar a la acción, pues la UGT estaba en manos del grupo antibolchevique de Besteiro. Y sin el sindicato, que agrupaba a la verdadera fuerza de masas socialista, los planes quedarían en agua de borrajas[4].
Para superar el obstáculo se reunieron el 25 de noviembre las ejecutivas del PSOE y de la UGT, y trataron de una acción, con carácter y fecha no especificadas, contra el Partido Radical y la derecha. Largo propuso un alzamiento —que no sería anunciado como propio del partido—, «a fin de impedir el establecimiento de un régimen fascista». Wenceslao Carrillo resolvió un dilema: «No debíamos hablar ni de una acción para implantar el socialismo, lo que habría de restarnos bastantes ayudas, ni de defensa de la democracia, por si con ello se enfriaba el entusiasmo de nuestros camaradas. Debe hablarse sólo de antifascismo, en lo que puede resumirse todo». Era un precedente de la línea de Frente Popular que luego adoptaría la Comintern: oscurecer los fines revolucionarios para atraer amplias masas al movimiento, y orientarlo, insensiblemente, hacia la revolución social. Besteiro accedió vagamente a hacer algo, siempre que fuera «en defensa de la República y la democracia», pero la mayoría de los otros pensaban que, iniciado el «vigoroso movimiento», no debía limitarse a defender el régimen, sino «aprovechar las circunstancias, si eran favorables, para imponer los postulados socialistas». El 26, el Comité Nacional del PSOE trató sobre «una acción ofensiva en contra de los elementos de la derecha», si bien aguardando a una «provocación para justificar ante el país las razones de nuestra acción defensiva» (sic)[5].
La reunión terminó sin decisión clara. Nuevas conversaciones darían los mismos frutos. Largo y los suyos comprendieron que la anhelada insurrección tendría que pasar sobre el cadáver político de Besteiro.
A la CEDA, su victoria le brindaba la plataforma ideal, no ya para entrar en el gobierno, sino para formarlo y encabezarlo en alianza con los radicales. Pero Gil-Robles ni siquiera pidió un ministerio. Se limitó a apoyar un gabinete de centro, que presidiría Lerroux, y explicó así esta inusual renuncia: «Aun antes de la segunda vuelta de las elecciones (…) (dije) que éste no era el momento de una política de derechas». Negó que esa idea escondiera el cálculo del desgaste ajeno, o falta de programa, o cobardía ante la responsabilidad. Renunciaba por «miedo a nosotros mismos, porque creemos que nuestro espíritu no se halla aún preparado para llegar a las alturas del Poder. Está (…) todavía muy cerca la persecución, están todavía muy frescas las heridas (…) y para mí el peligro mayor está en que las derechas llegaran al Poder sin que se hubiera serenado la tempestad de nuestras almas, sin que hubiéramos tenido tiempo para que desapareciera de nuestro corazón cualquier deseo de revancha o de venganza. Porque nosotros (…) hemos venido a la política con el deseo de hacer una obra para todos, una obra nacional (…) Consideramos más glorioso haber sido víctimas de una persecución que no el verdugo cuando nos hubiera llegado a nosotros el turno (…) Desde el primer instante dijimos que nuestra misión se reduciría a facilitar la formación de un gobierno que evitara en la política española esos bruscos movimientos pendulares (…) en los cuales alguna vez ha de padecer, quizá de modo irremediable, la suerte de España»[6].
¿Eran hipócritas estas palabras? Lo cierto es que en julio, cuando se discutía en el Congreso la ley electoral, ya Gil-Robles había insistido en propósitos muy semejantes.
La blandura del jefe de la CEDA decepcionó a sus aliados. Cambó escribirá en sus Memorias: «Como casi todos los hombres de audacia verbal, (Gil-Robles) era extraordinariamente tímido en la acción[c] (…) Al día siguiente de las elecciones él y su partido tenían un prestigio inmenso (…) habría podido escoger entre derribar la República o acaparar la República. No tuvo audacia para ninguna de las dos actuaciones (…) Si con la palabra flagelaba implacablemente a las izquierdas, en el momento de definir una política vacilaba constantemente»[7].
Cambó no es del todo realista. Como observa Gil-Robles, la relación de fuerzas salida de las urnas le impedía gobernar en solitario o con otros partidos de derecha, y le imponía el pacto con los radicales. Pero desde luego, un fascista no habría tenido esos remilgos y habría explotado el primer momento de sorpresa y desaliento de la izquierda para presionar desconsideradamente o chantajear, al coste institucional que fuere. Y aun respetando al régimen, la CEDA podía haber aprovechado más a fondo su victoria[8].
Sea como fuere, la izquierda sólo vio doblez o debilidad en la postura de Gil-Robles. El PSOE no dejó de denigrar a la CEDA como fascista-vaticanista, y Martínez Barrio descalificaría su línea como un maquiavélico plan en tres fases: apoyar a Lerroux, colaborar con Lerroux, sustituir a Lerroux. Pero si algún maquiavelismo hubo en la CEDA, fue contra ella misma: su supuesta perfidia iba a dar al PSOE una magnífica oportunidad y tiempo para organizar el movimiento armado.
Casi tan extremosa como la de los socialistas fue la reacción de la Esquerra Republicana de Catalunya. Ésta había llevado a cabo una campaña muy agresiva contra la Lliga Catalana, su adversario principal, a la que caracterizaba, sin pelos en la lengua, como «la vieja ignominia monárquica, el jesuitismo y la traición». La Esquerra estaba segura de su victoria aunque, avisaba Companys, «si hubiera posibilidad de triunfo de la Lliga, me aliaría con quienquiera que fuese para impedirlo[9].
Conocida la desalentadora voz de las urnas, la Esquerra lanzó, quizá por primera vez en España, el grito de No pasarán: «Contra el alud reaccionario, contra el fascismo, contra la dictadura, Cataluña, baluarte de la República» escribía exaltadamente L’Humanitat el día 21. Y el 22, ya seguros los resultados, apelaba a la serenidad con palabras no especialmente serenas en un editorial titulado ¡En pie de guerra!:«Ha sido toda la tropa negra y lívida de la Inquisición y el fanatismo religioso (…) para apuñalar la democracia. No ha sido la Lliga ni Acción Popular la triunfadora. Ha sido, aquí y fuera, el obispo. Ha sido la Iglesia, ha sido Ignacio de Loyola». La nueva situación surgía de «la llamada al fanatismo, a la locura, a la traición, a la miseria moral y mental (…) de una conciencia de esclavo y de iluminado». Tras este análisis recomendaba «estar alerta, el arma al brazo y en pie de guerra», y citaba una frase amenazante de Azaña: «¡Si ellos tiran la silla, nosotros volcaremos la mesa!». Insistía: «Tomen nota la Lliga, el obispo y su tropa siniestra (…) y mediten bien el significado de nuestras palabras (…) No amenazamos, advertimos. Quien haya de entender, entienda. No hacemos literatura, nosotros». Recordaba, con memoria quizá algo infiel: «Hemos sido generosos, cordiales, comprensivos, amables»; mas, por desgracia, el inesperado dictamen popular volvía impropio tan fraterno espíritu: «Es la hora de ser implacables, inflexibles, rígidos (…) Sin perder la serenidad, sólo hay que escuchar una voz, que resonará, si hace falta, en el momento preciso»[10].
Poco espacio a la especulación dejaban las rudas expresiones de la Esquerra, que seguía dueña de los resortes gubernamentales en Cataluña, al no afectar esta votación a la Generalidad. La Lliga le contestaba en un artículo firmado por Joaquim Pellicena en La Veu de Catalunya: «¿En pie de guerra? No. Nosotros, en pie de paz». Acusaba a L’ Humanitat de querer encender otra contienda «entre izquierdistas y derechistas, que perpetúe la historia de España en el siglo XIX (…) La libertad de los pueblos hispanos y la organización de su convivencia no es una cuestión de derechas o izquierdas. Suscitar ahora ese problema en tales términos es simplemente suicida (…) Nada de guerra. Paz (…) en los espíritus y en las conciencias»[11].
La Lliga, cuya campaña había sido más templada que la de la Esquerra, denunciaba coacciones y provocaciones de los escamots contra sus votantes[d], y criticaba a Macià, a la sazón presidente de la Generalitat, por haber tomado partido contra la Lliga durante la campaña, en vez de permanecer neutral como representante de todos los catalanes, y por no haber condenado las agresiones de los escamots. Queja vana esta última, porque el President apreciaba mucho a sus milicias, llamadas a veces, con mala intención, el fascio de Macià, por sus gestos arrogantes y su afición a uniformes y desfiles[12].
La belicosidad de la Esquerra no hacía sino continuar la ya manifestada poco antes de las elecciones, el 22 de octubre, en un magno desfile de 5.000 escamots en el estadio de Montjuich, acto de exaltación nacionalista presidido por buena parte del gobierno autónomo. Macià, entusiasmado, declaró que aquellos jóvenes combatirían un eventual triunfo de una «fuerza reaccionaria» en España, propósito en que abundaron otros oradores. L’Humanitat encomió la exhibición: «Las gentes sencillas, maravilladas de nuestros jóvenes, se decían: son bellos, fuertes, optimistas y simpáticos». Otra prensa satirizaba a las milicias y sugería que mejor les vendría una camisa de fuerza que la verde del uniforme. A los dos días, una de esas revistas, Bé negre (Oveja negra) recibió la visita de unos escamots que, pistola en mano, causaron destrozos en sus talleres. Los capitaneaba el hijo del alcalde de Barcelona.[e] [13].
La Esquerra cejó algo en su animosidad cuando, en diciembre, estallaron dos grandes bombas en Barcelona, preludio de una violenta insurrección anarquista, y la Generalitat pidió al gobierno el estado de excepción. No obstante, la distensión fue pasajera, y el talante «implacable, inflexible, rígido» tendría sus efectos. Si bien a veces era sólo una pose, iba a crear un estilo político cuya desembocadura, no obligada pero sí bastante natural, sería la intentona de octubre del 34.
Con igual amargura resintieron su derrota las izquierdas burguesas de Madrid. Todas extremaron sus posturas, y más aún sus juventudes, incluidas las azañistas: «¿Podemos los republicanos de izquierda (…) aceptar pasivamente un resultado (de las urnas) a todas luces injusto y falso? (…) Momentos son éstos de máxima responsabilidad para los dirigentes del republicanismo de izquierda; si éstos, ahítos de legalidad, desoyen en esta hora histórica el latir revolucionario del pueblo español, serán desbordados por el empuje arrollador de las Juventudes, que no están dispuestas a dejarse detener por ninguna especie de varones prudentes»[14].
«Ahítas de legalidad» no era, por cierto, expresión que pudiera describir a aquellas izquierdas, las cuales no vieron en su falta de votos motivo para ceder el poder. Alcalá-Zamora consigna en sus Memorias: «Nada menos que tres golpes de Estado se me aconsejaron en 20 días. El primero (…) a cargo de Botella, el ministro de Justicia, quien propuso la firma de un decreto anulando las elecciones hechas. Inmediatamente después propuso Gordón Ordás, ministro de Industria, que yo disolviese las nuevas Cortes (…) Pocos días más tarde Azaña, Casares y Marcelino Domingo[f] dirigieron a Martínez Barrio, presidente del Consejo, una carta de tenaz y fuerte apremio (…) en la que el llamamiento tácito a la solidaridad masónica[g] se transparentaba clarísimo, a pesar de lo cual, en aquella ocasión, Martínez Barrio no cedió, cumpliendo su deber oficial, quizá no con agrado, pero sí con firmeza, al ver también la de mi actitud»[15].
Martínez Barrio pinta a Azaña «muy preocupado a causa de la derrota de la izquierda y la no disimulada irritación del Partido Socialista», y pone en su boca este argumento: «La aplicación de la vigente ley electoral reduce nuestra representación parlamentaria en dos tercios de su volumen, pero la voluntad general no es ésa. La distribución de los puestos de diputados se aparta radicalmente de las cifras que arroja la elección. Simple artilugio legal. Por tanto, al constituirse la Cámara, se desacatará la voluntad del país, a menos que una acertada previsión del Gobierno decida evitarlo». La justificación de Azaña rozaba el dislate, pues había sido él quien había diseñado e impuesto la ley electoral que ahora rechazaba como «simple artilugio» opuesto a «la voluntad general». Y aun al margen de la prima a la mayoría concedida por la ley, los votos de centro-derecha superaban netamente a los de la izquierda. Además, los comicios habían sido garantizados precisamente por un gobierno de centro-izquierda, con presencia azañista y ausencia de la derecha, pese a lo cual la propia izquierda empezó a tacharlos de fraudulentos[16].
La acertada previsión de Azaña consistía en suspender la reunión de las Cortes, constituir un gabinete con los partidos de izquierda y organizar otra consulta electoral. Ello hubiera constituido un golpe de Estado en regla[h]. Martínez Barrio resistió a las presiones, pese a que le amenazaron con retirar de su gabinete a los ministros izquierdistas, fabricando así una peligrosa crisis justo en vísperas de constituirse las nuevas Cortes.
Fallida la maniobra, Azaña, Domingo y Casares remitieron la carta mencionada por Alcalá-Zamora. En ella decían: «Creemos saber que usted y sus compañeros tienen, sobre el fondo del asunto, la misma opinión que nosotros», y porfiaban en anular las Cortes e imponer un gabinete izquierdista porque «la situación (…) brinda hoy la oportunidad de realizar esa nueva formación ministerial con ventaja para la estabilidad del régimen. Tal oportunidad puede desaparecer mañana». Las medidas habrían de adoptarse con urgencia, a fin de evitar «resoluciones ulteriores, guiadas, en todo caso, por lo que demandan los más altos intereses del país»[17].
Martínez Barrio creyó discreto ocultar estas intrigas a su jefe político, Lerroux, aunque informó a Alcalá-Zamora, como confirma éste. Seis meses más tarde, Martínez encabezaría una escisión contra Lerroux, y a partir de entonces se unió a los que presionaban sobre Alcalá-Zamora en pro de una disolución de las Cortes y nuevas elecciones[i].
Así pues, las izquierdas republicanas no estaban dispuestas a admitir la decisión ciudadana. Poca duda puede caber de que sus maniobras, de haber prosperado, habrían conducido al completo descrédito y desmoronamiento de la república en el mejor de los casos, y a la guerra civil en el peor.
Los anarcosindicalistas también saludaron las urnas a su manera, el 8 de diciembre, con la insurrección más formidable de las realizadas hasta entonces. Hubo alzamientos locales y atentados en numerosas provincias: Barcelona, Zaragoza, Badajoz, Álava, Valencia etc. Varios trenes fueron descarrilados y uno de ellos, al caer de un puente dinamitado, en Valencia, ocasionó entre 16 y 20 muertos. El total de víctimas ascendió a 89 por lo menos, y el gobierno, que aún presidía Martínez Barrio, tardó cuatro días en dominar la revuelta. El 12, las Cortes trataron los sucesos. Los socialistas, impreparados aún para actuar, se disociaron de la intentona, e incluso sugirieron que la habrían financiado los monárquicos alfonsinos. No la condenaron, empero, si bien Prieto afirmó: «Algunos de los hechos producidos, por su monstruosidad, emparejada con su propia ineficacia, repelen los sentimientos de nuestra propia conciencia», y evocó a «los compañeros muertos (…) por tiros de las pistolas sindicalistas». Bolívar, único diputado comunista, afirmó expresar «la protesta airada del proletariado en contra de la política criminal del Gobierno republicano-socialista, cuya política culminó con Casas Viejas, y de la política que ha continuado el Gobierno que ocupa el banco azul». Una nota conjunta del PSOE y la UGT aseveraba que la responsabilidad de que se haya producido el antedicho movimiento corresponde plenamente al gobierno», (el de Martínez Barrio, convocante de las elecciones, que cedería el poder el día 16, para dejar paso a Lerroux), y anunciaba su «firme decisión de cumplir, cuando la hora sea llegada, los deberes que nuestros representados y nuestros ideales nos imponen»[18].
Fue la tercera insurrección anarquista desde el nacimiento de la república. Las anteriores habían ocasionado 30 y 80 muertos respectivamente. La huelga general de Sevilla de 1931, causó 20 víctimas mortales, y bastantes más otros incidentes y atentados.