NOVIEMBRE DE 1933: DESCALABRO ELECTORAL DE LA IZQUIERDA
Se acercaban las elecciones, originando maniobras y alianzas, muy variadas localmente y sin demasiado respeto por ideologías. Pese a las terminantes frases de Prieto en las Cortes, el PSOE pactó con la Esquerra en Cataluña y con otras izquierdas burguesas en 15 circunscripciones más, alrededor de un tercio del total[a]. Los radicales pactaron con grupos centristas, también con los de izquierda; con la CEDA sólo en siete demarcaciones en la primera vuelta. A su vez la CEDA se alió con grupos de centro y con la derecha monárquica, olvidando críticas anteriores[1].
Estas elecciones iban a dibujar un nuevo mapa político. Sobre los abigarrados pactos locales, la campaña electoral se polarizó en torno al marxismo y el antimarxismo, vista la intención revolucionaria del PSOE. La principal fuerza antimarxista, la CEDA, prometía tres puntos básicos: revisión de la legislación «laica y socializante» del bienio anterior, defensa de «los intereses económicos del país, empezando por los de la agricultura, base de la economía nacional», y amnistía «con la misma generosidad que fue concedida a los responsables del movimiento revolucionario de 1917»[b] [2].
Derechas e izquierdas se atacaban mezclando el dato y el argumento razonable con el insulto y la calumnia. «Tienes que votar para librarte de la tiranía roja», clamaba obsesivamente la CEDA, y los socialistas, no menos obsesivamente, «en sus carteles aconsejaban al elector que huyese como de la peste de la caterva clerical, inquisitorial, militarista y burguesa. Estas llamadas se formulaban entre espadones, mitras, buitres garrudos y caras de hambre». Florecían los mítines por centenares y «un cataclismo oratorio inundaba a España. Los oradores contrarios a los Gobiernos del bienio exhumaban los recuerdos y sucesos trágicos, mientras los socialistas y republicanos de izquierda cargaban en el haber de los monárquicos, radicales y reaccionarios la responsabilidad de todos los males», relata Arrarás[3].
Largo Caballero difundía con especial vigor la semilla revolucionaria: «La lucha ha quedado planteada entre marxistas y antimarxistas. (…) y eso nos llevará inexorablemente a una situación violenta». «Vamos legalmente hacia la evolución de la sociedad. Pero si no queréis (los burgueses), haremos la revolución violentamente. Esto, dirán los enemigos, es excitar a la guerra civil. Pongámonos en la realidad (…) Estamos en plena guerra civil (…) Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar». Culpaba de aquella situación a los propios republicanos históricos, «los elementos que tenían la obligación de defender la República», y no lo habían hecho. El bienio anterior, el PSOE había renunciado a mucho en aras del gobierno común, porque «sabíamos que, fuera del nuestro, no había partidos organizados en la República», pero el pago había sido la traición: «En Madrid aún se tiene algún pudor, pero en las provincias todos los llamados republicanos históricos están apoyando descaradamente a las derechas». Su denuncia le llevaba a inesperadas coincidencias con la reacción: «Ahora la clase trabajadora se va dando cuenta de cuáles son sus derechos, y ella, que ayudó a la república, ha visto que en el nuevo régimen se encuentra más incómodamente que en el antiguo. Porque, hablando con franqueza, en la monarquía había un cierto pudor político en algunos hombres, y la pugna entre liberales y conservadores por atraerse a las clases obreras hacía que se dictaran leyes sociales». Pintaba a los radicales como peores que los fascistas, y lamentaba, jugando un poco con las palabras: «Se nos combate a los únicos republicanos, que somos nosotros. Porque (…) ser socialista es ser republicano. Porque no puede haber socialismo sin república». Claro que su república deseada tenía cierta peculiaridad: «Gracias a nosotros la República se sostendrá. Pero (…) para transformarla en un régimen nuestro». Idea bastante lógica, porque la democracia burguesa era, en realidad, «una dictadura contra la clase obrera (…) El solo hecho de que haya una mayoría burguesa en el parlamento es una dictadura». «La democracia burguesa no es más que una composición de palabras».
Sólo quedaba la vía revolucionaria, y Largo creía que los obreros lo iban entendiendo. Al colaborar en el derribo de la monarquía y luego en el gobierno, «sabíamos muy bien que la república burguesa no emancipaba económicamente a los trabajadores (…) El objetivo (…) era el de quitar la venda a la clase trabajadora para que supiera que con la república burguesa no se había de redimir. Y esto (…) lo hemos logrado ¡Qué diferencia entre el actual espíritu de la clase trabajadora y el que había antes del advenimiento de la república!». Se daban, además, otros fenómenos prometedores: «Antes, cuando se hablaba de movimientos militares, eran los generales los que los hacían (…) para salvar al rey (…) Si hoy puede haber un movimiento de tipo militar (…) será de sargentos y soldados».
La tarea próxima consistía en conquistar el poder, y «el día que lo tengamos (…) no tendremos titubeos ni dudas. No caeremos en la debilidad en que cayó la República. Y que no nos pidan transigencias ni benevolencias». Aludía nítidamente al «cortejo sangriento», cuya ausencia creía Prieto un error fundacional del régimen: «En las elecciones de abril, los socialistas renunciaron a vengarse de sus enemigos y respetaron vidas y haciendas; que no esperen esa generosidad en nuestro próximo triunfo. La generosidad no es arma buena. La consolidación de un régimen exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la Historia».
Apelaba Largo a las fuerzas obreristas rivales, «a esos núcleos de trabajadores que, por error, nos combaten». Esos núcleos le habían cubierto de injurias, pero «doy por olvidado todo lo que contra mí han dicho, en aras de la unidad obrera. Cuando se habla con ellos de la implantación de un régimen como el que hay en Rusia, yo pregunto: pero eso lo vamos a hacer unidos, ¿no?». También propugnaba el acuerdo con «los hombres liberales, de buena fe, pero equivocados». Con tal alianza, llegaría «el momento en que no servirán para contener nuestro avance ni los ejércitos permanentes, ni la fuerza pública, ni la magistratura, ni la policía». Frente a las asechanzas fascistas y reaccionarias «estamos obligados a defendernos»; aunque en el fondo se trataba de otra cosa: «¡Hay que prepararse para ir a la ofensiva socialista! Mientras no se organice la ofensiva, mientras nos limitemos a defendernos, estaremos a merced del capitalismo». En esta perspectiva, las elecciones eran sólo un paso: «Se ha dicho por otros camaradas que el acto del día 19 es el preludio de actos más importantes. ¡Naturalmente! Pero ¿es que se ha creído el enemigo que nos vamos a limitar a echar papeletas en la urna electoral?».
Las frases anteriores provienen de mítines electorales de Largo, recopilados en el libro Discursos a los trabajadores, muy difundido el año siguiente con intención pedagógica. Su concepción general es marxista-leninista, y aunque las citas se hagan reiterativas —y podrían ampliarse mucho— tienen máximo valor. Su mera exposición derruye algunas teorías que niegan o velan el revolucionarismo del PSOE. Ningún historiador aclararía esa línea con tanta precisión como el propio líder socialista[4].
Gil-Robles, con un matiz de incredulidad hacia tales propósitos, contraatacaba: «Si los socialistas pierden la batalla, tendrán que aguantarse, y no hablen de echarse a la calle, porque la calle es de todos y allí nos encontraremos»; o «Aceptamos la batalla en el terreno de la democracia, en que ha sido planteada; pero que no pretendan marchar por caminos de dictadura, porque les saldremos al paso donde sea y como sea (…) Si quieren la ley, la ley; si quieren la violencia, la violencia». El jefe cedista propugnó en su discurso inaugural «una política totalitaria», aunque «no basada en (…) el fetichismo del Estado ni en la idolatría de la raza. Locos hay que estar para acudir en busca de tales ídolos». Su totalitarismo significaba «un Estado fuerte que respete las libertades individuales», pero atendiendo sobre todo a «los intereses generales». Sin embargo amenazó también al régimen parlamentario: «Vamos a someter a prueba a la democracia, acaso por última vez (…) Si mañana el Parlamento se opone a nuestros ideales, iremos contra el Parlamento». Con todo, dejaba esos objetivos para un nebuloso futuro. En general mantuvo una tónica mucho más moderada que la de sus adversarios, y llegó a formular un propósito realmente inesperable: «No aspiramos a un triunfo imprudente que nos lleve al Poder»[5].
El equivalente de Largo en la derecha no era Gil-Robles, sino más bien José Calvo Sotelo, brillante y agresivo líder monárquico que exponía en la revista Acción Española: «Quieren (las masas) no sólo bienestar —justicia distributiva— sino, además —Poder pleno— afán monopolístico. Les excita el virus marxista. Les empuja un anhelo de Mando y Odio. Nos arrastran al pugilato que estas jornadas sangrientas alumbraron con siniestros resplandores: la Masa contra la Inteligencia, la Cantidad contra la Calidad, la Fuerza bruta contra el espíritu de la Fuerza. Nada menos y nada más implica el problema social de nuestro tiempo». Condenado por la república a causa de su colaboración con Primo de Rivera, enviaba desde su exilio en París discursos grabados en discos: «A nosotros nos interesa ir al Parlamento, más que para entrar en él, para impedir que entren otros (…) Y más que para estar en él apuntalándolo, para salir de él, derribándolo, cuando, bien visibles sus corcovas y goteras, España entera se persuada de su decrepitud irremisible y estéril. No sería honrado si ocultase esta convicción. Tengo por evidente que este Parlamento será el último de sufragio universal por luengos años (…) Pasó la hora del parlamentarismo inorgánico»[6].
La derecha gastó más dinero en su campaña, pero la izquierda compensaba la diferencia, no decisiva, con un intenso activismo de sus militantes. Para relajar el ambiente, el gobierno restringió la propaganda, en especial la realizada por avión, en cines y en teatros, perjudicando en especial a la CEDA, que empleaba profusamente esos medios. Pero la tensión no cedió, y pese a las cautelas oficiales cayeron asesinadas varias personas, todas de derecha excepto un joven comunista, apuñalado en Málaga cuando interrumpió a gritos un discurso de Prieto. Otro joven, fascista, murió a navajazos en Daimiel al recordar temerariamente Casas Viejas en un mitin socialista. Durante un discurso de José Antonio y José María Pemán, en San Fernando, un pistolero izquierdista mató a tiros a un asistente e hirió a otras personas. Hubo otros asesinatos de cedistas en Ponferrada, Bilbao y Valencia (en esta última, el crimen fue atribuido a radicales, lo que hizo peligrar la paz entre ambos partidos). Las derechas sufrieron casi todas las bajas, y no asesinaron a nadie[7].
Los últimos discursos de la campaña fueron significativos. Gil-Robles peroró: «Estamos como un ejército en el paroxismo de la lucha (…) en pie de guerra, y sin embargo yo quisiera que el choque no llegara (…) Paz y cordialidad (…) a quienes nos voten y a quienes no nos voten (…) a los obreros, muchos de los cuales no me creerán (…) Nuestra doctrina (…) a la que por desgracia no fuimos fieles, arranca de la hermandad de todos los hombres (…) No vemos en el trabajo una mercancía sujeta a la ley impía de la oferta y la demanda, sino una actividad nobilísima para satisfacción de las propias necesidades en beneficio del país. (…) Si mañana muchos obreros no nos votan (…) miremos si no hemos sido nosotros mismos el factor de la revolución». Se dirigió a los nacionalistas: «España no es un país uniforme. Cada región tiene una personalidad, en muchos casos anterior históricamente al Estado (…) No queremos imponer a las regiones el yugo de una legislación centralista e igualitaria»[8].
Largo dirigió sus dardos contra Lerroux y los radicales, pues nadie esperaba que la derecha fuera a obtener un gran resultado. Una pancarta saludaba al «Lenin español», quien insistió: «Los obreros han terminado con el mito republicano. Todos entienden que ya no queda otro camino a seguir sino el de (…) la República socialista (…) Para nosotros, cuantas más dificultades encuentren nuestros enemigos en la solución de los problemas nacionales (…), mejor. Que se destrocen, que se deshagan. (…) De sus cenizas surgirá el Socialismo». «Si en España se desencadena una guerra civil, los responsables son aquellos (los radicales) que han dado entrada en sus candidaturas a los elementos reaccionarios». «No hay más solución que el triunfo del socialismo (…) porque tiene por base, no el egoísmo individual, sino el interés general». Con parcial incoherencia, llamó a votar para «defender la República, oponernos al fascismo, hacer frente a todas las derechas, incluyendo a los radicales (…) Defendiendo la República de hoy, sentaremos la base para poderla transformar, si puede ser con arreglo a la Constitución. Pero si ellos son tan necios y tan locos que nos ponen toda clase de obstáculos (…) estamos dispuestos a no retroceder y a llegar a donde sea necesario (…) Necesitaremos (…) someter a nuestros enemigos (…) para conseguir la completa emancipación de la clase proletaria»[9].
El 19, las urnas confirmaron la tendencia de las municipales de abril y las del Tribunal de Garantías: la izquierda sufrió un auténtico descalabro. Para la segunda vuelta, el 3 de diciembre, en que se jugaban 95 escaños de los 473 de las Cortes, las izquierdas burguesas quisieron una alianza con el PSOE, e incluso con los radicales, pero el foso abierto entre unos y otros era ya demasiado ancho. Lerroux y Gil-Robles aunaron fuerzas para beneficio del primero, que ganó 24 escaños más, mientras la CEDA apenas incrementó los suyos por favorecer a los radicales. En Madrid, los socialistas tuvieron un premio de consolación al vencer por pequeña diferencia.
El PSOE, con casi 1.700.000 votos, había perdido unos 300.000 desde 1931, pero el bajón fue en realidad muy superior, pues el cuerpo electoral se había duplicado con el sufragio femenino, ejercido por primera vez. El desastre de las izquierdas republicanas resultó mucho más aparatoso: entre todas ellas apenas captaron 1.200.000 votos, es decir, poco menos del 14% de los 8,7 millones de votantes, y poco más del 10% del cuerpo electoral. En cambio la derecha y el centro juntos (las estimaciones dan mayoría al centro o a la derecha, según quién las haga) rebasaban ampliamente los 5 millones, frente a unos 3 millones de las izquierdas reunidas. La extrema derecha, monárquicos y fascistas, recogía 770.000, y los grupos comunistas 190.000[10].
La ventaja del centro-derecha crecía aún en el Parlamento, gracias a la ley electoral votada antes por la propia izquierda confiada en ganar. Se cumplía, irónicamente, el aviso de Gil-Robles a Azaña durante la discusión de la ley en las Cortes: «Este es el mayor peligro de todos (…): la prima a la mayoría que (…) se puede volver contra vosotros, puede producir un movimiento de reacción tan violento como haya sido la acción de la obra revolucionaria, y no es ciertamente apetecible para un país que los movimientos de péndulo se produzcan de manera violenta»[11]. Y ahora el PSOE bajaba a 60 escaños desde los 113 ganados en 1931, y entre todas las izquierdas republicanas sólo alcanzaban a 38 desde los anteriores 130 o 140. El partido de Azaña descendía de 26 a 6, y aun éstos gracias en buena medida a votos ajenos. En cambio la CEDA obtenía 115 diputados, bastantes más que toda la izquierda junta, cuando en 1931 los partidos de derecha sólo habían reunido entre 44 y 51, según estimaciones. El Partido Radical destacaba por su estabilidad, subiendo de 90 a 104 escaños.
En Cataluña la pugna fue entre la Esquerra Republicana aliada al resto de la izquierda, y la Lliga Catalana, derechista. Tanto la Lliga como la Esquerra eran nacionalistas, aunque no independentistas, pero la segunda cobijaba a un sector partidario de la secesión, que iba a fortalecerse a partir de estas elecciones. Los votantes eran sobre todo las clases medias, pues la masa de los obreros obedecía a la CNT. En estos comicios la Esquerra, abrumadoramente victoriosa en 1931, con 36 diputados, retrocedió a 20, mientras la Lliga avanzaba de 2 a 26. La diferencia en votos era mínima, pero la ley electoral favoreció así a la derecha. Salieron además dos diputados tradicionalistas y otros dos independientes. En Vascongadas los nacionalistas duplicaban sus 6 diputados de 1931. Eran el partido derechista mejor organizado en la región, y captaron apoyos de la derecha tradicional, que veía en el PNV mejor protegidos sus intereses y sus creencias católicas.
Aún más decisivo es el aspecto cualitativo: el PSOE se había convertido en una poderosa extrema izquierda en un país que ya disfrutaba de la CNT anarcosindicalista. No cabe catalogar como simple izquierda al PSOE de finales de 1933, pues era tan revolucionario como el PCE, con la enorme diferencia de que éste seguía siendo un grupúsculo. De haberse dado el mismo corrimiento en la derecha, la república no habría sobrevivido a aquellos comicios. Por suerte para ella, Calvo Sotelo y los fascistas eran marginales, y esto daría al régimen otros dos años de respiro.
Así pues, la república no lograba asentarse. Ninguno de sus dos mayores partidos, CEDA y PSOE, era republicano, si hay que dar algún significado a la palabra. Y entre los republicanos, los de izquierda repudiaban precisamente al más estable y votado de ellos, el Radical. No obstante, los monárquicos declarados eran todavía más débiles y, después de todo, el propio ex rey había reconocido al nuevo régimen.
En el vuelco electoral debió de influir el voto femenino, que trajo remordimientos a la izquierda. La concesión de ese voto había sido «la ocasión (…) primera y última (en que) se reunieron las voces y los votos de (…) radicales, radicales socialistas y Acción Republicana», además de socialistas y los derechistas agrarios y vasconavarros. La diputada izquierdista Victoria Kent estaba en contra, y Lerroux, Besteiro, Prieto y Azaña, se abstuvieron, dudosos de salir beneficiados. «Prieto, especialista en sacudirse las moscas, y a quien nunca he visto reconocer sinceramente que hubiera cometido un error, echaba la culpa de todo al voto de la mujer», observa Vidarte[c]. Y Martínez Barrio cita con disgusto a la diputada radical Clara Campoamor (la acusa de coquetear años más tarde —y unilateralmente—, con el régimen de Franco): «Pondría la cabeza y el corazón en el platillo de la balanza, de igual modo que Breno colocó su espada, para que se inclinase en favor del voto de la mujer, y (…) sigo pensando, y no por vanidad (…) que nadie como yo sirve en estos momentos a la República». A lo que apostilla Martínez Barrio: «El servicio ofrecido a la República por la señorita Campoamor y los 157 diputados que la acompañaron en su desenfadada y alegre aventura, se tradujo en los bandazos electorales de 1933 y 1936. Con el voto femenino y la ley electoral del todo o nada, la República salió de Escila para entrar en Caribdis»[12].
También se ha especulado con el abstencionismo de la CNT, y con sobornos de la derecha a anarquistas para que no votasen. Pero la CNT no necesitaba premios para abstenerse, máxime cuando tenía fresca en su memoria la represión sufrida a manos de las izquierdas. En el conjunto del país la abstención subió a un 32%, apenas superior a la de las elecciones de 1931 (30%), ganadas por las izquierdas. La incidencia de los anarquistas debió de ser escasa, aunque en algunas provincias pudo tener peso[13].
La explicación muy reiterada según la cual la izquierda perdió por su desunión, es inconvincente[d]. No sólo fue unida en bastantes provincias, y notoriamente en las catalanas, sino que, aunque se hubiera coligado en todas partes, su votación habría quedado muy por debajo de la del centro y la derecha juntos.
Hay causas más lógicas del bandazo de la opinión pública. Para empezar, las elecciones del 31 no reflejaban la realidad política, debido a la desorganización y desánimo de los partidos derechistas, anomalía que no podía durar mucho. Y, sobre todo, la izquierda pagaba el tributo de un intenso desgaste. Las partidas desfavorables de su balance eran abultadas y visibles: desórdenes públicos, aumento del paro, estancamiento económico, duras represiones, etc. Por el contrario, sus realizaciones saltaban menos a la vista, no sólo por su relativa modestia sino también porque dos años no bastaban para que dieran frutos tangibles.
El gobierno se había propuesto una transformación modernizadora del país, no mal concebida pero menos que mediocremente realizada. La reforma agraria iba a trancas y barrancas. En enseñanza pública hubo mucha más propaganda que hechos: el presupuesto educativo aumentó con respecto a la monarquía, pero siguió siendo uno de los más bajos de Europa (si bien crecería algo, especialmente en el bienio llamado «negro»), y el cierre de colegios religiosos creó un vacío, mal compensado en cantidad por la construcción de nuevas escuelas, y peor aún en calidad, por la improvisación de miles de maestros, a veces más politizados que expertos en su oficio[e]. En cuanto a la autonomía catalana, si bien funcionaba, aunque con roces, despertaba recelos en la derecha y también en el PSOE, partidario por tradición de un estricto centralismo; y amplios medios sociales sentían inquietud por el separatismo en boga y el extremismo de la Esquerra. El proyecto autonómico vasco estaba semiaparcado, por ser de derechas el partido nacionalista de esta región.
Tampoco la reforma militar marchaba bien. El ejército monárquico, de tradición liberal, estaba burocratizado y sobrecargado de mandos. La reforma azañista había buscado modernizarlo[f] y, al mismo tiempo, republicanizarlo en sentido izquierdista. Pero si las izquierdas republicanas eran minoría en el país, aún lo eran más en la milicia, por lo que se impuso una política de preferencias en los destinos que creaba desmoralización y resentimiento, al vulnerar las normas habituales y pasar por alto, a menudo, la capacidad profesional. El propio Azaña muestra en sus diarios parva estima por los mílites republicanos. Además, las izquierdas fomentaron en el país un clima antimilitar, más que antimilitarista, pese a haber intentado ellas mismas traer la república mediante un golpe del ejército, y de que los pronunciamientos del siglo XIX habían tenido un acusado tinte izquierdista. En la calle menudeaban las provocaciones e insultos a oficiales, y Azaña no se privaba de exhibir gestos despectivos hacia ellos, en lo que le superaban sus correligionarios, como él anota con irritación: «Todos estos señoritos no habrían servido para bajarle los humos a un sargento, y ahora que tienen al ejército desarmado políticamente e impotente para revolverse contra la República, aunque lo intentasen, se afilan los colmillos con él, a mansalva»[14].
El yerro mayor de las izquierdas fue, probablemente, su enconado ataque a la Iglesia en un país de mayoría y larga historia católicas. Republicanos, socialistas, anarquistas y comunistas, coincidían en repudiar la religión, en cuya erradicación cifraban grandes esperanzas de bienestar. Azaña exhibió ese sentimiento en un discurso histórico. «España ha dejado de ser católica», dijo, dando por realidad su deseo, que cimentaba en una especulación nada política: «Que haya en España millones de creyentes yo no os lo discuto», admitió; pero lo que contaba para él era que «el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español», verdad relativa, asentada sobre la también verdad a medias de que en Europa «todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya (del cristianismo)»[g]. No por azar, sin duda, este discurso catapultó a su autor al rango de primera figura de las izquierdas y a la cabecera del gobierno: «El suceso es formidable para mí. Con un solo discurso en las Cortes, me hacen Presidente del Gobierno. Empezaré a creer en mi estrella»[15].
En concordancia con ideas tales se produjo la oleada de incendios de iglesias apenas instaurado el régimen, lo que acarreó a éste un fuerte descrédito internacional, y protestas de Francia y Holanda. En vez de reprimir a los incendiarios, el gobierno suspendió el diario católico El Debate y pensó en expulsar a los jesuitas, meses antes de hacerlo por ley; además, pretextando que los desmanes reflejaban una supuesta indignación «popular» por la no menos pretendida moderación política oficial, forzó la mano en medidas represivas contra la derecha, como la anulación de elecciones municipales. Según Maura, entonces ministro de gobernación, Azaña paralizó la intervención policial con el singular comentario de que «todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». Alcalá-Zamora viene a certificar lo mismo, aunque Maura también le acusa a él de flaqueza ante la crisis: don Niceto habría recomendado la pasividad so pretexto de que se trataba de «fogatas de virutas», «chiquillos que juegan a la revolución y todo se calmará enseguida». La connivencia de hecho de las autoridades con los incendiarios identificó a las unas con los otros en la mente de muchos ciudadanos que habían saludado al régimen sin aversión, aun si con poco agrado. La ultrajada opinión católica reaccionó sin histeria, pero, como observó, Josep Pla, «muchos ciudadanos lo han contemplado con la cara larga y triste (…) Este terrible desatino ha gustado muy poco, por no decir nada, en Madrid, quiero decir entre las personas conscientes». Y admite Portela Valladares, político masón y anticlerical: «Con la quema de conventos comenzó a desmoronarse el régimen, apartándose de él un gran sector de opinión». Prieto reproduce la conclusión del escultor Sebastián Miranda: «Una de las mil estupideces que a manera de fango iban enterrando a la flamante República»[16].
La serie de enfrentamientos sociales y el deterioro del orden público habían llevado a Ortega y Gasset, quizá el principal creador de simpatías republicanas bajo la monarquía, a lamentarse: «Lo que no se comprende es que, habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia (…) hayan bastado siete meses para que empiecen a cundir por el país desazón, descontento, desánimo (…) ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria?»[17].
Los partidos de izquierda habían propiciado en las masas unas expectativas desmesuradas, que al cabo de dos años de experiencia se volvían contra ellos. Muchos crédulos y luego decepcionados ciudadanos tendían a achacar a fraude o a traición la parquedad de los logros tangibles. Y las izquierdas eludieron la autocrítica y volcando sobre las derechas la culpa por los fracasos del primer bienio, sobre la resistencia de los intereses reaccionarios dañados por las reformas sociales[h]. Acusación absurda porque hasta entrado 1933 la derecha había sido muy débil. Cuando Prieto critica el triunfalismo de los que daban por ultimada a la reacción, refleja cómo la derecha sólo encajó derrotas y humillaciones. El respaldo popular a la CEDA en noviembre había sorprendido a todos. Y no obstante, los vencidos en las urnas pasaron a especular con la idea de que su error había consistido en no haber aplastado desde el primer momento a la reacción, como había sugerido Prieto en Torrelodones. Idea rudimentaria y belicosa, nacida en unos del marxismo y en otros de una visión romántica de la Revolución francesa. Idea que aún hoy sostienen algunos ideólogos, y que en cualquier caso auguraba tiempos revueltos.