LOS SOCIALISTAS ROMPEN CON LA REPÚBLICA
Por tanto, ya antes de perder el poder había iniciado el PSOE un vigoroso giro revolucionario, aunque no compartido por todos sus líderes. Las divergencias entre ellos quedaron de manifiesto en agosto, cuando Besteiro, Prieto y Largo Caballero hablaron en los cursillos de la Escuela de Verano de Torrelodones, cerca de Madrid, destinados a formar cuadros del partido entre los jóvenes.
El tema de los discursos fue la situación política y la línea a seguir. Muchos socialistas sentían frustración por la experiencia republicana, y tendían a extrapolar, sin mayor análisis, el caso alemán a España, arguyendo sobre una amenaza fascista y la necesidad de responder a ella revolucionariamente. Besteiro desechó sin ambages la pretendida amenaza y calificó de «locura colectiva» la corriente extremista. Despreció la dictadura proletaria como una «vana ilusión infantil» que «se paga demasiado cara», pues al final «son las masas las que cosechan los desengaños y sufrimientos». Destacó los fracasos sovietistas en Baviera y Hungría para resaltar la responsabilidad de los líderes que conducen a las masas al desastre. «¿Es que no habrá posibilidad de salir de esta locura dictatorial que invade al mundo?». «¿Es que nos vamos a contagiar de la peste del momento?»[1]. Este mensaje irritó a su auditorio.
Al día siguiente tenía que hablar Prieto, de quien esperaban los jóvenes mayor comprensión. Prieto dio una de cal y otra de arena. Execró las vilezas y maldades de la reacción, pero previno contra las ilusiones sobre su debilidad: «Tiene hondas raíces (…) que no se han arrancado». Razonó que quizá la república debiera haber nacido acompañada «del cortejo sangriento de la venganza y la represalia», a fin de asentar «el cimiento de su edificio sobre terreno verdaderamente firme», párrafo muy aplaudido[a]. Pero, vino a decir, el mal ya estaba hecho, y aquella flaqueza inicial de la izquierda había dejado a la reacción demasiado fuerte como para pensar en aniquilarla ahora de golpe. En consecuencia, más valía defender los avances de los últimos dos años que soñar con una revolución próxima, aunque mostró hacia ella una aparente complacencia: «¿Es esto la renuncia a una ambición ideal? (…) No diremos que nuestro reino no es de este mundo, pero sí podemos decir que nuestro reino, en lo que respecta a España, no es de este instante». Ello no significaba que «si las circunstancias (…) determinasen que el Poder hubiera de quedar en medio de la calle y (…) pudieran arrebatarlo las fuerzas reaccionarias del país, nosotros, cumpliendo con un deber que no se ajustaría ciertamente a nuestra conveniencia no asumiríamos el Poder político en España». Lo asumirían, pero como «una desgracia» y por cumplir «estrictos deberes de ciudadanía»[2].
La ambivalencia de Prieto disgustó a sus oyentes, que demandaron entonces la presencia, no programada, de Largo, quien empezaba a ser llamado «El Lenin español». Habló éste el día 14, acusando a la izquierda burguesa de querer deshacerse del PSOE y advirtiendo que, si bien los socialistas pensaban cooperar con la república, «no queremos hacerlo como unos subalternos a quienes se tenga simplemente para prestar un servicio cuando sea necesario». La frase podría expresar voluntad de sostener al régimen pero, contradiciéndola, Largo desmintió su fama de reformista y se declaró más rojo que cuando había entrado en el gobierno. La democracia burguesa, enfatizó, no podía satisfacer las aspiraciones socialistas. Reivindicó la dictadura del proletariado, y describió su apoyo a la república como una política transitoria. Llamó a emplear tanto la vía legal como la ilegal en la lucha por el poder, y defendió la política interior soviética, asegurando que «las circunstancias nos van conduciendo a una situación muy parecida a la que se encontraron los bolcheviques»[3].
Estos discursos tuvieron un eco extraordinario. Indicaban una grave división en el PSOE, cosa que El Socialista negaba categóricamente el día 16 de agosto. Pero la división existía, aunque una de las tendencias había de ser la hegemónica. Y quedó claro quién mandaba cuando el órgano del partido publicó en exclusiva el discurso de Largo. Prieto, humillado, sacó el suyo en su periódico de Bilbao, El Liberal, y el de Besteiro quedó inédito.
La derecha dio un respingo. El Debate, órgano oficioso de la CEDA, clamó: «¡Está en el Poder un partido comunista!». A lo que replicaba mordazmente El Socialista: «Sin duda nos tenían por socialdemócratas inofensivos, cargados de prejuicios seudodemocráticos (…) La mentecatez de las derechas y de las que no son derechas rebasa lo sospechable»[4].
En septiembre la línea rupturista se acentuó. El día 4 la izquierda gobernante volvía a sufrir un descalabro en las elecciones al Tribunal de Garantías Constitucionales, votado por los municipios. «El efecto sobre los ministros fue terrible —observa Alcalá-Zamora—: los encontré en el patio de palacio, con motivo de una representación clásica, la de Medea, que allí dio Margarita Xirgu, y me hablaron abrumados». El revés acabó de corroer los vínculos entre los socios del gobierno. Recordará Azaña: «Los ánimos, ya encrespados, se enfurecieron. Vinieron los reproches, las imputaciones de falta de lealtad, etc. (…) Por primera vez el oleaje alcanzó al Ministerio. En un Consejo, Largo (…) me dijo solemnemente que la coalición electoral republicano-socialista estaba rota. Entonces —repuse—, se habrá roto todo»[b] [5].
Azaña trató aún de salvar la situación mediante unas elecciones parciales a Cortes, pero el presidente creyó llegada la hora de prescindir de él. A los cuatro días de la votación al Tribunal de Garantías, presionó al gobierno, obligándole a dimitir. El primer bienio de la república, izquierdista, finalizaba así, con malos presagios. El 8 de septiembre Lerroux recibió, por primera vez, el encargo de formar consejo, sin socialistas. Alcalá-Zamora aspiraba a mantener las Cortes durante unos cuantos meses, hasta entrado 1934, propósito en el que, como en otras ocasiones, iba a fallarle la suerte o la previsión[6].
El 19 de septiembre el Comité Nacional del PSOE debatió la propuesta de que «en caso de que se llegara a otorgar el decreto de disolución, se vaya decididamente a apoderarse del Poder». Largo lo encontró imposible «por ahora» y Prieto coincidió con él. El punto fue cambiado a «defender la República contra la agresión reaccionaria» y «necesidad de conquistar el Poder político como medio indispensable para implantar el socialismo». Prieto y otros dos se opusieron, pero la mayoría lo aprobó[7].
El PSOE envió cálidos saludos a los radicales: «Con el Gobierno del Sr. Lerroux entra España en una fase revolucionaria (…) Queramos o no, el proceso de la revolución española se acelera desde ahora». Tachaba al jefe radical de dictador y de fascista. Las mismas izquierdas burguesas recibían su varapalo: «Es raro encontrar a estas alturas un periódico republicano que no haga su poquito de fascismo»[8].
La razón de tan broncas imputaciones rebasaba la personalidad o las intenciones reales de Lerroux y los demás. La cuestión era que «el capitalismo ha dado de sí todo lo que podía. Estamos a las puertas de una acción de tal naturaleza que conduzca al proletariado a la revolución social». Así pues, sólo quedaba una alternativa: «Fascismo o socialismo (…) Bien entendido que en España el fascismo trae la revolución (…) La burguesía, a quien representa Lerroux, debe hacerse el resto de las reflexiones (…) Nosotros no hemos de detenernos». «El proceso histórico exige, impone la revolución. Escamotearla (…) supone la friolera de oponerse a la Historia»[9].
El lenguaje adquiría tonos apocalípticos. El fascismo «llevaría a los españoles al estado de naturaleza y, en consecuencia, a España a la muerte como nación», por lo cual «El Partido Socialista y la clase obrera tienen que prepararse seriamente para la lucha (…) El socialismo ha de acudir a la violencia máxima para desplazar al capitalismo». En resumidas cuentas, «El Partido Socialista es la vanguardia revolucionaria del proletariado organizado. Los sindicatos tienen el deber histórico de preparar su defensa, que no es otra que la revolución. La revolución no puede tener por objeto asustar al capital, sino destruirlo»[10].
Era una declaración de guerra a la república burguesa, históricamente agotada y en trance inevitable de fascistización, según aquellas teorías. Mas por el momento el PSOE distaba de hallarse en condiciones de llevar a los hechos tan subversivas prédicas. Sólo podía «prepararse», como advertían sus jefes.
Lerroux aspiraba a dirigir por unas semanas un gabinete republicano de centro izquierda que aprobara los presupuestos, para luego disolver las Cortes y convocar elecciones[11]. Ardua pretensión, pues la mayoría de los diputados le era adversa. No obstante concibió esperanzas cuando el partido de Azaña, el Radical-Socialista, la Esquerra y otros, aceptaron entrar en su consejo de ministros; lo cual tomó el PSOE por deslealtad de sus ex aliados, reafirmándose en su decisión de ruptura.
Parco provecho iba a obtener Lerroux de aquella colaboración de la izquierda burguesa. Reacio a acudir a las Cortes, lo hizo por fin los días 2 y 3 de octubre. Allí le aguardaban Prieto y Azaña, ansiosos de desquite. Con frases mordaces acusaron al caudillo radical de pedir la confianza a unos congresistas a quienes ya no consideraba representativos y pensaba disolver. Lerroux creyó que le habían tendido una trampa, porque al haberle facilitado algunos de sus atacantes ministros para su gabinete, le habían ofrecido un apoyo implícito. Dando por perdida la causa, dimitió. Su ministerio sólo había durado tres semanas. Ya se retiraba del hemiciclo, cuando el presidente de la Cámara, el socialista Besteiro, le obligó a permanecer en el banco azul, para soportar renovados ataques y la votación de desconfianza. El desdichado clamó: «¿Qué se quiere, además? ¿Que, uno por uno, todos los oradores empiecen a tratar a la representación de la más alta autoridad del Gobierno como a un monigote del pim-pam-pum? (…) ¿Es posible que nadie funde complacencias en humillar la dignidad de quienes (…) mientras estén aquí representan la autoridad de España?». Debía quedar claro que no se iba, sino que le echaban. Azaña dijo que no toleraría el envilecimiento del régimen, y recordó: «Yo he tenido en mi mano un poder como pocos los habrán tenido en este país en los tiempos modernos (…) ¿Y qué hice de todo ese poder? Lo empleé en poner el pie encima de los enemigos de la República, y cuando alguno ha levantado la cabeza más arriba de la suela de mi zapato, en ponerle el zapato encima». Se definió como ascético y soberbio. Prieto quiso que la votación contra los ministros se convirtiera en pena de inhabilitación política para lo sucesivo, idea no muy comedida y que no prosperó.
Prieto y Azaña, aunque juntos en el ataque a Lerroux, representaban ya posturas muy distintas. El mismo día 2, y entre ovaciones de sus diputados, Prieto anunció: «Yo declaro, en nombre del grupo parlamentario socialista, absolutamente seguro de (…) interpretar el criterio del Partido Socialista Obrero Español, que la colaboración del Partido Socialista en gobiernos republicanos, cualesquiera que sean sus características, su matiz y su tendencia, ha concluido definitivamente». Calificó esta decisión de «indestructible e inviolable». Era la puntilla a la colaboración con la izquierda burguesa. Y en el contexto revolucionario del PSOE de aquellos días era mucho más: la ruptura solemne con la propia república.
Caído Lerroux, sólo quedaba disolver las Cortes. Parecía normal que aquel recibiera el decreto de disolución, mas para su decepción, el presidente de la república entregó el decreto a Diego Martínez Barrio, encargándole formar gobierno para convocar y garantizar nuevas elecciones generales. Pese a su reciente humillación en el Parlamento, Lerroux, jefe político de Martínez Barrio, autorizó a éste a solicitar incluso la colaboración ministerial del PSOE. Los socialistas rechazaron la oferta. En cambio las izquierdas burguesas aceptaron, y don Diego presidió un gabinete de concentración republicana de centro izquierda.
El PSOE hostilizó el acuerdo. «Desde que el Gobierno se formó sin ellos (…), Largo y sus amigos no se hartaron de vociferar que los socialistas habían sido expulsados, arrojados del poder con la complicidad de los republicanos de izquierda (…) Los socialistas que han estado más de tres años propalando que fueron expulsados del Gobierno (…) no dicen verdad ni tienen derecho a censurar a nadie», afirmará Azaña[12].
A duras penas podía el PSOE tildar de fascistas a Lerroux y los suyos, que le habían ofrecido carteras ministeriales, pero el viento de revuelta no amainó: «Estamos dispuestos a obtener nuestras reivindicaciones de una u otra manera», advertía Prieto el 21 de octubre. «Si triunfamos (en las elecciones) no nos limitaremos a celebrar (…) la victoria política. Iremos a la instauración de un régimen donde no existan privilegios de clase», remachaba Largo Caballero, y añadía: «Si se nos cierra el paso por la violencia, ahogaremos a la burguesía por la violencia»[13].
Ya el 1 de octubre Largo había explicado en un mitin de los tranviarios, en el Cinema Europa, que la defensa del régimen tenía sentido siempre que fuera una república «como la clase obrera desee»: «Parece que asombra a algunas personas, e incluso a correligionarios nuestros, que se hable de la conquista del poder por la clase trabajadora. Lo que sucede es que hemos estado algunos años hablando un poco veladamente de lo que era nuestra aspiración (…) Nuestro partido es, ideológicamente, tácticamente, un partido revolucionario (…) (y) cree que debe desaparecer este régimen». Para lograrlo era preciso todavía «crear un espíritu revolucionario en las masas, un espíritu de lucha, una convicción de cuáles son nuestras aspiraciones (…) La clase obrera tiene que prepararse de todos modos». Reivindicó, citando a «nuestros maestros», la dictadura del proletariado, que consideró inevitable «aunque haya unos hombres que por motivos sentimentales (…) digan: No, eso no; eso es algo horroroso, es inútil», pues o triunfaba la clase capitalista, o se imponía la obrera. Insistió en su tesis de Torrelodones: «¿Vamos a decir (…) que los rusos no hicieron lo que tenían que hacer? (…) El que conozca los episodios de esa revolución (…) no tiene derecho, en lo que se refiere a política interior, a hacer la más mínima objeción». El PSOE no iba a imitar en todo a los soviéticos, pero «las circunstancias nos van conduciendo a una situación muy parecida a aquella en que los rusos se encontraron, porque, aunque nosotros no tenemos una guerra como la tuvieron ellos, aunque no tenemos a los soldados con los fusiles (…) la verdad es que en España se va creando una situación, por el progreso del sentimiento político de la clase obrera y por la incomprensión de la clase capitalista, que no tendrá más remedio que estallar algún día. Ante esta posibilidad nosotros debemos prevenirnos»[14].
La rápida evolución socialista hacia la ruptura ha dado pie a muchos intentos explicativos. Evidentemente un factor que pesó en ella fue al resentimiento por haber sido «despedidos de manera indigna» del poder, como decía Largo Caballero; pero no hay que sobreestimar esta causa circunstancial, pues la misma sólo cobra fuerza y sentido dentro de una tendencia anterior y más amplia. También contó la alarma sembrada por el triunfo de Hitler, del que Araquistáin sacó ciertas conclusiones, y a argumentarlas y difundirlas dedicó su revista Leviatán: «El dilema era éste: franca dictadura burguesa o franca dictadura socialista (…) La juventud obrera (alemana) se había ido, en parte, al comunismo, que le proponía un mito de acción y un ideal revolucionario. El socialismo hubiera podido salvarse fundiéndose con el comunismo y recibiendo de él el impulso de acción que había perdido (…) No ha muerto el socialismo, sino su falsificación reformista». Así concluía su análisis en una conferencia pronunciada el 29 de octubre del 33 en la Casa del pueblo madrileña[15].
Sin embargo tampoco debe concederse demasiado relieve a la experiencia alemana como causa de la bolchevización del PSOE. Como observa Vidarte, «poco se habló, desgraciadamente, de las repercusiones que podría tener en España, y en el mundo, el triunfo de Hitler. En materia internacional (…) el español ha blasonado siempre de no interesarle nada, como si ello fuera un mérito en lugar de un colosal defecto». Esta pintura de los españoles generaliza en exceso —había por entonces en muchos medios un excepcional interés por los asuntos internacionales—, pero acierta al notar que casi ningún líder socialista se detuvo a pensar sobre el desastre de sus correligionarios germanos. Uno de los pocos fue Besteiro, quien extrajo una lección opuesta a la de Araquistáin: el triunfo hitleriano obedecía a la división de la izquierda obrerista, provocada por el incesante torpedeo de los comunistas a la socialdemocracia[16].
Asimismo se ha mencionado como causa del extremismo socialista una supuesta dureza y radicalización de la oposición política de la derecha, y económica de la patronal. La realidad es justamente la contraria. El factor probablemente decisivo, y al que ha solido prestarse insuficiente atención, fue la idea, por entonces muy extendida, de que la derecha estaba en las últimas. Prieto lo expuso con claridad en su discurso de Torrelodones, refiriéndose a los primeros días de la república: «Se padecía espejismo de que cuanto significaba reacción en España estaba derruido y sepultado (…) Había que contar (…) con el resurgimiento de esas fuerzas, que no estaban muertas sino, simplemente, adormecidas, anonadadas, acobardadas». Estas palabras valían también para 1934, como expondría Prieto años después: «Advertí la subsistencia de poderosas fuerzas reaccionarias, como registré con cierta inquietud la agresividad de que ya estaban dando muestras»[17].
Esta aclaración por parte de un testigo tan cualificado concuerda con las palabras y los hechos de su partido, y derrumba la tesis de que la radicalización del PSOE fue una reacción casi a la desesperada frente a un tremendo peligro fascista, o a la sensación de él. En realidad el PSOE, como haría enseguida la Esquerra, adoptó un tono en extremo desafiante y agresivo, teñido de un profundo desdén por la energía de la derecha. Sin la menor duda, se extendió en el partido una auténtica euforia sobre las posibilidades revolucionarias.
Los socialistas han recibido muchas críticas por esa euforia, considerándola producto de inconcebibles errores de análisis. Pero los críticos hablan desde el conocimiento de los sucesos posteriores, entonces impredecibles, y olvidan los elementos de juicio de la época. El optimismo del PSOE no era en modo alguno infundado, pues todos los grandes indicios y tendencias apuntaban a una debilidad extrema de la burguesía, tanto la reaccionaria como la progresista. La monarquía había sido derribada como un castillo de naipes, y la reacción había demostrado en el trance una despreciable pusilanimidad; y a los pocos meses, las urnas ratificaban la bancarrota derechista. Por si fuera poco, al año siguiente el casi ridículo descalabro de Sanjurjo venía a confirmar el diagnóstico. Azaña había sentenciado en las Cortes: «Este suceso —¿por qué no decirlo?— ha sido provechosísimo para la República (…) Debemos felicitarnos porque esto ha venido a probar la fuerte salud moral de las instituciones republicanas que, sin alterar para nada su normal funcionamiento, han sabido purgarse con absoluta tranquilidad de estos gérmenes dañinos que tenía en su seno (…) Es el estertor de un ser parásito (…) La República acaba de curarse de los restos flotantes del régimen anterior que aún quedaban»[18]. Y entre medias de estos decisivos acontecimientos, las derechas habían perdido todas las batallas políticas planteadas. Si las izquierdas habían sufrido reveses, no se debía tanto a las tenaces, pero dispersas, resistencias derechistas, como a las discordias entre las mismas izquierdas, que culminaron en la abrupta ruptura de 1933; y las crisis violentas del gobierno de Azaña las había causado la CNT, especialmente con ocasión de Casas Viejas. Durante la mayor parte del primer bienio, la reacción estuvo fraccionada en grupos desavenidos y sin líderes de altura. Hasta marzo de 1933 no había conseguido formarse la CEDA, e incluso con ella nadie pensaba que la derecha superase su acreditada invalidez.
La izquierda burguesa también compartía una percepción de superioridad sobre los conservadores, pues sólo así se explica que, en pleno mes de julio del 33, aprobase una ley electoral diseñada para hacer arrolladora en las Cortes su mayoría, que daban por descontada, o unas leyes de orden público que otorgaban a las autoridades medios contundentes para imponerse. Es claro que apenas se le pasaba por la cabeza la idea de que la voluntad popular agraciase a la derecha o al centro.
Y fue, por ironía, aquella confianza la que llevó al PSOE a romper con las izquierdas republicanas. Si el temor a una experiencia como la alemana hubiera influido realmente, como algunos sostienen, el PSOE jamás habría roto con sus anteriores aliados, o con cualesquiera posibles aliados.
Es un tópico de la teoría que una revolución no puede triunfar sólo con que los de abajo quieran rebelarse, sino que también han de encontrarse los de arriba incapacitados para dominar con firmeza. Los indicios y pruebas de que España reunía por entonces las dos condiciones parecían claros y casi abrumadores. Como ya vimos, apenas inaugurada la república, el 1 de julio, El Socialista había proclamado: «Por ineficaz, no por otro motivo, renunciamos a la pretensión de imponer nuestra política violentamente y sin dilaciones». Las circunstancias habían cambiado, y el empeño podía ser ahora eficaz. Las declaraciones socialistas expresaban inequívocamente la convicción de que había llegado la ocasión histórica de derribar el poder burgués, objetivo que era la razón de ser fundamental de un partido socialista educado en las teorías de Marx.