Capítulo I

LA DIFÍCIL COLABORACIÓN SOCIALISTA-REPUBLICANA

El ímpetu de octubre era relativamente nuevo en el PSOE, que ni siquiera en la huelga revolucionaria de 1917 había pensado imponer su dictadura, sino sólo una república burguesa. No obstante, el precedente es significativo. En agosto de dicho año el PSOE y la UGT, con republicanos y anarquistas, intentaron derrocar el régimen de la Restauración y, aparentemente, empujar al país a la I Guerra Mundial. Largo Caballero, Besteiro y Prieto sufrieron condena o exilio, pero a los pocos meses, amnistiados, ocupaban escaños en el Parlamento[a].

Dato, gobernante conservador y favorable a las reformas sociales, que sería asesinado en 1921 por los anarquistas, expresó en las Cortes, el 31 de mayo de 1918, el punto de vista reaccionario sobre el PSOE: «Tiene una edad de oro, aquella en que (…) se dedicó a separar a las clases trabajadoras de los vicios, a darles cultura, a elevar su nivel intelectual y moral, cuando vivía consagrado a sacar triunfantes los problemas de reivindicaciones obreras (…) Un día y otro estabais diciéndole al obrero: ‘Los que os señalen la República como panacea a vuestros males os engañan’ (…) Los que os hablen de huelga general quieren para vosotros la ruina (…). Esto decíais (…) por los labios de D. Pablo Iglesias. Pero vino el Sr. Iglesias al Parlamento y entró en conjunción con la minoría republicana y se contagió (…) Se fueron abandonando aquellos programas de reivindicaciones obreras, se fue considerando al obrero (…) como un elemento de combate». Siguiendo a Cambó afirmó que «el socialismo español no tenía doctrinas, no tenía más que odios».

Y en efecto, el PSOE contenía los dos elementos, el moralizante y el de la lucha de clases. Predicaba virtudes que andando el tiempo pasarían por «burguesas» o «pequeñoburguesas»: conducta ordenada, evitación del alcoholismo y del maltrato doméstico, la imagen ideal del hogar pulcro, perfumado «con la lejía de la ropa bien limpia y el puñado de espliego echado al brasero» y del obrero orgulloso de su oficio, solidario con sus compañeros y firme ante el patrón[1]. Junto a ello, insistía en la pedagogía marxista fundamental de destruir la sociedad burguesa, tarea en la que el empleo de la violencia y el terrorismo estaban justificados, al menos en principio.

Los republicanos, a quienes Dato creía causantes de la «perversión» socialista, formaban grupos radicalizados, herederos de los liberales exaltados del siglo XIX. Aunque muy minoritarios, no les había faltado en absoluto la audacia, y en febrero de 1873 habían establecido una Primera República a impulsos de la espasmódica historia de España en ese siglo. La experiencia republicana, si bien inspirada en una retórica bienintencionada y moralista, había resultado traumática: cuatro gobiernos en sólo 11 meses, y caos en el país, con revueltas carlistas, federalistas y cantonales, en las que diversas ciudades se proclamaban independientes. A principios de 1874 el general Pavía disolvió sin dificultad las Cortes y a finales del año Cánovas volvía a traer un rey Borbón, Alfonso XII, sobre la base de un amplio consenso entre fuerzas políticas, inaugurando así el régimen conocido como «la Restauración», que había de durar medio siglo, hasta 1923. Régimen seudodemocrático y considerablemente corrupto, pero de un amplio liberalismo, que le permitió mantenerse y evolucionar en medio de enormes conflictos internos y exteriores. Los republicanos subsistieron, algo desprestigiados y divididos[b], y organizaron un pronunciamiento militar fallido en 1886 (el del general Villacampa).

Fuera o no la influencia republicana la que los había radicalizado, los socialistas se alejaron de ella, desengañados, a partir de la huelga del 17. Como observó Besteiro ante las Cortes el 30 de mayo de 1918, si habían aceptado el papel de fuerza de choque en la intentona había sido porque «creían que había un órgano de burguesía superior al constituido por los gobernantes del régimen (…) capaz de ocupar el Poder con ventaja para la nación (…) porque creían que el Ejército no estaba unido ni dispuesto a reprimir». Defraudados, los socialistas se habían vuelto pragmáticos en grado sumo, al punto de que, tras rematar Primo de Rivera el régimen de la Restauración e imponer una dictadura favorecida por el rey Alfonso XIII, Largo Caballero aceptó el cargo de consejero de Estado, con la UGT como único sindicato de izquierdas permitido. Su actitud parecía plenamente reformista y evolutiva.

Hubiera sido lógico, entonces, que esa actitud se acentuase con la república, régimen más afín a los postulados socialistas que la dictadura monárquica. Sin embargo ocurrió al revés: fue en la república cuando el PSOE tomó un rumbo extremista e incompatible con la democracia burguesa. Este sorprendente fenómeno ha hecho correr mucha tinta y a menudo se ha atribuido a la decepción y la furia de los socialistas por haber sido expulsados del gobierno republicano en septiembre de 1933. Pero ésta no fue la única causa, ni la principal.

La colaboración socialista-republicana empezó con mal pie. Bajo la dictadura, los republicanos habían cortejado tenazmente al PSOE, conscientes de que era el único partido de izquierda con arraigo en las masas; pero encontraron un despectivo rechazo. Aquellas conspiraciones antimonárquicas, decía Largo, «eran dignas de ser representadas como espectáculo en un teatro de revistas»[2].

No obstante, al caer Primo por presiones del rey y los militares —y no por la acción de la izquierda—, Largo abanderó la solución republicana, junto con Prieto, que siempre la había defendido. Besteiro se oponía, en vano, alegando que la república era asunto burgués y que los socialistas se desacreditarían mezclándose en ella. En diciembre de 1930 los conjurados creyeron poder derrocar la monarquía mediante una táctica diferente de la de 1917: ahora se trataba de un golpe militar secundado por una huelga general, en lugar de una huelga apoyada o respetada por el ejército. Pero el golpe se malogró; dos de sus cabecillas, los capitanes Galán y Hernández, fueron ejecutados, y la huelga en Madrid saboteada, en apariencia por Besteiro, suscitándose agrias recriminaciones entre los líderes[c].

Cuatro meses después, en abril, la monarquía organizó elecciones municipales dentro de un proceso de recuperación de la normalidad constitucional. Para sorpresa de todos, también de los republicanos, éstos ganaron en casi todas las capitales de provincias, por más que en el conjunto del país vencieran holgadamente los monárquicos[d]. Las elecciones tenían carácter meramente local, pero en muchas ciudades se formaron manifestaciones exigiendo la república. A la primera sorpresa siguió otra cuando la monarquía cayó por tierra como casa sin cimientos. Sobre su ruina se formó un gobierno provisional republicano presidido por el conservador Niceto Alcalá-Zamora, en el que los socialistas Indalecio Prieto, Francisco Largo Caballero y Fernando de los Ríos ocuparon sendos ministerios.

La alegría por el nuevo régimen pronto decayó. Antes de un mes, el 11 y 12 de mayo, ardían un centenar de iglesias, con libros y obras de arte, y eran asaltados locales y periódicos conservadores. El gobierno, con su pasividad, alentó, de hecho, la quema. Luego, en las elecciones legislativas de junio, la izquierda arrolló a una derecha desalentada: 263 diputados contra 44, (más 110 de centro, lerrouxistas en su mayoría). Pese a considerables coacciones y violencias contra las derechas, estas elecciones fueron las más democráticas tenidas en España hasta entonces. Los partidos Socialista y Radical emergieron, con gran ventaja, como las mayores fuerzas políticas: 116 escaños el primero y 90 el segundo. La enemistad entre ambos no hizo sino crecer. Besteiro aceptó presidir las Cortes.

En julio, unos disturbios obreros en Sevilla, reprimidos con extrema severidad, provocaban en las Cortes colisiones entre las izquierdas. Y en octubre surgía la primera crisis del régimen, al aprobarse el artículo 26 de la Constitución, que disolvía a los jesuitas, y privaba a las órdenes religiosas del derecho de enseñar y, prácticamente, del de ganarse la vida[e] ya que también les vedaban cualquier actividad económica. Dimitieron en protesta el jefe del gobierno, Niceto Alcalá-Zamora, y el ministro de Gobernación, Miguel Maura. La ley básica, inspirada en la alemana de Weimar —cuando ésta sufría los embates que iban pronto a aniquilarla—, producía malestar también por otras razones. Una aportación del socialista Jiménez de Asúa fue el enunciado «España es una República democrática de trabajadores», que, suavizado con el añadido «de todas clases», había sugerido muchos chistes; menos retórico era el artículo 44, que abría vasto campo a la socialización de la propiedad. Al respecto consigna Azaña: «Entre los republicanos es muy corriente la opinión de que se está haciendo una Constitución socialista, aunque los socialistas no quieren gobernar; pero que los republicanos tampoco podrán gobernar con ella»[3]. Opinión excesiva, pero no sin consecuencias políticas.

A don Niceto le sustituyó Azaña como jefe del gabinete, el cual acentuó su izquierdismo. El 9 de diciembre las Cortes aprobaron la Constitución, y después nombraron a Alcalá-Zamora presidente de la república. Decisión extraña, pues el nuevo presidente, encargado de velar por la Constitución había dimitido antes por oponerse a su artículo 26, y no ocultaba el bajo concepto que toda ella le inspiraba, ni su deseo de modificarla sustancialmente. La izquierda le votó como un modo de calmar a la opinión conservadora del país, alarmada por las violencias y el rumbo general de los acontecimientos. No era ésta la única distorsión del régimen: los izquierdistas se creían con derecho preferente, casi de propiedad, al gobierno; y el PSOE profesaba doctrinas incompatibles con cualquier estado capitalista. Mas de momento estos problemas no se notaban, pues el poder estaba en manos de las izquierdas, y casi nadie preveía que dejara de estarlo en un buen período.

Ya con la Constitución, el gobierno perdió su carácter provisional sin someterse a nuevas elecciones. Azaña tuvo que decidir si gobernaría con los radicales o con los socialistas, partidos enfrentados y decisivos por su número de escaños. De optar por los primeros, Azaña habría sido pronto sustituido por Lerroux, cuyo grupo parlamentario triplicaba muy holgadamente al suyo. Además ni el PSOE ni el Partido Radical Socialista, hubieran tolerado a Lerroux —quien por su parte no podía compensar esas hostilidades mediante una hipotética alianza con las derechas, al ser éstas casi insignificantes—. Por estas razones sólo quedaban los socialistas, pese al desagrado con que los miraban muchos izquierdistas burgueses.

La elección se fundaba también en la endeblez de los republicanos de izquierda. El partido azañista, Acción Republicana, con 26 diputados, reunía un 6% de la Cámara y menos aún en votos populares. El Radical Socialista le doblaba en escaños, pero su vida política transcurría entre tempestuosos altercados y escisiones[f]. En contraste, el PSOE resultaba un dechado de disciplina e influencia, y podía, si quería, dotar de solidez al régimen. Claro que no era seguro que quisiera, y Azaña percibía su proclividad a romper las reglas del juego: «Lanzar a los socialistas a la oposición sería convertir a las Cortes en una algarabía»[4].

Los socialistas, pues, retuvieron tres carteras. Fernando de los Ríos cambió Justicia por Instrucción Pública, Prieto, Hacienda por Obras Públicas, y Largo Caballero siguió en Trabajo, mientras Lerroux y Martínez Barrio pasaban a la oposición. Los socialistas colaboraron con bastante sentido práctico, sin exigencias revolucionarias. Parecían encantados de compartir el poder, si bien su entusiasmo tenía rasgos inquietantes para la estabilidad del régimen. Así, cuando se pensó en nuevas elecciones para formar unas Cortes acordes con la Constitución recién aprobada, Largo Caballero se negó y amenazó con la guerra civil. Sus juventudes recibieron instrucciones para convertirse en fuerza de choque, aunque por el momento no se tomaron medidas prácticas al efecto. El 17 de julio del 32, el PSOE publicó un manifiesto en que acusaba a los radicales de propósitos dictatoriales, anunciaba la violencia en tal caso y advertía que «no había terminado aún» la revolución iniciada con la caída de la monarquía. Madariaga considera que el texto contenía «en líneas generales, la política que iba a llevarle, y con él a España, al desastre de 1934»[g] [5].

Por aquellos días cobró auge en el Partido Radical la idea de una «dictadura republicana» para consolidar el régimen, y más adelante Companys expuso su receta de «democracia expeditiva» que, para Azaña, «no tiene otra traducción (…) que la de ‘despotismo demagógico’». Entre los socialistas no faltaron atisbos de posturas semejantes. Ya en 1931, el intelectual del PSOE Araquistáin se había manifestado propicio a una dictadura «cuando conviene», y Negrín, que tanto protagonismo iba a adquirir cinco años después, propugnó «una dictadura bajo formas y apariencias democráticas». Fernando de los Ríos, uno de los socialistas más liberales, confesaba a Azaña, a mediados de 1932, que «siempre ha creído que la República tendrá que pasar por una etapa de dictadura y que el concepto de libertad, sobre todo aplicado a la prensa «lo tiene sometido a revisión»[6].

Estas ideas no predominaban, pero tampoco eran simple palabrería, pues hundían sus raíces en la doctrina oficial. El Socialista aclaraba el 1 de julio de 1931: «Ante todo somos marxistas. Nuestros enemigos son todos los partidos burgueses. Sin embargo, por ineficaz, no por otro motivo, renunciamos a la pretensión de imponer nuestra política violentamente y sin dilaciones». Al explicar la radicalización del PSOE suele prestarse insuficiente atención a este hecho decisivo: que en él estaba vigente el objetivo de destruir el sistema burgués y su falsa democracia, e instaurar una sociedad socialista sin explotadores ni explotados. En estos conceptos no profundizaron los líderes e intelectuales del PSOE, pero constituían el abecé teórico y la base de la instrucción política de los militantes. Sin tenerlos en cuenta se vuelven ininteligibles la revolución de octubre y otros muchos sucesos.

Tales doctrinas no implicaban un ataque permanente a la democracia burguesa, pero volvían irremediablemente ambigua la postura socialista ante ella. Al igual que otros partidos europeos de su estirpe, el PSOE padecía el tirón entre sus tesis revolucionarias, opuestas a la democracia habitual, y la necesidad de ceñirse al marco burgués y a reformas en él. La teoría pretendía armonizar esa contradicción mediante la táctica de utilizar las reformas como pasos hacia la revolución, como arietes para golpear al sistema capitalista. En la práctica, el método no funcionaba: las reformas solían fortalecer al capital y aburguesar a los partidos marxistas, cuyos ideales revolucionarios ascendían al limbo de la retórica. Así había ocurrido en Alemania o Francia, y parecía razonable esperar que el PSOE siguiera la misma ruta, máxime tras su acomodaticia conducta en la reciente dictadura de Primo.

Con todo, la línea reformista iba a tenerlo difícil. En el congreso extraordinario de julio de 1931, Besteiro, cambiando su anterior posición, aceptó momentáneamente la colaboración gubernamental. Wenceslao Carrillo, señaló: «Nos interesa afianzar la República (…) para seguir (…) hacia la instauración de la República social»[7]. Probablemente la mayoría de los socialistas veía en la república un trampolín para sus aspiraciones revolucionarias —aun si aceptaba aplazarlas—, más bien que una democracia permanente y estable.

En el XIII Congreso del PSOE, de octubre de 1932, volvió a expresarse con fuerza la tendencia a romper la conjunción gubernamental. La ponencia de táctica afirmaba: «El ciclo revolucionario que ha significado plenamente la colaboración socialista (…) va rápidamente a su terminación. Se aproxima y se desea, sin plazo fijo pero sin otros aplazamientos que los que exija la vida del régimen, el momento de terminar la colaboración ministerial (…) Estabilizada la República, el Partido Socialista se consagrará a una acción netamente anticapitalista (…) y encaminará sus esfuerzos a la conquista plena del Poder para realizar el socialismo». Esta política entrañaba la desestabilización del régimen, incluso si no planteaba el recurso inmediato a la violencia. Prieto, con apoyo de Largo, insistió en no poner fecha a la salida del gobierno, y salir de él sólo si no había «riesgo para la consolidación y fortalecimiento de la República, ni riesgo para la tendencia izquierdista señalada al nuevo régimen». Afirmó que tomar el poder en aquellos momentos seria «una verdadera locura», «un suicidio». Votaron por la colaboración 35 agrupaciones, pero una fuerte minoría de 16 pidió la salida inmediata del gobierno[8].

No sólo la doctrina oficial, también la coyuntura alejaba al PSOE de la moderación. Los dos años largos de conjunción republicano-socialista fueron tormentosos, con sangrientos golpes libertarios y el de Sanjurjo, numerosos atentados y huelgas «salvajes», algunas de ellas con numerosas víctimas, violentos altercados entre manifestantes y policías y aumento galopante de la criminalidad común. De acuerdo con los datos del Fiscal General de la República en 1934, los delitos contra la propiedad y la vida casi se habían duplicado entre 1930 y 1931, aunque después subieron con menos fuerza; los procesos por explosivos se habían multiplicado, con respecto a 1928, casi por diez en 1931, por veinticuatro en 1932 y por más de sesenta en 1933. Algo similar ocurría con la tenencia ilícita de armas. Según la Federación Patronal Madrileña, en los primeros seis meses de 1933 los atentados y luchas políticas habían provocado 102 muertos y 140 heridos, y ese año se perdieron 14,5 millones de jornadas por huelgas, en comparación con 3,6 millones el año anterior[h]. Los jefes republicanos trataron de frenar el deterioro, y ya en octubre del 31 aprobaron las Cortes la impopular Ley de Defensa de la República, que facultaba al gobierno para apuntalar el orden público con discrecionalidad excesiva, a juicio de muchos ciudadanos. Fueron tiempos de frecuente restricción de los derechos públicos, de censura y cierres de periódicos y locales políticos[i] [9].

Entre tanto las reformas, en especial la agraria, marchaban con lentitud y torpeza[j], irritando a la derecha y decepcionando a los votantes socialistas. La decepción era tanto más honda cuanto que la república había llegado con un aura casi milagrera de ventura social y económica. Otro foco de tensiones fue que la separación de la Iglesia y el estado se acompañara de medidas antirreligiosas, poco democráticas, que crispaban a la opinión católica, mayoritaria en el país.

Tampoco ayudaba a la moderación socialista la decaída economía mundial. La crisis de 1929 golpeó el comercio exterior e invirtió el flujo migratorio y, aliada con la inseguridad política, estancó la producción; pero, en conjunto, impactó en España con poca dureza. Los ingresos per cápita se mantuvieron cercanos a los de 1929 (1.092 pts. en el año dicho y 1.078 en 1933). El desempleo, sin escalar las cifras catastróficas de algunos países próximos, fue en aumento: casi 400.000 parados a finales de 1931 y 200.000 más a finales del año siguiente, si bien sólo 350.000 de ellos eran desempleados totales. Pero la depresión había sembrado por el mundo, y desde luego por España, la idea de que los días de la democracia capitalista estaban contados. Todo ello nutría el rupturismo revolucionario en el PSOE. El comentarista Martínez Aguiar creía que «La equivocación de Azaña ha consistido en no comprender que esto que él trataba de incorporar a nuestras prácticas políticas (la integración del PSOE) llegaba con un lamentable retraso. Ya hacía varios años que el mundo se debatía en una espantosa crisis económica, que había determinado la de muchos principios y la incurable del socialismo»[10].

¿Era sólo una equivocación de Azaña? Buena parte del problema consistía en la masa política demasiado tenue de los partidos burgueses. La integración socialista habría sido tarea menos desesperada si entre los republicanos de todas las tendencias hubiera existido un consenso básico en la defensa del régimen y de sus reglas del juego. Pero, como veremos, no hubo tal, de modo que dichos partidos, fragmentados y sumidos en ásperas pugnas con escaso respeto a las normas, constituyeron, más que una fuerza de atracción potente y moderadora, un nuevo factor en el despego y radicalización socialistas.

Desde el principio gran parte del PSOE concibió la colaboración gubernamental como un modo de empujar a la izquierda republicana a reformas que abriesen la vía al poder exclusivo del partido proletario. Pero ocurrió que los partidos progresistas cumplían mal la función histórica que la teoría marxista les asignaba, y en cambio la participación en el poder desgastaba al PSOE y le hacía defender medidas reaccionarias. A ello podía atribuirse —quizá— la pérdida de afiliación en la UGT y el PSOE. En mayo de 1934, al abordar un desequilibrio presupuestario achacado a la gestión del año anterior, la Comisión ejecutiva del sindicato se encontró con que sus cotizantes no pasaban de 397.000, y «cuando el camarada Antonio Muñoz encargó el material había más de un millón de asociados, y ni él ni nadie podía suponer que íbamos a dar un bajón tan grande»[k] [11].

Las tensiones habrían sido más llevaderas si a la izquierda del PSOE no campase la CNT anarconsindicalista, que había crecido no menos velozmente que la UGT, superando también — supuestamente— el millón de afiliados. La CNT agitaba sin descanso a las masas y denunciaba la complicidad socialista con los explotadores. La rivalidad entre ambos sindicatos llegó a tal grado que Azaña la describe, ya en septiembre de 1931, como una «guerra civil» y como la realidad política «más vigorosa y temible». Igualmente implacable era el pequeño, pero obstinado, Partido Comunista. Se ha creído que las bajas en la afiliación socialista engrosaban a sus competidores, pero es poco probable, como muestran las subsiguientes elecciones[12]. En todo caso, el PSOE debía reprimir a la CNT y al PCE, organizaciones obreras, para defender el orden burgués desde el poder, y esa equívoca posición levantaba ronchas en sectores socialistas.

Las circunstancias que sembraban de espinas el camino de la conjunción socialista-republicana empeoraron en 1933. El acelerado desgaste del gobierno culminó en enero de ese año cuando, para reprimir un alzamiento anarquista, las fuerzas de orden público incendiaron la chabola de unos anarquistas que hacían fuego contra ellas, y asesinaron a 14 campesinos presos en una aldea de Cádiz llamada Casas Viejas. Esta represión levantó un clamor contra el gobierno. Gil-Robles no se ensañó con él, aunque sí lo hicieron diputados más izquierdistas[l], y un dirigente del Partido Radical, Martínez Barrio, por lo demás no lejano ideológicamente de Azaña, pronunció su célebre frase: «Hay algo peor que el que un régimen se pierda, y es que el régimen caiga enlodado, maldecido por la Historia entre vergüenza, lágrimas y sangre»[13]. Azaña rehusó admitir responsabilidades políticas o una investigación parlamentaria, aunque los policías enviados a Casas Viejas testificaron haber recibido órdenes de proceder sin miramientos. La matanza empujó pendiente abajo al poder de la izquierda, mientras la derecha reorganizada ocupaba su espacio social: en marzo surgía la CEDA

Al mes de Casas Viejas otro suceso, éste de orden internacional, reforzó la corriente revolucionaria del PSOE: la subida de Hitler al poder y la imposición de su dictadura a los pocos meses. En el PSOE varios dirigentes culparon del triunfo nazi al reformismo de la socialdemocracia; y si bien en España no existía ningún partido remotamente equiparable al hitleriano, proclamaron que el peligro fascista era similar al de Alemania y que sólo una acción revolucionaria podría afrontarlo.

Entre tanto, la conjunción republicano-socialista siguió recibiendo golpes. En abril hubo elecciones municipales parciales, en un ambiente crispado. El gobernador de Asturias estorbó los actos derechistas y en Reinosa fue incendiado un hotel y hostigados a tiros varios de sus huéspedes, monárquicos, muriendo uno de ellos[m]. Ocho repartidores de propaganda de derechas fueron heridos de arma blanca en Valladolid, etc. Azaña, confiado en la victoria izquierdista, pensaba extraer de ella amplias consecuencias políticas: «No vengan después diciendo, si pierden (los radicales y las derechas), que aquello no tenía importancia y que aquí no ha pasado nada». Pero venció la oposición. Aquél, entonces, descalificó los resultados como propios de «burgos podridos», «materia inerte» supuestamente dominados por la corrupción y el caciquismo. Gil-Robles le replicó incisivamente: «¡Habría que haber oído al señor Presidente del Consejo (…) si los votos de esos burgos podridos le hubieran sido favorables!». Y le retó: «¿Por qué no acudís a todos los Ayuntamientos? ¿A que no os atrevéis a repetir el ensayo?». Le recordó también que las diputaciones provinciales estaban regidas por comisiones gestoras, invitándole a corregir tal anomalía mediante elecciones. El retado prefirió eludir el riesgo. El gobierno perdía representatividad[14].

La sucesión de reveses avinagraba el trato, nunca cordial, entre republicanos y socialistas. Que eran más que enfados de ocasión lo expone Azaña en su Cuaderno de la Pobleta: «La coalición republicano-socialista funcionaba bien en el Gobierno y regularmente en las Cortes; pero (…) en los pueblos, socialistas y republicanos solían andar a la greña (…) Yo comprendía que por ahí había de venir la ruptura de la coalición». Previéndola, Azaña deseaba una separación «sin ruptura ni riña, para que el Partido Socialista siguiese, en la oposición, siendo un partido colaboracionista y de turno en la República». Ese objetivo, creía él, se habría logrado en el verano del 33 «si la brutalidad de Lerroux, el desatino político de quienes le ayudaron, no hubiese atravesado en el camino la atrocidad de la obstrucción»[15].

Esta proyección de la culpa sobre el jefe radical suena poco creíble. Azaña no examina, ni siquiera constata, los pujos revolucionarios en el PSOE, crecientes semana a semana; y la obstrucción de Lerroux, aun olvidando las cuentas pendientes entre ambos políticos, tenía cierta lógica en un partido de oposición frente a un gobierno muy desgastado que se aferraba al poder contra viento y marea. Ello aparte, algunos socios del gobierno perturbaron a éste más que los mismos radicales. Como señalaba don Manuel en sus diarios, «parece increíble, pero todas las dificultades actuales provienen de los hombres del régimen»[16]. Aquel verano fue fatídico para la izquierda y vale la pena recordarlo, por sus efectos ulteriores.

En junio, Azaña quiso remodelar parcialmente su consejo de ministros, pero Alcalá-Zamora no lo aceptó y forzó una crisis total, aumentando la aversión entre ambos. Mas, aunque se empeñó, el presidente no halló sustituto a Azaña y, ante la alternativa de disolver las Cortes, hubo de pasar por la humillación de llamarle de nuevo a formar gobierno[n]. En él figuró Companys como ministro de Marina. Su programa consistía en preparar a la izquierda para unas elecciones juzgadas ya inevitables, en reforzar la autoridad del ejecutivo mediante una nueva Ley de Orden Público y en elaborar una ley electoral conveniente.

La ley de Orden Público reemplazó a la detestada de «Defensa de la República», pero seguía otorgando al poder facultades para restringir arbitrariamente las libertades, y dio por ello razones o pretextos para que diarios como La Voz, El Sol, o Luz, antes defensores de Azaña, pasasen a censurarle. La ley recortaba, entre otras cosas, la función del jurado. Para justificar la merma, el ministro de Justicia, Álvaro de Albornoz, hizo en las Cortes, el 29 de junio, un crudo retrato de la realidad: «Al ciudadano corriente, que se encuentra ante la terrible y enorme[o] coacción con que ahora actúan los compañeros de los extremistas (…) no se le puede pedir que sea un héroe (…) que resista a la coacción, a la amenaza, a todo el ambiente social producido por los que buscan para los terroristas la impunidad». Y expuso: «Yo no participo en modo alguno de las ideas liberales y democráticas del siglo XIX (…) soy cada día menos liberal y menos demócrata en ese sentido (…) El derecho a la vida, el derecho a la libertad, el derecho a la subsistencia, el derecho al patrimonio, no existen si no hay un Estado que los garantice. Todo eso, pues, de derechos anteriores, superiores e inalienables, etc., es pura fraseología liberal de otra época (El Sr. Ossorio y Gallardo: eso es Mussolini)»

El auge de la criminalidad llevó a complementar esta ley con otra de prevención del delito, llamada «De vagos y maleantes», la cual, según sus críticos, «llegaba a poner las bases para organizar campos de concentración»[17].

Azaña, con prisa por aprobar las leyes, hizo a las Cortes «trabajar julio y agosto, como el año anterior. Los diputados lo llevaban muy a mal»[p]. El hemiciclo estaba medio vacío, y hacían obstrucción los radicales y otros. Un diputado socialista, «por su terquedad, suficiencia y palabrería, obstruyó más que todas las oposiciones juntas», mientras que un radical-socialista, «con sus habilidades, aplazamientos y tergiversaciones, inspiradas por otros, no permitía adelantar un paso»[q] [18].

Una de las leyes laboriosamente aprobadas ese verano iba a dar grandes frutos, aunque poco digeribles: la ley electoral, inspirada por Azaña, que modificaba ligeramente la de mayo del 31. La norma primaba fuertemente a las mayorías y establecía una segunda vuelta allí donde los ganadores no hubiesen alcanzado el 40% de los votos emitidos. Su debate tuvo auténtico interés. Gil-Robles protestó, el 4 de julio: «Este sistema significa la muerte de los partidos intermedios (…) Serán barridos por las fuerzas extremas, o tendrán necesariamente que aliarse a los partidos extremos (…) No quedarán en el choque de las pasiones políticas más que aquellos bandos separados irreconciliablemente»[r]. «¡Desgraciada una Nación y desgraciado un Parlamento que se encuentren divididos ideológicamente en dos tendencias opuestas, sin que haya unas situaciones de centro que sean capaces de encauzar de un modo normal la marcha de la política!». Alertó contra la posibilidad «de que un partido que esté en minoría (…) se encarame a favor de la audacia o de las preeminencias que le concede la ley, y gobierne como si fuera una mayoría», y puso este ejemplo: «Si en Alemania hubiera existido una ley del tipo de la que vosotros proyectáis, Hitler no hubiera llegado al Poder en 1933 (sino) en 1930»[19].

Ángel Ossorio y Gallardo, diputado independiente, increpó al gobierno: «En otros regímenes (…) no hay esa descarada prima a la mayoría, que tiene un tipo mussoliniano, tal como ha dicho Gil-Robles (Gil-Robles: ‘Ni Mussolini dio esa prima a la mayoría en la ley del 23’)». Ossorio se escandalizó de que con aquella ley pudiera imponerse una mayoría contraria a la República, y le replicó Azaña, muy oportuno: «¡Pues claro, señor Ossorio! ¿Cómo quiere que nosotros hagamos una ley pensando que puede servir para derrotar a una opinión pública en España, sea la que fuere? (…) ¡De ninguna manera! (…) Fascista sería impedir el triunfo de esa mayoría, si existiera». Pero expresó su verdadero designio al afirmar que «los republicanos de todos los colores y los socialistas juntos tenemos la inmensa mayoría del país», y lo que él buscaba era, justamente, «evitar (…) la posible dispersión de las candidaturas republicanas y socialistas, faltas de coalición (…) Este peligro es mucho más real, mucho más presente y mucho más próximo que el peligro de aplastamiento de las minorías». Según Alcalá-Zamora, las izquierdas «creían tener aún mayoría, al menos relativa, e impulsados por Prieto se disponían (…) a votar un sistema que exagerando todavía más la injusta preponderancia de cualquier mayoría (…) diese la casi totalidad de los puestos a la simplemente relativa». Prieto sólo reculó ante la duda de que las urnas pudieran darle una mala sorpresa[20].

De modo que la ley tenía dos fines: forzar a las izquierdas a ir en bloque a las urnas, y magnificar su esperado predominio en las Cortes. Lo primero urgía porque los socialistas, en el poder aún, ya daban señales de ruptura. El 26 de julio Largo Caballero decía en un mitin en el cine Pardiñas que su partido no pretendía implantar una dictadura socialista «de la noche a la mañana», pero dio a entender que pronto habría que elegir entre esa dictadura y una fascista, y «al objeto de evitar que la historia eche sobre nosotros la responsabilidad de la guerra civil que se está iniciando en España», acusó a los republicanos de izquierda de abrir el camino al fascismo y la monarquía mientras «se nos combate a los únicos republicanos, que somos nosotros». Ponderó los sacrificios del PSOE en aras del sostenimiento del régimen, ya que «sabíamos que fuera del nuestro no había partidos organizados en la República». El Socialista, órgano oficial del partido, instruía el 5 de agosto: «Los conceptos de democracia y libertad sobre los cuales descansa el llamado orden capitalista son (…) unas perfectas mentiras». Once días más tarde aclaraba que si el PSOE no ingresaba en la Comintern no era por revisionismo[s] «sino por ser más genuinamente marxista y revolucionario que los bolcheviques»[21]. En el mismo sentido peroró Largo en la Escuela Socialista de Verano, en Torrelodones, cerca de Madrid, con un discurso merecedor de examen aparte.

Así, el plan de Azaña de una separación amistosa entre republicanos y socialistas ya hacía agua antes de la común pérdida del poder, y se hacía patente el revolucionarismo del PSOE, hasta entonces latente.