Capítulo XII

«NADA MÁS HERMOSO DESDE LA ‘COMMUNE’ DE PARÍS»

La insurrección había sido ambiciosa. Días antes había anunciado el órgano central del PSOE: «Las nubes van cargadas camino de octubre: repetimos lo que dijimos hace unos meses. ¡Atención al disco rojo! El mes próximo puede ser nuestro octubre (…) Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado»[1].

El PSOE no tuvo su octubre, al menos en el sentido de revolución triunfante como la bolchevique, que le servía más o menos de inspiración, ocurrida sólo 17 años antes. Pero lo que hubo fue muchísimo más que una simple algarada.

La mayoría de las provincias sufrió incidentes de cierta importancia, con muertos en 26 de ellas. El total de víctimas mortales ascendió a 1.375 y a casi 3.000 el de heridos, según la estadística oficial; los heridos leves serían más, curados en sus casas. Asturias contó 855 muertos, 677 de ellos en Oviedo y la mayor parte del resto en Campomanes-Vega del Rey. Son cifras elevadas, teniendo en cuenta que se trató de tiroteos entre grupos parapetados o de combates de calles, en los que la protección fácil reduce la mortandad. La estadística ha sido puesta en duda, por baja[a], pero se mantiene como la mejor fundada[2]. Incluso es muy posible que tenga casos de doble contabilidad y que el número real de muertos sea menor, pues el cómputo del Movimiento Natural de la Población da para la provincia de Oviedo 528 muertos por heridas de guerra (aunque otros pudieran ocultarse en el rubro de fallecidos por causas no especificadas).

Después de Asturias, Cataluña padeció la lucha más intensa, reflejada en un alto número de muertos: 107, de ellos 78 en Barcelona. Madrid contó 34 caídos, 6 ó 7 fuera de la capital. Otras provincias con bastantes víctimas fueron Vizcaya y Guipúzcoa (38 a 40 entre ambas); León (15); Santander (10); Zaragoza y Albacete (7 en cada una), y cifras menores en muchas otras.

De las víctimas mortales correspondieron a la fuerza pública 331, aproximadamente uno por cada tres paisanos. Proporción bastante normal, sobre todo en Asturias, donde los rebeldes estuvieron la mayor parte del tiempo a la ofensiva contra personal inferior en número, pero mejor adiestrado (mucho mejor, en el caso de la Legión y los Regulares). Los ofensores suelen tener más bajas, aunque no siempre ocurra así[b].

No todos los paisanos caídos eran rebeldes o muertos en combate. Entre 85 y 115 fueron víctimas de la represión revolucionaria en Asturias, y la represión irregular gubernamental hizo un máximo de 84 asesinatos[c]. En Cataluña murió un número indeterminable de civiles por tiroteos de los rebeldes o entre los rebeldes mismos. Fueron también asesinados sacerdotes, empresarios y personajes de la derecha en Cataluña, Guipúzcoa, Palencia y otros lugares.

Los daños materiales contabilizados oficialmente incluyen: 935 edificios destruidos o seriamente dañados, de ellos 58 iglesias, 26 fábricas y 63 edificios públicos. Algunas de estas construcciones eran verdaderas joyas artísticas o tenían un alto valor histórico. Los ferrocarriles sufrieron voladuras y cortes en 66 puntos y las carreteras en 31.

Pueden incluirse en las pérdidas los 15 millones de pesetas (más de 3.500 actuales) expropiadas por los revolucionarios en varios bancos. De ellos, la Guardia Civil recobró cuatro millones y medio. De acuerdo con informes recogidos por el escritor P. I. Taibo, casi todo el resto, salvo 1,2 millones desaparecidas, sirvió para la fuga de los líderes y para financiar la prensa socialista en los meses siguientes, así como la campaña electoral del PSOE en febrero de 1936. Un par de millones, depositados en bancos franceses y belgas se emplearían en transacciones comerciales al reanudarse la guerra en julio de 1936[3].

Durante las semanas siguientes la policía y el ejército arrestaron a numerosos presuntos rebeldes, hasta un total probable de 15.000[d], la mayor parte de los cuales serían excarcelados a los pocos meses. La represión del alzamiento iba a convertirse para el gobierno en una verdadera trampa, de la que no conseguiría ya librarse

Habían organizado el golpe un Comité insurreccional creado ad hoc por el PSOE y otro por la plana mayor de la Esquerra Republicana en Cataluña. El comité socialista se había formado en febrero de aquel año, aunque los preparativos revolucionarios venían del otoño de 1933; el de la Esquerra, organizado en el verano, tenía raíces más viejas, pues los escamots habían sido concebidos como embrión de una fuerza armada.

Varios dirigentes del PSOE siguieron libres. Vidarte, del comité insurrecto, extendió desde Madrid, sin ser perseguido, una red y campaña, nacional e internacional, de ayuda a los presos y apología del golpe de octubre, con el apoyo de Fernando de los Ríos, otro líder histórico libre en España, y de Prieto en París. En la campaña participaron intensamente las Internacionales Comunista y Socialista[e]. Tampoco fueron molestados líderes socialistas tan notables e implicados en la rebelión como Araquistáin, Álvarez del Vayo o Negrín, designados ministros para caso de triunfo.

La Generalidad, dominada por la Esquerra, se entregó casi en pleno. La excepción fue Dencàs, que logró huir con varios de sus asesores. Companys asumió abiertamente su responsabilidad, si bien no tenía la menor posibilidad de eludirla, al haber sido capturado en plena acción. Los socialistas, al contrario, negaron su implicación en el movimiento, como habían previsto para caso de derrota. Naturalmente era imposible borrar la evidencia, pero el ardid explotaba los escrúpulos legalistas y daría excelentes resultados al partido y a sus dirigentes.

De los líderes asturianos, tanto González Peña como Belarmino Tomás consiguieron escapar, aunque González terminaría en manos de la Guardia Civil, en diciembre. Muchos salieron de España gracias a las redes de evasión tendidas en los últimos días y al cuantioso botín extraído de varios bancos. Según Arrarás se refugiaron en Rusia hasta ciento cincuenta revolucionarios, y otros más en Francia[4].

Los grandes triunfadores del momento, Lerroux, Franco, Batet, López Ochoa y Yagüe, iban a saborear poco tiempo su gloria. Un año más tarde, el descubrimiento de unos sobornos desató un vendaval de críticas contra el Partido Radical, que convirtió en cadáver político a Lerroux. Franco ocupó un puesto clave en el ministerio de la Guerra, pero lo perdió después de las elecciones de febrero de 1936, que dieron el poder a los vencidos de octubre. Éstos privaron a Franco de toda influencia oficial. En cuanto a Yagüe, fue enseguida relegado a un regimiento de Madrid, debido a sus roces con López Ochoa, sus críticas a lo sucedido, y las acusaciones de brutalidad, que él negó rotundamente, lanzadas contra sus tropas.

Peor destino cupo a Batet y a López Ochoa. El primero había lamentado: «Estaba reservada (…) a esta desgraciada Cataluña la triste suerte de ver a un gobierno legítimo organizar a viva fuerza un paro general, mantenerlo cuarenta y ocho horas y finalmente tratar de convertirlo en una intentona revolucionaria sin pies ni cabeza, en colaboración con toda clase de enemigos del orden social y entre verborrea radiada y discos de gramófono». Se convirtió en héroe popular en Cataluña, en un ambiente marcado por la decepción hacia la Esquerra, pero ese clima duró poco. Una hábil propaganda supo pintar como un desastre para Cataluña el desastre de la Generalidad esquerrista, y suscitó una ola de sentimentalidad a favor de Companys. Para muchos, Batet quedó como el villano del drama. Luego pasó a jefe del Cuarto militar de Alcalá-Zamora, y cuando éste fue expulsado de su puesto, en abril de 1936, Azaña cesó al general, que poco después fue destinado a Burgos. En julio rehusó sumarse el alzamiento militar, y un rencoroso Franco lo hizo someter a juicio y ejecutar por traición, pese a las peticiones de clemencia que recibió de varios de sus propios generales. En el bando contrario, no lo hubiera pasado mejor. Sus familiares, sobre todo un hijo suyo, falangista, tuvieron que huir para salvar la vida, y la casa familiar en Barcelona fue saqueada y destrozada[5].

Aún más trágico resultó el fin de López Ochoa. El Frente Popular lo encarceló, acusándolo de crímenes en Asturias, al tiempo que liberaba a los rebeldes todavía presos. Durante la revolución que contestó al alzamiento militar de julio del 36, López Ochoa convalecía en el hospital de Carabanchel, en Madrid. Un comité de los improvisados aquellos días se apoderó de él y lo acribilló en las cercanías. Le cortaron la cabeza y, enarbolada en una bayoneta, la pasearon por las calles[f].

Después de octubre no se produjo un movimiento de reconciliación, sino al contrario. Recordará Prieto: «La rebelión de octubre de 1934 (…) sirvió para hacer más profundo el abismo político que dividía a España»[6]. El triste final de los dos generales simboliza bien el radical enfrentamiento civil que arraigaría a partir de octubre de 1934.

También se invirtió pronto la suerte de los vencidos. El gobierno iba a perder la batalla de la propaganda en torno a los crímenes, reales o supuestos, perpetrados en Asturias por unos y otros. Antes de un año, Prieto sostenía una actividad política en Madrid, en cómoda clandestinidad. «Resultaba sorprendente la facilidad que tenía para pasar la frontera sin ser visto por la policía», ironizaba Largo Caballero[7]. El mismo Largo era absuelto a finales de noviembre de 1935. Los menos afortunados saldrían libres y en triunfo en febrero del 36, al ganar la izquierda las elecciones. Entre los liberados figuraba Companys y sus consejeros, que retornaron a Barcelona en olor de heroísmo. Una masiva propaganda hizo también de González Peña el héroe de Asturias.

Los sucesos asturianos dejaron muy en segundo plano los demás en el resto del país, aunque otros golpes hubieran sido mucho más decisivos, de haber tenido éxito. En cualquier caso fue la convulsión revolucionaria más violenta de cuantas había conocido Europa en siete decenios, si exceptuamos la bolchevique, y tuvo, por ello, un fuerte eco en el exterior. «Asturias (…) dividía a Europa: las acusaciones sobre las atrocidades cometidas por ambos bandos pesaron sobre la conciencia de la derecha y la izquierda (…) Fue el preludio para las más amplias resonancias y divisiones de julio de 1936, resume R. Carr[8]. La repercusión no fue sólo emocional o moral, sino también política, e influyó poderosamente en otro proceso, iniciado poco antes en Francia bajo la batuta de Stalin: la colaboración entre las dos internacionales, socialista y comunista, que desembocaría en los frentes populares de Francia, España o Chile, de tan vastas consecuencias históricas, sobre todo en España. Hay que inscribir esta insurrección en el clima de disturbios, odios e ilusiones ideológicas extendidos por Europa en aquellos años y que culminaría en la II Guerra Mundial.

El hecho de que la legalidad republicana fuera atacada por los partidos que más habían contribuido a construirla, y defendida por el Partido Radical y la CEDA, tachados por los insurgentes de traidor el uno y de monárquica y fascista la otra, causó general asombro y abonó los tópicos sobre los absurdos de la política española. En definitiva se había producida una corta guerra civil, y de ella la república salió gravemente herida, si es que no herida de muerte. Pues los partidos rebeldes eran indispensables para el normal funcionamiento del régimen, debido a su amplitud e influencia, mientras que la derecha encontraba ahora menos razones para respetar una legalidad violentamente transgredida por sus propios autores.

¿Era posible, en aquellas circunstancias, la supervivencia a medio plazo de la república? ¿Podía evitarse una reanimación de la guerra después de octubre? Quizá sí, mas para sortear los asperísimos escollos surgidos hubiera sido precisa una dosis extraordinaria de moderación y talento político por las dos partes. En especial las izquierdas sublevadas o en ruptura con las instituciones hubieran tenido que revisar las concepciones que les habían llevado a la revuelta, y tal cosa no ocurrió en lo más mínimo. Y, en parte por eso mismo, numerosos derechistas concluyeron que todas las concesiones posibles estaban hechas, y que su propia existencia iba a depender de la represión sin contemplaciones de los partidos sediciosos.

Para zozobra de la derecha, los vencidos recobraron bien pronto su moral de lucha y victoria. Amaro del Rosal, uno de los dirigentes de la revolución y autor de un libro imprescindible sobre la misma, explica: «Las clases dominantes vivieron aterradas por ese fenómeno de vitalidad política. (…) La reacción había logrado la victoria electoral en 1933 y aplastar el movimiento de octubre, sin embargo no podía contener el proceso revolucionario que representaba octubre». Y Yagüe respondía así a la pregunta de cómo quedaba Asturias: «Igual o peor que la encontré (…) derrotar materialmente al enemigo no tiene importancia ninguna mientras no se haya quebrantado su moral. Pues bien (…) la moral de aquellos mineros quedaba tan íntegra y tan elevada —si no lo estaba más— como el día en que entré con mis fuerzas. No hemos hecho nada»[9].

La derecha sentía lo ocurrido como una locura o pesadilla apenas comprensible, reflejada por un comentarista de los hechos, Manuel Martínez Aguiar: «Días espantosos los nueve días de asedio, sin agua y sin luz, bajo el fuego graneado de los revoltosos, sólo comparables en intensidad dramática al espectáculo que ofrecía el hospital psiquiátrico de la Caldellada, desde el cual se hacía fuego contra la columna del general López Ochoa (…) Allá, en el manicomio, los locos gritaban, encerrados por los rebeldes, confundidos con los enfermeros y las monjas, muertos de hambre y en el paroxismo de su vesania»[10].

Por contra, la izquierda obrerista en España, Europa y América, vio el levantamiento como una epopeya, como un mito que impulsó una oleada de esperanzas revolucionarias, y como un hito en el camino a una próxima y definitiva destrucción del capitalismo. El prestigio internacional de la insurrección de octubre lo condensó en una frase entusiasmada el intelectual francés Romain Rolland, por entonces en la cumbre de su influencia y muy afecto a la política de Stalin: «Desde la Commune de París no ha habido nada más hermoso»[11]. Albert Camus escribió una pieza teatral, Révolte dans les Asturies, en apoyo de la rebelión. Proliferaban en las revistas y publicaciones de la izquierda europea y americana los comentarios encomiásticos y análisis de los errores, cuya evitación traería la victoria la próxima vez.

También reaccionó la Esquerra en el mismo sentido, aunque con menos brío ofensivo. Ésta enalteció sin tasa a Companys y a los demás protagonistas del golpe, excepto Dencàs, a quien convirtió, harto injustamente, en el bellaco y culpable del fracaso[g]. Pocos en la Esquerra, al revés que en los partidos obreristas, soñaban con reintentar la aventura, pero la justificaron y procuraron crear en la gente un sentimiento de humillación general por la humillación de la Esquerra. Ese mensaje sembraba un espíritu de agravio que clamaría venganza un día u otro.

Los demás partidos republicanos de izquierda tampoco encontraron nada de qué retractarse en relación con su política previa ni con su apreciación de la derecha. Por el contrario, redoblaron su hostilidad hacia ésta.

Claro está que algunos, en el mismo PSOE, extrajeron de la revuelta lecciones menos belicosas. El escéptico principal fue Prieto, quien ocho años más tarde pronunciaría sus célebres frases: «Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como pecado, como culpa, no como gloria (…) Cuando el movimiento fracasó (…) me juré en secreto no ayudar jamás a nada que, según mi criterio, constituya una vesania o una insensatez»[12]. Pero si bien él auspició en el partido la vía legalista, mantuvo una posición ambigua, enarbolando y glorificando la bandera del octubre asturiano, por él considerada, en su fuero interno, como vesania o insensatez; y mantuvo un espíritu irreconciliable con la derecha. Esta ambigüedad le iba a colocar en una posición incierta dentro del propio PSOE.

Los únicos que criticaron sin ambages la revuelta y a sus jefes fueron los partidarios de Besteiro. Pero sus rivales los neutralizaron mediante acusaciones de colaborar con la policía contra los detenidos de octubre. De modo que apenas si hubo en toda la izquierda la menor reconsideración autocrítica de la rebelión, sino más bien lo contrario: una exaltación emocional de ella[h]. La guerra, interrumpida en las calles, crecía en los ánimos. Esta mentalidad belicosa, como quiera que sea explicada o justificada, hacía prácticamente inviable la convivencia política en España.

Pero antes de examinar los efectos políticos de la insurrección será preciso estudiar con cierto detalle las circunstancias e ideologías que llevaron a ella, así como su organización concreta, sobre la que existe hoy día documentación suficiente para excluir diversas interpretaciones, muy difundidas pero no bien asentadas en los hechos.