Capítulo XI

EL HUNDIMIENTO DE LA COMUNA ASTURIANA

«Al amanecer del día 12 —relata el comunista Carlos Vega—fui a Laviana para seguir a Río Seco (…) En el camino me hice perfecta idea de los estragos producidos por la marcha del Comité (…) Los puestos de guardia eran abandonados precipitadamente por los nuestros, dejando las armas y dando suelta a los prisioneros. Los comités locales eran los primeros que, acogiéndose a aquel sálvese quien pueda, huían (…) La huida del Comité revolucionario significó el golpe mortal al movimiento (…) Las masas, después de la primera impresión, reaccionaron inmediatamente y restablecieron los distintos comités locales, deteniendo a muchos de los que huían (…) Se sabía el asalto a la caja del Banco de España, la huida con grandes cantidades de dinero (…) La palabra de traidores, de canallesca traición, estaba en labios de todos»[1].

Vega remacha en el descrédito de los socialistas, pero éstos permanecieron hasta el final como el partido determinante de la insurrección, lo que enseguida comprobarían los comunistas al intentar sustituirlos. Y ofrece también una visión forzada de los hechos, pues si los comités desertaban era porque conocían las realidades de dentro y de fuera de la zona rebelde; y si las masas sostenían el combate era porque confiaban en las triunfales informaciones que seguían difundiendo sus dirigentes.

Los comunistas y algunos jóvenes socialistas improvisaron en Sama, el día 12, un segundo comité regional que intentó contener la desbandada. Muchos desertores fueron detenidos, y estuvo cerca de ser fusilado el líder del PSOE Teodomiro Menéndez, uno de los pocos contrarios al alzamiento, pero que lo había secundado por disciplina. Otros fueron perdonados a cambio de combatir en la línea de fuego. Grossi mismo fue detenido y liberado a duras penas. El comité dispuso transformar las milicias en todo un Ejército Rojo, mientras insistía en el bulo de una inmediata intervención soviética[2].

Pero los nuevos jefes carecían de suficiente prestigio y las circunstancias impedían ya reorganizar la lucha. Canel relata cómo el comité comunista «no presidió más que anarquía y represalia. Ante la noticia de que habían entrado las tropas se recrudecieron los saqueos y la indisciplina. Las patrullas que llegaban a los prostíbulos de la Puerta Nueva allí se quedaban. Las mujeres temblaban (…) pero los mineros las sacaban y las hacían bailar jaleándolas con las manos, llevando el compás con las culatas de los fusiles (…) Bajo el ruido de los disparos se oían las canciones de los borrachos, más tristes en la noche del Oviedo en ruinas (…) La dinamita (…) se utilizaba sin objetivo concreto, por simple afán de destruir. La revolución había enloquecido y se lanzaba vertiginosamente hacia el caos». Según Grossi, «El Comité de Sama abandona su puesto al comprender que la situación está perdida. Esta actitud es duramente calificada por la mayoría de los trabajadores. La palabra traición corría de boca en boca. Los más vehementes constituyen el nuevo Comité y parecen grandemente entusiasmados (…) Sin embargo, al comprender la gravedad de la situación (…) (siguen) el camino del anterior Comité, abandonando a los trabajadores a su suerte»[3].

Una vez pacificada Vizcaya entraba en liza ese día 12 una nueva columna militar y de guardias civiles, salida de Bilbao al mando del coronel Solchaga, hombre de confianza de Franco. A éste le preocupaba el ejemplo que la resistencia de los rebeldes asturianos pudiera dar en el resto del país, y quería acabarla cuanto antes. A fin de cortar cualquier comunicación de la zona rebelde con las provincias del entorno, había mandado al coronel Aranda cerrar con destacamentos de ametralladoras todos los pasos y salidas de la franja rebelde, para desde ellos caer en su momento sobre los valles mineros, en combinación con las tropas de Marruecos. Aranda tenía fama, parece que falsa, de masón o próximo a la masonería, y los rebeldes confiaban en su ayuda, pero él obedeció a Franco[4].

Para entonces la superioridad gubernamental se había vuelto aplastante. Más de 20.000 soldados y guardias, provistos de 24 cañones y 80 ametralladoras, asediaban a los insurrectos desde los cuatro puntos cardinales y tomaban la ofensiva en la misma Oviedo. Les apoyaban la aviación y varios buques de guerra en la costa. Los revolucionarios, aparte de sus numerosos combatientes y otros hombres y mujeres en tareas de apoyo, disponían de abundante armamento y tenían a su favor el conocimiento de un terreno muy abrupto y fácil para la resistencia. Su talón de Aquiles, ya al cabo de la primera semana, estaba en la escasez de municiones, que les había inducido a soluciones tan desesperadas como la que describe Grossi: «Hemos perdido ya toda esperanza de hacernos con una cantidad de municiones (…) Para aprovechar todas las posibles, acordamos lo siguiente: los camaradas que disparan en el frente con fusil deben tener cuidado de no perder las cápsulas, con el fin de que puedan ser cargadas y utilizadas de nuevo. Se ha encargado a varios camaradas ir detrás de los combatientes (…) recogiendo las cápsulas vacías. Disponen para ello de un cesto. Su misión es por demás expuesta, ya que tienen que encontrarse en plena línea de fuego. Una vez que han recogido cierto número de cápsulas, corren a depositarlas en una camioneta, la cual sale a toda velocidad hacia la fábrica de Trubia»[5].

Grossi explica también la causa de la penuria: «Al comienzo del movimiento (…) se hizo un gran dispendio de municiones (…) Muchos camaradas (…) disparaban a tontas y a locas, derrochando miles de proyectiles inútilmente». Y calcula, con desmesura: «Con las municiones gastadas durante la insurrección asturiana se hubiese podido emprender la conquista de toda la península»[6].

En Oviedo, en la mañana de aquel viernes 12, López Ochoa hacía formar a la tropa en el cuartel de Pelayo, le avergonzaba enérgicamente su pasividad y daba la orden, cumplida sin tardanza, de despejar el cerco al cuartel. También hizo fusilar, según parece, a un grupo de prisioneros, entre 19 y 48, según versiones, fuera por haberlos capturado con armas o tras un juicio sumarísimo[7].

Hacia las dos de la tarde entraban en la capital las fuerzas africanas, mandadas por Yagüe. Los legionarios pronto ocuparon el manicomio, punto dominante del acceso norte a la ciudad. López Ochoa divisó a lo lejos, con gran alegría, aquellos refuerzos. Tres horas más tarde los de Yagüe recuperaban la fábrica de armas y atacaban en otros barrios de la ciudad, mientras los aviones bombardeaban sus objetivos y sembraban la ciudad de octavillas exigiendo la rendición.

Pero a pesar del derrumbe de sus comités, los rebeldes peleaban con denuedo, practicando una suerte de guerrilla urbana. Los incendios se multiplicaban y decenas de cadáveres pudrían el aire. Al día siguiente, 13, López ordenó una acción envolvente por el contorno de la ciudad, desde el noroeste y el este hacia el sur, a fin de copar a sus enemigos en San Lázaro y cortarles la salida a la cuenca minera. Los rebeldes en retirada prendieron fuego a los grandes almacenes Simeón, que ardieron con fuerza por la masa de ropas almacenadas, y al colegio religioso de las Recoletas, colindante con la Universidad. Poco después ardía también ésta, después de una explosión de dinamita. Era un hermoso edificio de principios del siglo XVII, que albergaba numerosas pinturas de autores célebres y otras obras de arte, así como una biblioteca de 80.000 volúmenes, muchos de ellos antiguos y de elevado valor. Según ciertas versiones, una bomba de aviación habría hecho estallar un depósito de dinamita puesto allí por los rebeldes, pero otros testigos mencionan fuegos simultáneos en varias partes de la construcción[8].

Grossi acusa de los incendios al ejército, en especial a los chacales, hienas, asesinos profesionales del Tercio y Regulares. En algunos casos fue así, o fueron causados por los bombardeos o por guardias civiles, como el del teatro Campoamor, o la sede del diario socialista Avance. Pero hay pocas dudas de que la mayoría de las destrucciones por fuego y dinamita las realizaron los revolucionarios, como admite implícitamente el mismo Grossi: «En la calle Uría (…) ha sido incendiado el Café de Niza, desde donde nos hacían un fuego graneado, y (…) el Hotel Inglés, una librería y tres edificios más. Por la calle Fruela (…) el restaurante Tuto, la joyería (…) la Universidad, la casa Singer, los almacenes Simeón, la Casa de Aparatos Eléctricos, el Banco Asturiano (…) el hotel Covadonga, el Garaje España (…) la Audiencia», etc. O bien, «los trabajadores no se contentan con querer destruir la catedral. Asimismo pretenden la destrucción de muchos edificios desde los cuales se hace fuerte el enemigo. Pero el Comité (…) acuerda no hacerlo (…) Ante la evidencia del fracaso se cree que es de todo punto inútil la destrucción (…) No cabe la menor duda de que si para el triunfo de la insurrección hubiera sido preciso volar la catedral y otros edificios, esto se hubiera hecho sin vacilar». En realidad los comités apenas eran obedecidos en los días finales, y el 11 hubo un intento de dinamitar la catedral. Las quemas habían empezado en los primeros días; en los últimos se hablaba de convertir en cenizas la ciudad entera: «Sepamos, antes que entregarla al enemigo, confundir a éste entre sus escombros, no dejando piedra sobre piedra» rezaba una proclama del comité provincial revolucionario de Asturias el día 16. «Si no es pa nosotros, que no sea pa nadie», decían otros mineros[9].

El día 14, a las 6 de la madrugada, Largo Caballero era por fin localizado y detenido en su domicilio de la Dehesa de la Villa. Después de su discusión con Prieto se había ocultado en un piso del barrio de Salamanca, pero al tercer día supo que el portero del inmueble le había identificado, así que «por la tarde salí acompañado de la esposa de un periodista, en cuya casa pasé la noche». Para entonces debió de haber renunciado a la lucha, pues «al día siguiente decidí irme a mi casa a esperar, con mi mujer y mis hijos, los acontecimientos. El doctor Julio Bejarano me acompañó en estos traslados. Algunas veces fui dentro de una ambulancia y el doctor, con su bata blanca, cuidando del pobrecito enfermo (…) Para llegar a la casa habíamos atravesado medio Madrid. La glorieta de Cuatro Caminos estaba ocupada militarmente (…) con ametralladoras dispuestas a hacer fuego (…) Lo mismo que en agosto de 1917. Pensando en la confianza que habíamos depositado en algunos elementos militares, creí que iba a ponerme verdaderamente enfermo. Seguí en casa recibiendo a mi enlace (…) Una madrugada rodearon la casa unos cuantos camiones con policías y guardias de asalto»[10].

La noche anterior alguien había informado a la policía de la llegada de Largo a su chalet de la Dehesa de la Villa, en un coche de la Cruz Roja y vestido con bata blanca. Rodeada la vivienda por la mañana, los guardias de asalto se dieron a conocer y, con extrema tolerancia, aguardaron media hora hasta que les abrieron la puerta, dando tiempo sin duda a la destrucción de documentos[11].

El líder socialista fue interrogado por un juez instructor, un coronel. De acuerdo con la decisión de la cúpula del partido y de la UGT, negó todo: «¿Es usted el jefe del movimiento revolucionario? «No, señor». «¿Cómo es eso posible, siendo presidente del Partido Socialista y secretario de la Unión General de Trabajadores?» «¡Pues ya ve usted que todo es posible!» «¿Qué participación ha tenido usted en la organización de la huelga?» «Ninguna». «¿Qué opinión tiene usted de la revolución?» «Señor juez, yo comparezco a responder de mis actos y no de mis pensamientos». «¿Quiénes son los organizadores de la revolución?» «No hay organizadores. El pueblo se ha sublevado en protesta por haber entrado en el Gobierno los enemigos de la República». Y así sucesivamente, según los recuerdos del propio Largo. El informe judicial constata que el político declaró «que no era jefe del movimiento ni de nada», que no había salido de su casa en esos días, enterándose de los sucesos por la radio, sin dar ni recibir órdenes al respecto, que sus discursos «no eran revolucionarios» ni él tenía por qué hablar del movimiento, al cual no condenaba ni aplaudía, y que su influencia en el PSOE era nula[12].

Prieto se fugó a Francia algún tiempo después, con la ayuda del comandante aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros, un aristocrático militar simpatizante del comunismo, que llegaría a dirigir la aviación del Frente Popular en la segunda fase de la guerra. A la sazón, Hidalgo ejercía de agregado aéreo español en Roma, pero al estallar la revolución abandonó su puesto sin avisar a la embajada y se trasladó a Madrid, con la idea de hacer algo por la revolución. Su utilidad consistió en cruzar con Prieto la frontera pirenaica. El voluminoso líder socialista iba escondido en el incómodo maletero del coche de un amigo suyo, llamado Arocena. Hidalgo, embutido en su flamante uniforme al lado del conductor, disipaba las sospechas en los controles[13].

Ya a salvo, Prieto se juró no volver a implicarse en acciones como la que había protagonizado, aunque de labios afuera siguió ensalzándola a pleno pulmón. En París promovió una resonante campaña internacional de defensa de la revuelta y de los implicados en ella. Hidalgo, aunque había abandonado su puesto sin permiso ni información, volvió a Roma con la misma tranquilidad, perdiendo su cargo sólo seis meses después, aunque sin otras consecuencias[14].

En el norte, los alzados realizaron un esfuerzo final por imponerse en una Oviedo que se les iba rápidamente de las manos; pero pocos voluntarios nutrieron las columnas de auxilio. Con todo, las proclamas sostenían la moral de combate con su habitual optimismo: «Camaradas, ha llegado el momento de hablar claro. Ante la magnitud de nuestro movimiento, ya triunfante en toda España, os recomendamos un último esfuerzo (…) Cataluña está completamente en poder de nuestros camaradas. En Madrid, Valencia, Zaragoza, Andalucía, Extremadura, Galicia, Vizcaya y el resto de España sólo quedan pequeños focos enemigos (…) Urge, pues, terminar de una vez con esta situación en lo que respecta a Oviedo, dar el último empujón a los defensores del capitalismo moribundo. No hacer caso en absoluto de los pasquines que arrojan»[15].

Las últimas jornadas transcurrieron entre fuertes lluvias. La operación militar de envolvimiento, el día 13, no fue plenamente cumplida, pues la columna que bajaba por el este tropezó con una resistencia obstinada en los barrios de Villafría y San Lázaro, donde defendían a ultranza los rebeldes su vía de retirada hacia la cuenca minera. Pese al apoyo aéreo, las tropas eran expulsadas a veces de posiciones conquistadas, que tenían que volver a asaltar. En el curso de los asaltos, las tropas habrían asesinado a varias decenas de paisanos no revolucionarios, incluyendo mujeres, según denuncias hechas más tarde. Temerosos de verse cercados, los rebeldes abandonaron el interior de la ciudad el día 14, y López Ochoa procedió entonces a reorganizar sus fuerzas con vistas a una acción de mayor envergadura, limitándose por dos días a hostigamientos y amagos[16].

Ese 14, domingo, llegaban a Campomanes y Vega del Rey refuerzos legionarios y moros, y Franco sustituía al general Bosch, cuya precaución creía excesiva, por el general Balmes, viejo compañero suyo de la Legión, a quien dio orden de avanzar sobre Pola de Lena. López Ochoa lo consideró una intromisión y recabó del ministerio completa autoridad sobre las operaciones en Asturias. Franco cedió. López parecía haber perdido en los últimos días su agresividad de la primera semana, y ordenó a Balmes paralizar su ofensiva mientras él operaba en torno a Oviedo. Yagüe, táctico acreditado, recelaba de las medidas de su superior, se quejaba de que ellas exponían innecesariamente a los legionarios y regulares, y pretendía no deberle obediencia. Era un duro africanista y quería depender sólo de Franco. La tirantez entre los dos alcanzó el borde del homicidio. «Llegué a echar mano a la pistola, ya sin seguro», diría Yagüe, refiriéndose a una borrascosa entrevista que López Ochoa relata en términos similares: «Le juro que le pegaba dos tiros antes de que sacara el arma». Pero el africanista hubo de resignarse al mando de López[17].

Pese a la ventaja adquirida, los gubernamentales aún sufrieron un fracaso el día 15. Tres compañías enviadas de Gijón a Grado con objeto de amenazar Trubia retrocedieron apenas chocaron con una ligera resistencia.

Ante la falta de autoridad del segundo comité nació un tercero, otra vez socialista y radicado en Sama. Lo encabezaba Belarmino Tomás, destacado jefe ugetista, secretario del Sindicato Minero y vocal de la Federación Internacional de Mineros. Había sido director de la mina San Vicente, propiedad del sindicato, y mandaba una de las columnas de asalto a Oviedo[a]. En realidad, la tarea principal de este comité fue negociar la rendición.

No obstante, todavía el 16 circulaban llamamientos inflamados: «Nuestra revolución sigue su marcha ascendente (…) Organizamos sobre la marcha el Ejército Rojo: el servicio obligatorio con incorporación a filas de todos los hombres, desde los 17 a los 40 años (…) En pie de guerra, hermanos, el mundo nos observa (…) Rusia, la patria del proletariado, nos ayudará a construir sobre las cenizas de lo podrido el sólido edificio que nos cobije para siempre. ¡Viva la dictadura del proletariado!»[18].

Palabras vacías, porque la rebelión daba sus últimas boqueadas. Las fuerzas de Yagüe eliminaban las resistencias finales en el sur de Oviedo y amagaban un ataque a la cuenca minera, provocando un reflejo momentáneo de pánico entre los sublevados. Al día siguiente, el comité estaba resuelto a rendirse.

El 15 se habían reunido en Bruselas los dirigentes de la Internacional Comunista M. Cachin y M. Thorez, con los de la Internacional socialista, E. Vandervelde y F. Adler. Cachin planteó: «Hemos recibido instrucciones para preguntarles si (…) no habría posibilidad, desde ahora, de (…) ayudar a la (…) gran revolución española que ha comenzado». Los comunistas pedían un plan de acciones conjuntas, incluyendo mítines y manifestaciones, huelgas para impedir supuestos suministros militares extranjeros a Lerroux, exigencias a los parlamentos de todos los países para que protestasen por «las bárbaras ejecuciones de que es víctima el pueblo español», y una ayuda material inmediata, no especificada, a los rebeldes. Tales medidas debían dar pie a un frente común: «(Si) afirmamos que las dos Internacionales están dispuestas a entrar en lucha para defender a nuestros camaradas españoles (…) sería un gran hecho histórico (…) que daría al proletariado español (…) e internacional una gran confianza en sí mismo»[19].

Los comunistas perseveraban en su propuesta de frente común, aunque no pasase de formal, y los llamamientos de su prensa se multiplicaban. «Sólo la unidad de lucha de la clase obrera del mundo puede llevar una ayuda efectiva a los obreros españoles, cortando el paso a la reacción española y mundial», clamaba L’Humanité[20].

Los socialistas, en cambio, no perdían sus recelos. Temían, por larga experiencia, las maniobras comunistas, y muchos de ellos no veían clara la conveniencia de comprometerse en un alzamiento que, según todas las apariencias, se dirigía contra un gobierno democrático y legal, y rompía con las tácticas habituales de los partidos socialdemócratas. Pero el ambiente emotivo creado por los combates de Asturias les impedía zafarse airosamente de las propuestas comunistas, de modo que prefirieron escurrir el bulto, excusándose en las diferencias internas dentro de su Internacional. Con todo, quedó abierto un portillo a la colaboración en algunos países. La eficacia inmediata de aquellas propuestas fue nula, porque ya no quedaba tiempo para una ayuda efectiva; pero la verdadera utilidad del apoyo a los insurrectos se manifestaría varias semanas más tarde, en el plano de la propaganda, con enorme daño para el gobierno de Lerroux.

El ataque decisivo sobre los valles mineros iba a tener lugar el día 19. Previamente Yagüe ocupaba sin esfuerzo Trubia, donde había «cierta frialdad en la masa obrera (…) Los ánimos habían decaído mucho, y ya preví que, en caso de un ataque enemigo, no ofrecerían resistencia». Caída Trubia, los rebeldes perdían su aprovisionamiento de municiones, mientras el general Balmes tomaba la ofensiva en el sur, que cogería en tenaza a los valles mineros, cuya posible comunicación con el mar estaba impedida por la columna de Solchaga. La superioridad material y estratégica del ejército se había hecho irresistible[21].

Sin embargo estas operaciones iban a quedar congeladas, porque en la tarde del día 18 Belarmino Tomás concertaba con López Ochoa los términos de la rendición, a las dos semanas justas de estallar la revuelta. El caudillo insurrecto contará así el encuentro:

—Antes de que empecemos a tratar de lo que aquí me trae, quiero que no pierda usted de vista que quienes nos hallamos frente a frente somos dos generales, el de las fuerzas gubernamentales, que es usted, y el de las revolucionarias, que soy yo.

—Está bien. Tengo sumo gusto en hablar con usted de todas estas cosas que nos preocupan. Celebraré que lleguemos a un acuerdo.

»Y siguió hablándome de lo equivocado que sería por nuestra parte que persistiéramos en la resistencia.

—Va a costar mucha sangre a ustedes y al Ejército —me dice—. Está usted hablando con un republicano y un masón. Es preciso evitar consecuencias peores».

Tomás alardeó de poseer dinamita suficiente para retrasar durante meses la entrada de los militares en las cuencas mineras, a lo que habría asentido López, y ofreció una rendición condicionada. El militar pidió la entrega de la mitad de los miembros del primer comité, de la cuarta parte del segundo, y de todo el armamento. Tomás accedió sólo a liberar a los prisioneros y a recomendar a sus hombres la entrega de las armas; pidió también que no hubiera represalias, salvo las derivadas de la acción judicial, y que en vanguardia de las tropas que ocupasen los valles mineros no fueran legionarios ni regulares. El general renunció a los rehenes de los comités, conformándose con el cese inmediato del hostigamiento a sus tropas[22].

La versión de López Ochoa coincide en lo sustancial con la de Tomás. Las condiciones fueron aceptadas en un ambiente que ambos protagonistas juzgaron bastante cordial[23].

Luego, Tomás marchó a Sama a dar cuenta a una muchedumbre que le aguardaba. Las gestiones habían provocado descontento entre los rebeldes. «Comenzaron las cábalas y conjeturas, y, como alguien comentaba la posibilidad de otra fuga del Comité, se empezó a hablar de proceder a la detención de los miembros del mismo (…) y su cacheo, por si hubiera habido reparto de dinero. Aquella masa se colocaba en una actitud amenazadora, y algunos, provistos de fusiles, empezaron a tomar posiciones por puertas y junto a los coches allí estacionados». Desde el balcón del ayuntamiento, Tomás explicó «la triste situación en que ha caído nuestro glorioso movimiento insurreccional», que era la de un ejército «vencido momentáneamente». De esa derrota «no somos culpables», puesto que «el resto de la Península no da señales de vida en lo que a la insurrección se refiere (…) Ninguna ayuda podemos esperar del proletariado (…) ya que éste no es más que un mero espectador del movimiento de Asturias». Al leer las condiciones de rendición hubo un movimiento de protesta entre los congregados, y gritos de traición. Tomás los convenció insistiendo en que la capitulación era sólo momentánea: «Subsanaremos nuestros errores para no volver a caer en los mismos, procurando al mismo tiempo organizar nuestra segunda y próxima batalla»[24].

Yagüe sintió el pacto entre su superior y Belarmino Tomás como una humillación para él y sus unidades, que habían llevado el peso de la reconquista de Oviedo y la derrota de la revolución. Hallaba inadmisible la actitud de López Ochoa y su complacencia con los rebeldes; pensaba que éstos recobrarían enseguida la moral, con lo que nada se habría solucionado y podría haber nuevas insurrecciones. El general, por el contrario, opinaba que el trato ahorraba sangre. Las diferencias de táctica y de enfoque entre los dos militares reflejaban también diferencias políticas. Yagüe, simpatizante falangista y amigo de José Antonio, había hecho una destacada carrera en Marruecos. López Ochoa representaba una tradición más de izquierda, con ocasionales tintes catalanistas.

Al día siguiente del pacto, las tropas ocupaban pacíficamente los valles mineros mientras los jefes insurrectos huían. Todavía ocurrieron actos de violencia, el más sonado la voladura de un camión, con muerte de veinticinco militares. Sólo 4.100 armas fueron devueltas, quedando la mayoría escondidas para mejor ocasión. Ello obligó al gobierno a un esfuerzo por recuperarlas, y con ellas el dinero sustraído de los bancos, y por capturar a los implicados. El ministro nombró para ese menester al comandante Lisardo Doval, de la Guardia Civil, a quien otorgó poderes especiales. Doval se había labrado fama de investigador sagaz, pero extremadamente duro y sin escrúpulos, en la represión del terrorismo libertario.

Como subrayando las aprensiones de Yagüe, el Comité se despedía, al tiempo que capitulaba, con un manifiesto que se hizo célebre, dirigido «A todos los trabajadores», en que exaltaba «la insurrección gloriosa del proletariado contra la burguesía» y definía la rendición como un simple alto el fuego, como «una tregua en la lucha», «un alto en el camino, un paréntesis, un descanso reparador después de tanto surmenage»[25].

Josep Pla, corresponsal en Oviedo, opinaba: «No ha de creerse que los sucesos de Asturias han sido la consecuencia de una llamarada momentánea (…) No creo que en la historia de las revoluciones fracasadas de Europa haya un precedente tan enorme como Oviedo (…) Es la política la que ha hecho posible esta hecatombe (…) Los hechos de Asturias son el final implacable de un proceso comenzado tres años antes, como la noche del 6 de octubre en Barcelona es el final de un proceso inaugurado por la entrada del señor Maciá en la política catalana. Hay cosas que no pueden ser, pese a que la gente haya acordado decir que el país no tiene lógica. ¡Sí que tiene lógica el país! Lo que cabe es darse cuenta de ello, seguir las cosas con seriedad y prescindir de las superficialidades y de los optimismos sin ton ni son»[26].

Franco entendió la revuelta como «el primer acto para la implantación del comunismo en nuestra nación». Tenía un alto concepto de sí mismo y se atribuyó el mérito principal en la victoria: «Contaban los revolucionarios con las debilidades de aquel Régimen y la incapacidad de sus cabezas rectoras. No contaban con que se trataba de una operación de guerra con todas sus consecuencias y que en el Ministerio de la Guerra iban a encontrarse con un Capitán experto en la materia»[27].