LA DESERCIÓN DE LOS COMITÉS ASTURIANOS
En los primeros momentos los rebeldes creyeron tener de su lado a los aviadores. Al comenzar el alzamiento el aeródromo de León corrió peligro de caer en manos de los rebeldes, lo que hubiera cambiado el panorama de la lucha. Pero la intentona, si llegó a ser seria, quedó frustrada por la reacción gubernamental.
Tras dos días de pasividad, la aviación se empleó a fondo contra los insurrectos. Su eficacia material era limitada, ya que los sistemas de bombardeo de la época carecían de precisión, y ocurría que «las bombas caen ahora sobre los prados (…) no causando, por tanto, víctimas». Un relator anarquista cuenta: «La aviación lanza cientos de bombas sobre la ciudad, que explotan por todas partes sin que esto asuste a nadie. Las mujeres se pasean tranquilamente por las calles como si nada aconteciese». Suena duro de creer, y en general no ocurrió así, desde luego. Precisamente el impacto principal de la aviación fue el psicológico, por la sensación de impotencia que creaba en los rebeldes. El comunista Carlos Vega, miembro del Comité local de Oviedo, destaca en un informe cómo los aviones sembraban «el pánico y la desmoralización de aquellos millares de combatientes que, sin descanso y apenas y mal alimentados, sostenían el fuego». A juicio de Grossi, el arma aérea, a la que achaca una mortandad desmesurada (más de 600 víctimas sólo en Gijón), «ha sido la que más ha introducido el pánico y la desmoralización en los medios revolucionarios, incapaces de luchar eficazmente contra ella (…) Sin su terrible intervención, la lucha se habría prolongado por un tiempo más»[1].
Hubo un total de 400 vuelos, con descarga de 2.400 bombas, Los insurrectos disparaban contra los aviones con fusiles, pero con mínimo efecto: sólo lograron derribar un aparato, aunque hirieron de gravedad a varios pilotos. Para eludir los ataques aéreos las columnas rebeldes marchaban a los puntos de fuego y efectuaban sus relevos durante la noche. Los trenes que transportaban proyectiles desde Trubia vigilaban el aire para esconderse en los túneles al divisar los aeroplanos. Contra «las atrocidades de la aviación», los rebeldes también radiaron protestas e intentaron cursar telegramas al gobierno, a la Sociedad de Naciones y a la Liga de los Derechos del Hombre, pero ellos mismos habían cortado las líneas telegráficas y estaban aislados[2].
Y una desgracia mayor se abatía sobre los alzados: el día 10, miércoles, atracaba en Gijón un segundo crucero, el Cervantes, con legionarios y marroquíes del ejército de África. Estos soldados tenían fama de acometivos, disciplinados y bien entrenados. Apoyados por algún cañoneo naval, no tardaron en desalojar a los rebeldes de la ciudad. Los vencidos, anarquistas, provistos de 100 fusiles, 2 ametralladoras, muchas pistolas y poca munición, se sentían abandonados por el comité regional, que no sólo les había negado artillería, sino también otras armas. «A los marxistas no les importa la suerte que puedan correr los compañeros de Gijón», lamentaba acerbamente el jefe regional de la CNT, José María Martínez, acusando a socialistas y comunistas. Los últimos, según el cronista Solano Palacio, se ocupaban en intrigas «mientras los anarquistas luchaban en la línea de fuego». Solano concluye, razonablemente: «Haber dejado desarmado a Gijón ha sido uno de los mayores errores cometidos. Era de suponer que se intentase un desembarco por aquel puerto (…) Tomado este puerto por las fuerzas del Gobierno, la revolución podía darse por fracasada»[3].
López Ochoa, ignorante de la llegada de los barcos, partía para Oviedo con sólo 180 soldados, dejando en Avilés una pequeña guarnición. Su columna iba cubriendo cautelosamente los 27 kilómetros entre las dos ciudades, y «las escasas gentes, en su mayoría mujeres que se asomaban a las puertas y ventanas de los numerosos caseríos (…) nos miraban pasar con semblantes desencajados por la preocupación y el espanto (…) Una anciana (…) salió a la puerta de su modesta vivienda dando grandes gritos y lamentos, sollozando y elevando los brazos al cielo con desesperación». En cabeza de la columna, el general hacía avanzar a veinticuatro prisioneros: «La razón del empleo de este sistema, que a primera vista pudiera parecer algo bárbaro e inhumano, no era otro que el de evitar bajas a mi tropa, siendo el objetivo que perseguía, no el de atacar al enemigo, para cuyo intento no contaba con fuerzas suficientes, sino (…) llegar cuanto antes a Oviedo, procurando deslizarme entre sus fuerzas (…) Era, pues, un ardid de guerra justificado, ya que los rebeldes habían de vacilar». Pero no vacilaron, y en las escaramuzas cayeron muertos varios de los escudos humanos, entre ellos un prominente político regional del PSOE, llamado Bonifacio Martín. Meses después Vidarte se lo echará en cara al general, quien le replicó: «Así es la guerra (…) En una de las emboscadas me causaron muchas bajas: tres oficiales y ocho soldados muertos; siete oficiales y veinticinco soldados, heridos». Bonifacio Martín era masón, y en adelante, López Ochoa prestó atención al hecho: «Hubo algunos que me hicieron el signo de socorro de nuestra Orden. Yo apuntaba el nombre al igual que otros, pero señalándolo con una cruz. Después, cuando regresé al cuartel (…) (di) orden de que los (…) dejaran en libertad»[4].
Al extremo opuesto de la zona rebelde, las tropas de Vega del Rey seguían aisladas y escasas de cartuchos y víveres. Los sublevados les ametrallaban sobre todo desde la bella ermita medieval de Santa Cristina, que sufrió serios daños en los infructuosos contraataques de los militares. Pero a la cercana Campomanes acudían dos nuevos batallones de refuerzo. «El enemigo no logra avanzar, pero no retrocede tampoco», anota Grossi. Según él, ese día 10 los rebeldes planearon envolver y aplastar a las tropas de Campomanes y Vega del Rey, pero desistieron. «¿Por qué (…)? La razón es muy sencilla. Los dirigentes de la insurrección asturiana sabemos (…) que el movimiento ha sido sofocado en toda España (…) Así, decidimos mantenernos a la defensiva con la esperanza de que el resto reaccione nuevamente ante nuestro ejemplo». Pero el ejemplo, como barruntaban los alzados, no iba a cundir, por lo que ya pensaban en «organizar la paz. Y a esperar una mejor ocasión, una ocasión que no puede estar muy lejana, para el triunfo de la revolución socialista»[5].
Continuaba la publicación de manifiestos y noticiarios alentando a los mineros. El suministro de víveres en los pueblos se mantenía razonablemente. «El Comité de abastos de Mieres funciona de forma perfecta. Ha editado un carnet especial que ha sido distribuido a cada ciudadano cabeza de familia. En él se consigna la cantidad de alimentos que corresponde a cada uno diariamente». En los hospitales «sigue asistiéndose por igual a los heridos revolucionarios y a los de la fuerza pública». Pero escaseaba la munición, tanto de cañón como de fusil[6].
La lucha proseguía en medio de una llovizna persistente que ejercía en todos un leve efecto desmoralizador. Los defensores de Oviedo padecieron su peor jornada en la del 10. Retenían apenas cuatro reductos: la cárcel, la catedral y los cuarteles de Santa Clara y Pelayo. En los tres primeros, núcleos de unas decenas de hombres resistían prácticamente aislados y con penuria de provisiones y balas. La catedral sufría un frecuente cañoneo, que causaba destrozos en sus góticas fachada y torre. El cuartel de Pelayo, en cambio, aunque escaso de agua y comida, disponía de abundante munición para los más de 900 soldados y guardias allí alojados. Su principal problema era, como ya se ha dicho, la floja moral de los mandos superiores. Los rebeldes lo atacaban sin tregua: «Desde el Naranco se hace nutrido fuego de cañón contra el cuartel. A pesar de la falta de espoletas, la mayoría de los muros del edificio quedan destrozados», con más de 200 impactos. Pues «la toma de esta fortaleza enemiga representaría un gran triunfo para nuestra causa, por la gran cantidad de municiones que hay depositadas allí». Alguno de los reiterados asaltos fue neutralizado por la aviación[7].
Los revolucionarios se percataban de la angustiosa situación del cuartel: «Estaba bien sitiado, se tenía casi la certeza de que carecían de víveres y de agua, y se notaban síntomas de agotamiento». El día 10 y el siguiente, los jefes de Pelayo tuvieron «reuniones que (…) han trascendido entre la oficialidad, que no se siente mandada ni dirigida, y en ellas se ha hablado de rendición». Ello hubiera desmoronado la defensa de Oviedo y estimulado la insurrección: «Se hubiese podido derrotar con facilidad a la columna de López Ochoa (…) y entonces ¡que avanzara el Tercio y los Regulares! Estaríamos en condiciones de hacerles frente y mantener el poder de los obreros y campesinos unas semanas más», dice el comunista Carlos Vega. «Confiábamos en poder establecer contacto con las zonas revolucionarias más inmediatas de León, Santander y Palencia, y, con el ensanchamiento del territorio soviético, llegar a despertar la conciencia de todas las masas trabajadoras de España y hundir el régimen capitalista en todo el país». Pero el día anterior los socialistas «ya habían hablado de que había que pensar en la posible derrota y cómo podíamos efectuar la retirada»[8].
En Francia, ese día 10, la Comintern se dirigía «a los trabajadores del mundo y a la Internacional Socialista» para actuar de consuno «en apoyo del proletariado español» e impedir «el apoyo de los gobiernos capitalistas al Gobierno de Lerroux»[9].
La propuesta aplicaba una nueva estrategia que Moscú iba imponiendo desde el mes de junio. Su novedad consistía en el abandono de su tradicional antagonismo hacia la II Internacional. Desde su fundación por Lenin en 1919, la Comintern consideraba a la socialdemocracia como una influencia burguesa o imperialista en el seno del proletariado, como «agente del gran capital», encargado de anular el impulso revolucionario de la clase obrera mediante la revisión de tesis fundamentales de Marx y Engels. De ahí los epítetos de «revisionistas», «socialimperialistas», «reformistas» o «socialfascistas» con que eran obsequiados los partidos de la II Internacional por los de la III o Comintern. Y, ciertamente, la política de casi todos los partidos socialistas se basaba en la revisión del revolucionarismo de Marx y en la colaboración, más bien que en la lucha, con los poderes burgueses. El PSOE constituía, en 1934, una estruendosa excepción a esa corriente, y por ello su dirigente Largo Caballero recibía el apelativo de «Lenin español».
Sin embargo el triunfo de Hitler, a principios de 1933, había supuesto la aniquilación por igual de los partidos comunista y socialista alemanes, y auguraba imitaciones en otros países europeos. Stalin, jefe absoluto, de hecho, de la III Internacional, modificó poco a poco su estrategia, preocupado por la derrota del partido alemán, estrella de los partidos comunistas fuera de la URSS, y aún más preocupado por el programa hitleriano de extenderse hacia el este y destruir al bolchevismo. Ahora admitía el acercamiento a los socialdemócratas y a los partidos burgueses de izquierda, con el doble fin de detener al nazismo y de utilizarlos en provecho del régimen soviético. El eje de esta nueva política iba a ser Francia, donde en julio de 1934 socialistas y comunistas habían acordado suprimir las críticas mutuas y fomentar la acción común[a]. Y en octubre las circunstancias convertían a España en escenario privilegiado para ensayar el cambio de línea, que sistematizaría la Comintern un año más tarde, en las tácticas de frente popular.
Así, la solidaridad internacional con Asturias ofrecía una espléndida ocasión para comprometer a los partidos revisionistas. Mas aún seguía vivo el resquemor entre ambas internacionales. En la socialista aceptaban colaborar las secciones de Austria, España y Francia, pero otras se inclinaban en contra, en especial las escandinavas, la inglesa y la holandesa. De modo que la propuesta unitaria en relación con Asturias fracasó. Pero los comunistas porfiaron, y cinco días más tarde conseguirían una reunión de alto nivel con los líderes antes tachados de agentes del imperialismo.
El día 11, cuando se cumplía una semana de combates, iba a ser la jornada decisiva de la revolución asturiana.
La lucha en Oviedo proseguía con encarnizamiento. Una bomba de aviación mató en la plaza del Ayuntamiento a 12 personas e hirió a 27. Los rebeldes, codiciosos de municiones, encargaron una nueva acción al sargento Diego Vázquez, uno de los contadísimos militares pasados a los insurrectos: «Recibí la orden del Comité de ponerme al frente de una columna de prisioneros para asaltar el cuartel de Pelayo. Los prisioneros irían delante, y al verlos desde el cuartel, no harían fuego», dice Vázquez[10].
Al marchar hacia el cuartel, las mujeres azuzaban a los milicianos para que asesinasen a los prisioneros. Tales episodios se repitieron otras veces. Según Grossi, «con el enemigo, la mujer es cien veces más cruel que el hombre. Poner a los prisioneros a su disposición era extraordinariamente peligroso para ellos»; y Benavides recuerda: «Yo no me he explicado aún el por qué las jóvenes socialistas se complacían antes de octubre en imaginar ciertos pormenores de la justicia que habría de hacerse después del triunfo. Por ejemplo, ahorcar en la Puerta del Sol a D. Alejandro Lerroux», a quien califican de «viejo inmundo». Sin embargo, aunque las féminas se mostraban muy exaltadas, los culpables de asesinatos fueron siempre o casi siempre varones; algún prisionero debió la vida a la intervención compasiva de alguna mujer de las que apoyaban la lucha, y en otra ocasión, al paso de un autobús en que iban detenidos varios sacerdotes, unas chicas libertarias gritaron «¡Sangre no, sangre no. Revolución, sólo revolución!»[11].
Una chica comunista, llamada Aída Lafuente, sería convertida por la propaganda en heroína y mártir revolucionaria. En la revista sensacionalista Estampa un legionario afirmaba haber matado en acción a la muchacha. Sin embargo el cadáver parece que tenía trece disparos, por lo que otros suponen que fue capturada, acaso con un arma en las manos, y fusilada sobre la marcha. Benavides imagina que la joven «tenía una conciencia revolucionaria que, por lo sensible, hacíasele dolorosa. Cuando disparaba el fusil, cada disparo le parecía que horadaba la noche de una aurora nueva. En la boca de su fusil podía estar el amanecer de los trabajadores del mundo». La experta propaganda comunista le inventó proezas bélicas poco verosímiles[12].
Por otra parte, bastantes mujeres trabajaban en «la alimentación de los combatientes, la recogida y asistencia a los heridos, etc», en cuyo desempeño «llegan a ocupar a veces los sitios de mayor peligro (…). En el propio campo de batalla animan sin cesar a los trabajadores» anota Grossi. Aurelio de Llano menciona a las «muchachas (que) (…) con los brazos al aire, falda corta, cinturón de cuero, del cual pendía una o dos pistolas, iban a llevar la comida a los que luchaban»[13].
El sargento Vázquez y sus hombres avanzaban sobre el cuartel cuando los sitiados contraatacaron de pronto, desbaratándolos. Dos guardias prisioneros, usados como parapeto por los sediciosos, cayeron en la refriega[14].
Ese mismo día sufrió la catedral un ataque desesperado. Los insurrectos lograron acercarse a una fachada lateral, a la que adosaron una gran carga de dinamita, con la que esperaban volar buena parte del edificio. La tremenda explosión destruyó estatuas y vidrieras y redujo a escombros la capilla llamada «Cámara Santa», una de las obras maestras del arte románico en toda Europa, iniciada en el siglo IX y que algunos especialistas comparaban ventajosamente con el Pórtico de la Gloria de Santiago, otra de las cumbres del románico. En el muro principal se abrió una vasta brecha y por ella entraron en tromba los revolucionarios. Pero, reaccionando de inmediato, los soldados les cortaron el paso con descargas de fusil[b] [15].
Estos reveses desalentaban a los sediciosos, pese a que sus jefes persistían en difundir noticias de fantásticas victorias en todo el país. Los aviones soltaban proclamas y periódicos para persuadir a los milicianos de su aislamiento, y la radio daba informaciones para ellos indeseables. Lo que les hacía sospechar la verdad eran los programas musicales y las noticias de deportes y espectáculos, indicadores de normalidad en el resto de España. «El comité de Mieres trata de neutralizar la acción perturbadora de las informaciones gubernamentales. Pero entre nosotros existen elementos perturbadores que se convierten inconscientemente en cómplices de la contrarrevolución. Algunos de estos elementos tienen que ser encarcelados». Pese a todos los esfuerzos, «los llamamientos que se dirigen a los trabajadores dan ya escaso resultado. Es preciso ir a buscarlos personalmente según pasan por la carretera»[16].
En el frente sur, ese día las tropas de Campomanes liberaban de su cepo a las de Vega del Rey y tomaban al día siguiente la estratégica ermita de Santa Cristina, en medio de un continuo aflujo de refuerzos gubernamentales.
También el cerco de Oviedo era perforado la tarde del día 11 por los contados, pero audaces, soldados de López Ochoa. La enconada resistencia obligó al general a traer dos compañías de Avilés. Aurelio de Llano relata: «Los soldados avanzan por las cunetas, aprovechando (…) las paredes que bordean la carretera, por cuyo centro (…) no se ve a nadie más que al general, que va de un lado a otro dando órdenes en medio de una lluvia de balas. Los revolucionarios atacan desde la Cadellada y desde la falda del Naranco. Veo cuatro aviones evolucionar delante de las tropas y oigo los estallidos de las bombas (…) Desde los portales (…) los rojos disparan contra los aeroplanos. ¡Qué espectáculo estoy presenciando! Lo contemplo con intensa emoción. Las llamas de los incendios enrojecen el cielo. Las mujeres salen de las casas y huyen despavoridas con sus hijos en brazos. Y el populacho se acerca a los comercios gritando: «¡Al asalto! ¡Al asalto!». Los dinamitazos resuenan en las calles. Los aviones bailan una danza macabra; sus bombas (…) forman surtidores de metralla que se desparrama en todas direcciones segando vidas. El ruido continuado de los cañonazos asemeja el bramido de las olas en las noches de tormenta. Y los tableteos de las ametralladoras parecen aplausos infernales. ¿Será esto un castigo de Dios…?»[17].
La columna de López se abrió paso penosamente hasta el cuartel de Pelayo. Allí el general constató, indignado, que la guarnición bastaba para haber actuado con mayor agresividad, en lugar de reducirse a la defensa.
Y desde Gijón, cerca de 2.000 soldados al mando del teniente coronel Yagüe marchaban sobre Oviedo. Al atardecer llegaron al pueblo de Lugones, a 5 kilómetros de la capital. Allí recibieron por autogiro un comunicado pesimista sobre la suerte que hubiera podido correr López Ochoa, y el aviso de que más adelante había camiones aparentemente abandonados. Temiendo una emboscada, pernoctaron en el lugar, sin intentar forzar la entrada a la ciudad. Los camiones pertenecían a la columna de López[18].
El desembarco en Gijón y la marcha de López golpearon la moral de los rebeldes. Varios de sus dirigentes ya habían dado por perdida la batalla el día anterior. El 11, a las 3 de la tarde, se reunieron el comité principal y otros jefes locales, reproduciéndose entre ellos agrias discrepancias. José María Martínez, el dirigente anarquista más destacado en Asturias, quería concentrar la resistencia en Gijón, pues si esa vía quedaba abierta, la rebelión podía darse por vencida. No sabía que Gijón había caído ya. Los socialistas propugnaban retirarse a los valles mineros y allí hacerse fuertes con vistas a una retirada en orden. Los comunistas se oponían al repliegue, aunque terminaron por aceptarlo, siempre que no fuese en desbandada[19].
«Ante la desorganización que se observa en nuestros cuadros, y en vista de la imposibilidad de hacer frente al decidido ataque enemigo, el Comité regional toma el acuerdo de que sean abandonadas las posiciones (…) El Comité de Oviedo, hechas las correspondientes advertencias a los compañeros más comprometidos, abandona la capital hacia la una de la noche. Por su parte el Comité de Mieres acuerda abandonar la población hacia las dos de la madrugada (…) A esta hora, otros tres camaradas y yo tomamos un coche y nos dirigimos hacia Quirós, con el fin de ganar la frontera portuguesa. No nos falta dinero (…) Inquiero a los compañeros (…) si han salido ya los demás componentes del Comité. Me dicen que están decididos a salir, pero que pensaban apoderarse de algunas pesetas en el Banco Herrero y que esto les retrasaría un poco», informa Grossi[20].
Los comunistas denunciaron la «traición de determinados líderes socialistas», que desde el día anterior «tenían la fuga escandalosa en preparación». En efecto, la víspera habían reventado las cajas del Banco de España en Oviedo y se habían apoderado de 14 millones de pesetas, suma muy considerable, para asegurar la huida[c]. González Peña había tratado de persuadir a los demás de que la derrota era ineluctable, y propugnado la retirada. Los comunistas presentaron el acuerdo como «puñalada trapera al movimiento», pero Grossi rebate: «Los comunistas tratan de envenenar los ánimos de los trabajadores, haciéndonos a nosotros los responsables directos de la deserción de los comités de toda Asturias (…) Se celebra una reunión del Comité (…) y los que tanto habían alborotado contra nosotros se ven obligados a reconocer que a todos les cabe la misma responsabilidad en el acuerdo adoptado»[21].
El presidente del comité había sido Ramón González Peña, a quien Vidarte describe así: «Fue el alma de la insurrección asturiana (…) minero de profesión (…) y secretario general de la Federación Nacional de Mineros (…) Un hombre de firmes convicciones, austero, de voluntad férrea e inquebrantable, socialista hasta la médula de los huesos (…) Al proclamarse la República fue nombrado gobernador de Huelva. Después se trasladó a Asturias, donde ocupó los cargos de alcalde de Mieres y, más tarde, presidente de la Diputación provincial de Oviedo. También perteneció a las Cortes Constituyentes (…) Era un hombre en quien uno podía confiar en todo momento, dispuesto a dar su vida por el Partido Socialista. El 4, en la noche, conocida ya la entrada de la CEDA en el Gobierno, Amador Fernández, uno de los comisarios del pueblo designados por Largo Caballero, salió inmediatamente para Asturias. Él, González Peña y Graciano Antuña trazaron el plan de la insurrección, en la casa del pueblo de Mieres»[d] [22].
Sin embargo, González había vacilado en varios momentos de la lucha, y no siempre, ni mucho menos, fueron obedecidas sus órdenes.
En las últimas discusiones del comité cobraron especial acritud las disputas entre el anarcosindicalista José María Martínez, los socialistas y los comunistas, cada uno por su lado. Parece que Martínez salió para Gijón con el fin de reorganizar la resistencia, y se encontró con que ya no había nada que hacer. Al día siguiente, 12, aparecía en Langreo su cadáver, con un balazo en el pecho. Se atribuyó su asesinato a los comunistas, y hubo sospechas de los socialistas, quienes se apresuraron a ocultar sus graves discrepancias previas con Martínez. Otros creen posible un accidente[23].
Debió de ser por esos días cuando los conspiradores monárquicos trataron de dar un golpe a su vez: «Se trataba de recoger al general Sanjurjo en Portugal, trasladándolo en avión a las proximidades de Oviedo (…). Allí, de acuerdo con el teniente coronel Yagüe, jefe de una columna de operaciones, utilizaría ésta como núcleo inicial de partida para la toma del poder», aprovechando el estado de guerra y la momentánea derrota y desmoralización de las fuerzas izquierdistas en toda España. Así lo informa J. A. Ansaldo, uno de los comprometidos. La ocasión les parecía excelente, pero Franco se opuso. Fue el primero de tres golpes que Franco evitaría. A juicio de Ansaldo, «por esta trayectoria de desaprovechamiento de oportunidades, fuimos conducidos al capítulo final de la tragedia»[24].