EL MOMENTO DE GLORIA DE LERROUX
El gobierno ya tocaba la victoria en la crisis más dramática de la corta historia de la república, crisis de una amplitud y violencia desconocidas en las convulsiones internas de España en lo que iba del siglo XX. El éxito de Lerroux sorprendía. Se le creía afectado de agotamiento senil, pero en trance tan arduo mostró temple firme, moderación en sus medidas y acierto en sus nombramientos; dio una talla de estadista superior a la que solía concedérsele. Esta realidad hubieron de apreciarla en especial sus contrincantes, pues el desdén que sentían hacia él y que contribuyó a impulsarles a la acción, creyendo fácil imponerse, demostró ser un craso error.
Los diputados tributaron fuertes ovaciones al gobernante, que se veía en la apoteosis de su accidentada carrera vital y política. Los enemigos de Lerroux, muy numerosos en la izquierda y en la derecha, han dejado de él un retrato mordaz, como individuo corrupto, falto de escrúpulos e intelectualmente nulo. Cambó, jefe histórico del catalanismo moderado, lo describe así: «En el Gobierno no tuvo jamás una iniciativa, un propósito, una inspiración, un deseo. Ser presidente no era para él un medio de hacer grandes obras, era el final glorioso de una vida turbia y difícil (…) ¡Y cómo podía impresionarle la inmoralidad ajena, si él, durante toda su vida pública había vivido de inmoralidades! Lerroux no era una mala persona, y lo digo yo que tengo un triste recuerdo suyo que me acompañará toda la vida (…) Había nacido, más que lleno de ambiciones, lleno de apetitos y desprovisto de la fortuna heredada para satisfacerlos; totalmente indotado para ganarse el bienestar con el trabajo, no tenía más remedio que vivir de la política»[1].
Esto es más bien una caricatura. Cambó a duras penas podía comprender a Lerroux. Pese a la inteligencia y talento que suelen reconocérsele, el jefe nacionalista estaba orientado, y también limitado, por una vocación política absorbente casi desde la infancia. Persona refinada y muy de orden[a], los avatares y altibajos de la biografía de Lerroux debían de causarle una mezcla de horror y desprecio. No lograba ver en ellos más que «una vida turbia y difícil». El adinerado Cambó desconocía, salvo en abstracto, las crudezas materiales de la vida, tan familiares al otro desde niño. Además llevaba en el cuerpo las secuelas, el triste recuerdo de un atentado casi mortal, cuya instigación atribuía a Lerroux cuando ambos eran rivales políticos en la Barcelona de 1907. Por su parte, el líder radical cuenta en sus Memorias cómo al poco del atentado estuvo a punto de perecer entre llamas en una casa donde le asediaban, con ánimo de lincharlo, enfurecidos partidarios de Cambó. Lance éste muy característico de su vida aventurera[2].
Alejandro Lerroux era de estatura mediana, complexión atlética y prestancia militar, incluso en la vejez; y era también de natural optimista, abierto y arriscado. Su azarosa vida bien podría inspirar novelas de corte barojiano. Él mismo escribió unas Memorias con amenidad y buena pluma, pasablemente sinceras y muy valiosas como retablo de caracteres, costumbres y ambientes de humildes y marginados, de conspiraciones, del periodismo de batalla de finales del siglo anterior y de la política de mediano y pequeño calado. Son seguramente las memorias más divertidas y por así decir humanas que nos haya dejado un personaje de la república. A su lado, las demás cobran cierta palidez burocrática y anodina.
Hay constancia de sus oscuros comienzos, a caballo entre los dos siglos, cuando trabajaba como periodista incendiario y cobraba de los fondos de reptiles del ministerio de Gobernación[b], corruptela muy común en España y fuera de ella. Se le censuraba, con probable falsedad, haberse iniciado como crupier en garitos del empresario Catena, dueño también del diario El País, que Lerroux dirigió con éxito a finales de siglo, mediante campañas explosivas contra la corrupción y lacras tales. En El País logró enrolar de colaboradores a muchas de las jóvenes promesas literarias de la época, desde Azorín y Maeztu, ambos en su anarquizante período juvenil, hasta Valle-Inclán, Pío Baroja, Felipe Trigo, Zamacois, etc. Él mismo escribía con gracia y buen estilo, algo efectista. Luego fundó otro periódico, El Progreso.
A lo largo de treinta años, en los cuales «recorría toda España incorporándome masas populares que logré separar de los focos extremistas revolucionarios», Lerroux construyó su Partido Republicano Radical con «labor perseverante y personalista» convirtiéndolo en «una fuerza política liberal, democrática, progresiva y de sentido gubernamental». Así dice él, desvirtuando algunos hechos. Pues a principios de siglo el lerrouxismo constituía en Barcelona uno de esos extremismos revolucionarios, si no por su programa, que nunca lo tuvo propiamente (Lerroux opinaba que más valía una buena intención que un buen programa) sí por su retórica, estilo y actitud, que no retrocedía ante la incitación al terrorismo. Dice Salvador de Madariaga que «para hacerle justicia (…) hay que considerar a Lerroux emigrado en el tiempo. Toda su formación, su experiencia, sus reacciones biopsicológicas, actitudes, prejuicios, costumbres y modales son del siglo XIX». Pero con el paso del tiempo el Partido Radical tomó un tinte de izquierda moderada; y durante la república podía ser definido como un grupo de orden que arrastraba al grueso de la opinión centrista española en una época de creciente ímpetu de los extremos[3].
Consecuencia de su esfuerzo, el Radical era al caer la monarquía el único partido republicano con solera, afiliados y organización en todas las regiones. Pese a ello despertaba rechazo, y su jefe más aún, entre sus aliados, casi todos los cuales resultaban, al lado de Lerroux, advenedizos de última hora. En contraste con ellos, Lerroux podía jactarse de una trayectoria netamente republicana, de no haber medrado por las alturas, o en aparatos políticos ya constituidos, o aprovechando la ocasión llegada por carambolas de la historia y sin mérito de ellos. Mientras que la mayoría de sus colegas de ideal procedía de las clases medias o altas, él se había hecho a sí mismo desde muy abajo, disputando su territorio en brega incesante, a menudo con malas artes; si bien no peores, seguramente, que las de sus adversarios. Era también un autodidacto con amplias lagunas en su formación, al lado de los profesores e intelectuales —aunque muy pocos superasen la mediocridad política— que poblaban las filas superiores de otros partidos.
Sin duda estos contrastes ayudaron a que otros republicanos fuesen «injustos con Lerroux. Muy singularmente una gran parte de los directores del Partido Radical-Socialista, para los cuales Lerroux era el estorbo (…) Coincidentes en el bajo menester de cercarlo y hundirlo estuvieron mezcladas personas muy diversas, desde Miguel Maura (…) hasta don Manuel Azaña (…) Como el odio no es buen consejero, los frutos de la campaña contra Lerroux fueron de maldición, mucho más para la República que para el hombre combatido», opina el que fue su lugarteniente y después adversario político, Diego Martínez Barrio. Alcalá-Zamora, comentando las ásperas relaciones entre los ministros del gobierno provisional republicano, constata: «Verdadero odio lo había de Prieto contra Lerroux»[4].
Los nacionalistas catalanes, moderados o extremos, le distinguían con una especial inquina, y aseguraban que había llegado a Barcelona, en 1901, como agente a sueldo del gobierno, con la misión de provocar y socavar su incipiente movimiento. Esta imputación, aunque muy repetida a derecha e izquierda, no es segura. Desde luego, Lerroux se convirtió en Barcelona en un exaltado tribuno popular y apartó a miles de personas del nacionalismo (y también del socialismo y del anarquismo). Era, lógicamente, esa popularidad y no los presuntos pagos del ministerio lo que indignaba a sus acusadores. Azaña asegura que «no fue a Cataluña a combatir el separatismo, sino al socialismo, y favoreció a los anarquistas y a la CNT»[5].
Varios políticos radicales practicaban su oficio con una moral muy laxa, siendo prototipo de ellos Emiliano Iglesias, amigo personal de Lerroux; y la rápida caída de su partido en Barcelona, donde había llegado a ser una potente fuerza, tuvo que ver con denuncias de corrupción municipal. Algo indica también el hecho de que, finalmente, Lerroux y los suyos terminaran barridos por escándalos como el del «estraperlo»[c], sólo un año después de su octubre glorioso. Pero la verdad es que hubo en ello mucha menos corrupción que escándalo, explotado éste y magnificado por las izquierdas y la extrema derecha, sin medida ni autocrítica y con buena dosis de hipocresía[d]. No parece que Lerroux fuera personalmente corrupto, y según su nada amigo Alcalá-Zamora, «nunca logró esplendores de lujo ni casi la seguridad de un tranquilo bienestar», aunque consentía las irregularidades de los suyos: «Era sencillamente un pródigo». También cree Alcalá-Zamora en la honradez de «la muy destacada mayoría, ya que no la casi totalidad» de los políticos radicales[6].
Por otra parte, las dotes del jefe radical como estadista no rayaban muy alto, si bien, como dice Madariaga, «quien lo haya tratado habrá percibido en él un sincero deseo de servir a su país»; Gil-Robles encontraba en él un carácter bondadoso, transigente y noble[7]. Pero, salvo en momentos como la crisis de octubre, lo suyo era la política de alcances inmediatos, casi siempre llena de triquiñuelas. Cierto que en eso distaba mucho de constituir excepción en el elenco republicano, en el cual puede apreciarse una excesiva distancia entre los designios e intenciones generales —sin duda elevados y ambiciosos pero perdidos en el reino nebuloso de la retórica—, y la práctica cotidiana, intelectual y moralmente alicorta. Abundan en Azaña las descripciones sangrantes de esas políticas y políticos.
Aquel 9 de octubre trajo para Lerroux otra satisfacción: el arresto del líder más conspicuo de la izquierda burguesa, Manuel Azaña. Los dos prohombres se detestaban, y el radical debía de recordar cómo el izquierdista le había humillado hacía justamente un año, al hundirle en las Cortes su primer gobierno. En aquella ocasión don Manuel se había calificado a sí mismo como persona soberbia, y desde luego trató a Lerroux con menosprecio, al que éste correspondía con un sentimiento de repugnancia, llamándole serpiente. En su libro La pequeña historia de España, el jefe radical traza de su antagonista una caricatura barroca, pero penetrante: «No pudimos llegar a entendernos. Él es un alma ensombrecida por no sé qué decepciones primarias, por no sé qué fracasos iniciales que le mantienen en guardia perpetua contra el prójimo. Y esa desconfianza permanente y aisladora, que esconde tras unas antiparras mayúsculas la batería de unos ojos siempre asustados y la ametralladora de una mirada rotativa, recelosa y vigilante, es como una muralla desde cuyas almenas el castellano otea el horizonte, mira sin compasión a los siervos de la gleba que labran su terruño, desprecia a casi toda la restante humanidad y, no esperando ya nada del presente ni del porvenir, se reconcentra y recrea en la contemplación y admiración de sí mismo, porque él sabe —él cree— que lleva dentro un gran hombre». Dice Madariaga: «Como escritor que soy, no creo asequibles estos aciertos de estilo en un hombre podrido de corrupción»[8].
La detención de Azaña, personalidad clave en el sistema republicano, manifestaba las profundas grietas de éste. Muchos indicios abonaban la sospecha de su implicación en el alzamiento. Claro que el cariz socialista o soviético de la rebelión le era ajeno, pero en Barcelona, donde había sido capturado, predominaba la tendencia burguesa de la Esquerra, y los republicanos de izquierda, desde su derrota en las elecciones de 1933, venían titulando a Cataluña el «baluarte» desde el que recobrarían el poder; además, el partido de Azaña había expresado, en la nota del 5 de octubre en que rompía con las instituciones, su decisión de recurrir a cualquier medio para imponer su idea política.
Luego se vería que estos indicios eran engañosos, al menos en parte. Pero Lerroux deseaba creer en la implicación de don Manuel en el alzamiento. Más tarde afirmará: «La detención de Azaña no me sirvió de complacencia»; pero su sinceridad quizá no sea completa, pues a renglón seguido lanza un dardo envenenado contra el líder izquierdista, recreándose en la fama de cobardía física que sus enemigos le crearon: «Tenía el íntimo convencimiento de que no había ido a Barcelona a conspirar; (…) a intrigar, tal vez (…) De haber previsto la tragedia, Azaña hubiese escapado de Cataluña a toda velocidad (…) El interesado me atribuyó responsabilidad en lo que él supuso arbitraria detención (…) (pero) al Gobierno le hubiese convenido más su fuga»[9].
Don Alejandro debió de pensar que el destino le brindaba la ocasión de destruir a su adversario, y algo no muy distinto sentiría Alcalá-Zamora, también acérrimo enemigo de Azaña, por quien era ampliamente correspondido. Mientras los dos vencedores disfrutaban su gloria, Azaña era conducido por la policía al patio del gobierno militar, con las peores intenciones, sospecha Vidarte: «¿Qué propósito se perseguía al tener a Manuel Azaña sentado en el patio, a la vista y al paso de decenas o centenas de oficiales, aún enfurecidos por la lucha pasada contra los hombres de la Generalidad? ¿Se pretendía solamente escarnecer al hombre que había sido el más poderoso de España? ¿Se acariciaba la idea de que algún militar, despechado y sediento de venganza, descargara en el ex presidente del Consejo el cargador de su pistola?» Si la sospecha tuvo alguna base, no se cumplió, y en realidad el detenido recibió un trato correcto. «De Capitanía fue conducido al vapor Ciudad de Cádiz. Como instructor del proceso se encargó al general Pozas, militar de gran prestigio y francmasón. Al menos, ya estaba entre hermanos». Pues Azaña había ingresado en la masonería en marzo de 1932, aunque no debió de ser un miembro entusiasta de la orden, cuyos ritos le causaban hilaridad, según testimonios próximos a él[10].
Azaña, Lerroux y Alcalá-Zamora, uno líder de la izquierda, otro del centro y el tercero jefe del estado, fueron las figuras decisivas del republicanismo. El encono y desprecio que caracterizó sus relaciones componen el argumento de una auténtica tragedia personal y política, y trazan una de las líneas de fractura del régimen. Contra lo esperable en 1934, el perseguido de octubre iba a rehacerse pronto, y sólo pasaría un año hasta que se desquitara de Lerroux, participando, según indicios de peso, en la oscura trama del estraperlo, que daría en tierra con el jefe radical y, de paso, con la opción de centro que refrenaba la animosidad entre derechas e izquierdas. En esta liquidación también iba a tener un papel destacado don Niceto, en extraña e involuntaria alianza con Azaña. Y apenas cinco meses después, el presidente de la república iba a verse a su vez expulsado de su cargo por una maniobra brillante, si bien aciaga para el régimen, concebida por Azaña y Prieto[e].
Pero estos sucesos nadie podía preverlos, ni siquiera imaginarlos en aquel octubre de 1934. De momento Lerroux ganaba no sólo el aplauso del Parlamento, sino también el respaldo ciudadano pues todo el mundo percibió, si no el mismo día 5 sí el siguiente, la extrema gravedad de la revuelta. Con seguridad apoyaban a las autoridades los votantes de centro y de derecha, que juntos habían constituido una amplia mayoría en las elecciones pasadas, y también otras gentes sin filiación política, e incluso izquierdistas opuestos a la violencia, como los seguidores de Besteiro en el mismo PSOE.
El dramatismo de la crisis no nacía sólo de su violencia, sino también de que los partidos alzados o en ruptura con las instituciones eran, precisamente, los que habían moldeado al régimen. El caudillo radical y sus aliados de derecha pudieron caer entonces en la tentación de romper a su vez con la legalidad e imponer algún género de dictadura. Muchos, dentro y fuera del país, creían o esperaban que ocurriría tal cosa. Pero no ocurrió, debilitándose aún más la acusación de fascismo lanzada contra la CEDA.
El gobierno pasó a concentrar su atención y esfuerzo en Asturias.