OVIEDO EN LLAMAS
Al amanecer el día 7 habían transcurrido dos días y tres noches desde el comienzo de la insurrección, y ésta se vino entonces abajo, al quedar desbaratada en Madrid y Barcelona, sus puntos decisivos.
Los sucesos de Barcelona estremecieron al país entero, mientras que casi nadie percibió la suma peligrosidad del golpe de Madrid, donde siguieron ignorados los detalles del putsch. Aún hoy permanecen oscuros muchos de los compromisos militares que pudieron haber dado el triunfo a la rebelión, al menos en un principio. En ambas ciudades la mala suerte tuvo su parte en la derrota rebelde; el gobierno había tardado casi dos días en comprender la magnitud del reto y en «ponerse cada cual en su sitio», como dijera Lerroux.
Pero esto sólo se verá claro con posterioridad, pues entonces eran una incógnita los recursos que aún podrían movilizar los rebeldes, así como la capacidad de arrastre que pudiera tener el ejemplo de los bravos mineros asturianos. No obstante, la iniciativa había pasado a las autoridades, cuya policía trataba de abortar nuevos estallidos en decenas de pueblos y ciudades, buscando afanosamente depósitos de armas y arrestando a sospechosos.
En ese momento, los socialistas en Madrid debieron de darse por perdidos. Escribe Santiago Carrillo, que desde el comité intentaba dirigir las operaciones, sin mucho empeño a juzgar por sus Memorias: «Con provincias carecíamos de ligazón (…) Me entrevisté ese día con Laín y con Melchor, quienes me confirmaron la imposibilidad de dar a la lucha armada otro carácter que el de acciones esporádicas para asegurar la huelga y mantener una atmósfera de inseguridad». Carrillo parece referir esta conversación al mismo día 6 o incluso al 5, pero no es verosímil que se desmoralizasen en tal grado antes del ataque al ministerio de Gobernación. El 7 por la mañana Carrillo habló con Largo y con Prieto en casa del último. Para entonces «los más optimistas veíamos la partida perdida. Si tenía alguna duda me la disipó De Francisco, que se negó a dar ningún mensaje para los combatientes, salvo uno en el que insistió firmemente: si éramos detenidos teníamos que declarar que el movimiento había sido una reacción espontánea del pueblo»[1].
Vidarte rememorará: «Fallido el putsch de Madrid y dominada la rebelión en Barcelona, el movimiento adquirirá su mayor virulencia en el Norte, sobre todo en las regiones mineras de Asturias, Vizcaya, León, Santander y Palencia»[2]. Pero esos focos, así como los rescoldos en la capital de la nación y Cataluña serían pronto apagados. Con la excepción de Asturias.
El 7, domingo, amaneció soleado en el verde y lluvioso norte del país. Sobre la hora en que Companys se rendía, al otro extremo de España, en el límite de Galicia y Asturias, López Ochoa tomaba a su cargo una columna de 360 soldados apiñados en camiones, e iniciaba la marcha hacia el este, hacia la zona rebelde. La moral de la tropa era muy baja. El general hubo de emplearse a fondo para elevarla, sufriendo él mismo accesos de desánimo[3].
También al amanecer, en Vega del Rey, entrada sur de la región, el general Bosch advertía que se había metido en una trampa, cercado como estaba por una hueste de rebeldes bien parapetada en los riscos que flanqueaban la carretera. A los revolucionarios les preocupaba aquella puerta semiabierta a la zona minera, donde los gubernamentales acumulaban fuerzas. Mieres sólo distaba de ella 19 kilómetros. Para cerrarles el paso, el Comité llegó a movilizar a 3.000 mineros y metalúrgicos, según el periodista de izquierdas «José Canel», autor de un relato de los hechos [4].
Por la costa arribaban esa mañana a El Musel, puerto de Gijón, el crucero Libertad y dos cañoneros, con soldados que enseguida salieron a desalojar del casco viejo a los insurrectos. El crucero los apoyó con cuatro cañonazos. Desembarcó asimismo un batallón para auxiliar Oviedo, 28 kilómetros al interior. El batallón avanzó con extraña lentitud, empleando tres días hasta avistar su meta, para retroceder apresuradamente a Gijón sin haber hecho nada. Su comandante se pegó un tiro en la cabeza después de una misteriosa conferencia telefónica [5].
Y afluían a Oviedo nuevas columnas de revolucionarios, ansiosas de aplastar una resistencia más tenaz de lo que habían calculado.
A lo largo de la mañana, López Ochoa cubría unos 140 kilómetros desde Ribadeo, aprovechando que el oeste asturiano permanecía en calma. Pasado el mediodía entró en zona revolucionaria y ocupó Grado, obligando a los rebeldes a refugiarse en las montañas próximas. Apenas quedaban 13 kilómetros hasta el tentador objetivo de Trubia, pero la ruta seguía el desfiladero de Peñaflor donde a principios del siglo XIX, recordaba López, «había sido derrotada y casi destruida una columna francesa a las órdenes del general Sebastiani por nuestros guerrilleros». Aun así, bravuconeó retadoramente sobre su intención de atravesarlo y recuperar Trubia y su fábrica de artillería. Contaba con que los espías de los rebeldes informaran a éstos, induciéndoles a emboscarse en la garganta[6].
Esa jornada la aviación bombardeó por primera vez Mieres, haciendo muertos y heridos. La víspera, los aviones habían esparcido octavillas en la zona minera, informando del fracaso revolucionario en el resto del país, y exigiendo la rendición.
Pero los rebeldes no desfallecían. Durante el día prosiguieron su ofensiva en Oviedo. Asaltaron el depósito de máquinas y la estación ferroviaria del Norte. Tras arduo combate tomaron la comandancia de Carabineros, que había entorpecido sus comunicaciones. Capturaron también la central de Telégrafos y, sin lucha, el grande y estratégico edificio de la Universidad, abandonado por los militares. Éstos tuvieron sin embargo una iniciativa: ocupar la catedral, cuya alta torre gótica dominaba la ciudad. 25 hombres, entre soldados y guardias de asalto se apostaron en su interior, después de romper la puerta a hachazos, adelantándose quizá por muy poco a los sublevados.
«Este día surgieron los primeros incendios. Uno fue el convento de Santo Domingo, otro fue el Palacio Arzobispal (…) Durante todo el día el bombardeo de la ciudad fue enorme. El humo estacionado en ella y su espesura amortiguaba la luz y los rayos del sol. Las calles se hallaban sembradas de cristales, que saltaban con los tiros y las (…) bombas de dinamita. Multitud de coches y ambulancias de la Cruz Roja circulaban sin cesar». El episodio de Santo Domingo fue especialmente dramático. Al ocupar el edificio, los insurrectos fusilaron a numerosos monjes y seminaristas. El superior del convento «muere gritando ¡Viva Cristo rey! Este grito de guerra que los representantes de una época inquisitorial pronuncian en medio del fragor de la pelea, enardece a los revolucionarios, los que pegan fuego al convento», narra el anarquista Solano Palacio[7].
Por unas horas el comité concibió una estrategia de alto vuelo: «Se plantea (…) concentrar nuestras fuerzas en un solo frente: el de Campomanes. Se trata de organizar un ejército invasor, de ocupar Campomanes y de iniciar la marcha sobre Madrid. Para esta acción estamos seguros de poder reunir unos treinta mil hombres (…) tras un amplio debate, queda desechada esta proposición. Oviedo no está aún enteramente en nuestro poder. Abandonar este frente confiado a un simple retén supondría un grave peligro[8]. Al parecer no les angustiaba la amenaza que se cernía sobre ellos desde el mar, desde Gijón. Más previsores, los insurrectos de Avilés habían obstruido la estrecha boca del puerto hundiendo el mercante Agadir, cargado de carbón.
En Madrid, cuenta Carrillo, «a medianoche de ese día, el 7 de octubre, cenábamos una modesta tortilla a la francesa[a], mientras cambiábamos impresiones sobre los últimos acontecimientos, cuando llamaron a la puerta del estudio de Quintanilla. Era la policía que procedió a nuestra detención (…) Nos metieron a cada uno en un coche con dos guardias, uno de los cuales mantenía el cañón de su pistola en el costado del detenido (…) Cruzando Madrid se oían con frecuencia tiroteos, y los guardias (…) estaban tremendamente tensos (…) Al llegar a la Dirección General de seguridad nos encerraron juntos en un calabozo. Agentes de policía, enseñando sus pistolas y haciendo sonar las balas en sus bolsillos, nos injuriaban amenazándonos con no salir vivos del trance». Sin embargo el interrogatorio, a cargo del célebre capitán Santiago, le pareció «casi versallesco». Fiel a la consigna, negó saber nada de la dirección del movimiento[9].
Aquel mismo día 7 debió de ser cuando Prieto, después de disputar con Largo Caballero, se separó de éste. A través de contactos, el embajador mejicano ofreció a Prieto acogerse a su legación; el líder insurrecto rechazó la oferta y se ocultó en el domicilio de otro conocido dirigente socialista, Fernando de los Ríos. Pero sintiéndose inseguro allí, fue a refugiarse en casa de Ernestina Martínez de Aragón, hija del primer fiscal de la República y mujer muy piadosa. «A mi dormitorio llegaba constantemente el rumor de las oraciones de Ernestina, que rogaba por mí», contará Prieto, que en aquel seguro escondite iba a aguardar casi tres semanas hasta que se le presentó la ocasión de huir a Francia[10].
Fuera de España, las noticias del movimiento revolucionario habían despertado la mayor expectación, especialmente en la prensa del ámbito cultural hispano y en Europa. Las informaciones eran a menudo confusas o sensacionalistas: «Cien mil hombres armados tiene el Gobierno catalán (…) Grandes contingentes de voluntarios acuden para ponerse a sus órdenes». «Ya han sido ocupadas las principales ciudades, carreteras y puntos estratégicos (…) Un escuadrón de infantería que colocaba los bandos fue dispersado por los voluntarios», aseguraba La Nación, de Buenos Aires, el día 7, basándose en despachos de la Associated Press. El diario Excelsior, de México, describía: «Madrid convertido en un campamento perfectamente artillado». «Se cuentan por millares los muertos y heridos en España»; o mencionaba la presencia de «soviéticos en la revolución de España», en la que creería «la Policía madrileña». Más interesante era la crónica de la citada agencia de noticias, según la cual «se considera inminente una nueva dictadura militar» en respuesta a la revolución, expectativa quizás lógica, aunque no real[11].
Acaso fuera en Rusia donde más interés despertaban las noticias. El diario Pravda se felicitaba de «la lucha heroica y gigantesca» que abría «perspectivas nunca vistas para la revolución española», gracias a que «los proletarios españoles están curados de la enfermedad de las ilusiones democráticas». La Internacional Comunista o Comintern preparaba una estrategia de propaganda y apoyo exterior a los revolucionarios, tratando de comprometer en ella a la Internacional Socialista[12].
El lunes, 8, la columna de López Ochoa madrugaba para salir de Grado. Envuelta en una espesa niebla, enderezó hacia la garganta de Peñaflor, pero poco antes de embocarla giró hacia el norte, rumbo a la costa, a toda la velocidad que le permitían los frecuentes obstáculos y cortes de carretera. Sus enemigos, al acecho en el desfiladero hacia Trubia, le aguardaron en vano. Comprobada la treta del militar, volvieron a Grado y la recobraron sin esfuerzo. De acuerdo con otras versiones, los rebeldes emboscados en Peñaflor apenas pasaban de media docena. Si fue así, habrían mostrado una imprevisión extraordinaria[13].
Poco después de mediodía el general alcanzaba su primer objetivo, Avilés, casi toda ella en poder de los insurrectos.
Esa tarde, al otro extremo de la franja rebelde, los revolucionarios y las tropas parlamentaban en Vega del Rey: «Un teniente tiende la mano. Los nuestros hacen lo propio. Comprendemos que los representantes del enemigo vacilan (…) Se llega a un acuerdo en lo referente a suspender el fuego mientras se retiran por ambas partes los muertos y heridos. Pero no así en lo referente a la rendición del enemigo. El simple hecho de que las fuerzas gubernamentales se hayan decidido a parlamentar con los revolucionarios demuestra el pánico que se ha apoderado de ellos», asegura Grossi, acaso ingenuamente[14].
Grossi anotará también para aquel día y el siguiente un recrudecimiento de las reticencias e intrigas entre los comunistas y los jefes del movimiento, socialistas en su mayoría. González Peña, objeto de «calumnias» e incluso de «ademanes incorrectos», debió de hacer un esfuerzo por contenerse; «de no ser así, es más que probable que estas actitudes degenerarían en una lucha sangrienta entre los propios trabajadores revolucionarios»[15].
En otro orden de cosas, nacía espontáneamente un «comité de guerra», para poner coto al desorden en el reparto de armas. Empezaba a notarse penuria de municiones y crecía el empleo de bombas, cuya fabricación «es de tal modo perfecta que no falla una sola», dice Grossi. Son «verdaderas máquinas infernales. Contenían dos paquetes de dinamita (unos 42 cartuchos) y diez kilos de metralla hecha con recortes de varillas de acero. En estos talleres trabajaban día y noche numerosos obreros», los cuales construyeron más de 5.000 bombas, según Canel[16].
En Oviedo, los rebeldes concentraban sus energías contra la fábrica de armas de la ciudad. «Un muchacho de diecisiete años, con audacia increíble (…) se acerca a la verja de la fábrica con los cartuchos de dinamita colgados de la cintura, y con un cigarrillo que va fumando pega fuego a la mecha y uno a uno los lanza contra los pabellones. Vuelve a buscar más explosivos una y otra vez. ‘En una de éstas me matan’, dijo el muchacho, y efectivamente, una bala de ametralladora le quitó la vida». El coronel defensor, Jiménez Beraza, vacilaba al punto de que fue autorizado a retirarse, siempre que destruyese antes el armamento guardado en la fábrica.
Desde la Cárcel Modelo, también cercada, unos presos hacían llegar a los sitiadores este mensaje: «Camaradas (…) si para el triunfo de nuestra revolución es necesario volar la cárcel, disparad sobre ella, pues antes que nuestras vidas está la emancipación total de los explotados». Los defensores de la cárcel, menos de medio centenar, peleaban casi sin agua ni víveres, atacados con cañones, fusiles y dinamita, y con la inseguridad de varios centenares de reclusos a sus espaldas. Con todo, resistían, frustrando un intento de evasión de presos y ganándose la colaboración de otros[17].
Los mineros intentaron asaltar el Gobierno civil. «El plan era cargar una cuba de automóvil del servicio de incendios, de gasolina, y protegida ésta por una camioneta blindada (…) meterse a marchas forzadas en el corazón del enemigo (…) rociar de gasolina la parte posterior donde estaba enclavado el gobierno. Nos faltó gasolina», informaba el comunista Carlos Vega a la dirección del PCE[18].
Otro incidente trágico ocurría esa jornada en el palacio episcopal, que llevaba un día ardiendo. Los rebeldes, con gasolina y dinamita, avivaron el incendio y las llamas se propagaron a las casas próximas, cuyos vecinos escaparon aterrorizados a la calle. Allí, varios revolucionarios mandados por uno apodado Pichilatu, abrieron fuego indiscriminadamente, matando a ocho fugitivos, en su mayoría mujeres y niños. Junto a las llamas y bajo los disparos, una niña llamaba al cadáver de su padre: ‘Papá, papá, levántate’. Una mujer gritaba: ‘No me matéis, que mis hijos quedan desamparados!’ Otra pedía: ‘Ayudadme, por Dios, que me muero’, a lo que replicó un rebelde: ‘Aquí no se pide nada por Dios. Por Dios no se hace nada’. Otro, indignado, apostrofó a sus compañeros: ‘Los mineros no venimos aquí para cometer estos crímenes’»[19].
En Gijón los rebeldes aún resistían en el barrio de Cimadevilla, y el crucero Libertad volvía a cañonear sus reductos.
Fuera de Asturias, el día siguiente, 9, hubo duros encuentros en Vizcaya, donde «la lucha se entabló en la zona minera, desde Somorrostro a Portugalete, a la entrada del Nervión, y sólo tras sangrientos combates consiguió la Guardia Civil tomar las barricadas». En León y Palencia continuaban los disturbios, con quemas de iglesias y muerte de algunos clérigos, guardias y empresarios. Diversas localidades de Albacete sufrían también incidentes, y Teba, en Málaga, un grave ataque al cuartel de la Guardia Civil. Con todo, no pasaban de golpes menores, sin trascendencia sobre la situación general[20].
Por contraste, continuaba la ofensiva rebelde en una Oviedo aislada, a la que habían cortado el agua, la luz y los suministros. Las defunciones naturales obligaban a sacar cadáveres a la vía pública, ante la imposibilidad de enterrarlos. Según Aurelio de Llano, la lucha de calles adoptó una nueva forma: «Los rojos (…) fueron ocupando objetivos pasando de casa en casa», en lugar de luchar de esquina a esquina. «Avanza, caminando sobre las rodillas y las manos por los tejados de la calle Fruela, (…) un grupo de revolucionarios armados de fusiles y bombas de mano. Cubren sus cabezas con cascos de acero. Su aspecto infunde pavor». Las llamas se extendían y las explosiones sacudían la ciudad[21].
Por la mañana, los rebeldes asaltaban por fin la fábrica de armas. Para su sorpresa, no hallaron defensores. El coronel les había dejado, además, un espléndido regalo: 21.000 fusiles, 198 ametralladoras y 281 fusiles ametralladores, todos intactos. Faltaba la munición, pero el botín incluía una máquina de recargar cartuchos, que los nuevos amos de la fábrica pusieron a funcionar de inmediato. Pronto se formó un largo convoy de camiones que «cargó el armamento durante todo el día y lo distribuyó por las cuencas de Langreo y Mieres». El coronel jefe de la fábrica ya había desobedecido, meses antes, una orden de inutilizar gran cantidad de fusiles almacenados, que los socialistas venían robando con vistas a la insurrección. Por estas cosas, sería condenado a cadena perpetua[22].
Otras victorias de los rebeldes fueron la toma del Banco de España y del palacio de la Diputación. El cuartel de guardias de asalto de Santa Clara quedó expuesto al tiro de bombas de dinamita desde el cercano teatro Campoamor. Para proteger el cuartel, los guardias civiles incendiaron con gasolina el teatro, tenido por uno de los más bellos de España[23].
En Santa Clara y en la catedral, soldados y guardias resistían con estricto racionamiento de agua, comida y munición. La catedral atormentaba a los rebeldes. La mayoría de ellos quería volarla «sin respeto de ningún género (…) Por entre las filigranas ojivales seguían las ametralladoras vomitando balas explosivas en todas direcciones, segando muchas vidas. ¡A pesar de eso se seguía manteniendo el criterio de que había que respetarla! ¡Era todavía una joya del arte!» protestará Vega. Pues la destrucción del magnífico edificio suscitaba escrúpulos en varios dirigentes[24].
Los insurrectos fabricaron también lanzabombas, «una especie de palanca con muelle. Al extremo de la palanca hay un platillo en que colocan la bomba (…) La bomba cae casi en el mismo parapeto del enemigo. Esto siembra el pánico en sus filas. Los jefes gritan con frecuencia: ‘¡Criminales, no empleéis la dinamita, tirad con los fusiles!’. Los revolucionarios se ríen»[25].
En el frente sur, los rebeldes hostigaban sin descanso a las tropas y recibían el pago desde ametralladoras camufladas en los maizales y edificios, y de aviones que ametrallaban a baja altura o bombardeaban; todo con escasos resultados, pues los mineros, avezados al terreno, sabían protegerse. En el curso de los combates lograron aislar a las tropas de Vega del Rey de las de Campomanes, tres kilómetros atrás. Entonces intentaron liquidar a los de Vega, atacándolos con un tren blindado. Imitaban el método soviético durante la guerra civil, que había creado una verdadera leyenda. Pero ni este tren ni otros, como tampoco los camiones blindados, dieron el resultado apetecido, pues a menudo quedaban inutilizados por certeros disparos que mataban a los conductores o averiaban el motor o las ruedas[26].
No obstante estos éxitos, la jornada del 9 traía ya signos de desastre para la rebelión. Al amanecer, López Ochoa mandó «el siguiente extraño mensaje»[b] al jefe de los revoltosos: «Requiero a Vd (…) para que en el plazo improrrogable de dos horas (…) se retire y disuelva, abandonando las armas, en la inteligencia de que, de no ser así, serán fusilados inmediatamente los 24 prisioneros rebeldes que (…) se encuentran en mi poder, y a continuación les atacaré a ustedes (…) fusilando en el acto a cuantos sean apresados haciendo resistencia». López no pasó por el trance de cumplir su amenaza, pues durante la noche sus enemigos se habían dado a la fuga. Así se apoderó fácilmente de Avilés[27].
También en Gijón retrocedían los cenetistas. Según Solano Palacio eran 300 combatientes con armas sólo para la mitad. Habían pedido con insistencia apoyo al Comité regional, pero éste no ponía diligencia en ayudarlos. Según Canel, «los socialistas consideraban suicida entregar elementos de lucha a los anarquistas, que en Gijón carecían de todo control»[28].
Y aparecían otros síntomas de descomposición. «Las prostitutas, los rateros, los mendigos, toda la gente de vida equívoca y que constituye la escoria de la sociedad, se vuelca en pos de los revolucionarios al asalto de los establecimientos (…) Por la noche se ofrecen con insistencia a montar guardia con el fin de robar». Los comités redactaron bandos disponiendo «el cese radical de todo acto de pillaje, previniendo que todo individuo que sea cogido en un acto de esa naturaleza será pasado por las armas». Pero no estaban en condiciones de aplicar tales medidas[29].
Los rebeldes apelaban a los soldados, con gritos y octavillas: «Camaradas soldados (…) Todos nuestros explotadores, el clero, los militares podridos, toda la canalla se pone en pie de guerra para defender lo que han acumulado con nuestro sudor. Vuestro deber, hermanos uniformados, carne de nuestra carne, es hacer lo mismo que han hecho vuestros compañeros de Madrid, Valladolid, Cataluña, Valencia y otras provincias uniéndose al ejército proletario, volviendo las armas contra las cabezas de los oficiales. Hay que machacar a todos los tiranos y sin ninguna dilación debéis salir de las filas del ejército capitalista ingresando inmediatamente en el ejército de vuestra clase, en el ejército rojo. Toda la metralla que tenéis en las cartucheras debéis emplearla para introducirla en el corazón de la burguesía». Sin embargo sus llamadas no surtieron efecto. Apenas hubo deserciones, incluso en los momentos más apurados de Oviedo o Vega del Rey. Por el contrario, en el cuartel de Pelayo el derrotismo de los coroneles y algún comandante perturbaba a la tropa, acosada además por las familias de jefes y oficiales «que entorpecían los movimientos y gravitaban con los lloros y lamentaciones de mujeres y niños sobre el ánimo de los soldados», constata López Ochoa[30].
Las discordias disolvían el campo insurrecto. Comunistas y cenetistas hablaban de desplazar a los líderes del PSOE que «creían que la revolución se hacía de diez de la mañana a media tarde (y) se iban a descansar en camas muelles, algunos a sus propias casas. El descontento crecía y los comentarios eran cada vez más sabrosos». Los comunistas acusaban al Comité de obrar sin plan, al viento de las circunstancias[31].
En Madrid, ese día 9 celebraban sesión las Cortes, ausentes voluntarios de ellas los socialistas y republicanos de izquierda. Las derechas y el centro exultaban, convencidos ya de su triunfo. Con la detención del comité revolucionario en Madrid, el movimiento podía darse por descabezado. Fuera de Asturias habían sido sofocadas casi todas las resistencias, y apenas surgían aquí y allá tiroteos o incidentes dispersos, como el chisporroteo de una hoguera que se apaga. Incluso en Asturias la victoria se acercaba claramente.
El diputado José Calvo Sotelo, quizá el más destacado y extremista de los monárquicos, agredió físicamente al nacionalista vasco José Antonio Aguirre, acusándolo de traición por supuestas connivencias de su partido con los socialistas. Solventado el incidente, los discursos mantuvieron una tónica de entusiasmo. «En estos momentos la representación de la República es la misma encarnación de España», afirmó Gil-Robles ante el hemiciclo. Y Lerroux: «Que no se nos pida nada que sea implacable ni nada que sea benévolo (…) Se ha reconocido una situación jurídica a Cataluña y no hemos de atentar contra ella. Pero hemos de pedir a los catalanes que respeten la Constitución». Goicoechea, portavoz de los monárquicos alfonsinos de Renovación Española, declaraba que «la España derechista no está ansiosa de sangre, sino de autoridad y de justicia». Y observaba el dirigente de Falange, José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador de los años veinte: «Llevábamos una serie de lustros escuchando enseñanzas y propagandas derrotistas y habíamos llegado a perder la fe en nosotros mismos (…) Nos habíamos acostumbrado a una vida mediocre, chabacana (y) era hora de que se viese cómo España (…) se levantaba en cuanto un Gobierno hablase con voz española frente a un peligro nacional». Ventosa, de la Lliga Catalanista, advertía «la presencia y aun diría presidencia, de muchos elementos políticos españoles no catalanes en la subversión de aquellas provincias». Aludía probablemente a Azaña, que acababa de ser detenido en Barcelona[32].
Los parlamentarios acordaron restablecer la pena de muerte, por un año, para los delitos graves de sedición, asesinatos etc.