BATET DERROTA A COMPANYS
A las 11 de la noche de ese día 6, en Barcelona, un contingente de 50 ó 75 soldados de artillería al mando del comandante Fernández Unzúe o Unzué, con dos cañones de montaña, desembocaba ante la fachada de la Generalidad. La tropa «llegó milagrosamente, pero llegó, tal vez porque un extraño espejismo hizo creer a los grupos armados rebeldes, entre los que pasó, que iba a sumarse a la rebelión»[1]. El jefe de los mozos de escuadra, Enrique Pérez Farrás, comandante del ejército, salió a parlamentar con los recién llegados. Tras una tensa discusión Pérez inició, al parecer, el enfrentamiento. Seis soldados cayeron heridos. Hostigada desde el Palau y desde los terrados próximos, y temiendo verse rodeada, la tropa logró, dificultosamente, montar sus dos piezas frente al edificio de la Generalidad. Sólo al cabo de media hora vinieron una compañía de infantería y otra de guardias civiles a sacarla del aprieto.
Batet había movilizado a tres compañías de soldados más una de la Guardia Civil, unos 500 hombres en total, y con ellos asediaba la Generalidad y el cercano ayuntamiento, la Consejería de Gobernación y el Centro de Dependientes de Comercio.
Por su parte, «los concejales de la Lliga, cuando la partida estaba en el aire y la lucha en la calle era todavía incierta, tuvieron el coraje de ir al Ayuntamiento y allí oponerse a que se aprobara el acuerdo de adhesión al acto insensato de Companys (…). Los concejales de la Lliga estuvieron en peligro inminente, dando prueba de un valor que nadie les agradeció después (…) En la mayor parte de las ciudades y pueblos de Cataluña los concejales de la Lliga tuvieron una actitud parecida»[2].
Los cañones frente a la Generalidad tiraban espaciadamente y sin espoleta, pero su sola presencia deprimía a los resistentes, pues «nos habían asegurado que las fuerzas del ejército no saldrían a la calle. Que los cuarteles serían asaltados y los soldados se pondrían al lado de la revolución», escribe Aymamí[3]. Mas, aun con la contrariedad de no tener a las tropas a su lado, los sublevados gozaban de completa superioridad material.
Dencàs y Companys empleaban otro poderoso instrumento de guerra: la radio. Desde sus respectivos puestos de mando accedían a Radio Barcelona, por la cual emitían llamadas incendiarias a campesinos, obreros, ciudadanos en general e incluso a las mujeres, para que se alzasen y aplastasen al ejército. Los insurrectos —informaba Dencàs— tenían sitiado al gobierno en Madrid y vencían en el país entero; la escuadra se había sublevado en Cartagena y se sucedían las rebeliones en Galicia, Andalucía, etc. Gaziel ironiza a posteriori: «La Generalidad sigue dominando y triunfando, pero no calla ni un segundo (…) Desde esa caja demente nos lanza discursos inflamados, sardanas, rumor de descargas y boletines de victoria»[4].
Nadie podía calcular aquella noche el efecto de los llamamientos. Cientos de miles de personas los escuchaban, con ilusión o con angustia, en varias regiones de España. El ministro Diego Hidalgo, presa de ansiedad, dio orden a Batet de silenciar la peligrosa emisora. Con extraordinario temple, Batet le calmó: «Ninguno conoce como yo el problema de Cataluña y las personas que están en el gobierno de la Generalidad (…) Si intento ahora, a las dos de la madrugada, tomar el edificio de la radio (…) me costará sensibles bajas; en cambio al amanecer lo tomaré sin sangre (…) Acuéstese y duerma y descanse. Ordene que le llamen a las ocho. A esa hora todo habrá terminado»[5].
Batet dio prueba en aquel trance de ser un jefe moderado y hasta sentimental, pero frío, arriesgado y competente en la acción. Sólo desde un conocimiento profundo del talante de sus paisanos podía mostrar tanta fe en que la población desoiría las ardientes proclamas radiadas. Acertó de lleno, pero el riesgo corrido, sobre todo teniendo en cuenta la escasez de sus fuerzas, tenía que parecer exorbitante a cualquier observador.
El ministro se tranquilizó, pero no así, seguramente, Franco. Éste desconfiaba de Batet, algunas de cuyas actitudes pasadas debían de parecerle tibias o indignas. Una de ellas, su orden a los oficiales de permanecer pasivos ante las frecuentes provocaciones callejeras y los insultos de los extremistas a España: «Lo más correcto y lo propio de nuestro espíritu y honor es ser muchas veces sordo, ser ciego y ser manco»[6].
Ello aparte, Franco y Batet se detestaban desde el desastre militar de Annual en 1921. Los guerreros rifeños de Abd el Krim habían infligido a los españoles una terrible derrota, con más de 8.000 muertos. La investigación subsiguiente, el célebre Informe Picasso, por el nombre del general encargado del mismo, expuso la incompetencia, temeridad y corrupción de muchos mandos españoles. Batet, uno de los investigadores, describía ásperamente a Franco: «El comandante Franco del Tercio, tan traído y llevado por su valor, tiene poco de militar, no siente satisfacción de estar con sus soldados, pues se pasó cuatro meses en la plaza para curarse de una enfermedad voluntaria, (…) explotando vergonzosa y descaradamente una enfermedad que no le impedía estar todo el día en bares y círculos». Este informe tiene interés, por chocar con los testimonios que retratan al futuro Caudillo como jefe estricto y cumplidor. Franco opinaba, a su turno: «Lo de Annual constituyó sólo un episodio desgraciado, un retroceso (…) enmendado con la reconquista del terreno perdido. Y, sin embargo, por primera vez en nuestra historia, se desencadenó una campaña de responsabilidades que pretendía apuntar más alto, movida por la masonería»[a]. Junto con el comunismo, la masonería le obsesionaba[7].
Batet aparece en 1934 como un soldado muy honrado y respetuoso con la legalidad. Era de espíritu conservador y religioso al modo tradicional, aunque Franco lo creía próximo a los masones. Había intentado, reiterada e infructuosamente, ser destinado a Marruecos. Acaso de ahí derive su acrimonia hacia los militares africanistas[b].
Sea como fuere, en aquellas jornadas los disturbios se propagaban por muchas poblaciones catalanas, y el panorama podía tornarse allí tan sombrío para el Gobierno como en Asturias, y con peores consecuencias. El precavido Franco dispuso desde Madrid el embarque urgente para Barcelona de una bandera del Tercio y un tábor de Regulares, y el envío de tres cruceros y cuatro destructores[8].
Hacia la hora en que Batet sosegaba al ministro, el defensor de la Generalidad, Pérez Farrás, irrumpió «más excitado aún que a primera hora» en la sala donde permanecían Companys y sus consejeros, y «dijo que con cien hombres, no hacía falta más, que disparasen por el lado de la plaza del Ángel, él haría salir a los mozos y el enemigo quedaría copado»[9].
Para ejecutar la maniobra, Companys telefoneó a Dencàs, quien le prometió refuerzos. Por desgracia, Dencàs comprobó enseguida la imposibilidad de cumplir su promesa. Sólo pudo reunir a treinta voluntarios al mando de Miguel Badia, el jefe de las milicias nacionalistas, «y este hecho era sintomático, porque no disponía de un centenar de afiliados, de un centenar de patriotas que quisieran luchar, porque momentáneamente se habían contagiado del pánico de la policía». A Badia no le acompañó la suerte. Detectado cuando bajaba con sus voluntarios hacia la Generalidad, quedó rodeado en la Vía Layetana. Las desdichas no cesaban: Josep, el hermano de Miguel, fue herido «y precisamente por nuestra propia gente»[10].
Malogrado el auxilio de Dencàs, los rebeldes cayeron en una defensa pasiva. El líder anarcosindicalista Juan García Oliver ofrece en sus memorias una versión colorista de los sucesos. Hay en ella anacronismos (menciona un «frente popular» todavía inexistente, aunque prefigurado en aquellas jornadas, o un POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) que por el momento se limitaba al BOC (Bloque Obrero y Campesino), pero la pintura tiene bastante veracidad: «Companys se fue quedando solo ante el micrófono de Radio Barcelona (…) De los cinco mil comprometidos, los pocos escamots que habían salido a la calle empezaron a sentir el frío de las miradas despectivas de los barceloneses. Fue un continuo abandonar los fusiles y las pistolas de que estaban armados. Las bocas de las alcantarillas eran los lugares preferidos para deshacerse de los armamentos». Otro dirigente cenetista, Peirats, coincide: «Companys había estado disparando discursos a toda Cataluña, incluso a los murcianos[c], a la defensa de la Generalitat. Los murcianos se lanzaron a la calle a recoger los winchesters que los escamots habían arrojado fuera de las cloacas, por no caber en ellas»[11]. Muchas de estas armas reaparecerían veintiún meses después en manos más resueltas.
Continúa García Oliver: «‘Hombres y mujeres del Frente Popular y de la Alianza Obrera, acudid en defensa de la Generalidad, clamaba Companys (…). ‘Rabassaires, no me dejéis solo’ (…). Las palabras resbalaban por las paredes de las casas y de los balcones cerrados. ‘Hombres de la CNT, siempre tan generosos, acudid a defender esta causa’. El silencio de la ciudad ultrajada por aquellos forajidos de Dencàs y Badia era impresionante. Aquel silencio fue interrumpido por los estampidos de un tiroteo que provenía de las Ramblas. Eran Compte y sus muchachos del Partit Proletari Catalá. Separatistas y marxistas que intentaban resistir (…) Murió Compte».
El Centro de Dependientes donde resistían Compte y los suyos cayó a las cuatro de la mañana, o a las seis y media, según versiones. Los defensores tuvieron tres muertos y algunos heridos; los demás escaparon por la fachada trasera. Aymamí y los diputados de la Esquerra calificaron el episodio de «heroica epopeya»[12].
Hay serios indicios de que Companys quiso repartir armas a la población. El periodista Benavides escribe: «Companys estaba resuelto a llegar a un acuerdo con la Alianza Obrera, a unirse a ella y dar a la lucha un mayor desarrollo y alcance; pero hacen falta armas y Dencàs no las facilita». Y Aymamí confirma: «Los elementos de Alianza Obrera habían visitado al consejero de Gobernación (…) necesitaban armas. Pero no acabaron de entenderse. En Gobernación no había armas. Esta era la respuesta de Dencàs. Y Gobernación era un arsenal (…) Bien al contrario, durante el día 6 Dencàs no para de dar órdenes para que fuese desarmada la gente de Alianza Obrera»[13].
En mayo de 1936, los diputados de la Esquerra recriminarán severamente al ex consejero su actitud aquel 6 de octubre, a lo que él arguyó: «Se me ha dicho en panfletos, en artículos, se me ha acusado públicamente de que cuando nosotros, con discursos inflamados, incitábamos a las masas obreras y proletarias a lanzarse a la revuelta en la calle, me había negado a entregar armas a la gente (…) (pero) yo había pasado un calvario en la consejería de Gobernación pidiendo un día y otro créditos para comprar armas (…) Si se reconoce que (…) la Generalidad no podía habilitar créditos para comprar armas para una revuelta que todos aceptábamos y glorificábamos (…) no debe permitirse la acusación de que yo traicioné el sentir obrero. Yo no entregaba armas, señor Presidente de Cataluña, porque no las tenía». La justificación de Dencàs tiene base, porque los planes de adquisición de pertrechos se habían cumplido mal; pero en parte es falsa, porque sí existía armamento, aunque no en la profusión que suponían sus críticos. Por otra parte, la Alianza poseía un apreciable número de armas, y el conseller parece haber ordenado detener los coches con los que eran distribuidas. De la Generalitat, en todo caso, los aliancistas sólo obtuvieron un regalo simbólico: las pistolas particulares de Companys y algunos otros consejeros[14].
El reparto de las armas, de haberse realizado, habría tenido consecuencias trascendentales. Para Cambó, «Si (…) Dencàs y los hermanos Badia no se hubieran opuesto a los propósitos de Companys de armar al pueblo (…) la revolución del año 36 habría empezado entonces con los mismos caracteres de ferocidad que tuvo después», y habría ocurrido en 1934, con toda probabilidad, «un San Bartolomé de propietarios y sacerdotes»[d] [15].
Avanzada la noche, los soldados apostados frente a la Generalidad volvieron los cañones contra el vecino Ayuntamiento, otro foco de la rebeldía. Hicieron tres disparos y los esquerristas refugiados en el interior alzaron bandera blanca. El comandante de los artilleros, Fernández Unzúe, entró en el edificio y después de estrechar la mano al alcalde y concejales, les aceptó la rendición[16].
Informado del desastre, Companys volvió a telefonear a Dencàs, haciéndole saber que «estábamos absolutamente batidos, que estábamos rodeados»[e] y pidiéndole refuerzos. El consejero le animó prometiéndole 400 milicianos, pero tampoco esta vez consiguió juntarlos[17].
Alegaría Dencàs ante el Parlament que había decidido retener a los escamots en sus locales para evitar los tiros entre ellos, y esperar al alba, cuando la claridad permitiría evitar las confusiones. Además pensaba reservar aquellas fuerzas para encuadrar a las masas populares que, según se esperaba, acudirían al amanecer desde fuera de Barcelona. Y algo de eso hubo, porque en la comarca del Vallés se formaron varios grupos de ayuda, pero la Guardia Civil los sorprendió y dispersó[18].
Companys reprochará sarcásticamente a Dencàs tales planes: «Su Señoría esperaba la mañana para que, entonces, llegasen los elementos de fuera, los cuales, junto con las concentraciones que Su Señoría había preparado, derrotarían a los ejércitos que estaban emplazados estratégicamente en todas las plazas y en todas las calles de Barcelona». Dencàs, indignado, le interrumpió: «¡Un centenar! ¡Ciento veinte soldados, señor Presidente!», aludiendo a la compañía que hostigaba a la Generalidad. Companys fingió no oírle e insistió impertérrito: «Entonces, cuando hubiera claridad y estuvieran todas las fuerzas emplazadas con los cañones, ametralladoras, etc., bajarían todos los refuerzos del exterior y en un momento derrotarían a aquel ejército establecido de forma estratégica en las plazas y calles de Barcelona (…) Si era así, ¿por qué no me lo dijo cuando le hablé, a las dos y a las cuatro?»[19].
Culpó luego a Dencàs de inducirle a engaño por haberle asegurado que las tropas tardarían «cuatro días en alcanzar la Generalidad, aunque fallasen las cuatro quintas partes de las fuerzas y disposiciones que tenía dadas: Presidente, no hace falta más que vuestra orden (…) Pero a las once y media nos tiroteaban el Palacio de la Generalidad». Lo que Dencàs rebatió: «Dijo usted que los cuatro días que yo decía que tardaría en llegar el ejército (…) era el argumento en virtud del cual el Consejo se pronunció por ir a la acción revolucionaria (…) Lo dije y lo mantengo (…) No lo decía yo, (sino) el comité de técnicos (…) Una serie de señores preparados en estas materias que nos habían dicho que en la plaza de la República, en el Palacio de la Generalidad y en el palacio del Ayuntamiento, enclavados en medio de una serie de callejas (…) cien hombres armados y resueltos harían imposible que una columna se acercara. Ésta emplearía cuatro días cuando menos en poder cumplir su misión. Y usted sabe perfectamente que yo había dejado en el palacio de la Generalidad no cien hombres como (…) nos habían aconsejado los técnicos, había dejado allí la totalidad de los Mozos de Escuadra (…) mandados por un comandante valiente y a vuestras órdenes, que era el comandante Pérez Farrás (…) y que este núcleo selecto, este núcleo heroico, este núcleo preparado yo lo dejaba en el Palacio de la Generalidad». A Companys le defendían, en efecto, los 400 policías bien armados, más 150 voluntarios.
En su libro sobre aquellos avatares, Dencàs citó una carta de Pérez Farrás: «La Generalidad (…) es un edificio sólido que no se derrumba así como así (…) yo te aseguro que mientras hubiese vivido, ahí no entra nadie». Pérez estaba dispuesto a resistir a ultranza, lo que «hubiera ocurrido si el Gobierno sale por la puerta de atrás, como yo le propuse; con ellos dentro, imposible, pues la moral era muy distinta»[20].
Y realmente Pérez aconsejó aquella noche a Companys abandonar el edificio, lo que podía hacerse sin peligro, y mantener la bandera de la resistencia desde un lugar seguro, mientras él y los suyos defendían el palacio. Pero Companys ya tenía otras intenciones. Sería esto poco antes de las seis de la madrugada.
Y hacia esa misma hora, «por primera vez se oyó de labios del señor Dencàs un ¡viva España! acompañado de aplausos», suceso que «produjo una sensación muy deplorable (…) Pudo colegirse que todo estaba perdido». Aquel viva causó auténtico impacto. «Era como si yo gritase ¡Viva el fascismo!» afirma Vidarte. Con ese motivo lloverían sobre Dencàs los peores escarnios. Pero él lo explicó mejor en el Parlament: había dejado que un diputado socialista radiara a los obreros catalanes un discurso de encendido nacionalismo, así que «por pura gentileza», apeló a su turno a los obreros españoles para que juntasen sus armas con las de los asturianos y catalanes. Lo cual «no era una negación de mi separatismo»[21].
Rendido el Ayuntamiento, los dos cañones reorientaron sus bocas hacia la Generalidad, e hicieron varias descargas. Y en torno a las seis de la mañana, un desolado Companys telefoneó a Dencàs para anunciarle que capitulaba y pedirle su opinión. El consultado afirmará, en 1936, que la decisión de Companys le había sorprendido: «No sé cuáles serán los motivos, los móviles y la justificación de lo que me dice. Cataluña no nos podrá hacer ningún reproche si creéis honradamente que no hay posibilidad de resistir (…) Yo no sé qué hacer. Companys le replicó: ‘No me niegue Su Señoría un elogio que me conmovió’. Su Señoría me dijo: ‘Señor Presidente, se ha portado usted como un héroe’. ¡No lo niegue, señor Dencàs, sea honrado!’. El ex consejero lo admitió, y remachó el presidente: ‘Si dijo usted que yo había sido un héroe, es que confirmaba la capitulación’»[22].
En todo caso, los militares que asesoraban a Dencàs en Gobernación dieron por perdida la batalla.
La acerba y esclarecedora disputa entre Dencàs y Companys en el Parlamento catalán, año y medio después de los sucesos, obedecía a que Dencàs y Badia habían sido convertidos en cabeza de turco por aquella calamitosa noche. Sobre ellos se cebaban las burlas y maldiciones, mientras Companys salía glorificado como héroe nacional en la propaganda de la Esquerra. Para defenderse a sí mismo y la memoria del asesinado Badia, Dencàs leyó ante los diputados una carta de este último, en la que ironizaba: «No cuenta nada el que aquella noche aciaga algunos nos jugáramos la vida. Nuestra obligación, sobre todo la mía, era capitular enseguida, sin luchar como lo hicimos (…) Y tenía la obligación de estarme escondido en un despacho y sacar la bandera blanca en cuanto hubiera oído un par de cañonazos. Di mal ejemplo al ser el único que con un grupo de voluntarios salió a la calle, y ahora lo he de pagar (…) Reconozco que merezco sólo desprecios e insultos (…) (mientras que) el apoyo material y moral lo tienen bien ganado aquellos valientes que (…) permanecieron bien escondidos para rendirse a cambio de que les perdonasen la vida. Sí, hace muy bien la gente en ayudar y plañir por esos pobretes…» La lectura de la carta fue interrumpida por la furiosa protesta de los parlamentarios de la Esquerra.
Companys comunicó a Batet el acuerdo de rendición, que hubo de ser incondicional. El militar le prometió un trato benévolo. «Yo le respondí: Para los demás, lo acepto, y tuve el desenfado de decirle: Para mí, ni lo quiero, ni lo pido ni lo necesito». Después anunció por radio: «El presidente de la Generalidad, considerando agotada toda resistencia y a fin de evitar sacrificios inútiles, capitula. Y así acaba de comunicarlo al comandante de la Cuarta División, señor Batet»[23].
Dencàs huyó por una alcantarilla, acompañado de sus asesores, Menéndez, Pérez Salas, Espanya y Guarner. Luego, «nos dirigimos a la primera casa que encontramos en la Barceloneta y pedimos hospitalidad, que se nos negó». Siguieron tratos «con diversos amigos de la Barceloneta a quienes creíamos obligados a darnos hospitalidad», creencia al parecer no compartida, y tuvieron que pasar la «odisea de aquellos ocho días interminables» hasta alcanzar la frontera de Francia[24].
De la sede del Gobierno autónomo salían los insurrectos con las manos en alto. Entró el jefe de la tropa, Fernández Unzúe, y habló por la misma radio que había estado llamando a la guerra civil: «¡Catalanes, buenos catalanes! Aquí el comandante de las fuerzas de ocupación de la Generalidad, por haber capitulado ésta. ¡Viva España!».
Llevado Companys a presencia de Batet, éste le estrechó fuertemente la mano, y atrayéndolo hacia sí le amonestó paternalmente: «¿Qué habéis hecho, Companys? ¿No sabéis que por la violencia jamás se logran los ideales, aunque fueran justos, y sí sólo por la legalidad y la razón, que, como este sol que nos alumbra, son luz y faro que guían a los pueblos por el camino del progreso?». El jefe esquerrista, molesto, le replicó: «General, no hemos venido aquí para recibir consejos». Y el militar insistió: «Si no es por usted, que ya sé que no los recibe ni los atiende; es porque mi alma y mi corazón sienten en este momento la necesidad de expresarlos»[25].
Al atardecer Batet se dirigía a la población: «Es lastimoso lo ocurrido. Yo lo siento como catalán primero, y como español después. En un régimen de democracia, que tiene abiertos todos los caminos para todas las aspiraciones que se encuadren en derecho, ¿qué necesidad tenían de acudir a la violencia? (…) Con soldados que saben obedecer como los nuestros, el derecho y la democracia subsistirán siempre, porque somos nosotros los que los defendemos y no los que con estas palabras siempre en la boca se alían con los enemigos del orden y de la sociedad (…) Digamos que por la Patria, por Cataluña, por la República, estamos dispuestos a entregar no ya nuestra vida sino, lo que es más importante, nuestro sacrificio de cada día»[26].
Para Diego Hidalgo, ministro de la Guerra, «El general Batet salvó a España»[27].
Los refuerzos enviados por Franco arribaron al puerto de Barcelona cuando Batet acababa de dar cuenta de los rebeldes[f].
El escritor y humorista gallego Wenceslao Fernández Flórez, cuyas obras contenían sátiras hirientes de los militares, y conocido también por sus crónicas parlamentarias, describía con viveza la impresión de las explosiones y tiroteos en Madrid aquella noche y, sobre ellos, la de los acontecimientos de Barcelona: «Un momento grave y solemne de la historia de España se hizo perceptible en todos los hogares donde ciudadanos enmudecidos y ansiosos escuchaban el cañoneo de excitaciones que se cruzaban entre Barcelona y Madrid. Las noticias que lanzaba el Gobierno central y los gritos de ¡a las armas! de los sediciosos de la Generalidad. Ni el tableteo de las ametralladoras pudo ejercer tan fuerte sensación en los espíritus. Fue una lucha de dos voces en una noche en que la inquietud había cuajado sobre España como un bloque. Al fin, una de ellas calló. Y aquella voz vencida fue como si todo el mal hubiera sido también vencido»[28].