FRACASA EN MADRID EL PUTSCH A LO DOLLFUSS
Prácticamente en sincronía con el discurso de Companys, los socialistas lanzaban en Madrid la operación clave de su putsch a lo Dollfuss: el ataque al gobierno, reunido en el ministerio de Gobernación, en plena Puerta del Sol. Este golpe hubiera tenido que descabezar toda posible resistencia a la revolución.
Lerroux acababa de acordar con Alcalá-Zamora la proclamación del estado de guerra. Después, «marché directamente al ministerio de Gobernación. Había que operar rápidamente, por telégrafo. Al atravesar la Puerta del Sol se notaba temperatura de fiebre entre la multitud apiñada. Momentos después de haber entrado en el edificio (…) se oyeron los primeros disparos de fusil, que enseguida se convirtieron en granizada». Según el embajador norteamericano Bowers, «las ametralladoras oíanse repiquetear en la Puerta del Sol, donde, en el restaurante Heidelberg, los reporteros de prensa tenían que echarse al suelo para no ser alcanzados por las balas»[1].
Pese a los tiros, Lerroux conservó la sangre fría: «Me dieron las noticias de provincias. En Barcelona la Generalidad ya se había colocado en actitud de rebeldía, con el pobre Companys a la cabeza. Como los héroes. En el acto llamé al general Batet[a] (…) En la Puerta del Sol aumentaba el tumulto. Continuaba el tiroteo. Se oyó el crepitar de alguna ametralladora, no sé si gubernamental o revolucionaria (…) Observé que la plaza se había despejado y que la gente se amontonaba en la desembocadura de las calles afluentes. La iluminación de los despachos del ministerio servía de blanco para el paqueo instalado en tejados, balcones y terrazas (…) El telégrafo y el teléfono funcionaban sin cesar (…) En Barcelona las fuerzas gubernamentales se disponían a atacar a la Generalidad (…) Del resto de Cataluña y de España también se recibían noticias de alteraciones locales y violentas. Todo el mundo empezaba a estar en su puesto. En el Ministerio de la Guerra se daban las primeras órdenes para acudir con presteza y energía a reprimir la rebelión de Asturias»[2].
Entre tanto, Prieto y Largo Caballero movían en la clandestinidad los hilos del golpe. La carrera política de ambos, y su misma vida, estaban puestas en el tablero. El éxito significaba la culminación del programa marxista que caracterizaba al PSOE, la destrucción del sistema burgués y de la explotación del hombre por el hombre, propia de dicho sistema según la teoría. España iba tener la gloria de ser el segundo país del mundo, después de la URSS, en que triunfara la revolución socialista. Por algo Largo Caballero era conocido entonces por El Lenin español.
Los dos dirigentes tenían un historial similar en muchos aspectos. Ambos se habían criado en la pobreza, sin padre y obligados a trabajar desde la infancia. Largo, madrileño, aprendió las primeras letras en una escuela religiosa, y después se formó por su cuenta; Prieto, asturiano criado en Bilbao, también fue autodidacto y, como su compañero, mostró siempre notable inteligencia y recia voluntad. Los dos habían ganado popularidad como líderes de la huelga revolucionaria de 1917, después de la cual habían entrado en el Parlamento, tras un corto período de cárcel Largo y de exilio Prieto. Llegaron a ministros simultáneamente en 1931, el primero en la cartera de Trabajo y el segundo en la de Hacienda, donde se desempeñó mediocremente[b], y luego en Obras Públicas, con mucho mejor éxito. Largo hizo su labor con dedicación y energía.
Pero las semejanzas acababan ahí. Pertenecían a generaciones distintas, pues Largo tenía ya 65 años, y Prieto 51; aquél destacaba como organizador, y éste como hombre de tribuna. El Lenin español había hecho su carrera en el sindicato y en el partido, al que había contribuido a imprimir un estilo minucioso, severo y eficaz[c]. Su reputación era de hombre honrado y puritano[d], y su círculo de amistades apenas rebasaba el del sindicato y el partido[e]. «Hubiera sido un magnífico calvinista», dice Vidarte, asociando la idea a sus viajes de sindicalista a Ginebra. Prieto, al contrario había mostrado talento para los negocios, labrándose una cierta fortuna, pese a lo cual relegó el mundo del dinero, que se le ofrecía tentador, y se volcó en la política y el periodismo. Tenía abundantes relaciones en el mundo capitalista e intelectual, y era hombre ruidoso, extrovertido, amigo de la buena vida en todas sus formas, si bien se declaraba tímido, y había en él un fondo de inseguridad y pesimismo. También en la expresión diferían: contenida y pedagógica la de Largo, explosiva y gesticulante la de Prieto; y no menos en el aspecto físico, pues el primero lo tenía macizo, sin llegar a grueso, con distinción natural, «rubicundo, de tez sonrosada y rostro redondo, y en la forma de la boca, cuando en reposo, le florecía una sonrisa, quizá un poco sugeridora de satisfacción»; Prieto era obeso, de ojos saltones y enfermizos y aire nada agraciado [3].
Durante el año 1934 los dos habían promovido la revolución, en aparente armonía de objetivos. Declarada la revuelta, habían pasado la primera noche en el piso de Prieto, en el mismo edificio del diario El Socialista. Al día siguiente, escribirá Largo, «nos llevaron a la casa llamada de las Flores[f] (…) Entramos en un cuarto habitado por una señora de unos treinta años, de color cetrino, muy dispuesta y con traza de inteligente. Al cuarto de hora de estar allí dije a Prieto que aquél no me parecía sitio seguro (…) Después supe que aquella señora mantenía relaciones íntimas con el doctor Negrín, como antes las había tenido con el capitán Santiago, jefe de la policía»[4].
El resto del Comité Revolucionario seguía los acontecimientos desde el estudio de Quintanilla, donde estaban «no sólo los miembros del comité, sino algunos de los futuros ministros (…) A la mañana siguiente los ministros abandonaron el estudio y ya no volvieron a aparecer por allí. Lo mismo hizo Juan Simeón Vidarte», rememora S. Carrillo con sarcasmo [g] [5].
Continúa Largo Caballero: «De nuevo regresamos a casa de Prieto, donde dormimos aquella noche». Debió de ser allí donde oyeron por radio la proclama de Companys, y surgió una disputa entre los dos dirigentes. «Prieto me echaba la culpa de la locura de Companys al proclamar la República Federal saltándose la Constitución y me insistió en que debíamos haber contado con él, con Azaña, con Marcelino Domingo y otros republicanos de absoluta confianza. No eran momentos para metemos en discusiones y preferí dejarlo». Pues bajo el acuerdo de superficie latían graves discrepancias entre Prieto y Largo. Éste quería una revolución socialista con mínimo protagonismo de las izquierdas burguesas, mientras que Prieto pensaba utilizar el alzamiento para recobrar el poder como en los dos primeros años de la república, cuando el PSOE gobernaba con dichas izquierdas. Resulta llamativo el cargo hecho a Companys de romper la Constitución, cuando ambos estaban haciendo lo mismo. En realidad debían de compartir la impresión de Vidarte: «Ni por un momento pensé que la sublevación de la Generalitat pudiera ser sofocada». Y, recordando la cicatería de los jefes socialistas con la autonomía catalana, «¿cómo podía Caballero aceptar la hospitalidad que el Estado catalán le brindaba ahora?». No menos sorprendente es que todo este tiempo mantuviera Largo contacto telefónico con su propia casa [h] [6].
Lerroux no exageraba al hablar de alteraciones violentas. En San Sebastián, Bilbao, Baracaldo y Durango menudeaban los enfrentamientos, barricadas y el paqueo, una vez sofocados los brotes de Éibar y Mondragón. Los rebeldes habían tomado Portugalete, donde entregaron a las llamas el palacio de Salazar, un notable edificio que albergaba gran número de obras de arte y una valiosa biblioteca. En pueblos de Andalucía también eran asaltados centros oficiales, especialmente en La Carolina; en Levante, Palencia o León abundaban los incidentes, con invasión de ayuntamientos, quema de archivos y registros, etc. En otros lugares la policía había ahogado el golpe en sus inicios[7].
Donde el gobierno estaba desbordado por completo era en Asturias. No en toda ella, ya que los asturianos habían preferido a las derechas y al centro en las elecciones pasadas, de modo que la mayor parte de la región sólo sufrió huelgas parciales, y en la Asturias oriental se bastaron a contener la sublevación pequeños núcleos de guardias civiles, dirigidos por el teniente José Domingo[8]. Los rebeldes habían conquistado una franja de 50 kilómetros de norte a sur, y de una anchura máxima de 40 kilómetros, con centro en Oviedo; es decir, unos 1.500 a 2.000 kilómetros cuadrados de los 10.600 de la región. Era, no obstante, la franja más poblada, con las mayores ciudades e industrias y las cuencas hulleras. De Oviedo hacia el sur, el terreno, muy fragoso, con bosques y roquedos y altas montañas cuyas cimas empezaban a cubrirse de nieve, resultaba muy difícil de expugnar contra una defensa resuelta, como comprobaba el general Bosch, atascado a la entrada de la zona. En cambio, de Oviedo hacia el norte, hacia la costa, el territorio ofrecía pocos obstáculos naturales, y hacia allí Franco había enviado tropas por mar, a apoderarse de Gijón y contraatacar hacia el interior.
En las localidades rebeldes, socialistas y comunistas imponían la dictadura proletaria, y los anarquistas el comunismo libertario, según la hegemonía de cada cual; los ácratas casi exclusivamente en La Felguera, Grado y Pola de Lena, así como en algunas barriadas de Gijón, por pocos días. Predominaba, por tanto, la identificación con la URSS, el modelo revolucionario aceptado entonces no sólo por los comunistas, sino también por los socialistas, especialmente por sus Juventudes. Un lema corriente era: ¡Viva la Rusia asturiana! Los bandos y proclamas venían firmadas con títulos de corte soviético, incluso el de Alianza de Obreros y Campesinos de Asturias, aunque los campesinos se inhibieron. El dinero quedó abolido en varios pueblos, y sustituido por vales de racionamiento[9].
El sistema variaba de unos a otros lugares. Los anarquistas criticarían el de sus aliados: «La Felguera (y) Sama (…) sólo están separadas por el río Nalón (…) Sama se organizó militarmente. Dictadura del proletariado, ejército rojo, Comité Central, disciplina, autoridad (…) La Felguera optó por el comunismo libertario: el pueblo en armas, libertad de ir y venir, respeto a los técnicos de la DuroFelguera, deliberación pública de todos los asuntos, anulación del dinero, distribución racional de los alimentos y vestidos. Entusiasmo y alegría en La Felguera; hosquedad cuartelera en Sama (…) No se podía entrar ni salir sin un salvoconducto ni andar por las calles sin santo y seña (…) Los trabajadores de Sama que no pertenecían a la religión marxista preferían pasar a La Felguera, donde al menos se respiraba». Esta versión no la suscribían los socialistas, quienes achacaban a los libertarios irresponsabilidad y desorden. Para los comunistas, el régimen de La Felguera «en nada se distinguía del comunismo autoritario (…) Lo que sí realizaron (los anarquistas) fue una labor de acaparamiento de víveres, en una porción de pueblos de Asturias (…) En ocasiones se les pidió cosas que ellos tenían en abundancia, y no las daban. Algo parecido hacían con las municiones (…) Querían establecer una zona con Gijón comunista libertario, y acariciaban mucho la idea de dar al traste con los autoritarios». Según Grossi, «La prensa de inspiración anarquista no cesa de combatir a los marxistas porque reconocen la necesidad de la dictadura proletaria. Sin embargo, al constituirse los Comités, quienes mayor dureza exigían en las reuniones eran precisamente los camaradas anarquistas»[10].
Los comités distribuían sus funciones en ocho apartados: abastecimiento, sanidad, organización del trabajo, comunicaciones, guerra, orden público, propaganda y justicia revolucionaria. El esquema «abarca todos los extremos de la vida ciudadana. No importa que el primer Comité se disuelva; el segundo y el tercero atinan con sólo seguir los ordenamientos del plan trazado», según los describe Benavides[11]. Aunque el reportaje de éste sobre la revolución es propagandístico sin disimulo, no hay duda de que los comités revelaron cierta eficacia en el mantenimiento de la producción básica y la distribución de armas y alimentos, llegando a tender líneas telefónicas para coordinarse con los frentes. Dirigieron la lucha con pasable destreza, pese a no ser bien obedecidos y a cometer errores fundamentales, causados quizá por la rivalidad entre sus componentes.
La moral de combate se sostenía mediante bandos draconianos, una intensa distribución de hojillas y las noticias de una emisora instalada en Turón. Las informaciones ofrecidas adolecían de un optimismo inmoderado, como en estas Noticias oficiales de la revolución: «MADRID: Las fuerzas revolucionarias sostienen acordonada la población. Sólo en el centro de ella las fuerzas gubernamentales se sostienen con gran decaimiento de ánimo. CATALUÑA: El Presidente de la Generalidad pronuncia un discurso en el que, después de dar cuenta de que son dueños de Cataluña, dice que fue apresado el general Batet. VALENCIA: Los revolucionarios se adueñaron de la ciudad (…) donde ya patrullan servicios de la Guardia Roja. ZARAGOZA: El triunfo revolucionario de la capital fue tan rotundo que ni nuestros compañeros lo esperaban. Las fuerzas del Ejército Rojo patrullan por las calles (…) disponiendo de fuerzas para mandar a Madrid en caso de necesidad. BADAJOZ: Las fuerzas revolucionarias, al frente de las cuales va Margarita Nelken, son dueñas de la capital. BILBAO: Los revolucionarios son dueños de la provincia». Y así sucesivamente[12].
Parece que los comités llegaron a movilizar a unos 30.000 combatientes, mejor o peor armados[i], aunque la primera oleada que cayó sobre Oviedo apenas superaba a la guarnición de la ciudad. Comenzaron con unos 2.000 fusiles y mosquetones, varios millares de armas cortas, algunas ametralladoras y abundante dinamita[j] que se multiplicaron enseguida con las capturas de nuevas ametralladoras y cañones en Trubia, y de toneladas de explosivos, decenas de ametralladoras y muchos miles de fusiles en Oviedo.
Las columnas se relevaban pasándose sobre el terreno armas y municiones, a fin de economizar, sobre todo las últimas[13].
La insurrección se inspiraba en una mística revolucionaria, expresada a veces con peculiar pedagogía, como en esta hoja, que buscaba convencer al vecindario de Grado de que se atuviese al racionamiento mientras no llegasen tiempos mejores: «Estamos creando una nueva sociedad. Y, como en el mundo biológico, el alumbramiento se verifica entre desgarrones físicos y dolores morales. Son leyes naturales a las que nada ni nadie escapa (…) La muerte produce la vida. La agonía de un moribundo, su último aliento, va a fortalecer los pulmones de un recién nacido (…) No os extrañe, pues, trabajadores, que el mundo que estamos forjando cueste sangre, dolores y lágrimas; todo es fecundo en la tierra (…) Nos corre prisa dejar las armas; queremos pronto licenciar a la juventud para que se dedique a crear y no a destruir (…) Pocas horas, no más, y habrá más pan en todos los hogares y alegría en todos los corazones (…) Mujeres, (…) consumid poco, lo estrictamente indispensable; sed, también vosotras, dignas de la hora actual. ¡Trabajadores! ¡Viva la revolución social!»[14].
En Barcelona, Batet disponía de una guarnición muy mermada por vacaciones y permisos. Esa debilidad la conocían bien los rebeldes, que durante meses habían sometido a estrecha vigilancia al ejército y contaban con apoyos e informadores en él. Descontando el personal ocupado en tareas auxiliares, los soldados útiles ascendían a 1.200. Batet aprestó a cerca de la mitad, dejando a los demás en reserva.
Vista su escasez de medios, el general diseñó un plan simple y hábil: una compañía con música y la mayor aparatosidad, de modo que atrajera la atención de los sublevados, saldría a colocar los bandos de guerra, mientras otra fuerza marcharía discretamente y en silencio por calles secundarias para adueñarse por sorpresa del Palau de la Generalitat[15].
Entre las 8,30 y las 9 de la noche abandonaba Capitanía una compañía de infantes para proclamar el estado de guerra. Apenas llegada a la Rambla de Santa Mónica, la tropa sufrió un fuerte hostigamiento que la desorganizó por unos minutos. Avanzando con precauciones, alcanzó pronto un viejo bastión del nacionalismo extremado, el Centro de Dependientes de Comercio e Industria (CADCI). En él se habían parapetado numerosos separatistas de izquierda, capitaneados por González Alba y Compte, dos personas «de historia terrorista y energuménica», al decir de J. Pla[16]. Desde el edificio y las azoteas próximas partió una lluvia de tiros que obligó a los soldados a retroceder protegiendo los dos pequeños cañones que llevaban, hasta la desembocadura del paseo de Colón. Luego instalaron una pieza frente al CADCI. En la escaramuza cayeron muertos o heridos varios militares.
Sabedor de los primeros choques, Dencàs llamó urgentemente a Coll i Llach a la Comisaría de Orden Público, para que movilizase de inmediato a sus 3.000 guardias. Mas, para su sorpresa e indignación, le comunicaron que Coll —cuya destitución había pedido a Companys— había regresado a su domicilio por «encontrarse muy fatigado». Dencàs mandó airadamente que lo buscaran y lo fusilaran sin preámbulos, orden que le valdría fuertes críticas en el Parlament[17].
El daño estaba hecho, y la defección de Coll tenía que desmoralizar del todo a los no muy animados guardias de asalto. A ellos, como a los guardias civiles, se les planteaba un conflicto entre la obediencia a Companys y la lealtad al Gobierno, y tendían a resolverlo a favor del último. «En la Comisaría reinaba un gran desorden y espíritu derrotista», sostendrá Dencàs ilustrándolo con datos como éstos: «Dimos orden de que avanzase desde la plaza de Cataluña un escuadrón de caballería con una ametralladora, para coger entre dos fuegos, con los mozos de escuadra, a las tropas que se dirigían contra la Generalidad, y que de la Comisaría saliesen doscientos policías». Pero la oficialidad desertó y los guardias la imitaron. La ametralladora quedó abandonada y unos paisanos la metieron en el portal de Teléfonos. De otra comisaría partió una columna de unos cien guardias, también con la misión de sorprender por la espalda a la compañía de militares. Con sorpresa de los guardias, sus jefes les hicieron pasar de largo y dirigirse a Capitanía. Creyeron algunos que iban a asaltarla, «pero al llegar se les da orden de ¡derecha!, y entran todos al edificio a depositar sus armas»[18].
Tampoco los escamots reservaban a Dencàs especiales alegrías. «En los primeros momentos se produce una confusión de las que siempre se producen en estos casos (…) Un camión bajaba por la Bonanova, con rabassaires[k], me parece, y otros elementos adictos, y al llegar a la calle de las Corts se encontraron con una patrulla nuestra, la cual, creyendo que se trataba de fuerzas militares desafectas, abrió fuego contra los ocupantes del camión, registrándose los primeros muertos y heridos (…) Y no fue un hecho aislado (…) (pues) muchos de estos muchachos era la primera vez que manejaban fusiles y se les disparaban, causando muertos y heridos». Los coches que enviaba Dencàs para establecer la comunicación y pasar instrucciones recibían el fuego de los escamots por las calles, y sus conductores terminaron por no atreverse a salir del edificio[19].
Pese a estas desgracias, un osado intento de secuestrar o matar a Batet pudo haber cambiado las tornas. Un capitán de guardias de asalto, llamado Viardou, Viardeau o Biardeau, concibió el plan de «entrar por sorpresa en la Comandancia de la Cuarta División, cuya consigna conoce, apoderarse del general y de sus ayudantes y desarticular de este modo los mandos». A tal fin seleccionó a cuatro voluntarios y en un coche oficial marchó a la Comandancia, donde sólo había quedado un retén de seis soldados, a quienes pensaba engañar con el automóvil y la consigna. A las 10 de la noche empezó la aventura. Pero unos guardias civiles dispararon al vehículo cuando pasó sin detenerse en un control, y aunque el comando alcanzó su objetivo y franqueó la puerta, su jefe y varios acompañantes iban ya heridos de muerte. Otra versión dice que el tiroteo estalló en el cuerpo de guardia, debido al nerviosismo o alguna torpeza de los asaltantes. Batet pudo salvarse entonces de un peligroso golpe de mano. El general, advirtiendo lo expuesto que se hallaba, ordenó reforzar Capitanía con una compañía de guardias civiles. El refuerzo llegó con dificultades, tras algunas refriegas en las calles. Cuando días después fue enterrado Viardeau, socialista navarro, su esposa quitó al cadáver la guerrera y lo envolvió en una bandera roja. El 26 de junio de 1936 las Cortes, con mayoría izquierdista, decretarán que el asaltante de Batet había caído «en acto de servicio»[20].
Mientras fracasaba el golpe reseñado, la consejería de Gobernación, cuartel general de Dencàs, comenzaba a sufrir el asedio de otra compañía de soldados que Batet le enviaba.
A las 10 de la noche, desde el ministerio de Gobernación, Lerroux se dirigía con palabras resueltas a toda España: «A la hora presente la rebeldía, que ha logrado perturbar el orden público, llega a su apogeo (…) En Asturias el Ejército se ha adueñado de la situación y en el día de mañana quedará restablecida la normalidad. En Cataluña, el presidente de la Generalidad, con olvido de todos los deberes que le impone su cargo, su honor y su autoridad, se ha permitido proclamar el Estat Catalá. Ante esta situación, el Gobierno de la República ha tomado el acuerdo de proclamar el estado de guerra en todo el país. Al hacerlo público, el Gobierno declara que ha esperado hasta agotar todos los medios que la ley pone en sus manos (…) El alma entera del país entero se levantará en un arranque de solidaridad nacional (…) para restablecer, con el imperio de la Constitución, del Estatuto y de todas las leyes de la República, la unidad moral y política que hace de todos los españoles un pueblo libre (…)».
«Todos los españoles sentirán en el rostro el sonrojo de la locura cometida por unos cuantos. El Gobierno les pide que no den asilo en su corazón a ningún sentimiento de odio hacia pueblo alguno de nuestra patria. El patriotismo de Cataluña habrá de imponerse a la locura separatista y sabrá conservar las libertades que les ha reconocido la República bajo un Gobierno que sea leal a la Constitución (…) En Madrid, como en todas partes, la exaltación de la ciudadanía nos acompaña. Con ella, y bajo el imperio de la ley, vamos a seguir la gloriosa historia de España».
Este discurso levantó la moral de las fuerzas legalistas. «La declaración del estado de guerra y la energía serena demostrada por el señor Lerroux (…) provocaron a su alrededor una dilatada, inmensa vibración popular», anota Pla. El jefe insurrecto Vidarte comenta, en contraste: «Ninguna impresión pudo hacerme esta alocución de Lerroux. Cualquier gobernante, en su caso, se hubiera expresado en términos parecidos». Pero quizás no un gobernante fascista[21].
A esa hora ya había fracasado el ataque socialista al madrileño edificio de la Puerta del Sol donde sesionaba el Gobierno. Lo habían protagonizado «jóvenes socialistas, confiados en algunas complicidades dentro y fuera del edificio (…) A pesar de que muchos guardias de asalto del cercano cuartel de Pontejos estaban comprometidos, no se decidieron a entablar combate con la Guardia Civil acuartelada en Gobernación. En este frustrado asalto cayeron heroicamente algunos de nuestros jóvenes» escribe Vidarte. Y Largo Caballero se lamentará: «No pudimos tomar Gobernación porque nos traicionaron los oficiales comprometidos que se encontraban allí dentro»[22].
También volvieron a sufrir conatos de asalto el Palacio de Comunicaciones, la Telefónica, el Congreso, así como varias comisarías y puestos de la Guardia Civil, resueltos todos en meros tiroteos. Fue atacado con bombas de mano el depósito de máquinas MZA (ferrocarril Madrid-Zaragoza-Alicante) y sitiada la estación de tren de Peñuelas. Sufrieron atentados el coronel del regimiento nº 6 y el domicilio de Lerroux. Y así otras acciones menores, más amplias que intensas. Al día siguiente se hacía la autopsia de catorce cadáveres que la noche había dejado[23].
Ni Lerroux ni sus ministros llegaron a ser conscientes del peligro que habían corrido: sólo percibieron un hostigamiento intenso en la Puerta del Sol, que no llegó a transformarse en asalto. Una vez más, los proyectos de los insurrectos en Madrid caían por tierra ante la inacción de sus partidarios militares. Con esta intentona concluían también los esfuerzos socialistas por ganar la iniciativa.
Persistieron varios días las barricadas y los disparos al aire para crear alarma, pero desde el 7 la lucha languideció. Los obreros madrileños no salían de su pasividad y la huelga retrocedió, mientras numerosos ciudadanos, así como las juventudes de Acción Popular, falangistas y otros grupos de derecha, aseguraban el abastecimiento de la capital. La mayoría de la población expresaba apoyo al Gobierno y rechazo al alzamiento armado.
«Al otro día (Prieto) marchó a sitio desconocido para mí —escribe Largo—. Yo fui llevado a casa de un médico socialista en el barrio de Salamanca». Prieto abandonó la partida y procuró simplemente ocultarse, pero Largo trató de coordinar aún la lucha en la capital. Por medio de una enlace, llamada Leo Menéndez, de las Juventudes Socialistas, recibía noticias y transmitía sus instrucciones a los insurrectos[24].
Lerroux tenía, pues, motivos para el optimismo en cuanto a Madrid, y quizá también a Barcelona, pero de ninguna manera a Asturias. Allí, en contra de sus palabras, los rebeldes ganaban posiciones en una Oviedo cada vez más precariamente defendida. A las columnas de mineros venidos de Mieres y la de González Peña se sumaba, al anochecer, una nueva procedente de Sama, dirigida por otro célebre dirigente socialista, Belarmino Tomás. Con ello, la superioridad insurgente se hacía completa.