REBELIÓN DE COMPANYS EN BARCELONA
La jornada del 6 iba a ser decisiva en Asturias, Madrid y Barcelona. En Oviedo, la frustración del primer ataque no desalentó a los insurrectos, que volvieron a la carga en la madrugada del sábado, día 6. En grupos de treinta fueron tomando posiciones en las salidas por carretera, las cercanías de la fábrica de explosivos de La Manjoya y el monte Naranco, que dominaba la ciudad. La ofensiva se desarrollaría desde el noroeste y desde el sur.
A las seis de la madrugada comenzó el asalto, por la carretera de Oviedo a Mieres, mientras en el Naranco aguardaba la columna de González Peña. Creían los rebeldes que los obreros ovetenses se les sumarían, pero «con gran sorpresa nuestra, los trabajadores de la capital permanecen absolutamente pasivos… (lo cual) hace difícil la toma de la capital y nos cuesta innumerables víctimas», relata Grossi. Ante la calma de Oviedo, González se desanimó y ordenó la retirada. Pero sus hombres no le obedecieron. A partir de las nueve de la mañana afluyeron desde Mieres más y más revolucionarios por San Lázaro, degradado suburbio y barrio de prostitución al sur de la ciudad, «La dinamita entra en juego. Los mineros, habituados a su empleo, obran con ella verdaderos prodigios. Los enemigos retroceden aterrados»[1].
No llegaban a 2.000 los atacantes aquella madrugada, según el cronista Aurelio de Llano, pero luchaban con bravura. En cambio los jefes de los defensores (unos 1.200 soldados y guardias) vacilaban, a la defensiva, limitándose a establecer un cordón de posiciones para proteger el casco urbano. Varios edificios estratégicos quedaron desguarnecidos. En el cuartel de Pelayo, principal base gubernamental, el comandante trató de entregar el mando al coronel de la fábrica de armas, el cual lo cedió gustoso al coronel de la Guardia Civil, quien a su vez declinó el honor. Las tropas se comportaron con mayor entereza. Esperaban los rebeldes que los soldados, o muchos de ellos, desertasen a su lado, pero la esperanza fue vana. A pesar de la difícil situación, la tropa, suboficiales y oficiales, dirigidos por el comandante Caballero, resistían a sus enemigos y les hacían pagar con abundante sangre sus avances[2].
Los insurrectos en Asturias debían ascender ya a unos veinte millares y eran capaces de operar en varias direcciones a un tiempo. Hacia las 10 de la mañana, un osado golpe de mano, planeado por González Peña y sus asesores, les hacía dueños de la importante fábrica de artillería de Trubia, 17 kilómetros al oeste de Oviedo. Botín espectacular: 12 ametralladoras y otras armas, 8.000 cascos de acero y, lo mejor de todo: 29 cañones. Varios de ellos eran de un tipo nuevo, llamado Arellano, por el apellido de su inventor, un militar que se encontraba de guarnición en Oviedo y que tuvo el raro privilegio de que sus armas se estrenaran en acción contra él mismo[3].
Para su decepción, los rebeldes no encontraron espoletas que hicieran estallar los proyectiles artilleros, que así perdían mucha eficacia. Entre los milicianos corrió el rumor, infundado pero significativo, de que sus propios jefes habían ocultado las espoletas. Y surgían las querellas: «Un miembro del partido comunista (…) instalado en la fábrica como un dictadorzuelo, nos hace no pocas trastadas. Por culpa suya permanecen los cañones horas enteras sin poder disparar por falta de obuses. Cuando más falta nos hacen esos cañones para emplazarlos frente al enemigo, el tal dictadorzuelo se empeña en colocar en Trubia cuatro de ellos»[4].
Con la mayor premura fueron puestas a funcionar las máquinas, con turnos de día y noche, para fabricar balas y reparar los cañones. De la gran factoría metalúrgica de Mieres exagera algo un testigo, «salían centenares de bombas, autos, trenes blindados, diariamente (…) Se había logrado organizar todos los trabajos (…) Estos servicios funcionaron a la perfección hasta el último momento». En los talleres de Turón y La Felguera blindaban camiones. Al atardecer alguna artillería ya estaba disparando contra Oviedo[5].
Hacia las 11 de la mañana penetraba por el puerto de Pajares, abandonado por indisciplina de los mineros, un batallón gubernamental en veinte camionetas. La columna marchó despacio durante 15 kilómetros, hasta el pueblo de Campomanes. «La carretera está cortada a trozos. Gracias a esa precaución, las fuerzas enemigas avanzan con dificultad. Asimismo han sido destruidos, en la mañana del 5, algunos de los puestos del ferrocarril del Norte. Estos obstáculos con que tropiezan las fuerzas enemigas nos dan tiempo a nosotros para ocupar los puntos estratégicos y aguardar en ellos»[6].
Mandaba el batallón el general Bosch, que tal vez pensaba en los guerrilleros asturianos que habían desbaratado a las fuerzas napoleónicas de Kellermann en aquel lugar tan abrupto y propicio a la emboscada. Desde Campomanes, el general siguió con cautela hacia la aldea de Vega del Rey, unos 16 kilómetros al sur de Mieres. Benavides describe con viveza la situación: «Se escalonan los grupos del Ejército rojo: diez aquí, veinte allá, abrazados a sus armas y con las cargas de dinamita en las manos. Por los praderíos, los viejos y las mujeres alejan a los animales (…) El general observa las montañas que se le echan encima (…) Aquel silencio no presagia nada bueno. Las montañas suben y suben, y se ciernen sobre la columna (…) El general opina que sería preferible encontrar alguna resistencia. Aquel silencio, cuando sabe que hay enemigos y se ignora su cuantía, deprime (…) Se acabó el silencio. Derrúmbase la montaña sobre la carretera y de todas sus alturas brotan los gritos, los disparos, las explosiones. La ametralladora y los quince fusiles de la capilla de Santa Cristina cortan el paso a las tropas. Es un ataque que multiplica el eco. Rebotan las balas en los camiones, la tromba de dinamita arrasa la carretera…»[7].
Penosamente, los soldados alcanzaron el pueblecillo de Vega del Rey, en cuyas casas se parapetaron. Allí se les unirán 350 soldados más.
Mientras, en Oviedo los rebeldes proseguían su ofensiva, ocupando sin resistencia la fábrica de explosivos de la Manjoya, que les proporcionó un gran botín de trilita, dinamita, pólvora y fulminantes, y adentrándose en la ciudad. Un testigo presencial describe: «Gritos, llantos, mujeres, niños que corrían a refugiarse en la casa (…) ¡Los revolucionarios, que están ahí, que llegan, que han hecho retroceder a las tropas, que vienen con fusiles, con dinamita, que ya están en la calle de la Magdalena…! (…) Aquellas mujeres, en las que reconocía a damas distinguidas, vecinas nuestras, preguntaban angustiadas si las matarían. Lloraban los niños, algunos en brazos de sus ayas, pensando, acaso, que venía el lobo de ojos fosforescentes que se comió a Caperucita Roja». El avance rebelde fue detenido ante el ayuntamiento, que exigió sangrientos asaltos. Pero hacia las 4 de la tarde también era tomado y en él se constituía el comité revolucionario de Oviedo[8].
Al llegar la noche, los rebeldes dominaban la parte sur de la ciudad.
En Cataluña los acontecimientos se precipitaban. El nacionalista de izquierda Aymamí i Baudina, autor de un estimable trabajo sobre los sucesos del día 6, narra cómo por la mañana «al salir de casa me sorprendió ver en la fachada del hotel Ritz las banderas francesa e inglesa y, en lugar preferente, la catalana»[9]. Algo indicaba la desaparición de la enseña republicana en el distinguido hotel, regido por bien enterada gente de mundo.
Hacia las ocho o las nueve, el presidente del gobierno autónomo, Lluis Companys, visitaba a su consejero de Gobernación, Josep Dencàs, para leerle dos proyectos de manifiesto de rebeldía. Uno, redactado por Companys, proclamaba el Estado Catalán dentro de una imaginaria República Federal Española; el segundo, escrito por el consejero de Justicia, Joan Lluhí, sólo invocaba una República Española con sede momentánea en Barcelona. A Dencàs, separatista radical, le disgustaron ambos textos, por blandos, pero temió el aislamiento de la inminente revuelta en Cataluña, y aceptó el primero. El consejero de Gobernación era hombre clave en el golpe que se avecinaba, pues dirigía las fuerzas armadas de la Generalidad[10].
Luego, recordará Dencàs, «el Presidente me dio permiso para lanzar a la calle, bajo el nombre del Somatén, a los 4.000 hombres que habíamos preparado en Barcelona. Llamé a la consejería de Gobernación a los que ejercían el mando de las tres fuerzas; el primero era el malhadado Miguel Badia, que tenía el mando supremo de los 4.000 (…); el otro era el señor Coll i Llach, que representaba la jerarquía suprema de la policía, y el otro era el señor Pérez Farrás[a], que mandaba a los Mozos de Escuadra[b]. A cada uno le di las órdenes previamente establecidas y estudiadas con meses de antelación». Simultáneamente «enviaba emisarios por toda Cataluña con instrucciones detalladas y órdenes de movilización»[11].
La fuerza a las órdenes de Dencàs resultaba imponente, en principio. Los cuatro mil que iban a actuar bajo la cobertura del Somatén[c] eran las milicias nacionalistas o escamots. Predominaba en ellas Estat Catalá, sector de Dencàs en la Esquerra Republicana de Catalunya, aunque incluían a diversos grupos de la misma Esquerra y afines. En cuanto a la policía (Guardia Civil, de Asalto y otras), transferida a la Generalitat seis meses antes, constaba de más de tres mil hombres bien armados y preparados. Los Mozos de Escuadra, otro cuerpo policial bien pertrechado, concentraría sus 400 hombres en la sede de la Generalidad. Además varios jefes militares estaban comprometidos en el golpe, y algunos asesoraban directamente al consejero de Gobernación. La Esquerra planeaba cortar las comunicaciones con el resto de España, volando raíles y puentes de carretera para detener los refuerzos gubernamentales, mientras asestaba el golpe decisivo en Barcelona. Pensaba «mantener el pánico en la población de Lérida y Tarragona» a fin de distraer a las guarniciones e impedirles acudir a la capital catalana[12].
Entre tanto las huelgas proliferaban y la Alianza Obrera repartía miles de proclamas: «El movimiento insurreccional del proletariado español contra el golpe de Estado cedista ha adquirido una extensión y una intensidad extraordinarias (…) Es hoy cuando hay que proclamar la República catalana». La izquierda nacionalista llamaba: «En estos momentos propicios, en estos instantes de exaltación, una vacilación constituiría un acto de cobardía que (…) Cataluña no perdonaría nunca (…) ¡A las armas por la República catalana!»[13].
A media mañana, Dencàs declaraba que la huelga era completa en la región. Falseaba los datos, pues la mayor organización sindical, la CNT, se oponía al paro. Este sindicato, muy influido por la FAI (Federación Anarquista Ibérica), tenía sus razones para disociarse del movimiento: detestaba a los socialistas, bajo cuyo poder había sufrido una dura represión, y no odiaba menos a los nacionalistas, a quienes acusaba de clausurar sus centros y su prensa, y de secuestrar y torturar a sus militantes. El día anterior, Dencàs, había ordenado detener a varios líderes ácratas, entre ellos el legendario Durruti, y cerrar locales sindicalistas.
A la 1,30 de mediodía, el consejero de Gobernación anunciaba por radio que la Generalitat iba a tomar militarmente la región, a fin de impedir «los excesos extremistas». Daba a entender que se precavía contra la FAI, pero era sólo un ardid para no alertar prematuramente al gobierno, contra el que iban en realidad aquellas medidas. A las 2 de la tarde «se empezó a tomar por Estat Catalá toda Barcelona». Los escamots instalaron barricadas y ametralladoras en puntos estratégicos, provocándose tiroteos esporádicos con anarquistas[14].
Entre tanto, en Madrid las izquierdas republicanas, a través de Martínez Barrio, creyeron oportuno presionar sobre Alcalá-Zamora para que les entregase el poder, prometiendo a cambio el fin de la revuelta. Era el «tercer aldabonazo», como lo llama don Niceto, pues ya lo había intentado Martínez dos veces en meses anteriores. El presidente de la República tomó a mal la gestión, e hizo saber a los izquierdistas que «insolencias y coacciones tales no se dirigen a ningún jefe de Estado ni obtienen de éste respuesta»[15].
A mediodía se reunían los ministros para estudiar la situación. Seguían confiando en Companys y concentraban su atención en el resto del país, especialmente en el norte. Faltaban los ministros de Gobernación y de Guerra, que en aquellos momentos discutían con los generales Masquelet, Franco y López Ochoa cómo actuar en Asturias. Se acordó que de inmediato saliera López para Galicia, donde encabezaría una pequeña columna con la que debía penetrar en la zona rebelde, unirse a la guarnición de Oviedo y organizar la contraofensiva. Hacia las 6 de la tarde, el general partió por aire para León, y de allí siguió en coche a Lugo, arriesgándose a través de una zona insegura[16].
En el libro que escribió sobre la campaña, López se muestra orgulloso de su nombramiento y sugiere que la elección pudo haber recaído en Franco, pero que «algunos ministros, conociéndome personalmente, y habiéndome visto obrar en momentos difíciles (…) inclinaron su ánimo a mi favor». Tenía fama, en efecto, de ser resuelto, valeroso y capaz. También pertenecía a la masonería. Vidarte, cuenta esta otra versión, obtenida del mismo general: «Yo no quería aceptar esa misión; pero me lo pidió el propio presidente de la República; me dijo: ‘Con usted irán mejor las cosas. Es amigo de muchos de los sublevados’. ¿Qué podía yo hacer? Soy militar y lo primero para nosotros es la obediencia»[17].
Sin embargo López Ochoa iba a conducirse con extremada dureza, al menos durante la primera semana. Su elección para este cometido era reglamentaria, ya que ostentaba el cargo de inspector militar de Asturias, pero también llamativa, porque tenía fama de hostil a la política del centro derecha. En otro tiempo había conspirado contra Primo de Rivera y la monarquía. Catalán, al llegar la república se había adueñado de Capitanía General en Barcelona y apoyado a Macià como presidente de la «República Catalana». Al parecer fue Lerroux, masón a su vez, aunque tibio, quien le propugnó para dirigir la lucha en Asturias. Allí iba a tener roces con Franco, de cuya capacidad militar da una pobre imagen en su libro sobre la campaña asturiana, achacándole veladamente errores de estrategia. López detestaba a los militares africanistas, como Franco a los masones.
Hacia las 4 de la tarde, Domingo Batet, general de la división orgánica de Cataluña, acudía a ver a Companys. Batet tenía sentimientos catalanistas, como muchos de sus subordinados, y Companys albergaba esperanzas de ganarlo para su causa. El militar manifestó su alarma ante las interrupciones de telégrafos, teléfonos y trenes, y puso al político ante su deber de asegurar las comunicaciones. Habló con enfado y desprecio de los alzados de Asturias y otros lugares. Companys le dio a entender que la insurrección estaba justificada, amparándose en las notas de la víspera en que los partidos republicanos de izquierda, e incluso uno de derecha, rompían con las instituciones. Pero el general permaneció firme y advirtió a, Companys que «si llegaba el momento en que fuera necesario proclamar el estado de guerra, no sería una medida contra Cataluña y su autonomía, sino impuesta por los sucesos de España»[18].
Batet, según el ministro Diego Hidalgo, «lo esperaba todo y todo lo tenía previsto», con la idea de «apoderarse de las autoridades de la Generalidad que se declarasen en rebeldía». Hidalgo apreciaba sobremanera al general, de cuyas dotes tenía el mejor concepto, y por ello lo había sostenido en Cataluña contra viento y marea de fuertes intereses que pretendían destituirlo. Tendría motivos para felicitarse de ello[19].
Sobre las 5, el ministro de Gobernación Eloy Vaquero[d], inquieto por las novedades y por los cortes en las comunicaciones, logró contactar con Dencàs. Éste calmó hábilmente al ministro, quien, muy ufano, declaró a los periodistas: «La conversación con el señor Dencàs me ha producido gran satisfacción. No pueden imaginarse cuánto me hubiese alegrado que todos los españoles la hubiesen escuchado. La Generalidad está dispuesta a mantener el orden y con gran resolución lo consigue»[20].
Pero prácticamente a la misma hora los nacionalistas repartían a su gente el contenido de «los cuatro depósitos de armas que teníamos en Barcelona, el primero en la Consejería de Justicia y Derecho, otro en la de Gobernación, otro en un centro de las Corts y otro en la avenida de San Andrés (…) Habíamos distribuido estos depósitos (…) en lugares neutrales que permitiesen eludir las suspicacias de una investigación policial»[21].
Barcelona cobraba un aire bélico por momentos. Azaña, que se encontraba allí, alojado en un hotel de la plaza de Cataluña, lo describe: «Transitaban grupos de paisanos, terciada la carabina y un morralito de municiones al costado. Supe que delante de la Universidad había unos centenares de hombres formados y en armas. Sobre la vasta plaza pesaba un silencio amenazador. Lejos, en la entrada de las Ramblas, se arremolinaba un poco de gente. Sonaban vítores y salvas de aplausos. Y de nuevo un silencio plúmbeo, tormentoso». En el paseo de Gracia, algo más tarde, «hileras de paisanos en armas ocupaban la calzada, con grandes guardias en las esquinas, y nos daban el alto»[22].
Mientras las milicias tomaban las armas, la Generalidad celebraba consejo para decidir su postura. La insurrección parecía afectar ya a buena parte de España, y Dencàs garantizó que aun si fallasen las cuatro quintas partes de las fuerzas nacionalistas, al ejército le costaría no menos de cuatro días de lucha llegar al palau de la Generalitat. Alentados por informes tan favorables, los políticos esquerristas resolvieron entrar de lleno en acción[23].
Al concluir el consejo, Dencàs solicitó a Companys la destitución del responsable de las fuerzas de orden público, Coll i Llac, de quien no se fiaba. Quería en su puesto a un amigo suyo, Miguel Badia. Companys rechazó la propuesta porque tenía a su vez buena amistad con Coll. Tras una escena algo violenta, Dencàs volvió, resignado a la consejería de Gobernación, su puesto de mando, y allí se enfundó en un vistoso y cromático uniforme de traza militar. Le asesoraban en la dirección de la inminente lucha el capitán Arturo Menéndez y el comandante Jesús Pérez Salas, ambos con un destacado historial político al lado de Azaña. Durante el bienio anterior, Menéndez había sido director general de Seguridad hasta los sucesos de Casas Viejas, por los que hubo de dimitir[e]. Protegían la consejería, además de numerosos voluntarios, una compañía de guardias de asalto[24].
Transcurrían pesados los minutos y la tensión se hacía insoportable. Dencàs menciona el «nerviosismo incontenido» de Companys. «A las 6,30 —relata el periodista Enrique Angulo en El Debate— llegó la manifestación de la Alianza Obrera (al palau de la Generalitat) exigiendo que se le entregasen armas y amenazando que si a las 8 de aquella noche no se había proclamado el Estado Catalán, lo harían ellos (…) Los de Alianza Obrera y los de Estat Catalá desfilaron por las Ramblas dando mueras a Lerroux y Gil-Robles». Ante la sede de la Generalidad se concentraron «numerosos grupos provistos de armas largas» y al poco llegó Miguel Badia en coche descubierto «armado de un fusil ametrallador y equipado como las juventudes de Estat Catalá, es decir, en mangas de camisa y un grueso correaje de cuero»[25].
Entre tanto, el Gobierno en Madrid iba llegando a conclusiones claras. Cerca de las 8, Lerroux notificó a Batet, por teletipo, que iba a imponer el estado de guerra en toda España. «Si lo estima urgente —contestó el militar— lo declaro ahora mismo. Si no, dentro de tres horas». «El gobierno tiene noticias suficientes de actitudes y medidas de la Generalidad que le inspiran el mayor recelo», repuso Lerroux, autorizando a Batet para proceder según su criterio. Antes de acabar la comunicación, Batet informó: «En estos momentos rompe el señor Companys toda relación con el Gobierno central (…) Voy, pues, a mi despacho para proclamar inmediatamente el estado de guerra». «Conformes —respondió Lerroux—. Energía y suerte»[26].
En efecto, fue hacia las 8 cuando se abrió el balcón del palacio de la Generalidad y Companys se dirigió, por fin, al gentío agolpado en la plaza llamada de la República o de San Jaime:
«Las fuerzas monarquizantes y fascistas que de un tiempo acá pretenden traicionar a la República han logrado su objetivo y han asaltado el poder (…) Todas las fuerzas auténticamente republicanas de España y los sectores sociales avanzados, sin distinción ni excepción, se han levantado en armas contra la audaz tentativa fascista (…) Cataluña enarbola su bandera y llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalidad, que, desde este momento, rompe toda relación con las instituciones falseadas.
»En esta hora solemne, en nombre del pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido asume todas las facultades del Poder en Cataluña, proclama el Estado Catalán dentro de la República Federal Española y, al restablecer y fortalecer la relación con los dirigentes de la protesta general contra el fascismo, les invita a establecer en Cataluña el Gobierno provisional de la República (…)
»Con el entusiasmo y la disciplina del pueblo nos sentimos fuertes e invencibles (…) ¡Viva la República y viva la libertad!»
La multitud que escuchaba a Companys cabía holgadamente en la no muy vasta plaza, mal síntoma para la Generalidad. Peor aún: tras los vivas de rigor se disolvió en lugar de movilizarse, aunque en las calles los escamots se abrazaban contentos o acudían a recibir órdenes a la consejería de Gobernación, donde «muchachas vestidas de enfermeras se disponían a atender a los que cayesen en la lucha»[27]. El discurso, radiado, lo habían oído en Madrid y otras regiones. Cualquier duda sobre la actitud de la Esquerra quedaba disipada.
Si el verbo de Companys fue acogido con ardor exiguo por sus partidarios, despertó verdadera angustia en otros de sus paisanos. Agustín Calvet, Gaziel, director del diario barcelonés La Vanguardia, el más leído de la región, exponía así sus sentimientos: «Esto es (…) una declaración de guerra (…) ¡Cataluña había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y a la autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en verdadero árbitro, hasta el punto de jugar con sus gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias, la Generalidad fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió (…) a hacer lo mismo con ella (…) Estoy bañado en sudor, realmente aterrado»[28].
Finalizado el discurso, «Companys atravesó el salón de San Jorge entre abrazos y felicitaciones de todos, que él aceptó sin el menor gesto (…) y dio con un diputado de barba blanca. Éste le felicitó. Y Companys, con el rostro sereno, enérgico (…) dijo simplemente: ‘Ya está hecho. Veremos cómo acaba. A ver si ahora seguís diciendo que no soy catalanista’. En sus palabras había cierta amargura que nos causó gran impresión» [29].
Las no del todo enérgicas ni serenas frases contestaban a los duros de Estat Catalá y otros, ante los cuales el president se conducía con cierta inseguridad, pues su historial político era variado y hasta época relativamente tardía no había ingresado en el nacionalismo. Procedía del republicanismo «españolista» y había tenido estrecha relación, como abogado defensor, con la CNT, precisamente la organización que más quebraderos de cabeza venía dando a la Esquerra.
En su actividad, Companys había desplegado un talento organizador muy notable. Fundó el sindicato campesino Unió de Rabassaires, y fue quizá el dirigente más activo y eficaz en la unión de grupos diversos que formaron la Esquerra Republicana de Catalunya sólo un mes antes del fin de la monarquía. La dictadura de Primo le había perseguido ligeramente. Había demostrado atrevimiento y decisión el 14 de abril de 1931, cuando proclamó la república desde el balcón del ayuntamiento barcelonés, y se designó a sí mismo alcalde. Desde entonces su prestigio en medios nacionalistas había subido muchos puntos, y él llegado a presidente del Parlamento catalán y a ministro de Marina en un gabinete de Azaña. Como principal prohombre de la Esquerra, había sucedido al primer presidente de la Generalidad, Francesc Macià, a la muerte de éste en diciembre de 1933. Companys tenía fama de astuto y era persona de aspecto afable y vagamente charlotesco, que le hacía popular. En sus discursos tendía a caer en la exaltación, aunque luego sus actos fuesen más moderados; o vacilantes, al entender de sus críticos.
Hecha su proclama, Companys telefoneó a Batet ordenándole ponerse bajo su autoridad. Batet respondió que, como catalán, acababa de recibir un mazazo, pero que se debía a la disciplina militar, y pidió un tiempo para resolver en conciencia. Companys tuvo que concederle aquel tiempo, una hora, y envió al general su orden por escrito, la cual no obtuvo respuesta. Esa hora perdida, dirá Dencàs más adelante en el Parlament sin que Companys pudiera rebatirle, impidió a los sublevados tomar la iniciativa. Sí la tomó, en cambio, Batet, quien avisó a los mandos de la Guardia Civil y de Asalto de que, por el estado de guerra, dejaban de depender de la Generalidad. Los primeros le obedecieron, pero no así el teniente coronel Ricart, de quien dependían los guardias de asalto. Antes de las 9 ya estaba fijada en la puerta del edificio de la división el bando que proclamaba la ley marcial[30].
Hasta ese momento, señala el periodista Angulo, «la FAI fue la única fuerza que se opuso a las decisiones de la Generalidad». Pero no es exacto. También resistía, menos espectacularmente pero con efectividad, la Lliga, partido de Francesc Cambó, el histórico político catalanista de derecha: «El Gobierno de Lerroux con ministros de la CEDA era una agresión contra nosotros[f], pero nosotros éramos gentes de orden (…) y sentíamos el deber de estar al lado del Gobierno y enfrente de la revolución»[31]. La Lliga representaba mucho en Cataluña. Once meses antes había superado a la Esquerra en las elecciones generales, aunque había perdido algún terreno en las municipales que siguieron, frente a una coalición de todas las izquierdas.
Al mismo tiempo cobraban impulso las revueltas en numerosas localidades catalanas, donde ardían varios templos y eran atacados a tiros sacerdotes y propietarios[g].