FRANCO «ASESORA» AL GOBIERNO
Así quedaba planteada una situación revolucionaria, que el gobierno sólo podía encarar recurriendo al ejército. Recurso lleno de incertidumbre pues, como observará el político catalanista de derecha Francesc Cambó, «Eran muchos los que se preguntaban en España: el día que tenga que ponerse a prueba el ejército… ¿responderá?»[1]. Como hemos indicado, el PSOE, y también la Esquerra, habían organizado una intensa agitación y propaganda en las fuerzas armadas, valiéndose de jóvenes afectos que cumplían el servicio militar, y de militares profesionales, muchos de ellos situados en puestos clave. En Cataluña, la Esquerra disponía de oficiales adictos y contaba con atraerse al catalanista general Batet, jefe de las fuerzas de la región. Sobre la moral de otros cuenta Dencàs cómo el general de la Guardia Civil en la región acudió a visitarle y, «so pretexto de asuntos del servicio procuró sondearme (…) La impresión que saqué fue que su actitud dependía de cómo se desarrollasen los acontecimientos en toda España»[2].
Existían, por tanto, serios indicios de corrosión en el ejército y los cuerpos policiales. La lealtad del propio jefe del Estado Mayor, general Carlos Masquelet, a quien hubiera correspondido la dirección de las operaciones, ofrecía graves dudas, pues era conocida su amistad con Azaña, enemigo acérrimo de los nuevos gobernantes. Amaro del Rosal, uno de los líderes insurrectos, había tanteado a Masquelet con vistas a la revuelta, y de esas conversaciones sacó «la impresión de que era un hombre sincero y decidido opositor al proceso reaccionario», es decir, al centro-derecha. Parece que el general había tenido tratos también con Largo Caballero[3]. Y casos así menudeaban.
Enseguida surgieron incidentes peligrosos. Según Vidarte, el aeródromo de la Virgen del Camino, en León, a cuyo cargo iban a estar las acciones aéreas en Asturias, se salvó para el gobierno gracias a la rápida intervención de los guardias de asalto, los cuales «detuvieron a los aviadores, mecánicos y empleados complicados en el movimiento». Luego la base tuvo que defenderse contra los mineros leoneses en armas. El jefe de ella, primo del general Franco, fue destituido por su renuencia a operar contra los sublevados[a]. Bastantes militares mostraron una equívoca pasividad, que daría lugar más tarde a abundantes procesos y largas condenas. Incluso entre las tropas enviadas de África a los pocos días, un teniente coronel llamado López Bravo comentó que sus hombres no dispararían «contra sus hermanos», es decir, contra los rebeldes. En el juicio a Largo Caballero se mencionó el plan rebelde, abortado por una confidencia, de adueñarse del crucero «Almirante Cervera» y llevarlo a Barcelona para ponerlo bajo la autoridad de la Generalidad[4].
Problema añadido era la impreparación material del ejército y su débil capacidad operativa, así como un cierto desánimo en los mandos, del que los conservadores culpaban a la política de ascensos y promociones impulsada por Azaña durante el bienio anterior. Escribirá Gil-Robles: «Recuerdo (…) un informe que elevaba al ministro de la Guerra el General de la VIII División. La descripción del abandono en que estaba el Ejército causaba verdadero espanto. Si el movimiento revolucionario hubiera estallado simultáneamente en toda España, no es posible calcular cuáles hubieran sido las consecuencias»[5].
Estas flaquezas salieron pronto a la luz. Las fuerzas enviadas desde León a someter la cuenca minera asturiana avanzaron con parsimonia, para estancarse enseguida entre las montañas. Otras columnas iban a operar con lasitud e impericia, y en el mismo Oviedo varios de los principales mandos rehuirían su responsabilidad.
Amenaza no menor fue la aparente extensión inicial del movimiento. «Nuestros efectivos militares, cortos en número y diseminados (…) son de difícil movilización, tanto porque no cuentan con medios propios de transporte cuanto porque (…) si salen de sus bases las dejan totalmente desguarnecidas», explicará el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo[6]. El PSOE había abastecido de armas e instruido para la insurrección a grupos especiales en decenas de ciudades, desde Vigo a Cartagena y desde Cádiz a San Sebastián, de modo que la revuelta podía estallar en muchos lugares o propagarse como las llamas en un pajar. De tales aprestos tenía el gobierno conocimiento, aunque impreciso.
En aquellas circunstancias, Lerroux y su gabinete actuaron con resolución para muchos inesperada. Masquelet quedó relegado y al atardecer del día 5 el ministro Hidalgo localizaba al general Francisco Franco y le encargaba la dirección efectiva de las operaciones, aunque en funciones formales de asesor. Franco estaba en Madrid, después de haber asistido a unas recientes maniobras en León, y de unas gestiones particulares en la propia Asturias, y no había regresado a las Baleares, donde ejercía el mando. Probablemente su demora en la capital obedecía a los aires de fronda que soplaban desde semanas atrás.
Por su papel en la historia posterior, comenzado en cierto modo con estos sucesos, es preciso detenerse en la personalidad de Franco. Diego Hidalgo encontraba en él «capacidad de trabajo (…) clara inteligencia, (…) comprensión y cultura». «De sus virtudes, la más alta es la ponderación al examinar, analizar, inquirir y desarrollar los problemas… (Es) exigente a la vez que comprensivo, tranquilo y decidido (…) Uno de los pocos hombres, de cuantos conozco, que no divaga jamás»; «nunca lo vi jubiloso ni deprimido». En suma, encontraba justa su fama. El joven general, de 41 años, gozaba de un prestigio profesional extraordinario en un ejército donde no muchos mandos tenían fama de ser simplemente serios, militar o políticamente. También Salvador de Madariaga, escritor liberal y autor de algunas obras clásicas sobre este período, lo alabará después de haberse entrevistado con él: «Me llamó la atención por su inteligencia concreta y exacta más que original y deslumbrante, así como su tendencia natural a pensar en términos de espíritu público sin ostentación de hacerlo»[7].
Los testimonios coinciden en destacar su carácter muy estable, también astuto, o bien frío y ambicioso; y su autoridad natural, a la que ayudaba poco el físico: aunque ancho de hombros y de pecho, era bajo y con tendencia a engordar, y de voz algo débil. Había hecho su carrera en Marruecos, donde llegó enseguida a capitán, el más joven de España, y a general a los 33 años, el más joven de Europa, según se decía. Había mandado la Legión con mano de hierro, haciendo de ella uno de los pocos cuerpos militares españoles capaces de imponer respeto a cualquier enemigo materialmente equiparable. Su disciplinarismo no le impedía disfrutar de una gran popularidad entre los soldados.
Dirigió luego la Academia General Militar —refundada e instalada en Zaragoza por Primo de Rivera en 1928— y le hizo ganar, según opinión común, un notable prestigio incluso fuera del país[b]. En 1931, con sólo tres años de existencia, la academia había sido cerrada por Azaña. En su discurso de despedida, Franco invocó la disciplina «que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía, o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando». Estas frases traslucían seguramente sus sentimientos por la clausura de la institución. El discurso gustó muy poco a Azaña, quien postergó a Franco en los ascensos y lo sometió a estrecha vigilancia policial[8].
Asombra un poco la reputación de Franco por entonces, incluso entre sus enemigos, sobre todo teniendo en cuenta la lluvia de denuestos que de ellos había de recibir posteriormente. Apenas se leen en aquellos años juicios adversos a él; ni siquiera quienes ya le veían con prevención eran inmunes a su aureola, y le trataban con cierto respetuoso temor. Azaña y Franco se tenían mutuamente por hipócritas, aunque el militar consideraba al político el más inteligente de los líderes republicanos, y éste veía en el militar «el temible» o «el único temible», comparándolo con el general Orgaz y probablemente con otros presuntos golpistas. Prieto destacará a Franco, en mayo del 36, como el enemigo potencial más peligroso «por su juventud, por sus dotes (…) (y) prestigio personal», expresando de paso admiración hacia él: «Llega a la fórmula suprema del valor, es hombre sereno en la lucha»[9].
Franco no se había opuesto a la república. Tras disfrutar de la confianza del rey Alfonso XIII, quien le había nombrado gentilhombre de cámara, no movió un dedo para impedir la caída del monarca, al cual reprochaba sus intrigas para deshacerse de Primo de Rivera, «que con tanta eficacia le había servido durante siete años y que había logrado pacificar Marruecos y elevar el nivel de la nación en todos los órdenes»[c]. Hundida la monarquía, Franco recomendaba a sus díscolos conmilitones: «Mientras haya alguna esperanza de que el régimen republicano pueda impedir la anarquía o no se entregue a Moscú, hay que estar al lado de la república, que fue aceptada por el rey»; o bien: «No quitéis al pueblo la ilusión por la república y contribuid a que ésta sea de orden y moderada. De no conseguirse esto, se convertirá en soviética». Para él «la república al ser proclamada no tenía más dificultades que no contar con republicanos que la apoyaran. Sus primates eran monárquicos resentidos con el rey y el dictador, en su mayoría por motivos sin verdadera importancia. Las masas obreras, en su mayoría, eran sindicalistas o socialistas»[d]. Así explicaba, años después, su conducta a su primo Francisco Franco Salgado-Araujo. Dijo a Azaña que respetaba al nuevo régimen «como respetó a la monarquía», lo cual «no quiere decir que yo fuese republicano, pero acataba los hechos consumados aunque no me gustasen»[10].
Sin embargo atraía las sospechas de la izquierda y las ilusiones de los monárquicos: «Entonces, siempre que tenía que venir a Madrid a un asunto oficial, se decía que yo estaba preparando una sublevación, lo cual me causaba una gran indignación, pues nunca pensé en sublevarme contra la república mientras no viera claramente que este régimen estaba a las puertas del comunismo». No parece haber motivo para dudar de la sinceridad de estas palabras. Alcalá-Zamora consigna en su dietario el 18 de mayo de 1932 una audiencia con el «joven general Franco, en torno a quien existe la sospecha (…) de que aspire a ser el caudillo (…) de la reacción monárquica. El diálogo ha sido afectuoso (…) aunque nunca explícito, porque el apellido no se extiende a la conversación de este hombre interesante y simpático (…) El asentimiento a mi apreciación de que una aventura reaccionaria, sin ser mortal para la república, lo sería para cuanto queda, o espera rehacerse, de sano y viable sentido conservador, no me dejan mala impresión»[11].
Ajeno a conspiraciones, Franco decepcionó a Sanjurjo cuando éste preparaba su golpe: «Le contesté que no se contara conmigo para ninguna clase de sublevación militar», y «cuando me encontré con que algunos jefes habían propalado por Madrid que yo estaba metido en un complot contra la república, les increpé duramente, amenazándoles con tomar medidas enérgicas»[12]. Mantuvo igual conducta después de la revolución de 1934, al paralizar dos golpes de estado que en momentos de crisis pensó propiciar Gil-Robles.
El futuro Caudillo veía la intentona de octubre, de cuya represión iba a hacerse cargo, como un «contubernio de Izquierda Republicana, de los separatistas catalanes que intentaban aprovechar la revolución para proclamar la república catalana y desgajarse de la nación, y los socialistas que con la experiencia y la dirección técnica comunista creían iban a poder instalar una dictadura». Básicamente se trataba, a su juicio, del «primer acto para la implantación del comunismo en nuestra nación». Esquematiza así su conversación con Diego Hidalgo al ser nombrado asesor: «Los momentos eran gravísimos, había que ser eficaz. Salvar a la nación de la gravísima situación que se (…) presentaba. Necesidad de hablarle francamente al Ministro, destacarle su responsabilidad personal en la materia (…) Había que reducir la resistencia con rapidez si no se quería suceder una guerra civil. Se necesitaban Jefes y tropas expertos, tropas entrenadas»[13].
En aquel trance, la decisión gubernamental de asesorarse con Franco demostró ser acertada para su causa. Cuenta Josep Pla que en la tarde de aquel viernes, día 5, «reinó en el Ministerio de la Guerra un espantoso desorden (…) fue el general Franco el que creó, casi con su sola presencia, las condiciones objetivas del restablecimiento». El socialista Vidarte viene a coincidir con Pla: «Desde el Ministerio de la Guerra, prácticamente convertido en ministro, el general Francisco Franco dictaba órdenes para toda España, removía mandos y los reemplazaba con personas de su absoluta confianza. Así, en Vizcaya destituyó a los jefes militares más importantes con los que Indalecio Prieto contaba para la insurrección». Asimismo ordenó el inmediato arresto del teniente coronel que había anunciado que sus tropas no combatirían, y sustituyó más tarde al poco impetuoso general Bosch, en el sur de Asturias, por el general Balmes[14].
También fue iniciativa de Franco el urgente desembarco en Asturias de tropas del Ejército de Marruecos, un batallón de cazadores y una bandera de la Legión, seguidos luego de dos tábores de Regulares y otra bandera. No pasaban de unos 2.500 hombres, pero se esperaba de ellos una acción más resolutiva que de las tropas de reemplazo. La presencia de estas unidades en la península se convertiría luego en un pilar de la propaganda izquierdista contra Lerroux y contra Franco, máxime por su empleo en un lugar tan simbólico como el del comienzo de la Reconquista medieval contra el Islam. Pero, como Diego Hidalgo recordó en las Cortes, «ya el Sr. Azaña el 10 de agosto trajo Regulares a la Península», con el fin de aplastar el pronunciamiento de Sanjurjo[e]. El ministro justificó la movilización de unidades de África por la pobre instrucción de las restantes tropas: «Me aterraba la idea de que nuestros soldados cayeran a racimos, víctimas de su inexperiencia». Franco puso al mando de la Legión y los Regulares enviados a Asturias a su amigo de Marruecos, el teniente coronel Juan Yagüe, que descansaba en su pueblo soriano de San Leonardo. Yagüe voló a Gijón en un autogiro, vehículo aéreo precursor del helicóptero, inventado por Juan de La Cierva[15].
La estrategia de Franco consistió en atender a cualquier foco revolucionario con visos de consolidarse, enviando a él tropas africanas. Éstas sólo llegaron a operar en Asturias, donde el asesor hizo cercar la cuenca minera en los pasos de montaña para impedir la comunicación de los revolucionarios con el exterior, mientras movilizaba contra ellos varias columnas, concéntricamente desde los cuatro puntos cardinales. La dirección fundamental de ataque iba a ser de norte a sur, es decir, desde la costa hacia el interior, para lo cual trasladó a Gijón, con rapidez muy notable, a fuerzas de Marruecos y otras[16].
Pero ello ocurriría en las jornadas siguientes. Por el momento aún estaban por llegar las peores noticias para el gobierno de centro-derecha que Lerroux presidía.