… Y EL PSOE DECLARA LA GUERRA CIVIL
A medida que pasan las horas sube de grado la tensión espiritual (…) Tiene algo de angustia, de tragedia y de amenaza», escribirá un minero asturiano sobre la jornada del 4 de octubre[1].
Aquella tarde, al tomar posesión como jefe del nuevo gobierno con tres ministros de la CEDA, Lerroux declaró: «Yo no admitiré que nadie (…) se lance a un ataque contra la República (…) Para eso no admito flaquezas (…) (Realizaré) una obra de pacificación, nunca de persecución, porque yo no puedo olvidar que aprendí a escribir defendiendo los derechos de los obreros. Pero los obreros deben someterse a la ley, y salir de ella es renunciar a sus conquistas (…) Y podré pensar en mi fuero interno lo que quiera respecto a las autonomías, pero jamás iré contra lo estatuido. Yo fui y sigo siendo federal (…) Os prometo que mi propósito es durar mucho tiempo, hasta que la República quede tan fuerte que ni la derecha ni la izquierda (…) puedan conmover sus cimientos»[2]. Estas palabras, a un tiempo apaciguadoras y de advertencia, las dirigía a los socialistas y a la izquierda nacionalista gobernante en Cataluña, cuyas conminaciones pesaban aquellos días como nubes de tormenta. Pero unos y otros despreciaron a Lerroux.
En espera de noticias sobre el nuevo gobierno, las ejecutivas del PSOE y de la UGT se reunieron en la sede del diario El Socialista, en el número 20 de la madrileña calle de Carranza. Hasta el último momento Largo Caballero, presidente del PSOE y secretario general de la UGT, esperó que Alcalá-Zamora cediese a sus exigencias y cortase el paso a la CEDA. Confirmado que no era así, Largo analizó el momento ante los directivos, reiteró las tesis habituales en la propaganda del partido y extrajo la consecuencia: había llegado el momento de un levantamiento armado en pro de un régimen socialista. Equiparó la situación de España con la de Austria ocho meses antes, cuando los socialdemócratas se habían alzado contra las imposiciones del canciller derechista Dollfuss y habían sido aplastados en pocos días[3]. El PSOE venía preparando con cuidado su insurrección desde hacía un año, y confiaba en no correr la suerte de sus camaradas austríacos. Sólo dos días antes los jefes habían revisado minuciosamente los preparativos.
Los reunidos decidieron la composición del gobierno revolucionario que ocuparía el poder si la fortuna les acompañaba. Lo presidiría Largo Caballero y tendrían carteras en él Indalecio Prieto, Enrique de Francisco, Fernando de los Ríos, Juan Negrín, Julián Zugazagoitia, Amador Fernández y otros líderes socialistas, así como Julio Álvarez del Vayo, muy afín a la política de Moscú y uno de los dos principales inspiradores intelectuales de la revolución. El otro, Luis Araquistáin, parece que tenía reservado el cargo de presidente de la nueva república. También previeron una posible derrota del golpe armado. Para tal caso acordaron no asumir la responsabilidad, a fin de salvaguardar el aparato sindical y partidista frente a la represión: achacarían la revuelta a una reacción espontánea del pueblo[4].
Tomados los acuerdos, el secretario del PSOE, De Francisco, «dio instrucciones a algunos (diputados) que saldrían aquella misma noche (…) a sus respectivas provincias», a encabezar el golpe, al paso que eran remitidos a todos los organismos partidistas unos telegramas que, en lenguaje convenido, les ordenaban alzarse en armas[5].
A continuación la mayoría del Comité Revolucionario marchó a instalarse en el piso de un simpatizante, un pintor llamado Luis Quintanilla, en la calle de Fernando el Católico, 30. Los dos jefes máximos, Largo y Prieto, permanecieron, con aparente temeridad, en la sede de El Socialista. El contacto entre unos y otros lo asegurarían el líder juvenil Santiago Carrillo, y Amaro del Rosal, un dirigente de la UGT[6].
El PSOE y la UGT reunían fuerzas muy considerables, con fama de disciplinadas, al menos en comparación con los republicanos y anarquistas. Encuadraban, se decía, a más de un millón de personas. Sus secciones juveniles contaban con unos 20.000 miembros en principio aguerridos y con formación paramilitar, que integrarían, con otros miles de militantes, la fuerza de choque en las primeras acciones. Disponían de armamento irregular, abundante en unas provincias, pobre en otras. El plan incluía el asalto a los cuarteles y el reparto de sus armas, con la colaboración de grupos de soldados y suboficiales entre los cuales había hecho el PSOE una tenaz propaganda. Además debían colaborar muchos mandos, hasta el nivel de general. Y el resto de la izquierda simpatizaba, como mínimo, con la idea de derrocar al gobierno Lerroux[a].
No obstante, emprender lo que de intención y de hecho era una guerra civil, constituía una tremenda responsabilidad, y los jefes socialistas sintieron la tensión del momento sin retorno, reflejada en el testimonio de Juan Simeón Vidarte, uno de los comprometidos: «Largo Caballero estaba pálido, mas su voz era firme y segura (…) La cara de Fernando de los Ríos denotaba honda preocupación. Prieto, contra su costumbre, no había despegado los labios, todo el tiempo había permanecido como abstraído, con el pensamiento muy lejos. Los compañeros (…) mostraban asombro o perplejidad. Pero todos fueron manifestando su aquiescencia (…) Aquellos hombres (…) no supieron o no quisieron hacer objeciones. Miraban a Prieto y a De los Ríos, esperando que dijesen algo. Pero Prieto, con sus dedos gruesos y cortos sobre su abultado abdomen, miraba al techo, en actitud del prior de un convento que esperase de los cielos un milagro (…) Había en la sala una emoción estrujante. Yo (…) levanté también los ojos al techo, para liberarlos de la impresión de contemplar los rostros de mis compañeros». Y creyó ver en el techo grabadas a fuego, las palabras atribuidas a Rosa Luxemburgo: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas»[7].
Al oscurecer del día 4, un jueves, comenzaba la huelga y la revuelta en Madrid. Los camareros abandonaban sus puestos, los taxis se retiraban, y el metro y los tranvías paraban. Aprovechando las primeras sombras de la noche se concentraban grupos armados: «Mi compañía de milicias estuvo movilizada en la zona de la glorieta de Quevedo (…) Oímos por radio la información del nuevo Gobierno y luego, seguros ya de que llegaba la hora de actuar, esperamos nerviosos las órdenes (…) Las calles estaban casi vacías porque empezaba a surtir efecto la orden de huelga general decretada por la UGT (…) Tuvimos que amenazar pistola en mano a algunos conductores para que nos trasladaran», relata Manuel Tagüeña, entonces un jefe de las Juventudes Socialistas y que llegaría a mandar todo un cuerpo de ejército en 1938, cuando contaba sólo 24 años.
Tagüeña concentró a los suyos en el Círculo Socialista del barrio de La Prosperidad. De allí pensaban ir a Cuatro Caminos, al otro extremo de la capital, donde «nos vestiríamos de guardias civiles y luego volveríamos a La Prosperidad para asaltar el cuartel de La Guindalera, uno de cuyos oficiales, el teniente Fernando Condés, era socialista y se había comprometido a facilitarnos la entrada»[8] [b].
Pero las circunstancias echaron a rodar el plan. «Algunos vecinos notaron los extraños movimientos en el centro de La Prosperidad y lo denunciaron a la Guardia Civil del barrio. Ésta dio aviso a la Dirección General de Seguridad, que a su vez mandó una camioneta de guardias de asalto». Los guardias, recibidos a balazos, tuvieron un muerto y cuatro heridos, e hicieron otros tantos a los socialistas parapetados en el edificio. Acudieron refuerzos de policía y los rebeldes terminaron por entregarse. En Cuatro Caminos, la policía allanó también el local del PSOE[9].
Estos incidentes, menores en apariencia, resultarían decisivos, aunque por el momento nadie pudiera apreciarlo. La operación de Tagüeña y otras coordinadas con ella tenían un designio realmente ambicioso. Vidarte lo describe así: «Los jefes de Asalto e instructores de nuestras milicias (…) más algunos jóvenes jefes de la Guardia Civil (…) en unión de milicianos socialistas uniformados de guardias civiles y de Asalto, ocuparían el Parque Móvil y la Presidencia». También debían tomar la emisora central de la Guardia Civil y radiar desde ella este mensaje a los comandantes locales: «Habiéndose iniciado un movimiento de carácter monárquico (…) no debe usted obedecer las órdenes de ninguna autoridad civil ni militar de esa Comandancia (…) Impida asimismo que las fuerzas a sus órdenes sostengan luchas contra el pueblo (…) No obedezcan más órdenes que las que emanen por este conducto». Con la misma técnica debía ser capturado Alcalá-Zamora: «Tendremos ayudas importantes en la propia guardia presidencial. Un militar republicano, también de absoluta confianza, efectuará la detención (…) será un putsch a lo Dollfuss (…) Otros militantes se encargarán de la detención del presidente de las Cortes». El putsch se inspiraba en el golpe realizado en julio por nazis austríacos que, disfrazados con uniformes policiales y de la milicia, habían ocupado edificios oficiales en Viena y asesinado al canciller Dollfuss. En Madrid, y por métodos semejantes, los socialistas tenían previsto ocupar igualmente las centrales de telégrafos, teléfonos, el ministerio de la Guerra y el de Gobernación, donde esperaban apoderarse del Gobierno en pleno. La idea parece que fue de Prieto, adjunto de Largo y número dos del Partido Socialista[10].
Mientras fracasaba Tagüeña, otros milicianos tomaban posiciones cerca de los cuarteles, confiando en que los soldados se amotinaran y les abrieran paso. Así ocurrió en el que se haría célebre cuartel de la Montaña[c] o en el Regimiento de Infantería n.º 6. Uno de los jefes del golpe en la capital escribe: «Únicamente la sorpresa puede darnos la ventaja. Necesitamos armamento y desorganizar las fuerzas enemigas armadas, y para ello tenemos un plan, que es el de apoderarnos del cuartel de la Montaña, donde obtendremos abundantes y buenas armas y lograremos destruir así el núcleo más fuerte de la resistencia en Madrid». Pero las revueltas no se producían. Ante el vasto edificio del citado cuartel, los grupos rebeldes aguardaban para entrar, vestidos de soldados, con la complicidad de oficiales del interior, pero el paso fortuito de una camioneta de guardias de asalto por las cercanías provocó un tiroteo que abortó el plan. En otros casos los milicianos también abrieron fuego, siendo de inmediato repelidos por la guardia. Hubo conatos de asalto al cuartel de Ingenieros, a la Telefónica, tiroteos en los Altos del Hipódromo, ante el cuartel de la Guardia Civil de la calle Guzmán el Bueno, en el barrio de Cuatro Caminos, contra el domicilio de Gil-Robles, etc. La noche madrileña se pobló de disparos y explosiones. Al amanecer del día 5, la huelga se extendió por casi toda la ciudad[11].
La misma noche del 4 al 5 fallaba en Asturias el primer golpe de mano insurreccional. Al oscurecer, numerosos rebeldes se apostaban en torno a la capital de la región, Oviedo, y procedían a armarse, como «en el cementerio de San Esteban de las Cruces, de uno de cuyos nichos extrajeron cuarenta y un mosquetones, trescientos cartuchos para cada arma, una ametralladora y un centenar de peines de ametralladora», según narra el periodista revolucionario Manuel Domínguez Benavides[12].
Oviedo era una vieja ciudad interior, antigua y monumental, de 77.000 habitantes. En ella se concentraban cerca de 1.200 soldados y policías, el grueso de la guarnición de Asturias, estimable en un total de unos 2.600. Unas cargas explosivas en las torres de electricidad debían dejar sin luz la capital, y entonces los milicianos irrumpirían por sus calles. El plan preveía «la conquista de Oviedo de noche y por sorpresa, y rápida formación de columnas para dirigirse sobre León y Santander». Pero el sabotaje no tuvo suficiente efecto y alertó a las tropas. Pronto los guardias de asalto barrían con reflectores instalados en coches el cercano monte Naranco y sus alrededores, buscando a los sublevados. Éstos tuvieron que ocultarse y finalmente se retiraron, hacia las cuatro de la noche. Poco más tarde llegó en un tren una columna de 300 milicianos al mando de Ramón González Peña, quien sería reconocido como el jefe principal de la insurrección asturiana. Habían requisado el tren, y en él permanecieron, metidos en el túnel de Pando, a la espera de enlaces de la ciudad, o del comienzo de la revuelta. El plan, muy parecido al de Madrid, consistía en «prender en sus domicilios, cuyas listas tenían, a los jefes y oficiales de la guarnición francos de servicio; y al mismo tiempo, sitiar los cuarteles y apoderarse de ellos por sorpresa». Pero los enlaces no acudieron, y no se apreciaban señales de insurrección en Oviedo. González Peña y los suyos tuvieron que volverse. Estos tropiezos ocasionaban a los rebeldes una pérdida de tiempo irrecuperable[13].
Otras acciones rebeldes tuvieron éxito en la abrupta zona hullera al sur de la capital astur. A medianoche resonaban por los valles mineros de los ríos Caudal, Turón y Aller, los zambombazos de potentes cohetes de feria, señal convenida para la movilización. Nutridos grupos de mineros, provistos de armas largas y cortas y de dinamita, fueron al asalto de numerosos cuartelillos de la Guardia Civil dispersos por la zona. La región contaba con unos 600 guardias civiles, en 92 puestos. Los sublevados esperaban doblegar rápidamente las débiles guarniciones, pero varias de ellas resistieron con tesón. Algunos cuartelillos, como los de Sama, Santullano o La Oscura, lucharon prácticamente hasta el último hombre, envueltos en las explosiones de dinamita. Otros, como los de Murias, La Peña o Rebolledo, fueron volados literalmente, y varios se rindieron de inmediato. La resistencia trastornaba los planes revolucionarios, según los cuales «los pueblos debían haber sido dominados en horas. En algunos, sin embargo, hubo que luchar dos días»[14].
En Barcelona tomó esa noche la iniciativa una liga de partidos revolucionarios, llamada Alianza Obrera, que incluía, además de a los socialistas, al Partido Sindicalista, a la Unió de Rabassaires, campesina, y otros pequeños grupos, pero sobre todo al BOC (Bloc Obrer i Camperol), un grupo comunista desafecto a Moscú, lo que había de pagar muy caro tres años después[d]. La idea de crear la Alianza Obrera había surgido del BOC, y los socialistas la habían hecho suya en el resto de España, como uno de sus preparativos para la insurrección. En Cataluña los socialistas eran débiles, y la voz cantante en la Alianza la llevaban sus inventores, cuyo objetivo definía así su dirigente Joaquín Maurín: «Hacerse fuertes en Cataluña para lanzarse a la conquista de España ha sido desde el primer momento el pensamiento de nuestro partido»[15]. Hacia las diez de la noche del día 4, los jefes y delegados locales de la Alianza se reunieron en el local de la Federación Socialista. Esperaban dominar las ciudades importantes de Cataluña, excepto la principal, Barcelona, feudo de la anarcosindicalista CNT (Confederación Nacional del Trabajo), adversa al alzamiento. Maurín despidió la reunión con esta arenga: «Los trabajadores piden el poder para organizar la economía sobre bases socialistas (…) ¡O el feudalismo o nosotros! ¡O el fascismo o la revolución social! (…) En su localidad respectiva, los Comités de Alianza (…) declararán inmediatamente la huelga general revolucionaria. Si los ayuntamientos (…) son de Esquerra, se llevará a cabo, de momento, una acción conjunta (…) Las autoridades (…) de derecha serán inmediatamente destituidas. Ya sabéis cuál es la finalidad inmediata: la República catalana. Conviene empujar a la Esquerra hasta que sea ella quien la proclame. Si no (…) hacedlo vosotros (…) Hay que tener audacia (…) También tenían dificultades, y enormes, los trabajadores rusos y supieron triunfar. La Alianza Obrera, que significa la unión de todos los trabajadores, es una garantía (…) ¡Adelante y a triunfar!»[16].
Así pues, la táctica aliancista consistía en explotar el radicalismo de la Esquerra para empujarla revolucionariamente mucho más lejos de lo que ella pudiera desear. Las condiciones parecían muy propicias, a juzgar por el radicalismo de Lluis Companys, presidente del Gobierno autónomo y líder de la Esquerra. La prensa de este partido clamaba al día siguiente: «¡Los republicanos de España, en pie de guerra! (…) Ya está cometida la felonía. Ha sonado la hora de la movilización. Que cada uno ocupe su puesto, el arma al brazo y el oído atento a las órdenes. ¡En pie de guerra, Cataluña! (…) La República ha sido entregada a sus enemigos (…) Los organismos responsables y los hombres representativos de la Esquerra tienen ya las instrucciones y la consigna oportuna». No podían pedir más los aliancistas.
Pero bajo esta disposición, Companys y los suyos se mantenían recelosos y a la expectativa, y pronto iba a comprobar la Alianza Obrera que no se dejarían utilizar tan fácilmente. Recordará el consejero de Gobernación de la Generalitat, Josep Dencás: «Celebramos una entrevista (…) con representantes del Partido comunista en Gobernación». Los comunistas advirtieron que «cuando el pueblo esté en la calle queda convertido en rector de sus propios actos». Dencás, escandalizado, replicó que la experiencia de la revolución rusa no se repetiría en Barcelona: «Se equivocan los que creen que el Gobierno catalán está dispuesto a hacer el papel de Kerenski, porque con toda energía hará imposible una desviación»[17].
En Asturias, a lo largo del día 5 casi toda la zona hullera quedaba perdida para el Gobierno. El importante centro minero y metalúrgico de Mieres, con 42.000 habitantes, 22 kilómetros al sur de Oviedo, se erigía en capital de la insurrección asturiana. En su ayuntamiento fue constituido enseguida un Comité de Alianza Obrera para dirigir las operaciones. A su semejanza nacieron otros comités locales.
Presidía el Comité regional el socialista Ramón González Peña, y lo integraban dirigentes socialistas, libertarios, comunistas ortodoxos y un miembro del BOC, partido muy minoritario en la región. La dirección militar efectiva recayó en Francisco Martínez Dutor, que revelaría talento en su cometido. El hombre del BOC, un minero llamado Manuel Grossi Mier, dejó un vívido testimonio escrito de aquellas luchas, en un estilo épico-revolucionario: La insurrección de Asturias, que aquí citaremos ampliamente.
La composición del Comité respondía a la línea aliancista del PSOE de llevar adelante la guerra civil apoyándose en otras fuerzas políticas menores. La Alianza tomó la mayor amplitud en Asturias, único lugar donde incluyó a la sindical CNT, comparable en influencia a la UGT socialista. En casi todo el resto de España la CNT mantuvo una postura neutral u hostil al movimiento. En la zona rebelde asturiana pronto se popularizó la consigna y contraseña UHP (Unión, o Uníos, Hermanos Proletarios)[e], aunque en localidades de hegemonía ácrata se prefirió la consigna FAI (Federación Anarquista Ibérica), por las siglas de la sociedad semisecreta que infundía su radicalismo a la CNT, menos pura en el orden doctrinario[18].
El Comité procedió sin demora a distribuir sus fuerzas. Envió una columna a ocupar el puerto de Pajares, la difícil entrada por el sur a las cuencas mineras y a Oviedo; por allí tendrían que subir los refuerzos que el Gobierno enviara desde León. También dispuso un nuevo asalto a la capital. En eso estaba cuando le llegó la noticia de que fuerzas gubernamentales venían de Oviedo sobre Mieres: Procedemos con toda rapidez a la requisa de camionetas y salimos, en número de 200, al encuentro de los guardias de asalto y de las tropas enviadas contra nosotros. Al llegar a la cuesta de la Manzaneda tropezamos con el enemigo». Se trataba de una sección de guardias de asalto. Copada por los rebeldes, acudió a su rescate una compañía militar. El encuentro duró desde mediodía al anochecer, cuando la tropa hubo de retirarse, abandonando tres camionetas. En ellas entraron en Mieres los milicianos, en medio de un «entusiasmo indescriptible. Todos los trabajadores, viejos y jóvenes, las mujeres y los niños entonan a coro la Internacional. No es ya un canto de esperanza, sino de victoria». Este triunfo elevó mucho la moral insurgente[19].
Otro acontecimiento de la jornada: buena parte de Gijón caía en manos revolucionarias, allí anarquistas en su mayoría. Gijón era el principal puerto y la segunda ciudad asturiana, con 75.000 habitantes, situada unos 30 kilómetros al noreste de Oviedo. También la cercana Avilés, ciudad próxima al mar, del tamaño de Mieres, sufría los primeros disturbios, que iban a cobrar impulso en los días siguientes.
En Vizcaya y Guipúzcoa prendía igualmente ese viernes la hoguera revolucionaria. Los rebeldes se adueñaron de las ciudades industriales de Mondragón y Éibar, con sus armerías y fábricas de armas. En las dos localidades fueron asesinados personajes políticos relevantes en la región: el jefe carlista Carlos Larrañaga en Mondragón y el industrial Dagoberto Rezusta y el diputado tradicionalista Marcelino Oreja en Éibar. Estas muertes causaron una honda conmoción en el País Vasco.
Otros alzamientos se extendían por la zona minera vizcaína y buena parte de las localidades industriales de la margen izquierda de la ría del Nervión, en especial Sestao y Portugalete, con barricadas y ocupación de edificios administrativos. En numerosas localidades de Guipúzcoa y Vizcaya grupos de obreros socialistas extendían la huelga, cortaban las comunicaciones por tren y carretera, asaltaban, o lo intentaban, los locales de correos y telégrafos, los depósitos de agua, centrales eléctricas, etc., y hostigaban los cuartelillos de las fuerzas de orden público. Seguían un plan muy similar al asturiano, aunque con menor energía o fortuna.
Las comarcas mineras de León y Palencia, y localidades de Córdoba, Huelva, Albacete, Santander, Zaragoza, Cádiz, Murcia y otras provincias, eran a su vez escenario de acciones insurreccionales, de alcance imprevisible en aquellos momentos.
El día 5 por la mañana también comenzaba en Cataluña la huelga revolucionaria. Un importante escollo perturbaba a la Alianza y a la Esquerra: la hostilidad de la CNT al movimiento. Con todo, la huelga se extendía. Los piquetes aliancistas y las milicias nacionalistas, conocidas por escamots (pelotones o escuadras) paraban, pistola en mano los transportes y fábricas, y difundían noticias de que estaban siendo levantadas las vías del tren «para separar Cataluña de España». Las propias fuerzas de orden público colaboraban en imponer la huelga. Grupos como el Partido Nacionalista Catalán enviaban a sus comités instrucciones de este tenor: «Os ordeno concentrar a todos los hombres del Partido y proclamar la república catalana (…) No hay que tener debilidades. La vida de los catalanes nos interesa. La dignidad de la Patria nos interesa más. La vida de los enemigos no debe tenerse en cuenta. Con energía. Pero sin crueldades (…) No olvidéis incautaros de los caudales existentes en los bancos. De la honradez con que estos caudales sean administrados responderéis con vuestra vida (…) ¡A vencer!»[20].
En diversas poblaciones como Vilanova i la Geltru se imponía la «República Social Catalana». En la comarca del Maresme fue proclamado el Estado Catalán y en varios pueblos del Penedés la República Catalana, denominaciones que indicaban discrepancias políticas entre los rebeldes. Estallaron disturbios violentos en Gerona, Lérida, Badalona, etc. En Sabadell, los insurrectos tomaron el Ayuntamiento y hostigaron a tiros a la Guardia Civil. La Alianza solía desbordar rápidamente a los nacionalistas, que, pese a sus proclamas, no acababan de decidirse a una acción resuelta[21].
Ese mismo día 5, viernes, un nuevo golpe, éste de orden político y moral, sacudía a Lerroux: los partidos republicanos de izquierda, más el diminuto Conservador, de Miguel Maura, publicaban sendos comunicados contra el Gobierno. Coincidían en calificar de monstruosa o de traición a la República la subida de la CEDA al poder, y en romper toda colaboración y/o toda solidaridad con las instituciones. Dos de las notas sugerían la violencia: la Izquierda Radical Socialista apelaba a usar todos los medios para la implantación de una verdadera República; y la Izquierda Republicana, de Azaña, afirmaba su decisión de recurrir a todos los medios en defensa de la República.
En aquella jornada de disturbios, tales comunicados socavaban al Gobierno y ofrecían a los insurrectos una cobertura legitimadora; constituían, de hecho, un inequívoco alineamiento con los rebeldes. «Hubo, pues, una consigna general: romper con las Instituciones del régimen. Esta rotura, por lo que implicaba de adhesión a la subversión, era un hecho grave en sí; pero la ayuda real que (…) aportaba al movimiento era escasa, por no decir nula» resumió Josep Pla, considerado el mejor prosista del siglo XX en catalán y notable testigo de los sucesos. A quienes sí influyeron las notas fue a Companys y sus seguidores, todavía vacilantes ante la rebelión. La Generalitat creyó, erróneamente, «que esta prosa levantaría a la península en un torbellino irresistible»[22].
Pasados los años, Martínez Barrio, un político clave de la época y firmante de uno de los comunicados, opinará que éstos «nos colocaron en una actitud falsa. ¿Cómo me allané a los criterios de los señores Sánchez Román, Maura y Casares Quiroga[f]? Por una sola razón, que ahora considero de poco peso. Yo venía predicando la necesidad de la unión, siquiera la coincidencia, de todos los grupos republicanos»[g] [23].
Ese viernes por la noche, Lerroux hablaba por radio al país para denunciar «una acción revolucionaria con propósitos idénticos, plan estudiado y dirección única. Los sucesos y desórdenes han culminado en Asturias, y el Gobierno se ha creído en el caso de declarar el estado de guerra en aquella región».
En verdad, al terminar aquel primer día de insurrección, el Gobierno podía apuntarse un solo éxito de relieve: el sofocamiento de la revuelta en Éibar y Mondragón.
Dentro del aluvión de malas noticias, tuvo que reconfortar en Madrid la postura de la Esquerra, la cual, astutamente, se comprometió a asegurar la tranquilidad en Cataluña, pidiendo al Gobierno que no declarase allí el estado de guerra. Una satisfecha nota oficial del ministerio de Gobernación informaba: «En Cataluña existen huelgas parciales, pero (…) la Generalidad mantiene con rigor el orden»[24].