LA DERECHA ASPIRA A GOBERNAR…
La agitación política y social alcanzó su ápice en verano de 1934. Esos pocos meses vinieron marcados por choques entre el gobierno —dirigido por el centrista Ricardo Samper— y los nacionalistas de izquierda catalanes, los de derecha vascos y, sobre todo, con el Partido Socialista, mientras proliferaban las huelgas políticas, los atentados y amenazas revolucionarias y de la extrema derecha, la policía capturaba alijos de armas y cundían rumores alarmistas de golpes de estado, así como intrigas de partidos para provocar elecciones generales a pocos meses de las anteriores. Tan rudo zarandeo dejó muy maltrecho a Samper, tenido comúnmente por hombre de espíritu moderado y paternal. Al llegar el otoño se extendía por España la sensación de que pronto estallaría un gran movimiento de violencia.
El 1 de octubre reabrieron las Cortes después de la tregua —por así llamarla— estival, «lenta, pesada, atormentadora», como la calificó Samper, quien solicitó el apoyo de los partidos con los que había gobernado, especialmente el Radical. Pero éstos, así como la derecha, le imputaban falta de energía ante la peligrosísima situación política, y rehusaron sostenerle. El gabinete tuvo que dimitir el mismo 1 de octubre.
Competía al presidente de la república, Niceto Alcalá-Zamora, superar la crisis, bien encargando a otro político la formación de un nuevo gobierno, bien disolviendo el Parlamento para convocar elecciones. Alcalá-Zamora desechó la segunda opción y encomendó formar ministerio a Alejandro Lerroux, el ya anciano, con 70 años, jefe del Partido Radical. Entre los partidos que se definían republicanos, el Radical era el más votado, con gran diferencia, y pensaba compartir el poder con la derecha.
Muy atrás quedaba, pues, la demagogia populista y anticlerical del Lerroux de principios de siglo, cuando arengaba a sus jóvenes bárbaros con las conocidas frases: «Hay que entrar a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura; (…) hay que alzar el velo de las novicias y elevarlas a la categoría de madres (…); hay que penetrar en los registros de la propiedad y hacer hoguera con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social; hay que penetrar en los hogares humildes y levantar legiones de proletarios para que el mundo tiemble ante sus jueces (…); hay que destruir la Iglesia». Y ahora iba de la mano con una derecha muy ligada a la Iglesia, adalid de la civilización «decadente y miserable». Lerroux había evolucionado hacia la moderación de un centrismo algo escorado a estribor. Su Partido Radical, segundo en diputados, venía gobernando desde diciembre de 1933 gracias, precisamente, al sostén parlamentario que le brindaba la poderosa CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas).
Aquel mes de octubre la CEDA quería pasar de apoyar desde fuera a los gobiernos de centro, como había hecho hasta entonces, a participar en ellos. A su pretensión se oponía frontalmente la izquierda. Y este conflicto iba a desembocar rápidamente en una pugna de efectos decisivos para la historia posterior de España.
El rechazo a la CEDA se basaba en la acusación que se le hacía de ser fascista. ¿Lo era realmente? Hoy día no lo sostiene casi ningún historiador. El partido derechista proclamaba su aceptación de las instituciones, el juego político y la legalidad vigentes. Pero los políticos de izquierda parecían convencidos de sus acusaciones, o al menos actuaban como si las creyeran.
La CEDA, fundada en fecha tan reciente como marzo de 1933 en torno al grupo Acción Popular, aglutinaba al grueso de la derecha, y en sólo ocho meses había emergido como la formación con mayor representación parlamentaria. Durante buena parte del primer bienio republicano la derecha había estado dispersa y decaída, pero fuerzas muy ligadas a la Iglesia la habían sacado del marasmo, bajo el carismático liderazgo de José María Gil-Robles, catedrático, abogado y parlamentario elocuente de 36 años. El filósofo Ortega y Gasset, uno de los padres espirituales de la república, había saludado a Gil-Robles como joven atleta victorioso[1], pero otros le miraban con harto menos agrado. La izquierda, con auténtico odio, sólo comparable al suscitado en la derecha por Manuel Azaña, el dirigente principal de las izquierdas republicanas.
No toda la derecha comulgaba con la orientación de la CEDA. La repelían, entre otros, los grupos fascistas, ansiosos de derrocar la democracia, y los monárquicos, tanto en su rama carlista como en la alfonsina de Renovación Española, influyente esta última a través del diario ABC. Si bien los cedistas simpatizaban, en general, con la monarquía (algunos eran republicanos), el partido permanecía neutro, considerando accidental la cuestión del régimen. De ahí su tirantez con Renovación Española, la cual había incitado al rey, exiliado en Roma, a repudiar a la CEDA. A fin de deshacer equívocos, Gil-Robles habló con Alfonso XIII en París, en junio de 1933, y le anunció su «propósito de gobernar la República, aun considerándome monárquico, sin traicionarla (…) aunque ello sea en detrimento de la restauración de la monarquía». El destronado rey, resignado a la idea de que su vuelta a España iba para largo, si es que llegaba a producirse, no opuso reparos[2]. El líder cedista se ganó el despecho de Renovación, sin privarse con ello de un gramo de la hostilidad izquierdista.
Tras su éxito en las elecciones del 33, Gil-Robles había mostrado una contención sorprendente. Le inquietaba, afirmó, un posible bandazo extremista hacia la derecha después del izquierdismo del primer bienio republicano, y a fin de evitarlo renunció temporalmente a gobernar; pero ahora, en octubre del 34, reclamaba algo del poder que le daban los votos, acuciado por la supuesta ineptitud de Samper ante la marea revolucionaria que sentían crecer tanto las derechas como las izquierdas.
Gil-Robles aspiraba a reformar buena parte de la legislación izquierdista del bienio anterior, tachada por él de sectaria, si bien pensaba hacerlo ateniéndose a las normas constitucionales. Sus adversarios le negaban rotundamente ese derecho. Tales adversarios eran, para empezar, los partidos republicanos de izquierda, y también el diminuto Conservador, presidido por el temperamental político Miguel Maura, hijo del destacado político de la Restauración Antonio Maura. Estos exigían la disolución del Parlamento y nuevas elecciones, o bien la formación de un gabinete sin respaldo parlamentario pero «sinceramente republicano»: cualquier cosa menos la CEDA en el poder. El más representativo de estos políticos, Manuel Azaña venía haciendo desde principios de año declaraciones muy duras y advirtiendo que si la CEDA gobernaba «quedaríamos desligados de toda fidelidad a las instituciones». Otro político destacado, Diego Martínez Barrio, peroraba el día de la dimisión de Samper: «Yo he oído recientemente unas palabras: se cumple el deber en frío y cumpliéndolo se muere (…) Yo digo (…) que hay (…) que cumplir el deber con el corazón caliente, con el alma encendida, y antes de morir, vencer». Sin embargo estas advertencias no atemorizaban a Lerroux o a Gil-Robles, pues las izquierdas republicanas eran débiles, y entre todas ellas sólo habían representado en torno al 10% del cuerpo electoral en las elecciones de un año antes[3].
La flaqueza de esas izquierdas aumentaba aún por su fragmentación en numerosos partidos poco disciplinados y mal avenidos, como el Nacional Republicano, el Republicano Federal, la Unión Republicana y otros de ámbito regional. Aparte hay que considerar a los dos más fuertes, el Radical Socialista, y el de Acción Republicana. Al primero, le distinguían las tempestuosas rivalidades entre sus líderes, y había bajado de 55 diputados en las elecciones de 1931, a 4 en las de 1933. El segundo había pasado de 26 a 5, y en marzo del 34 se había fundido con otros dos grupos para formar Izquierda Republicana. En ella dominaba la personalidad de Azaña, jefe de gobierno en el primer bienio del régimen, y a quien muchos consideraban «la encarnación de la República», pese a haber estado a punto de perder su escaño en las Cortes[a].
En general estas izquierdas preconizaban una autonomía regional y municipal —con tal de que ella no beneficiara a las derechas, como en el País Vasco—, se tenían por revolucionarios y anhelaban un resurgimiento nacional sobre la base de una ruptura, no siempre bien meditada, con la tradición y la herencia histórica. Lo que acaso les identificaba más era su anticlericalismo o aversión a la Iglesia Católica, en la que veían una enemiga de la democracia y un factor de atraso. La debilidad representativa y orgánica de estos republicanos no les impedía considerarse los firmes guardianes de las esencias del régimen y los poseedores de los mejores títulos para gobernarlo.
Pero si aquellos partidos no impresionaban a la CEDA, otros dos suponían un peligro real para ella: el PSOE y la Esquerra Republicana, hegemónica ésta en el gobierno autónomo catalán. Ambos eran verdaderas potencias políticas respaldadas por una gran masa de electores. La Esquerra, aunque nacionalista y en parte separatista, se incluía entre las izquierdas republicanas en general. En cuanto al PSOE, invocaba sin descanso la revolución social, «la necesidad de derrocar a la burguesía»; pues «claro que defendemos la República», pero, aclaraba, al modo bolchevique: «Abolimos el régimen monárquico y ahora vamos a abolir el régimen de la propiedad privada». «La consigna de hoy: organización en todos los frentes. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras (…) Con la bandera de la democracia no se puede ir más lejos de lo que se fue en el primer bienio. Hay que dar un salto mayor». «Las derechas están viviendo los últimos días de su período». Y así constantemente[4].
El 3 de octubre, conocidos los contactos de Lerroux con Gil Robles, El Socialista, diario oficial del PSOE, cobró su tono más apasionado: «Atención a la crisis: vigilad el día de hoy, camaradas (…) Ellos sabrán hasta qué punto se consideran con ánimos para desafiar la voluntad popular, la indignación nacional. Hemos llegado al límite de los retrocesos. La consigna es particularmente severa. Ni un paso atrás (…) ¿Cuántos pasos atrás representaría en España el acceso de la CEDA al poder? ¿Se piensa en la suerte que correrían los campesinos…?. ¿Se os alcanza a qué quedarían reducidos los núcleos proletarios de las ciudades? Y vosotros mismos, republicanos incontaminados, ¿habéis pensado en vuestro mañana? (…) Nuestra apelación a los trabajadores, a España, es concreta e imperiosa. ¡En guardia!». Y exigía «todo el Poder para el Partido Socialista, encargado de satisfacer las ansias de la clase trabajadora, hoy burladas». Estas frases condensan la ideología y la política del PSOE por aquellas fechas.
No menos dramáticas eran ese día las advertencias de la Esquerra Republicana de Catalunya, que añadía a las acusaciones corrientes contra la CEDA la de querer suprimir la autonomía regional: «Quisiéramos que la gestión no prosperase. Si nos equivocamos, lo lamentaríamos por la República y hasta por Su Excelencia[b]. Habría que pensar que se han perdido la sensibilidad y el instinto de conservación, y entonces sería ya hora de marchar, corajudamente, por otro camino». Aquel camino sólo podía ser la ruptura violenta con la legalidad. El panorama político se entenebrecía por horas.
El presidente Alcalá-Zamora, puntilloso y estricto republicano (aunque había sido ministro con la monarquía), tenía ante sí un arduo dilema: ceder a las conminaciones de la izquierda o hacer cumplir las normas legales, que en este caso amparaban a la CEDA. Él tampoco deseaba abrir a la derecha las puertas del poder, pero no tuvo más remedio que consultar con Gil-Robles, quien recordará: «Al exponerle mi juicio favorable a la formación de un gabinete que respondiera a la estructura de la mayoría de la Cámara y que asegurase en ésta una eficaz labor legislativa, desarrolló una vez más su conocida tesis de que a la CEDA no le convenía gobernar con aquellas Cortes (…) Firme en mi criterio de que era preciso hacer frente al peligro revolucionario que nos amenazaba, insistí en un Gobierno fuerte que fuese capaz de desarrollar una labor predominantemente económica y de implacable nivelación del presupuesto». Desde hacía tiempo, Gil-Robles consideraba «evidente que en España el problema no era de Monarquía o República, sino de triunfo o derrota del marxismo»[5].
Al contrario que el presidente, Lerroux estaba resuelto a gobernar con aquella derecha y con el conservador Partido Agrario, a fin de «adaptarles y vincularles definitivamente en la República».
Opinaba que sin ellos el régimen no tenía esperanzas de consolidarse. Lamentaba que «D. Niceto, con una pasión no sé si semita o bereber, se resistía a lo que era forzosamente ya el eje de mi política: contar con el concurso político de los dos importantes grupos»[6].
Lerroux y Gil-Robles se salieron con la suya, y don Niceto hubo de doblegarse, con repugnancia: «Así tenía que hacerse capitulando ante la mayoría, so pena de disolución, imposible entonces, de Cortes que sólo habían vivido diez meses»[7].
Con todo, salta a la vista que las amenazas habían intimidado a la CEDA. Ésta podía exigir legalmente, no ya la mayoría de los ministerios, sino la misma jefatura del consejo de ministros, y en cambio se conformó con tres de las quince carteras: Justicia, Agricultura y Trabajo; renunciando, además, a las decisivas como Gobernación, Guerra o Hacienda. Tampoco propuso para ninguna a Gil-Robles, sino a tres políticos moderados, con la evidente esperanza de aplacar a sus enemigos[c]. Alcalá-Zamora los describe así: «Anguera de Sojo, republicano catalanista, ex fiscal del Tribunal Supremo con Azaña y acusador enérgico de los generales cómplices de Sanjurjo[d]; Giménez Fernández, republicano sincero del que tenía los mejores informes, que pude corroborar, dados precisamente por su antecesor en Agricultura, Cirilo del Río; y el tercero, más derechista sin duda, Aizpún, de quien no obstante su expresivo matiz navarro me había hablado muy bien como de auténtico republicano nada menos que don Fernando de los Ríos», el histórico dirigente socialista[8].
La contemporización de la CEDA no calmó a los izquierdistas: todos ellos la estimaron falsa, o acaso signo de debilidad. Alcalá-Zamora, con afán conciliador, había preguntado a Julián Besteiro, líder del ala socialista moderada: «¿Qué pensarían los socialistas de la participación de la CEDA en el Gobierno si este partido hiciese una declaración de republicanismo?». Besteiro había contestado que tal declaración «sería tomada por todo el mundo como una farsa indigna. Nadie creerá en ella»[9]. No había, pues, posibilidad alguna de acuerdo.
El PSOE estaba dispuesto a la insurrección armada. Besteiro, precisamente, se oponía a ella y negaba las acusaciones de golpismo fascista que sus conmilitones hacían a la CEDA. Pero a causa de su oposición, Besteiro había sido descabalgado meses atrás de los puestos de influencia en el sindicato UGT.
Otro factor pesaba en la resolución del PSOE: sus preparativos para un golpe de fuerza databan de un año antes, y estaban muy avanzados. Largo Caballero, jefe principal del alzamiento en puertas, rememorará: «De provincias —principalmente de Asturias— nos apremiaban para que se declarase el movimiento, porque si se presentaban las nieves, los asturianos tropezarían con graves inconvenientes para la acción. Era obligado comenzar antes del invierno»[e] [10].
El día 4 se presentaba el nuevo Gobierno: El Socialista daba la consigna: «Trabajadores: hoy quedará resuelta la crisis. La gravedad del momento demanda de vosotros una subordinación absoluta a los deberes que todo el proletariado se ha impuesto. La victoria es aliada de la disciplina y la firmeza». La suerte estaba echada.