Capítulo I

UN MUNDO EN CONVULSIÓN

La guerra civil española se inscribe en las conmociones mundiales de los años 30. Es, precisamente, uno de los sucesos culminantes de ese período. La década comenzó con una profunda crisis económica y explosivas tensiones sociales. De China a Chile pasando por Europa, muchos países llegaron al borde de la guerra civil, o cayeron en ella. Fue época de revueltas en Extremo Oriente, inestabilidad en Iberoamérica, violentas huelgas e intervención del ejército contra los obreros en Estados Unidos. Los avances del socialismo en la URSS produjeron una contienda intestina, declarada por el gobierno contra los campesinos inermes y los disidentes, entre los cuales hizo millones de víctimas y recluyó a otros millones en el «archipiélago Gulag». Alemania padeció una guerra civil larvada, en cuyo clima creció el partido nazi, abonado por el miedo a una revolución marxista —repetidamente intentada en el país desde 1918—, por la humillación nacional ante las imposiciones de Versalles, y fomentando una brutal paranoia antihebrea; todo sobre un fondo social de bancarrota y paro masivo. En Gran Bretaña fueron los tiempos de las «marchas del hambre», del fracaso del laborismo y de una abrumadora reacción conservadora. Los extremismos cundieron entre unas poblaciones azotadas por la pobreza y la inseguridad.

1934 fue un año pico en la polarización social y política. Francia rozó la guerra interna. El 5 de febrero, el órgano socialista Le Populaire advertía: «Tan pronto tengamos el poder, ha anunciado León Blum, haremos saber que, haciendo caso omiso de la legalidad burguesa, instauraremos la dictadura del proletariado»[a]. El 6, con ocasión de protestas masivas por la corrupción del gobierno, encauzadas por la derecha y los fascistas, París vivió una sangrienta jornada que puso al país al borde de la catástrofe y obligó a formar un gabinete de salvación nacional. Días después los socialistas austríacos tomaban las armas contra el canciller Dollfuss, tachado de fascista, y eran derrotados, dejando cientos de muertos. Los nazis, a su vez, asesinaban a Dollfuss a los pocos meses. Hitler, en el poder desde 1933, perseguía a sus enemigos con métodos policíacos imitados de la URSS. En octubre se sublevaban en España los socialistas y los nacionalistas catalanes.

A estas sacudidas se añadían los conflictos internacionales, que empujaban a una próxima y difícilmente evitable contienda mundial. Stalin seguía su inveterada línea de promover disturbios revolucionarios en todo el mundo. Preludio a la guerra chino-japonesa, Japón aprovechaba el desorden interno de China para instalar en Manchuria, en 1931, un gobierno títere con el beneplácito de Washington y Londres, por más que el expansionismo nipón se cernía también sobre los intereses imperialistas norteamericanos y británicos. Hitler planteaba agresivas reivindicaciones y un rearme que iba a provocar el de sus vecinos. Italia emprendía, en 1935 la conquista de Abisinia. Los partidos antiimperialistas y revolucionarios bullían en las colonias y semicolonias, que entonces abarcaban a casi toda África, la mayor parte de Asia y también de Iberoamérica.

Estas convulsiones tenían su origen en la I Guerra Mundial. Ciertamente se agravaron en los años 30 por efecto de la depresión económica siguiente al derrumbe de la Bolsa de Nueva York, en 1929, pero las actitudes, ideologías y conflictos venían de antes; la crisis económica sólo favoreció su proliferación. La Gran Guerra de 1914, fruto de rivalidades imperialistas y producida entre potencias más o menos parlamentarias y liberales, había dejado en Europa un paisaje de ruinas físicas y, más aún, morales. Amplios sectores de la intelectualidad, y tras ellos masas de población, habían dado por hundidos los valores tradicionales y religiosos, así como el liberalismo, mientras ganaban posiciones otras ideologías más extremistas y consecuentes.

El término «ideología» suele usarse con significados diversos. Dada su importancia en los hechos que motivan este libro, convendrá aclarar que aquí el término tiene el sentido de conjunto de ideas que intentan explicar coherentemente el mundo apoyándose en la razón y en la ciencia. Las ideologías recuerdan a las religiones en que constituyen representaciones del mundo y de la historia, y difieren de ellas en que suponen al mundo y la historia completamente inteligibles y manejables prescindiendo de lo sobrenatural (incluso los nacionalismos racionalizan el sentimiento patriótico e interpretan de modo racionalista el pasado)[b].

Pese a su raíz común en la Ilustración y la Revolución Francesa, y a su común apelación a la razón y la ciencia, las ideologías han resultado inconciliables entre sí: marxismos, fascismos y liberalismos, nacionalismos e internacionalismos, etc.[c]

Adviértase que las ideologías no han logrado desplazar de forma completa los valores tradicionales, ni siquiera en regímenes totalitarios como los comunistas. Las religiones, si bien algo carcomidas por la crítica racionalista y debilitado su influjo en las masas, permanecen arraigadas en todos los niveles de la sociedad. Pero en una visión de conjunto quizá quepa definir el siglo XX como la gran época de las ideologías; al menos éstas le han dado un tono y un tinte peculiares.

Con la I Guerra Mundial finó un mundo y una época. La supremacía europea declinó y el mapa político del continente sufrió cambios profundos; Estados Unidos emergió como superpotencia económica, política y cultural; cundió en las colonias el sentimiento independentista. Con el triunfo bolchevique en el país más extenso y uno de los más poblados de la Tierra, rebrotó el marxismo, que antes de la contienda se hallaba en vías de revisión. El fantasma del comunismo volvió a recorrer Europa, como habían proclamado Marx y Engels, pero ahora ya no con la inspiración sentimental de revueltas derrotadas, sino con el optimismo de una revolución en marcha.

La revolución rusa propició inmediatas conmociones en sus aledaños: guerra civil en Finlandia y países Bálticos, régimen comunista en Hungría, cruentas revueltas en Alemania, la guerra entre Rusia y Polonia poco después. En el resto del continente creció la radicalización política, y los disturbios se extendieron a América, con episodios como la «semana trágica» de Buenos Aires, saldada, según se dijo, con 700 muertos, los arrestos masivos de izquierdistas y anarquistas en Estados Unidos, etc.

Al comenzar los años 20, la marea comunista refluyó. Lenin había justificado su golpe de octubre en la previsión de que serviría como espoleta para el estallido en Alemania, y éste había sido sofocado. En la misma Rusia el hambre masiva y el desorden económico colocaban al poder soviético al borde del abismo, a despecho de sus éxitos militares. Sin embargo los reveses no desalentaron a los bolcheviques, y en marzo de 1919 nacía en Moscú la III Internacional o Comintern, para propagar la revolución al mundo entero. Lenin achacó la frustración revolucionaria en Europa al «soborno» de los trabajadores mejor pagados («la aristocracia obrera»), por el capital financiero; soborno posibilitado por las superganancias obtenidas de la explotación colonial[d] y por la complicidad de la II Internacional socialdemócrata, que «embaucaba» al proletariado y le llevaba a la «conciliación de clases». En consecuencia, reorientó su estrategia hacia los levantamientos nacionalistas y antiimperialistas de los países dependientes, sin abandonar por ello la acción en Europa. Dos partidos comunistas iban a convertirse pronto en verdaderas potencias en sendos países claves del futuro: Alemania y China.

Comenzaba el período de las revoluciones leninistas, que iban a marcar con su sello la historia del mundo en las siete décadas siguientes y a imponerse, en sólo 32 años, sobre un tercio de la humanidad, ritmo expansivo jamás antes conocido en la historia. Ello aparte, el marxismo, factor de subversión por sí solo, multiplicó su eficacia al prohijar o aliarse a movimientos nacionalistas, anticoloniales y de cualquier tipo que socavase el orden establecido[e].

Los comunistas creían que empezaba la era del derrumbe de la civilización burguesa, prólogo a la emancipación general del ser humano. El contenido de esa emancipación estaba poco o nada claro y Marx mismo había eludido el problema, suponiendo que la abolición de la propiedad privada, la familia, la religión y el estado, abrirían paso a formas superiores de vida social. La doctrina preveía que, al menos durante una etapa de dictadura proletaria, aumentaría la opresión sobre los individuos, necesaria para extirpar los restos burgueses en la sociedad y en las conciencias. Los marxistas mostraban increíble voluntad de poder, disposición al sacrificio y convicción en el éxito de su causa. Ello y su asentamiento en Rusia sacudieron los espíritus y extendieron, hasta en medios liberales, cierta impresión apesadumbrada —a veces complacida— de que los soviets señalaban el destino del mundo, para bien o para mal y a plazo no largo.

Ese estado de ánimo pesaba mucho menos en Estados Unidos que en Europa, donde la agresividad polémica marxista había colocado un tanto a la defensiva, en el plano teórico, a los ideólogos burgueses, ya en el siglo XIX[f]. Millones de europeos miraban a Rusia entre horrorizados y fatalistas, propensos tanto a claudicar ante la revolución como a aplastarla a sangre y fuego. Kerenski, el último gobernante liberal[g] de Rusia, acusado de flaquezas y consentimientos que habrían abierto las puertas al bolchevismo, quedó como prototipo de la incapacidad liberal ante un reto histórico de tal calibre, y como prueba de la urgencia de vencer al comunismo sin reparar en el uso de métodos despiadados como los de Lenin y Trotski. Mannerheim en Finlandia o Pilsudski en Polonia serían las contrafiguras de Kerenski.

Signo de los tiempos, el mismo mes y año de la fundación de la Comintern en Moscú surgía en Milán el fascismo, que en sólo tres años iba a tomar el poder. Fenómeno italiano al principio, cobró dimensión internacional como ejemplo de movimiento triunfante sobre la revolución y superador de la decadencia europea, atribuida a los principios liberales y democráticos. En parte, el fascismo fue resultado de la debilidad liberal frente al ataque comunista, aunque ello no le impedía tomar de los bolcheviques métodos de propaganda de masas y violencia, así como una concepción absolutista del estado[h]. Y tal como el comunismo atraía a gentes que apenas conocían las doctrinas de Marx, pero que sentían la fascinación de su energía mesiánica[i], el fascismo atrajo a otras que, sin compartir sus ideales, veían en él la única vía para afrontar a los bolcheviques.

Se puso entonces en boga la opinión de que el liberalismo pertenecía a «El mundo de ayer» (así tituló sus memorias, significativamente, el escritor Stefan Zweig), mientras sus adversarios de uno y otro signo saltaban a la arena con pujanza e idealismo juveniles, llenos de ilusión y reivindicando el porvenir como cosa de su propiedad[j], según afirmaban sus cantos y consignas.

En los años 20 los disturbios inmediatos a la guerra perdieron peligro, y sucesivos pactos internacionales trataron de garantizar el equilibrio europeo. La situación económica mejoró, aunque de modo muy irregular, y la época ha pasado a la historia como «los felices veinte». Aunque, vista en perspectiva, aquella felicidad resulta algo ruidosa y con un alto componente de euforia etílica. Manifestación también de la crisis social, el alcoholismo y el consumo de drogas se extendieron entre las capas pudientes y medias. Entre tanto ondeaban cada vez más altas las banderas de la hoz y el martillo, de los fascios y de las cruces gamadas. La incertidumbre y la corrosión de los valores tradicionales quedan plasmados en el arte y la literatura del tiempo[k].

La década terminó en una oleada de quiebras capitalistas. La euforia reventó como una burbuja, y los fantasmas volvieron a poblar el agrietado caserón europeo. Pero los rasgos comunes de la época —agudos conflictos nacionales y sociales ideologizados—, tuvieron efectos muy variados según los países. Si en Alemania se impusieron los nazis, en Francia iba a triunfar la izquierda, unida en un Frente Popular, y Gran Bretaña mantenía mejor el equilibrio. La evolución hispana siguió también un curso muy especial.

España se había salvado de la guerra del 14 y, por tanto, había sufrido poco sus consecuencias. No obstante, arrastraba su propia crisis moral desde «el Desastre» de 1898 frente a Estados Unidos. Descalabro exterior e interno, pues cubrió al país con un velo de pesimismo, avivó los nacionalismos catalán y vasco, hasta entonces marginales, generó un sentimiento antimilitar y alimentó la radicalización de las masas. La nación siguió progresando materialmente y acortando las distancias con los países ricos de Europa, mientras el panorama cultural e intelectual florecía como no lo había hecho en dos siglos; pero ello no atenuaba el escepticismo y la desconfianza de la sociedad española en sus propias fuerzas. Se esparció entre los intelectuales el desencanto hacia el liberalismo[l] y el aprecio por soluciones drásticas.

Otra particularidad española fue la persistencia de un movimiento anarquista más fuerte y activo que en el resto de Europa o América, promotor de un terrorismo recurrente, muy intenso por temporadas, del cual fueron víctimas tres de los mejores políticos de aquel tiempo: Cánovas, Canalejas y Dato. Hecho socialmente demoledor fue asimismo la ocupación del norte de Marruecos, concedido a España en protectorado en 1912, más como resultado de los equilibrios de fuerzas europeos que por deseo español, que distaba de ser ferviente. La política de Madrid en Marruecos, mezcla de soborno a jefes indígenas y de acciones militares inconsecuentes, acarreó la desmoralización del ejército, ahondó la de la sociedad y causó crisis políticas gravísimas[m] y miles de muertos, culminando en la terrible derrota de Annual en 1921.

La conjunción de estos factores dio al traste, en 1923, con el régimen liberal de la Restauración, al que sucedió la dictadura de Primo de Rivera. Luego España también vivió sus «felices veinte», en un clima de tranquilidad y rápido crecimiento económico. La dictadura pareció resolver problemas básicos, y así ocurrió de hecho con alguno de ellos, como el de Marruecos, pero al agonizar la década se vería lo ilusorio de otros de sus logros.

Una nueva peculiaridad del país: cuando, al comenzar los años 30, la dictadura se dio por agotada sin violencias, quedó abierto el camino para una democratización, también a contracorriente de las tendencias europeas, ya que para entonces la mayor parte del continente vivía bajo gobiernos autoritarios. Las circunstancias parecían inmejorables, pues la depresión financiera afectaba comparativamente poco a España, debido a la débil imbricación de su economía en la internacional. Las tiranteces sociales y políticas también se presentaban llevaderas, ya que el poder de Primo había barrido a los anarcosindicalistas, que tanto habían desestabilizado al país desde principios de siglo, y cuyos atentados habían sido una de las causas de la propia dictadura; los comunistas apenas levantaban cabeza, y no existían prácticamente partidos fascistas. En cuanto al PSOE, había colaborado con la dictadura y contribuido a la paz social, demostrando con ello una actitud moderada, incluso en exceso, a juicio de sus críticos. La monarquía procuró entonces una transición desde la dictadura a un sistema constitucional.

Paradójicamente fueron los republicanos y los socialistas los que intentaron torcer perspectivas en principio tan halagüeñas, mediante un golpe militar. Con él trataban de romper el proceso de transición dentro de la monarquía y acabar con ésta, por considerar, con verdad, que el rey Alfonso XIII había estado del todo comprometido con el dictador. El pronunciamiento republicano fracasó en diciembre de 1930, pero lo que él no consiguió lo lograron a los cuatro meses unos comicios municipales, perdidos por los partidos republicanos en el conjunto del país aunque ganados en las capitales de provincia. Surgió entonces una oleada de manifestaciones espontáneas antimonárquicas, el rey se marchó al exilio sin oponer resistencia, y el 14 de abril se instauraba la república.

El nuevo régimen nacía sin traumas, heredero de una situación económica relativamente boyante, la mejor, en términos absolutos y relativos, que había conocido España desde principios del siglo XIX, y de un ambiente social tranquilo, también el más tranquilo desde hacía más de un siglo. Con ánimo entusiasta, casi de resurgimiento nacional, la república comenzó su andadura, que debiera haber sido feliz. Y a pesar de todo ello, la crisis política y moral de los tiempos iba a hacerse tan devastadora en España como en los países más golpeados por la quiebra económica y los choques ideológicos.

Durante dos años largos gobernaron la república partidos de izquierda, con un amplio programa de reformas. Pero los anarquistas se rehicieron con rapidez pasmosa; los socialistas, pese a participar en el gobierno, llevaron a las masas una propaganda radicalizada; los republicanos de izquierdas también manifestaron pujos revolucionarios, según su propia calificación. Este primer bienio iba a soportar una violencia inusitada, con dos insurrecciones anarquistas, un pronunciamiento derechista fallido, numerosos y sangrientos incidentes de orden público, atentados, etc. Las fuerzas derechistas, desmoralizadas y mal organizadas, llevaron las de perder en todas las ocasiones en que plantaron cara a sus adversarios, aunque fueron rehaciéndose poco a poco. Sorprendentemente, casi toda la violencia procedía de las propias izquierdas y terminó por llevar al gobierno izquierdista a una profunda crisis en enero de 1933.

En noviembre de ese año las urnas dieron mayoría a los partidos de derecha y de centro, inclinándose por una revisión de las tendencias del bienio anterior. Pero la agitación, alentada ahora directamente por los partidos desplazados del poder, no hizo sino aumentar, hasta llevar al país a la guerra civil, sólo tres años y medio después del «advenimiento» de un régimen acunado por un pacífico entusiasmo y los mejores augurios.