SEGUNDO PRÓLOGO

Una figura oscura se hallaba de pie, en una alta torre, observando el mundo a sus pies. Desde esta atalaya, podía ver la ciudad de allá abajo y el campo que la rodeaba. Ambos estaban cubiertos de unas tinieblas turbulentas y cambiantes, una marea que barría la tierra y cubría los edificios, dejándolos en ruinas.

La figura observaba. Era un tipo alto y de constitución muy fuerte, de músculos descomunales. Permanecía de pie, sin moverse, sobre la cúspide de piedra, mientras observaba detenidamente con su aguda vista lo que sucedía allá abajo. Una larga melena morena con trenzas enmarcaba su rostro de duros rasgos, cuyas puntas borladas azotaban de vez en cuando los largos colmillos que brotaban de su labio inferior. El sol lo iluminaba, de modo que su piel esmeralda relucía bajo sus rayos, mientras los muchos trofeos y medallones que llevaba alrededor del cuello y a lo largo de su amplio pecho refulgían deslumbrantes. Unas placas de armadura muy pesadas le cubrían el pecho, los hombros y las piernas, cuyas superficies rayadas de color negro relucían por todas partes salvo allá donde sobresalían unos tachones de bronce. Los relucientes rebordes de oro de su armadura dejaban bien a las claras que era alguien importante.

Ya había visto suficiente. Alzó el enorme martillo de guerra negro sobre el que había estado apoyado, cuya cabeza de piedra no reflejaba la luz del sol sino que más bien la absorbía, y rugió. Era un grito de guerra, una invocación y una exclamación. El bramido golpeó a gran velocidad los edificios y las colinas que lo rodeaban y volvió en forma de eco.

A sus pies, la marea tenebrosa dejó de moverse. Entonces, unas ondas se extendieron por su superficie, al mismo tiempo que unas caras se volvían hacia arriba. Todo orco de la Horda se detuvo y clavó su mirada en la solitaria figura de allá en lo alto.

Una vez más, gritó, sosteniendo en alto su martillo. Esta vez, la marea estalló en vítores, chillidos y gritos de respuesta. La Horda rendía pleitesía a su líder.

Satisfecho, Orgrim Martillo Maldito dejó caer su peculiar arma a un lado y la marea tenebrosa a sus pies reanudó su destructivo avance.

Abajo, más allá de las puertas de la ciudad, un orco yacía en un catre. Ese ser bajito y escuálido estaba abrigado con pieles gruesas, un símbolo de alto estatus, y unos ropajes suntuosos yacían en una pila cercana. Pero esa ropa no había sido tocada, no desde hacía semanas. El orco yacía completamente inmóvil, como si estuviera muerto, su fea cara estaba contraída en un gesto de dolor o concentración y la espesa barba se le erizaba alrededor de esa boca por la que gruñía.

Entonces, de repente, todo cambió. El orco profirió un grito ahogado y se sentó totalmente erguido, rápido como un rayo, y las pieles dejaron de cubrir su cuerpo perlado de sudor. Abrió los ojos y no pudo ver nada al principio, pues los tenía vidriosos. Acto seguido, parpadeó, mientras se despedía de su largo sueño, y miró a su alrededor.

—¿Dónde…? —preguntó el orco con tono exigente.

Una figura más grande, cuyas dos cabezas parecían gratamente sorprendidas, se acercó a su lado al instante. En cuanto la mirada del orco se posó sobre ese ser, su mirada se endureció, así como su gesto. La confusión que lo había dominado había desaparecido, sustituida por la ira y la malicia.

—¿Dónde estoy? —exigió saber—. ¿Qué ha ocurrido?

—Has estado dormido, Gul’dan —respondió la otra criatura, arrodillándose mientras le ofrecía un cáliz. El orco lo cogió, lo olisqueó e ingirió su contenido con un gruñido; después, se limpió la boca con la mano—. Sumido en un sueño similar a la muerte. Durante semanas, no te has movido, apenas has respirado. Creíamos que tu espíritu había partido.

—¿Ah, sí? —replicó Gul’dan sonriendo de oreja a oreja—. ¿Temías que te abandonara, Cho’gall? ¿Que te dejara a merced de Puño Negro y su tierna compasión?

El ogro bicéfalo mago le lanzó una mirada furibunda.

—¡Puño Negro está muerto, Gul’dan! —le espetó una de las cabezas, a la vez que la otra asentía frenéticamente.

—¿Muerto? —al principio, Gul’dan pensó que lo había entendido mal, pero los semblantes torvos de Cho’gall lo convencieron de que no era así incluso antes de que el ogro asintiera con ambas cabezas—. ¿Qué? ¿Cómo? —se incorporó hasta sentarse del todo, aunque el esfuerzo hizo que se tambaleara y le entraran sudores fríos—. ¿Qué le ha ocurrido mientras yo dormía?

Cho’gall hizo ademán de responder, pero las palabras no llegaron a brotar de su garganta, ya que alguien apartó el faldón de la entrada de la tienda y entró bruscamente en ese diminuto espacio envuelto en penumbra. Dos corpulentos guerreros orcos apartaron a Cho’gall de su camino y agarraron bruscamente a Gul’dan de los brazos, obligándolo a ponerse en pie. Si bien el ogro, cuyas testas gemelas mostraban un semblante ensombrecido por la ira, intentó protestar, dos orcos más ocuparon como pudieron ese pequeño espacio y le bloquearon el paso, con sus pesadas hachas de batalla en ristre. Permanecieron en guardia mientras los dos primeros sacaban a Gul’dan a rastras de la tienda.

—¿Adónde me lleváis? —exigió saber, al mismo tiempo que intentaba soltarse.

Sin embargo, fue inútil. Aunque hubiera estado en perfecto estado de salud, no habría sido rival para ninguno de esos guerreros; además, ahora apenas era capaz de mantenerse erguido. Más que llevárselo, lo estaban arrastrando. Entonces, se dio cuenta de que lo estaban llevando hacia una tienda enorme y suntuosa. La tienda de Puño Negro.

—Se ha hecho con el control, Gul’dan —dijo Cho’gall en voz baja, mientras caminaba junto a él, pero a una distancia prudencial del guerrero ¡Mientras estabas inconsciente! ¡Atacó al Consejo de la Sombra y mató a casi todos sus miembros! ¡Solo quedamos tú, yo y un puñado de los brujos menos poderosos!

Gul’dan sacudió la cabeza, para intentar así despejarse. Seguía sintiéndose confuso, descentrado y, por lo que Cho’gall había dicho, este no era un buen momento para no pensar con claridad. No obstante, lo que le había contado el ogro le había confundido aún más. ¿Habían asesinado a Puño Negro? ¿Habían destruido el Consejo de la Sombra? ¡Era una locura!

—¿Quién? —exigió saber una vez más, retorciéndose para mirar a Cho’gall por encima de los anchos hombros de esos guerreros—. ¿Quién ha hecho esto?

Cho’gall, sin embargo, había aflojado el paso, se había quedado atrás, con un gesto de sorprendente temor dibujado en sus dos caras. Gul’dan se volvió justo cuando una poderosa figura avanzaba hacia él. Al ver a ese descomunal guerrero ataviado con una armadura de placas negras, que blandía un colosal martillo de guerra negro con suma facilidad en sus manos, Gul’dan supo de inmediato la respuesta a su pregunta.

Martillo Maldito.

—Así que estás despierto —Martillo Maldito más que pronunciar estas palabras, pareció escupirlas, al mismo tiempo que los guerreros se detenían ante él.

Soltaron tan de repente a Gul’dan que el brujo orco no pudo evitar caer al suelo. De rodillas, alzó la mirada y tragó saliva al comprobar la tremenda furia y odio que se reflejaba en el rostro de su captor.

—Yo… —acertó a decir, pero Martillo Maldito lo interrumpió, propinándole un golpe con el dorso de la mano con tal fuerza que lo levantó del suelo, salió volando y aterrizó a varios metros de distancia.

—¡Calla! —gruñó el nuevo líder de la Horda—. ¡No he dicho que pudieras hablar! —se acercó a Gul’dan y lo obligó a alzar la testa, al colocar la cabeza de su temible arma bajo el mentón del brujo—. Sé qué has estado haciendo, Gul’dan. Sé que tú y el Consejo de la Sombra controlabais a Puño Negro —en ese instante, se echó a reír, sus bruscas carcajadas estaban teñidas de amargura e indignación—. Oh, sí, lo sé todo al respecto. Pero esos brujos ya no pueden ayudarte. La mayoría están muertos y los pocos que quedan están encadenados y vigilados —entonces, se inclinó aún más sobre el brujo—. Ahora, yo mando en la Horda, Gul’dan. No tú, ni tus brujos. Sino Martillo Maldito. ¡Ya no sufriremos más deshonras! ¡Ni traiciones! ¡Ya no habrá más engaños y mentiras! —Martillo Maldito se irguió por entero, cuán largo era; su figura se alzó amenazadoramente sobre Gul’dan—. Durotan murió por culpa de vuestras maquinaciones, pero será el último en perecer así. ¡Será vengado! ¡Ninguno de vosotros gobernará a nuestro pueblo desde las sombras! ¡Ninguno de vosotros controlará nuestro destino ni nos manipulará para lograr vuestros sórdidos propósitos! ¡Nuestro pueblo ya no estará bajo vuestra influencia!

Gul’dan se encogió de miedo y pensó con suma rapidez. Se había imaginado que Martillo Maldito podría llegar a ser un problema. Aquel orco guerrero tan poderoso era demasiado inteligente, honorable y noble como para ser fácilmente manipulado o controlado. Había sigo el segundo al mando de Puño Negro, el poderoso líder Roca Negra que Gul’dan había escogido para ser su títere como líder de la Horda. Puño Negro era un combatiente extremadamente poderoso, pero como se creía más listo de lo que era realmente, había sido muy fácil de controlar. Gul’dan y su Consejo de la Sombra habían sido quienes tiraban realmente de los hilos; asimismo, Gul’dan había gobernado el consejo tan fácilmente como había manipulado al Jefe de Guerra.

Pero no había podido con Martillo Maldito, quien se había negado a seguir a los demás, pues había seguido su propio camino con una temeridad e insensatez solo comparable a su lealtad a su pueblo. Sin lugar a dudas, había adivinado qué ocurría realmente tras las bambalinas y había sido testigo de actos que él consideraba totalmente corruptos. Cuando por fin consideró que ya había visto bastante, cuando ya no pudo soportarlo más, decidió actuar.

Era obvio que Martillo Maldito había escogido con sumo cuidado el momento para dar el golpe. Con Gul’dan eliminado de la ecuación, Puño Negro era vulnerable. Sin embargo, no estaba claro cómo había descubierto la localización del Consejo de la Sombra, aunque no cabía duda de que había dado con sus miembros y había eliminado a la mayoría. Dejando vivos solo a Gul’dan, Cho’gall y quién sabe a quién más.

Ahora se alzaba sobre Gul’dan, con el martillo alzado, dispuesto a destruirlo a él también.

—¡Espera! —exclamó Gul’dan, levantando ambas manos automáticamente para protegerse la cabeza y la cara—. ¡Por favor, te lo ruego!

Martillo Maldito se detuvo ante esa súplica.

—Así que ahora el poderoso Gul’dan suplica, ¿eh? ¡Muy bien, perro, suplica! ¡Suplica por tu vida!

No había bajado el martillo, pero al menos, lo había dejado caer sobre el brujo. Aún no.

—Yo…

Gul’dan lo odió en ese momento, con más intensidad de la que había odiado a nadie, con más intensidad de la que incluso había ansiado el poder. Pero sabía qué tenía que hacer. Martillo Maldito también lo odiaba, por haber orquestado la muerte de su viejo amigo Durotan y por haber transformado a su pueblo, ya que los orcos había pasado de ser unos cazadores pacíficos a ser unos belicistas dementes. Si le daba la más mínima excusa, ese martillo le aplastaría el cráneo y acabaría cubierto de su sangre, pelo y sesos. No podía permitir que eso ocurriera.

—Me inclino ante ti, poderoso Orgrim Martillo Maldito —acertó a decir, al fin, pronunciando cada palabra con suma claridad y lo suficientemente alto como para que todos los que se hallaran cerca pudieran escucharlo—. Reconozco que eres el Jefe de Guerra de la Horda y te juro lealtad. Te obedeceré en todo cuanto ordenes.

Martillo Maldito gruñó.

—Jamás has mostrado obediencia a nadie —replicó con brusquedad—. ¿Por qué debería creer que ahora si vas a ser sumiso y obediente?

—Porque me necesitas —contestó Gul’dan, levantando la cabeza para cruzar su mirada con la del furioso Jefe de Guerra—. Has eliminado al Consejo de la Sombra, sí, y has consolidado tu poder sobre la Horda. Así es como deben ser las cosas. Puño Negro no era lo bastante fuerte como para lideramos por sí solo. Tú sí lo eres; por tanto, no necesitas un consejo —se relamió los labios—. Pero sí necesitas brujos. Necesitas nuestra magia, ya que los humanos dominan su propia magia y sin nosotros, caerás ante su poder superior entonces, negó con la cabeza. Te quedan muy pocos brujos. Yo, Cho’gall y un puñado de neófitos. Soy demasiado útil como para que me mates solo para vengarte.

Martillo Maldito estuvo a punto de proferir un gruñido, pero acabó bajando el martillo. Por un momento, no dijo nada, simplemente, se limitó a mirar con sus ojos grises teñidos de odio a Gul’dan. Al final, asintió.

—Lo que dices es cierto —admitió, aunque no cabía duda de que pronunciar esas palabras le había costado un gran esfuerzo y mucho autocontrol—. Las necesidades de la Horda están por encima de las mías —en ese instante, dejó a la vista sus colmillos—. Os permitiré vivir, Gul’dan, a ti y a esos brujos que aún quedan. Pero solo mientras demostréis ser útiles.

—Oh, lo seremos —le aseguró Gul’dan, quien seguramente ya estaba maquinando algo mientras agachaba la cabeza—. Crearé para ti una hueste de criaturas como nunca se ha visto, poderoso Martillo Maldito… unos guerreros que solo te servirán a ti. Gracias a su poder y nuestra magia, aplastaremos a los magos de este mundo al mismo tiempo que la Horda reduce a mero polvo a sus guerreros.

Martillo Maldito asintió, su gesto de furia dio paso a un semblante pensativo y ceñudo.

—Muy bien —dijo al fin—. Me has prometido unos guerreros capaces de combatir la magia de los humanos. Me aseguraré de que cumples tu promesa.

Acto seguido, se volvió y se alejó, dejando así bien claro que ya no había nada más que hablar. Los guerreros orcos también se marcharon, dejando a Gul’dan todavía arrodillado y a Cho’gall no muy lejos de él. El brujo orco creyó escucharles reír mientras se iban.

¡Maldito sea!, pensó Gul’dan, mientras observaba cómo el Jefe de Guerra desaparecía en el interior de su tienda. ¡Y maldito sea ese mago humano también! Gul’dan hizo un gesto de negación con la cabeza. Aunque tal vez debería maldecir en realidad a su propia impaciencia, que le había impulsado a entrar en la mente de Medivh, en busca de la información que el Mago le había prometido pero que, hasta entonces no le había dado. Había sido una mera cuestión de mala suerte que Gul’dan se encontrara en la mente de Medivh cuando el humano había muerto y que su propio espíritu se viera debilitado por su repentino y violento fallecimiento. Durante todo este tiempo, había permanecido atrapado, había sido incapaz de regresar a su cuerpo, había permanecido inconsciente, ajeno a todo cuanto le rodeaba. Y eso le había brindado la oportunidad a Martillo Maldito de hacerse con el control de la Horda.

Pero ahora, por fin, volvía a estar despierto. Una vez más, podía proseguir con sus planes. Porque, al menos, ese acto desesperado y peligroso no había sido en vano, pues Gul’dan había obtenido la información que necesitaba. Pronto, ya no necesitaría ni a Martillo Maldito ni a la Horda. Pronto, iba a ser todopoderoso.

—Reúne a los demás —le ordenó a Cho’gall, a la vez que se ponía en pie y comprobaba cómo estaba. Se sentía débil, pero podía apañárselas. Además, no le quedaba más remedio pues el tiempo apremiaba—. Haré que formen un clan de verdad, uno que servirá a mis propios fines y me protegerá de la ira de Martillo maldito. Serán los Cazatormentas. Demostrarán a toda la Horda qué somos capaces de lograr los brujos e incluso Martillo Maldito tendrá que reconocer su valía. Reúne también a tu clan —Cho’gall lideraba el clan del Martillo Crepuscular, cuyos miembros eran temibles guerreros que estaban obsesionados con el fin del mundo—. Tenemos mucho que hacer.