Había llegado el amanecer y la niebla todavía envolvía al mundo. En la aletargada aldea de Costasur la gente se desperezó y, aunque eran incapaces de ver la luz del alba, eran conscientes de que la noche había acabado. La niebla cubría el mundo, se tendía sobre las sencillas casas de madera y ocultaba el mar que los lugareños sabían que se hallaba más allá de los confines del pueblo. Pese a que no podían verlo, podían escuchar cómo el agua besaba la orilla mientras sus ondas se extendían a lo largo del único muelle.
Entonces, escucharon algo más.
Un sonido que atravesó la niebla, lento pero seguro, que reverberó sin que pudieran identificar de dónde venía ni en qué dirección. ¿Acaso procedía de la tierra situada tras ellos o del mar situado delante? ¿Acaso se trataba de las olas que rompían en la orilla más fuerte de lo habitual, o de la lluvia que arreciaba sobre la misma niebla, o del carromato de algún mercader que recorría el abrupto sendero de tierra? Tras escuchar atentamente, la gente del pueblo se dio cuenta, al fin, de que ese extraño nuevo sonido procedía del mar. Corrieron presurosos a la orilla y trataron de distinguir algo en la niebla, de atravesar esa mortaja con la mirada. ¿Qué era ese ruido y qué era lo que anunciaba?
Poco a poco, la niebla se fue disipando, como si el mismo ruido la fuera empujando. Se hinchó y oscureció y, acto seguido, la oscuridad cobró la forma de una ola que se aproximaba velozmente hacia ellos. Los lugareños retrocedieron y varios de ellos gritaron. Esos hombres eran dueños y señores del mar; habían sido criados para ser pescadores, pero esa ola no estaba hecha de agua. Se movía de un modo muy extraño. No, era otra cosa.
La oscuridad siguió aproximándose, arrastrando consigo la niebla, y el ruido se intensificó. Entonces, por fin, rasgó ese velo neblinoso y tomó forma. Eran barcos. Una infinidad de ellos. Los aldeanos se relajaron un poco, porque los barcos eran algo que comprendían; no obstante, permanecieron alerta. Costasur era una aldea de pescadores muy tranquila. Ellos mismos poseían una decena de barquitas y tal vez habían visto otra decena más a lo largo de los años. Pero de repente, había cientos aproximándose a ellos al mismo tiempo. ¿Qué podía significar algo así? Los hombres aferraron con fuerza y rapidez garrotes de madera, cuchillos, palos coronados por ganchos e incluso redes; cualquier cosa que tuvieran a mano. Aguardaron, presas de una gran tensión, mientras observaban cómo esas naves se acercaban más y más. Más navíos iban emergiendo de la niebla, conformando una procesión infinita. Con cada nueva hilera de barcos, el desconcierto de los moradores de la aldea iba creciendo. No se trataba de cientos de naves, sino de miles; ¡se aproximaban más barcos de los que jamás habían visto! ¡Toda una nación entera! ¿De dónde habían salido tantos navíos? ¿Cómo habían podido echarse al mar al mismo tiempo? ¿Y qué les podía traer a Lordaeron? Los aldeanos aferraron sus armas con aún más fuerza, al mismo tiempo que los niños y las mujeres se escondían en el interior de sus hogares y el número de naves se multiplicaba. Al fin, quedó claro que el ruido lo provocaban los muchos remos que hendían el agua desacompasadamente.
Entonces, el primer barco atracó en la playa y los lugareños pudieron distinguir quiénes iban a bordo. Se relajaron aún más, aunque creció su confusión y preocupación. Se trataba de hombres, e incluso de mujeres y niños, a juzgar por su tamaño, de pieles pálidas y bronceadas, de cabellos de color normal. No eran monstruos, ni pertenecían a ninguna de esas otras razas sobre las que los habitantes de la aldea habían oído hablar, pero nunca habían visto. Tampoco parecían estar armados para batallar; sin duda alguna, la mayoría de los recién llegados no eran guerreros. Al menos, no se trataba de una invasión. Más bien daba la impresión de que huían de algún terrible desastre. El miedo de los lugareños se tornó en compasión. ¿Qué podía haber obligado a echarse al mar a lo que parecía ser toda una nación entera?
Más embarcaciones alcanzaron la orilla y la gente desembarcó de ellas tambaleándose. Algunos se derrumbaron sobre la rocosa playa, llorando. Otros permanecieron en pie, cuán largos eran, a la vez que respiraban hondo, como si se alegraran de haber dejado el mar atrás. Entretanto, el sol matutino disipaba la niebla, transformándola en delgados jirones que se desvanecían ante la fiereza de sus rayos, lo cual permitió que los aldeanos pudieran ver con más claridad. Esa gente no era un ejercito. Muchos de ellos eran, en efecto, mujeres y niños, y la mayoría iban muy mal vestidos. Casi todos parecían demacrados y débiles. Eran gente normal a la que había sorprendido alguna calamidad, sin lugar a dudas. Muchos de ellos estaban tan alterados que apenas eran capaces de permanecer en pie o acercarse dando tumbos a la orilla.
No obstante, algunos portaban armadura. Uno de ellos en concreto, que viajaba a bordo del barco que lideraba a los demás, se acercó a los aldeanos ahí congregados. Era un hombre corpulento y robusto, prácticamente calvo, que tenía una barba y un bigote frondosos y un semblante recio y severo. No cabía duda de que su armadura había visto muchas batallas; además, sobre uno de sus hombros se alzaba la empuñadura de una espada descomunal. De todos modos, no llevaba ningún arma en los brazos, sino a dos niños pequeños, y varios más correteaban junto a él, agarrándose a su armadura, cinturón y vaina de guerrero. A su lado, caminaba un hombre muy extraño; era alto y de espalda ancha pero delgado, de pelo blanco y de paso firme. Iba vestido con una túnica violeta hecha jirones y un morral raído; asimismo, llevaba un crío subido a uno de sus hombros mientras que otro iba cogido de su mano. Una tercera persona iba con ellos; se trataba de un joven de pelo castaño y ojos marrones, que apenas era consciente de dónde estaba y que se aferraba a la capa del hombre grande como si fuera un niño que se aferrara desesperadamente a la mano de su padre. Iba ataviado con una ropa suntuosa, pero desgastada por el uso y rígida por culpa de la sal del mar.
—¡Bienhallados! —exclamó el guerrero, al mismo tiempo que se aproximaba a los lugareños, con un gesto torvo en su rostro—. Somos refugiados. Huimos de una batalla realmente terrible. Os ruego que nos deis comida y bebida si es posible, así como cobijo, por el bien de estos niños.
Los moradores de la aldea se miraron unos a otros y, acto seguido, asintieron y bajaron sus armas. No eran un pueblo rico pero tampoco pobre; además, tendrían que haber estado sumidos en la más absoluta miseria para no haber ayudado a esos crios. A continuación, unos hombres se llevaron a los niños que venían con el guerrero y al tipo vestido con la túnica violeta, y los guiaron hasta la iglesia; su construcción más grande y robusta. Las mujeres del pueblo ya estaban preparando varias ollas de gachas y cocidos. En breve, los refugiados se encontraban acampados en el interior de la iglesia y a su alrededor, donde comían, bebían y compartían las mantas y abrigos que les habían donado. El ambiente habría sido bastante más animado si no fuera por la tristeza que asomaba de manera evidente en el rostro de cada recién llegado.
—Gracias —le dijo el guerrero al jefe de la aldea, quien se había presentado como Marcus Rutagrana—. Sé que no podéis ofrecernos demasiado, pero os agradezco mucho todo cuanto nos habéis dado.
—No permitiremos que estas mujeres y estos niños sufran —replicó Marcus, quien frunció el ceño mientras observaba detenidamente la armadura y espada de aquel hombre—. Bueno, dime, ¿quién eres y por qué estás aquí?
—Soy Anduin Lothar —respondió el guerrero, a la vez que se pasaba una mano por la frente—. Soy… era… el caballero campeón de Ventormenta.
—¿De Ventormenta? —Marcus había oído hablar de esa nación—. ¡Pero eso se encuentra al otro lado del mar!
—Sí —respondió Lothar con tristeza—. Hemos navegado durante días hasta alcanzar estas tierras. Nos hallamos en Lordaeron, ¿verdad?
—Así es —contestó el individuo de la túnica violeta, quien hablaba por primera vez. Reconozco estas tierras, aunque no esta aldea en concreto hablaba con un tono de voz sorprendentemente firme para tratarse de alguien tan mayor, aunque, de cerca, solo las arrugas de su semblante y el color de su pelo sugerían que era un hombre de avanzada edad. Aparte de eso, parecía bastante joven.
—Esto es Costasur —les explicó Marcus, al mismo tiempo que elevaba una mirada recelosa sobre el joven de barba blanca—. ¿Eres de Dalaran? —se atrevió a preguntar por fin, intentando mantener un tono de voz sereno.
—Sí —reconoció el extraño—. Pero no temas… regresaré a ese lugar en cuanto mis compañeros puedan viajar.
Marcus procuró que no se notara cuán aliviado se sentía ante esa respuesta. Los magos de Dalaran eran muy poderosos y tenía entendido que el rey los consideraba sus aliados y atendía sus consejos; no obstante Marcus no quería tener nada que ver con la magia y sus practicantes.
—No debemos demorarnos —reconoció Lothar—. He de hablar con el rey de inmediato. No podemos perder más tiempo, la Horda podría volver a atacar.
Si bien Marcus no entendió ese último comentario, fue capaz de reconocer que el fornido guerrero había hablado con un tono de voz teñido de premura.
—Las mujeres y los niños pueden quedarse aquí un tiempo —les aseguró—. Cuidaremos de ellos.
—Gracias —dijo Lothar con total y obvia sinceridad—. Enviaremos comida y otras provisiones en cuanto contactemos con el rey.
—Tardaréis bastante en llegar a la capital —señaló Marcus—. Enviaré a alguien por delante, a lomos de un caballo rápido, para avisarlos de vuestra llegada. ¿Qué quieres que les comente?
Lothar arrugó el entrecejo.
—Debe decirle al rey que Ventormenta ha caído —dijo en voz baja tras un largo momento de silencio—. Que el príncipe se encuentra aquí con toda la gente que ha podido salvar. Que necesitamos provisiones cuanto antes. Y que le traemos malas noticias que debemos comunicarle urgentemente.
A Marcus se le habían desorbitado los ojos al escuchar esa lista de problemas y había posado rápidamente la mirada sobre ese joven que se hallaba junto a aquel enorme guerrero, aunque la había apartado antes de que este pudiera sentirse ofendido.
—Así se hará —les aseguró.
A continuación, se volvió para hablar con uno de los lugareños, quien asintió y se subió de un salto a un caballo cercano. Al instante, se marchó al galope antes de que su jefe hubiera siquiera dado un par de pasos en dirección a la iglesia.
—Willem es nuestro mejor jinete y su caballo es el más rápido de la aldea —les garantizó Marcus a ambos—. Llegará a la capital mucho antes que vosotros y entregará el mensaje. Mientras tanto, reuniremos tantos caballos como sea posible y la comida necesaria para que vosotros y vuestros compañeros podáis partir de inmediato.
Lothar asintió.
—Gracias —entonces, se volvió hacia el hombre de la túnica violeta—. Reúne a los que nos van a acompañar, Khadgar, y diles que se preparen. Nos marcharemos lo antes posible.
El mago asintió y se alejó en dirección hacia el grupo de refugiados más próximo.
Unas pocas horas después, Lothar y Khadgar abandonaron Costasur, acompañados del príncipe Varian Wrynn y sesenta hombres. La mayoría había preferido quedarse en la aldea, ya que o bien estaban enfermos o fatigados, o simplemente tenían miedo, estaban aún conmocionados y deseaban quedarse con los pocos supervivientes de su propia tierra que todavía seguían vivos. Lothar no se lo echaba en cara. Una parte de él también deseaba quedarse en ese pequeño pueblo pesquero. Pero tenía que cumplir con sus obligaciones. Como siempre.
—¿Falta mucho para llegar a la capital? —le preguntó a Khadgar, quien cabalgaba junto a él.
Los habitantes del pueblo les habrían ofrecido las pocas monturas y carretas que poseían, las cuales habían demostrado ser suficientes para lo que querían. Lothar había titubeado a la hora de aceptar más ayuda por parte de los generosos lugareños, pero al final, había aceptado, pues era consciente de que así llegarían a su destino muchísimo más rápido.
Y el tiempo corría en su contra.
—Unos días, tal vez una semana —respondió el mago—. No conozco esta parte del país muy bien, pero la recuerdo de los mapas. Deberíamos ver los chapiteles de la ciudad en cinco días a lo sumo. Después, tendremos que cruzar el bosque de Argénteos, una de las grandes maravillas de Lordaeron, para sortear el lago Lordamere, ya que la capital se encuentra en su orilla norte.
Khadgar volvió a quedarse callado y Lothar contempló detenidamente a su compañero. Le preocupaba aquel joven. Cuando se conocieron, había quedado impresionado por la serenidad y confianza de la que hacía gala el mago y asombrado por su juventud. Solo tenía diecisiete años, era poco más que un muchacho, y ya era un mago hecho y derecho… ¡Había sido el primer zagal que Medivh se había dignado a aceptar como aprendiz! En encuentros posteriores, había descubierto que Khadgar era brillante, testarudo, centrado y simpático. Le había caído bien ese muchacho, era la primera vez que sentía cierto afecto por un mago desde… bueno, desde que había conocido al propio Medivh. Pero tras lo acaecido en Karazhan…
Lothar se estremeció al recordar ese conflicto tan angustioso y horrendo que le había llevado a aliarse con Khadgar, la semiorco Garona y un puñado de hombres para enfrentarse a Medivh. Si bien había sido el propio Khadgar quien había propinado el golpe letal a su maestro por pura necesidad, había sido él quien había decapitado a su viejo amigo, a quien había protegido muchas veces cuando ambos eran jóvenes, en aquella época en la que Medivh, Llane y él habían sido compañeros y amigos.
Lothar negó con la cabeza e intentó contener las lágrimas. Pese a que durante aquel largo viaje por mar, un hondo pesar se había adueñado de él muchas veces, aún tenía la sensación de que el dolor, la ira y la tristeza podrían apoderarse abrumadoramente de él en cualquier momento ¡Llane! Su mejor amigo, su compañero, su rey. Llane, el de la radiante sonrisa, la mirada alegre y el rápido ingenio. Llane, el que había llevado a Ventormenta a conocer su época dorada… para ver luego cómo los orcos la destrozaban, cómo la Horda atravesaba sus tierras, arrasándolo todo a su paso. ¡Para luego descubrir que Medivh había sido el responsable de todo! ¡Que con su magia había ayudado a los orcos a llegar a este mundo y les había garantizado el acceso a Ventormenta! ¡Y, por tanto, no solo había provocado la destrucción del reino sino la muerte de Llane! Lothar tuvo que reprimir un grito al pensar en todo lo que había perdido, en toda la gente que había perdido. Entonces, hizo de tripas corazón y recobró la compostura, tal y como había hecho muchas veces durante ese viaje. No podía sucumbir a tales emociones. Su pueblo lo necesitaba. Así como la gente de esta tierra, aunque aún no lo supieran.
Y al igual que Khadgar, Lothar seguía sin entender todo lo que había ocurrido en Karazhan esa noche. Tal vez nunca lo entendería. Pero de algún modo, durante la batalla contra Medivh, Khadgar había cambiado. Había perdido su juventud, su cuerpo había envejecido de manera antinatural. Ahora, tenía aspecto de anciano, parecía más viejo que el propio Lothar, a pesar de que era casi cuatro décadas más joven que él. Estaba preocupado porque no sabía qué más daños podría haber sufrido el joven mago.
Khadgar, por su parte, se hallaba demasiado sumido en sus pensamientos como para percatarse de que su compañero lo miraba preocupado. Aunque el joven mago con aspecto de anciano se guardaba sus pensamientos para sí, eran muy similares a los de su aliado. Estaba recordando la batalla de Karazhan y volviendo a experimentar esa horrible sensación de desgarro que experimentó cuando Medivh le arrebató su magia y su juventud. La magia había acabado regresando (de hecho, en cierto sentido, era más fuerte que nunca) pero su juventud no; le había despojado de ella mucho antes de lo que le correspondía. Ahora, era un anciano, al menos por fuera. Todavía se sentía fuerte como un roble y seguía poseyendo la misma resistencia, fuerza y agilidad de siempre, pero tenía el rostro cubierto de arrugas, los ojos hundidos y la barba lampiña y el pelo totalmente blancos. Aunque solo tuviera diecinueve años, Khadgar sabía que parecía tres veces mayor e incluso más. Ahora era igual que ese hombre que había visto en su visión, que esa versión más anciana de sí mismo que había visto batallar a través de la magia de la torre de Medivh. El anciano que, algún día, moriría bajo un extraño sol rojo, muy lejos de casa.
Khadgar también estaba examinando las emociones que ahora bullían en él, cuyo origen era la muerte de Medivh. Aquel hombre había sido el mal encarnado, el único responsable de desatar la plaga Horda orco sobre este mundo. Aunque, en verdad, no era el único responsable. Ya que el titán Sargeras había poseído a Medivh, cuya madre había derrotado al titán milenios antes. Pero Sargeras no había muerto, solo su cuerpo había perecido. Se había escondido en el útero de Aegwynn y había infestado a su hijo no nato. Medivh no había sido responsable de sus propios actos y, con sus últimas palabras, el Mago había revelado a Khadgar que llevaba años luchando contra ese espíritu maligno, quizá toda su vida. Khadgar se había encontrado incluso con una extraña versión espectral de su maestro muerto, poco después de enterrar su cuerpo. Ese Medivh fantasmal había afirmado que procedía del futuro y que, al fin, se había librado de la influencia de Sargeras. Gracias al propio Khadgar.
El joven mago se pregunta cómo debería sentirse. ¿Acaso debería estar triste porque su maestro había muerto? En su momento, había tenido a Medivh en alta estima y, ciertamente, el mundo había perdido mucho con la muerte del Mago. ¿Debería estar orgulloso del papel que había jugado al liberarlo de Sargeras, al expulsar al titán de este mundo una vez más, quizá para siempre? ¿Debería estar encolerizado por lo que Medivh les había hecho a él y a otros? ¿O debería estar asombrado porque ese hombre hubiera sido capaz de resistir la influencia de este titán durante tanto tiempo?
No sabía qué pensar. El caos reinaba en la mente de Khadgar, así como en su corazón. No obstante, sus pensamientos no giraban solo en torno a Medivh. Había vuelto a su hogar. Al menos, había vuelto a su tierra natal, a Lordaeron. Y no como había esperado. Cuando se marchó de ahí para convertirse en el aprendiz de Medivh, a instancias de sus anteriores maestros de Dalaran, Khadgar supuso que regresaría a su tierra cuando fuera un mago maestro. Se había imaginado volviendo volando, a lomos de un grifo, tal y como Medivh le había enseñado, para aterrizar en la cima de la Ciudadela Violeta, de modo que todos sus antiguos maestros y compañeros pudieran maravillarse ante su destreza. Pero en vez de eso, se encontraba montado sobre un caballo de tiro junto al antiguo Campeón de Ventormenta, liderando una banda de desharrapados cuya intención era hablar con el rey para salvar el mundo.
Bueno, al menos, nuestra entrada va a ser muy melodramática, pensó. Lo cual era algo que sus viejos profesores y amigos sabrían apreciar.
—¿Qué haremos cuando lleguemos a la ciudad? —inquirió a Lothar, sobresaltando al viejo guerrero, que se hallaba ensimismado.
No obstante, este recobró la compostura rápidamente, se volvió para observarlo con esos ojos azul tormenta que cautivaban a cualquiera, que mostraban sus emociones con claridad pero ocultaban la aguda mente que había tras ellos.
—Hablaremos con el rey —replicó Lothar simple y llanamente. Lanzó una mirada fugaz hacia el joven que cabalgaba en silencio junto a ellos y le dio un golpe a la empuñadura de su espada magna, cuyas gemas e incrustaciones de oro relucieron bajo la luz de la tarde—. Aunque hemos perdido Ventormenta, Varian sigue siendo su príncipe y yo, su Campeón. Solo he estado una vez con el rey Terenas brevemente y fue hace muchos años, pero quizá me reconozca. Sin lugar a dudas, reconocerá a Varian y el mensajero se cerciorará de que esté aguardando nuestra llegada. Nos concederá una audiencia. Y entonces, le contaremos lo que ha sucedido y qué hay que hacer.
—¿Y qué hay que hacer? —preguntó Khadgar, a pesar de que creía que ya sabía la respuesta.
—Debemos reunir a los gobernantes de esta tierra —contestó Lothar, tal y como Khadgar esperaba que hiciera—. Debemos obligarlos a ver el peligro. Ninguna nación podrá resistir sola ante la Horda. Mi propia tierra lo intentó y ha caído por eso mismo. No podemos permitir que eso suceda también aquí. ¡La gente debe unirse y luchar!
Aferró con fuerza las riendas del caballo, y Khadgar pudo reconocer una vez más en él al poderoso guerrero que había liderado los ejércitos de Ventormenta y había mantenido sus fronteras a salvo durante muchos años.
—Esperemos que nos escuchen —susurró Khadgar—. Por nuestro bien.
—Lo harán —le aseguró Lothar—. ¡Deben hacerlo!
Ninguno de los dos dijo lo que estaba pensando. Habían sido testigos de primera mano del poder de la Horda. Si las naciones no se unían, si los gobernantes se negaban a reconocer el peligro, todos caerían. Y la Horda arrasaría estas tierras como había hecho con Ventormenta, sin dejar nada a su paso.