—¡NO! —ese grito brotó de los labios de Turalyon mientras se abría paso a empujones entre la muchedumbre.
Acto seguido, se arrodilló junto al cadáver de su héroe, su mentor, su comandante. Después, posó la mirada sobre el orco que se alzaba imponente sobre él y, al instante, esa pieza que había buscado durante largo tiempo para resolver un rompecabezas encajó en su sitio.
Durante meses, Turalyon había estado meditando acerca de su fe y cavilando sobre una cuestión particular: ¿Cómo era posible que la Luz Sagrada uniera a todas las criaturas, a todas las almas, cuando algo tan monstruoso, cruel y totalmente malvado como la Horda orco caminaba por la faz de este mundo? Como había sido incapaz de dar con una respuesta, había dudado de sí mismo y de las enseñanzas de la Iglesia, y había contemplado con envidia cómo Uther y los demás paladines lanzaban bendiciones y brillaban envueltos en la luz de su fe, pues sabía que nunca podría rivalizar con ellos.
Pero ese orco, ese tal Martillo Maldito, acababa de decir algo que se le había quedado grabado a fuego a nivel inconsciente, algo que Turalyon intentaba comprender ahora racionalmente.
«Hasta que vuestro mundo nos pertenezca», había dicho el Jefe de Guerra de la Horda regodeándose. «Vuestro mundo», no «nuestro mundo» o siquiera «este mundo».
Esa era la respuesta.
Se acordó en ese momento del Portal Oscuro… Khadgar le había hablado sobre él cuando se conocieron, mientras les describía en qué consistía la amenaza orco, y desde entonces, lo habían mencionado varias veces. Sin embargo, por alguna razón, había estado ciego ante la evidencia. Hasta ahora.
Los orcos no pertenecían a este mundo.
Eran unos forasteros en este planeta, en este plano de existencia. Procedían de otro lugar y su poder provenía de unos demonios que pertenecían a otro plano aún más lejano.
La Luz Sagrada unía a todos los seres vivos de este mundo. Pero no se hallaba en los orcos porque estos no pertenecían a este mundo.
En conclusión, su misión estaba más clara que nunca. Le habían encomendado defender la Luz Sagrada y usar su luminosa gloria para limpiar este mundo de toda clase de amenazas procedentes de otros lugares, para mantener la pureza que alberga en su seno.
Los orcos no pertenecían a este lugar. Y eso significaba que podía destruirlos con total impunidad.
—¡Por la Luz, vuestro tiempo aquí llega su fin! —exclamó, poniéndose en pie. Un brillante fulgor emanó de él y lo envolvió; era tan intenso que tanto los orcos como los humanos tuvieron que alejarse de él, protegiéndose los ojos—. No sois de este mundo, no formáis parte de la Luz Sagrada. ¡No pertenecéis a este lugar! ¡Marchaos!
El Jefe de Guerra de la Horda esbozó un gesto de contrariedad y retrocedió un solo paso, mientras se protegía los ojos con una mano. Turalyon aprovechó ese breve momento de respiro para volver a agacharse junto al cadáver de Lothar.
—Ve con la Luz, amigo mío —susurró, mientras rozaba con el dedo índice la hundida frente del Campeón caído. Sus lágrimas se mezclaron con la sangre del guerrero muerto—. Te has ganado un lugar en lo más sagrado. La Luz te da la bienvenida en su cálido abrazo.
Un aura de inmaculada luz blanca envolvió por entero al cadáver y al joven teniente le pareció ver que los rasgos de su difunto amigo se relajaban ligeramente, que se tomaban más serenos y que incluso parecía levemente contento.
Entonces, Turalyon volvió a ponerse en pie, con la espada magna destrozada en la mano.
—Y tú, nauseabunda criatura —afirmó, mientras se volvía hacia el deslumbrado Martillo Maldito—, ¡tú vas a pagar muy caro los crímenes que has cometido contra este mundo y sus gentes!
Orgrim debió de darse cuenta de que estaba empleando un tono amenazador, ya que el líder orco aferró el martillo con ambas manos y lo alzó, para bloquear el golpe que intuía que iba a recibir. No obstante, Turalyon, que sostenía con ambas manos la empuñadura de la espada rota, trazó con ella un letal arco descendente en un cegador destello de luz…
… y la destrozada arma impactó con increíble fuerza contra la cabeza de piedra negra del descomunal martillo de guerra. Tan fuerte fue el golpe que el pesado mango de madera del arma se estremeció de tal manera que su dueño se vio obligado a soltarlo. El martillo cayó al suelo sin causar daño alguno. A Martillo Maldito se le desorbitaron los ojos al darse cuenta de lo que había sucedido. Al instante, los cerró y asintió levemente con la cabeza, mientras aguardaba el golpe definitivo…
… que no se produjo, ya que Turalyon giró la hoja en el último segundo y golpeó al orco con la parte roma de su filo en vez de con la afilada. El impacto hizo que Orgrim cayera de rodillas y, acto seguido, se desplomara junto a Lothar. No obstante, Turalyon pudo comprobar que seguía vivo, pues la espalda del Jefe de Guerra se elevaba y descendía al compás de su respiración.
—Serás juzgado por tus crímenes —le dijo al inconsciente orco, mientras la luz que lo envolvía iba cobrando aún más intensidad—. Serás trasladado a la capital, donde serás encerrado y encadenado mientras los líderes de la Alianza deciden tu destino —en esos momentos, brillaba más que el sol en un día despejado y todos los orcos se alejaron de él, acobardados ante esa luz cegadora—, ahí tendrás que reconocer tu derrota absoluta.
Entonces, se giró y alzó la mirada, esta vez hacia los demás guerreros orcos, que se habían quedado petrificados al ver cómo la aparente victoria de su líder se convertía en una derrota contundente.
—Pero vosotros no vais a tener tanta suerte —afirmó con una voz monótona, a la vez, que apuntaba hacia ellos con esa espada destrozada. De inmediato, la Luz brotó de ella, así como de su mano, su cabeza y sus ojos. Las piedras negras que lo rodeaban se tornaron blancas gracias a ese poder que emanaba de él—. ¡Vais a morir aquí, con el resto de vuestra raza! ¡Así, este mundo se librará de vuestra pestilente presencia para siempre!
Una vez dicho esto, se abalanzó con esa hoja tan brillante como el sol, sobre el orco que tenía más cerca, al que alcanzó en la garganta antes de que pudiera reaccionar. Mientras esa mala bestia caía al suelo y la sangre manaba a borbotones de la herida, Turalyon arremetió contra el resto de guerreros de la Horda que se hallaban cegados por su luz.
Ese ataque hizo despertar de su parálisis tanto a los orcos como a los humanos. Uther y los demás paladines de la Mano de Plata, que se habían sumado a la masa de combatientes aliados durante la batalla entre Lothar y Martillo Maldito, corrían ahora detrás de su compañero y también se vieron envueltos en sus auras de luz en cuanto arremetieron contra la Horda. El resto de las fuerzas de la Alianza les siguieron.
La batalla subsiguiente fue sorprendentemente rápida. Muchos de los orcos habían sido testigos de la derrota de Martillo Maldito, y el hecho de haber visto cómo su líder caía había desatado el pánico entre ellos. Muchos huyeron. Otros tiraron sus armas al suelo y se rindieron; a estos los apresaron, ya que, a pesar de lo que había dicho antes, Turalyon se percató de que era incapaz de asesinar a unos soldados indefensos, daba igual lo que hubieran hecho con anterioridad. Muchos otros les plantaron cara y lucharon, por supuesto, pero estaban desorganizados y desconcertados, por lo que no fueron rival para los decididos soldados de la Alianza.
—Unos cuantos, tal vez unos cuatrocientos, están huyendo hacia el sur a través de las Montañas Crestagrana —le informó Khadgar una hora más tarde, después de que el combate hubiera acabado y el valle estuviera dominado por el silencio, a excepción hecha del trajín de las tropas, los gemidos de los heridos y los gruñidos de los prisioneros.
—Bien —replicó Turalyon, quien estaba rasgando un largo trozo de tela de su capa para, a continuación, colocárselo en la cintura como un fajín en el que emplazar la espada rota de Lothar—. Reunid a las tropas y perseguidlos, pero no os deis mucha prisa. Déjaselo claro a los líderes de las unidades. No queremos que los alcancen.
—¿Ah, no?
Turalyon se volvió y miró a su amigo. Entonces, recordó una vez más que Khadgar, a pesar de ser un mago talentoso, no era un gran estratega.
—¿Dónde se encuentra ese Portal Oscuro que lleva al mundo de los orcos? —preguntó.
Khadgar se encogió de hombros.
—No lo sabemos exactamente —admitió—. En algún lugar de las tierras pantanosas.
—Ahora que la Horda ha sufrido una innegable derrota, ¿adónde crees que irán los pocos supervivientes que quedan?
El mago de aspecto avejentado esbozó una amplia sonrisa.
—A casa.
—Exacto —Turalyon se enderezó—. Los vamos a seguir hasta ese portal y lo vamos a destruir de una vez por todas.
Khadgar asintió y se giró para ir en busca de los líderes de las unidades, pero se detuvo al ver que Uther se aproximaba hacia ellos.
—Ya no quedan más orcos, salvo los que se han entregado anunció el paladín.
Turalyon asintió.
—Buen trabajo. Unos cuantos han escapado, pero vamos a perseguirlos. En cuanto los alcancemos, los destruiremos o capturaremos.
Uther lo observó detenidamente.
—Has asumido el mando —afirmó en voz baja.
—Supongo que sí —replicó Turalyon meditabundo. No se había detenido a pensarlo hasta entonces. Simplemente, se había acostumbrado a dar órdenes al ejército, tanto haciendo de correa de transmisión de las órdenes del propio Lothar como dando sus propias órdenes cuando el Comandante se encontraba lejos de él, en las Tierras del Interior con el resto de las tropas. Así que se limitó a encogerse de hombros—. Si lo prefieres, puedo enviar a un jinete de grifo a Lordaeron para que les pregunte al rey Terenas y los demás monarcas quién debería asumir el mando.
—No hace falta —aseveró Khadgar, quien retrocedió para colocarse junto a su amigo—. Eras un teniente de Lothar y su segundo al mando. Te encomendó el mando de la mitad del ejército cuando dividimos nuestras fuerzas. Ahora que él ya no está entre nosotros, eres el único que puede comandarnos.
El mago se volvió hacia Uther y lo fulminó con la mirada; sin lugar a dudas, le estaba retando a que lo contradijera si se atrevía.
Sin embargo, para sorpresa de Turalyon, Uther asintió.
—Así es —admitió—. Eres nuestro comandante y seguiremos tus órdenes tal y como hicimos con Lord Lothar —acto seguido, se acercó y posó una mano sobre el hombro de Turalyon de manera afectuosa—. Me alegra ver que al final tu fe ha decidido mostrarse, hermano mío.
El cumplido parecía sincero y Turalyon sonrió agradecido por poder contar con la aprobación del viejo paladín.
—Gracias, Uther el Iluminado —replicó el joven comandante, que vio cómo se le desorbitaban los ojos al viejo paladín al escuchar su nuevo sobrenombre—. A partir ahora, serás conocido por ese nombre en honor a la Luz Sagrada que este día nos ha traído.
Uther hizo una reverencia, claramente satisfecho. A continuación, se dio la vuelta sin decir nada más y regresó con los demás caballeros de la Mano de Plata; seguramente, para darles la orden de partir.
—Creía que te disputaría el mando —afirmó Khadgar en voz baja.
—No lo quiere —replicó Turalyon, quien seguía observando a Uther—. Quiere liderar, sí, pero únicamente con su ejemplo. Se siente cómodo liderando la Orden porque los demás también son paladines.
—¿Y tú qué? —le preguntó su amigo sin rodeos—. ¿Te sientes cómodo siendo nuestro líder?
Turalyon meditó un instante al respecto y se encogió de hombros.
—No tengo la sensación de que me lo haya ganado, pero sé que Lothar confiaba en que sería un buen líder. Y yo creía en él y en su buen juicio —asintió y cruzó su mirada con la de Khadgar—. Y ahora vayamos a por esos orcos.
Les llevó una semana llegar hasta ese lugar que, según Khadgar, se llamaba el Pantano de las Penas. Pese a que podrían haber avanzado con mucha más presteza, Turalyon había advertido a sus soldados que no debían adelantar aún a los orcos, pues necesitaban que los llevaran hasta el portal. Una vez ahí, podrían atacarlos.
Si bien la muerte de Lothar había conmocionado a todo el mundo, también les había inspirado. Esos hombres que habían estado excesivamente fatigados, ahora se hallaban muy centrados y decididos. Todos habían sentido un hondo pesar a nivel personal por la pérdida de su comandante y parecían dispuestos a vengar su muerte. Todos habían aceptado a Turalyon como su sucesor, sobre todo aquellos que lo habían seguido en su momento hasta Quel’Thalas.
Atravesar esos pantanos era una tarea difícil y desagradable, nadie se quejó, aunque se oyó algún que otro gruñido de contrariedad. Sus exploradores no perdieron de vista a los orcos en ningún momento y, de vez en cuando, alguno de ellos volvía para informar de sus movimientos. De ese modo, las tropas de la Alianza pudieron avanzar a un ritmo lento sin tener que preocuparse de que su presa pudiera darles esquinazo. En los restos de la Horda reinaba la confusión; a pesar de que todos los orcos se dirigían al mismo lugar, no marchaban juntos, sino que corrían o caminaban a su propio ritmo rodeados de un puñado de compañeros en medio de un grupo más grande. Turalyon esperaba que todo siguiera igual hasta el final, pues había dado por sentado que el líder de la Horda, el tal Martillo Maldito, había encomendado la misión de proteger el portal a alguno de sus lugartenientes, que tendría unas cuantas tropas bajo su mando. Si ese líder era bastante carismático, podría convencer a todos los orcos derrotados de que se sumaran a los guerreros que ya estaban bajo sus órdenes para conformar un nuevo ejército tremendamente sólido. Turalyon había advertido a sus tenientes de que mantuvieran a sus hombres alerta, ya que si daban por sentado que esta lucha iba a ser fácil, podrían acabar todos muertos.
Pasaron una semana más en los pantanos antes de llegar a una zona llamada La Ciénaga Negra, donde incluso a Khadgar le esperaba una desagradable sorpresa.
—No lo entiendo —comentó el mago, agachándose para estudiar el terreno—. ¡Todo esto debería ser una ciénaga! Debería ser como ese pantano que acabamos de atravesar: un lodazal asqueroso y pestilente —dio unos golpecitos a la dura piedra roja que tenía ante él y frunció el ceño—. Esto no es lo que debería haber aquí.
—Tiene pinta de ser una roca ígnea —afirmó Brann Barbabronce, que se hallaba junto a él.
Los enanos habían insistido en acompañarlos el resto del camino, lo cual había complacido a Turalyon, ya que le agradaba su compañía y apreciaba su destreza en batalla. Ambos hermanos le caían en gracia, gracias a su buen humor y su fanfarronería, y porque sabían disfrutar al igual que él de una buena pelea, una buena cerveza y una buena mujer. Sin lugar a dudas, Brann era el más erudito de los dos; él y Khadgar se pasaban noches enteras hablando sobre textos ignotos mientras el resto discutían sobre temas mucho menos cultos. Todos los enanos de Forjaz eran expertos en minerales y gemas, por lo cual Brann se sintió un tanto perturbado, cuando menos, al no reconocer esa roca.
—Pero no conozco ningún fuego capaz de hacer algo así —añadió, mientras la arañaba con una uña—. Ciertamente, ninguno capaz de hacerle esto a una extensión de terreno tan grande —decía esto porque esa roca roja se extendía ante ellos hasta perderse en la lontananza—. Nunca había visto nada igual.
—Por desgracia, yo sí —replicó Khadgar, quien volvió a ponerse en pie—. Pero no en este mundo.
No dio más explicaciones y, por la expresión que se dibujó en su semblante, los demás dedujeron que era mejor no pedírselas.
No obstante, Muradin pareció ser el único en no percatarse de ello, ya que hizo ademán de preguntar, pero su hermano le detuvo.
—¿Sabes qué significa tu nombre en el idioma enano, muchacho? —le preguntó Brann a Khadgar—. Significa «confianza» —el mago asintió—. Confiamos en ti, zagal. Ya nos lo contarás todo cuando estés preparado.
—Bueno, seguramente los orcos tendrán algo que ver con todo esto —señaló Turalyon—. Aunque nos resultará más fácil perseguirlos a través de un terreno pedregoso que a través de un cenagal, así que no me parece mal que este escenario haya cambiado.
Los demás asintieron; Khadgar, sin embargo, continuó pensativo. Volvieron a subirse a sus monturas y prosiguieron su marcha.
Unas noches después, Khadgar alzó la mirada de la hoguera que tenía delante y dijo súbitamente:
—Creo que tenemos un problema —todos los demás se volvieron para escuchar al mago de aspecto avejentado—. He consultado con otros magos y creemos saber qué es lo que ha causado que esta tierra cambie —les explicó—. Ha sido el Portal Oscuro. Su mera presencia afecta a nuestro mundo. En un principio, ha transmutado las tierras que lo rodean, pero creo que ese mal se está extendiendo.
—¿Por qué provoca ese portal tales alteraciones? —inquirió Uther.
El líder de la Mano de Plata nunca se había sentido muy cómodo en presencia de un mago, pues compartía la creencia muy extendida de que su magia era de naturaleza impía y quizá incluso demoníaca; no obstante, había aprendido a aceptarla, al menos, y tal vez incluso había llegado a respetar a Khadgar en el transcurso de esa larga guerra.
El mago hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Aún tengo que comprobarlo —respondió—. Pero supongo que este portal que une nuestro mundo con Draenor, el mundo natal de los orcos, está haciendo algo más que crear un puente. De algún modo, los está fusionando; al menos, justo en el punto de entrada.
—¿Acaso su mundo está hecho de esta misma piedra roja? —conjeturó Brann.
—No del todo —contestó Khadgar—. Hace tiempo, tuve una visión en la que vi Draenor. Era un lugar inhóspito cuyo suelo se parecía mucho a esto. Apenas queda energía vital, es como si la naturaleza hubiera sido arrasada. Podría ser consecuencia del tipo de magia que utilizaban, ya que corrompió la misma tierra. Ese mal se está extendiendo a través del portal y, cada vez que los orcos emplean su magia en nuestro mundo, empeora más y más.
Una razón más para destruirlo —anunció Turalyon—. Y cuanto antes, mejor.
Su amigo asintió.
—Estoy de acuerdo. Cuanto antes, mejor.
Tres días más tarde, los exploradores regresaron y anunciaron que los orcos se habían detenido.
—Se han refugiado en un enorme valle que se encuentra justo ahí delante —explicó uno de ellos—, en cuyo centro hay una especie de puerta.
Khadgar intercambió una mirada con Turalyon, Uther y los hermanos Barbabronce. Ese tenía que ser el Portal Oscuro.
—Decidles a los hombres que atacaremos de inmediato —ordenó Turalyon en voz baja, mientras desenvainaba la espada rota de Lothar con una mano y alzaba con la otra su propio martillo.
Khadgar se maravilló de nuevo ante lo mucho que había cambiado su amigo en los últimos meses. Turalyon se había vuelto más severo, más autoritario, más seguro de sí mismo; había pasado de ser un joven sin experiencia a ser un guerrero curtido en mil batallas y un comandante experimentado. No obstante, desde la muerte de Lothar, parecía hallarse envuelto de un aura especial, que transmitía una sensación de calma y sabiduría e incluso majestuosidad. Uther y los demás paladines transmitían unas sensaciones parecidas pero eran mucho más distantes, era como si se hallaran por encima de los problemas de este mundo. Turalyon parecía encontrarse más unido al mundo que lo rodeaba, más en sintonía con su entorno. Pese a que se trataba de un tipo de magia que Khadgar no alcanzaba a entender, le tenía un gran respeto. En cierto sentido, era una magia opuesta a la suya, que se basaba en controlar los elementos y demás fuerzas. Turalyon no controlaba nada, sino que abría su ser a esas mismas fuerzas para poder acceder a ellas de un modo más sutil que cualquier otro mago, aunque renunciando en parte a su control.
Tras prepararse, los soldados avanzaron sigilosamente. Iban andando mientras tiraban suavemente de las riendas de sus caballos, que los seguían lentamente, con el fin de que sus cascos no resonaran estruendosamente al trotar sobre la dura piedra roja. El terreno se elevaba ligeramente y, de repente, descendía abruptamente hasta dar a un profundo valle, cuyas paredes más lejanas se elevaban imponentes. En el centro de aquel valle, tal y como había indicado el explorador, había una puerta colosal, que no se hallaba inserta en un muro o ninguna estructura sino que se alzaba sola. Khadgar profirió un grito ahogado al poder contemplarla por fin con detalle. El Portal Oscuro (no podía ser otra cosa) tenía, fácilmente, treinta metros de alto y contaba con una anchura similar; además, estaba tallada en una piedra de color verde grisáceo. A ambos lados, habían cincelado unos patrones decorativos muy profundos con forma de surcos y remolinos, que parecían girar en tomo a una calavera con el ceño fruncido, y dos hileras curvadas de púas ornamentaban de un modo enfermizo sus bordes. La parte central contaba con una rudimentaria cenefa ornamental en su zona inferior, mientras que la zona superior carecía de ornamento alguno. Cuatro escalones muy anchos llevaban hasta el portal propiamente dicho, que brillaba con un fulgor verde y negro y crepitaba de energía. Khadgar lo percibía como una vorágine que irradiaba poder y que transmitía una extraña sensación de cubrir una vasta distancia. También podía sentir cómo se extendía, cómo se adentraba en esas tierras y cómo unos zarcillos de energía brotaban de sus fauces abiertas.
Los orcos se arremolinaban en torno al portal, como si no supieran qué hacer. Ahí había bastantes más de los que habían estado siguiendo, por tanto, Turalyon había estado en lo cierto: Martillo Maldito había dejado un contingente de orcos ahí para vigilar ese lugar. Aun así, las fuerzas de la Alianza los sobrepasaban en número. Además, los orcos estaban separados en grupos perfectamente diferenciados, era como si ya no tuvieran ninguna razón para confiar unos en otros, por lo que se refugiaban en sus propias familias y partidas de caza. Eso no era un ejército sino un conjunto de pequeñas bandas.
—¡Ahora! —gritó Turalyon, quien saltó del saliente del risco y se deslizó por la larga pendiente, hasta prácticamente echarse encima de varios orcos que se encontraban sentados ahí.
Empaló a un orco con la espada de Lothar, cuyo medio filo mellado lo atravesó de lado a lado, y aplastó el cráneo a otro orco con su martillo, que, del golpe, se desplomó rápidamente sobre el primero, el cual cayó a su vez al suelo, deshaciéndose así del abrazo mortal de la espada. A continuación, Uther y el resto de los paladines habían seguido a Turalyon, al que ahora flanqueaban mientras se dirigía hacia otros orcos. El resto de la Alianza avanzaba tras ellos.
Khadgar era consciente de que no era tan buen guerrero como mago, así que se quedó en la parte superior del risco con los demás magos, observando el combate, que se libró con suma celeridad. Lothar y Turalyon habían conseguido que las tropas de la Alianza actuaran como un único ejército tremendamente poderoso. En esos momentos, luchaban como una sola fuerza, cuyas tropas aunaban esfuerzos para combatir a un enemigo común. Los hombres armados con espadas y hachas protegían a los lanceros, y los arqueros los protegían a todos ellos a su vez y les prestaban su apoyo con ataques a larga distancia siempre que fuera necesario. Los orcos estaban demasiado desorganizados como para aunar esfuerzos, por lo cual cada grupo libraba la guerra por su cuenta. Eso facilitó mucho las cosas a Turalyon, pues le bastaba con ordenar a sus hombres que rodearan a esas bandas de orcos de una en una, con el fin de masacrarlos o tomarlos como prisioneros. El Comandante de la Alianza se fue abriendo paso por el valle de una manera metódica, derrotando a un orco tras otro; muchos acabaron hechos prisioneros y encadenados, pero otros tantos acabaron muertos sobre el campo de batalla. No obstante, un gran número de orcos, caballeros de la Muerte y demás había huido a través del portal ya que no querían morir ni ser capturados. Solo un reducido y extenuado grupo quedó atrás, defendiendo su posición para cubrir la retirada de los demás.
Entonces, Turalyon alcanzó el primer escalón del portal. Dos robustos y musculosos orcos, armados con unas colosales y melladas hachas, se encontraban aguardándolo en el último escalón. Portaban medallas y huesos en el pelo, la nariz, las orejas, las cejas y por toda la armadura; asimismo, llevaban su oscuro pelo en punta, en forma de cortas púas, como si fuera también otra arma. Uno de ellos llevaba vendados el hombro izquierdo y la pierna del mismo lado; las vendas estaban ensangrentadas. No obstante, esos arrogantes orcos parecían confiados en que saldrían victoriosos de esa contienda; resultaba obvio que la reciente derrota de su líder no les había minado la moral.
—Te enfrentas a Rend y Maim Puño Negro del clan Diente Negro —le gritó uno de ellos mientras descendían, con paso fuerte y decidido, los escalones en dirección hacia Turalyon—. Nuestro padre, Puño Negro, lideró la Horda hasta que ese arribista de Martillo Maldito lo asesinó injustamente. Ahora que ese necio ya no es nuestro líder, nosotros reconstruiremos la Horda. ¡Será más grande que nunca y os borraremos de la faz de este mundo!
—Creo que no —replicó Turalyon, cuyas palabras reverberaron por todo el valle. En medio de ese torbellino de energía que emanaba del portal, el Comandante de la Alianza refulgía con un intenso fulgor penetrante—. Vuestro líder ha sido capturado, vuestros clanes están desorganizados y lo que queda de la Horda se encuentra concentrado aquí, en este valle que hemos rodeado —entonces, alzó tanto el martillo como la espada—. Enfrentaos a mí si os atrevéis. O huid a vuestro propio mundo para nunca volver.
La provocación funcionó, ya que ambos hermanos bajaron corriendo el último escalón y arremetieron contra Turalyon profiriendo feroces gritos de guerra. Pero el joven paladín recientemente nombrado comandante no se amedrentó. Dio un paso hacia atrás rápidamente y trazó enérgicamente un arco descendente tanto con el martillo como con la espada. Ambas armas impactaron con tal fuerza contra las hachas de los orcos que estos tuvieron que soltarlas. Acto seguido, se acercó aún más y alzó ambas armas, golpeando a ambos orcos justo debajo de la barbilla. El que tenía a su izquierda se tambaleó hacia atrás, aturdido, pero su hermano se trastabilló mientras la sangre salía despedida del profundo corte que tenía en el mentón.
Khadgar observó cómo ambos orcos gruñían y se abalanzaban de nuevo sobre el joven paladín, pero esta vez sus ataques fueron más torpes, más salvajes. Turalyon evitó que lo alcanzaran con una simple treta, arremetió a gran velocidad contra ellos y se escabulló por el espacio que había entre ambos, dejándolos atrás, no sin antes haberlos golpeado en el estómago. Ambos se encogieron de dolor y el líder humano aprovechó tal circunstancia para darles una patada por detrás. Los dos hermanos cayeron dando tumbos por la rampa hasta estrellarse contra el duro suelo de piedra. Al instante, su adversario se encontraba de nuevo a sus espaldas y sus armas no tardaron en hendir el aire con un letal silbido.
Por desgracia, los hermanos no estaban solos.
—¡Compañeros de clan, ayudadnos! —exclamó uno de los hermanos—. ¡Matad al humano!
Dos orcos más se sumaron a la refriega y los Puño Negro aprovecharon la oportunidad para retirarse. Si bien los hermanos se defendieron de algunos de los hombres que se aproximaron a ellos, a Khadgar le dio la impresión de que luchaban con cierta desgana. Sin duda alguna, habían reevaluado la situación y habían concluido que tenían pocas posibilidades de sobrevivir. Entonces, se abrió un hueco en las fuerzas de la Alianza que se acercaban al portal y los hermanos orcos lo aprovecharon para huir. Un puñado de sus compañeros de clan siguió su ejemplo. Pero Turalyon estaba demasiado ocupado en esos momentos como para perseguirlos. No obstante, el resto de orcos se quedaron a luchar e incluso algunos de ellos escupieron y maldijeron a los Puño Negro al verlos huir. De hecho, los dos que habían acudido a ayudar a los hermanos seguían siendo una amenaza para Turalyon.
—¡Rargh! —gruñó uno de ellos, al mismo tiempo que atacaba con su hacha.
Turalyon bloqueó el golpe con su martillo y apartó a un lado el arma del pesado orco. Acto seguido, lo atravesó con la espada rota, cuya hoja atravesó tanto la armadura como la carne hasta enterrarse en el tronco de esa criatura. El orco soltó su arma y se quedó rígido, jadeó mientras se aferraba a esa espada manchada de sangre y, a continuación, se desplomó y cayó al suelo, con los ojos vidriosos.
—¡Muere! —aulló el otro orco, que se abalanzó sobre Turalyon.
El joven paladín, que ya había arrancado la espada del cadáver del primero orco, arremetió contra el segundo, al que acertó con la punta mellada de su arma justo en la garganta. Como eso no fue suficiente para detener la carga de su adversario, Turalyon tuvo que desviar la trayectoria del hacha del orco de un martillazo y, de inmediato, volvió a atacarlo. Esta vez, acertó de lleno en la cabeza del orco con su pesado martillo. El golpe debió de ser tremendo, ya que el guerrero orco se derrumbó de inmediato. La sangre manó de su sien destrozada y ya no volvió a moverse.
Turalyon contempló ambos cadáveres por un instante y, acto seguido, dirigió su mirada hacia los Puño Negro, a quienes acabó perdiendo de vista en el extremo más lejano del valle. Entonces, alzó la mirada hacia el saliente, donde divisó a Khadgar.
—¡Hazlo ahora! —vociferó el paladín, señalando con la espada de Lothar al portal—. ¡Destruyelo!
—¡Alejaos! —gritó Khadgar a modo de réplica—. ¡No sé qué puede ocurrir!
Apenas fue consciente de que su amigo asentía y se alejaba corriendo de esa descomunal estructura de piedra, ya que tanto él como los otros once magos que se hallaban con él tenían toda su atención centrada en el portal.
Pudo percibir su tremendo poder, su vínculo con este mundo y Draenor y la grieta que había abierto para permitir el acceso a ambos. Sospechaba que la grieta simplemente engulliría su magia. Además, ambos mundos eran demasiado grandes y poderosos como para que incluso la magia de los doce magos ahí reunidos los afectara. Así que lo único que podían hacer era destruir el propio portal, ya que, por mucho poder que albergara, estaba hecho de piedra y la piedra era algo que sí podían hacer añicos.
Khadgar se concentró e invocó tanto poder como pudo, inundando así su ser de energía mágica. Si bien en esas tierras quedaba ya muy poco poder que invocar, el mismo Portal Oscuro contaba con una enorme energía y no había nada que protegiese ya esa reserva de magia, que pudiera evitar que cierta gente, como esos magos, pudiera utilizar ese poder para sus propios fines. Eso era precisamente lo que Khadgar y el resto de magos estaban haciendo en esos momentos, estaban extrayendo todas las reservas de energía del portal hasta dejarlas agotadas del todo para redirigirlas hacia el propio Khadgar. Se le puso el pelo de punta y la energía crepitó por todo su semblante y sus dedos. El viento ululó a su alrededor y le pareció ver que un relámpago caía cerca, aunque podría haberse tratado perfectamente de un rayo de energía arcana que acababa de pasar delante de sus ojos o incluso a través de ellos. Esperaba que con todo ese esfuerzo bastara.
Khadgar, que se hallaba situado frente al Portal Oscuro, cerró los ojos y extendió los brazos, con las palmas de las manos vueltas hacia arriba. Reunió hasta la última gota de magia que acababa de absorber y creó con ella una especie de esfera mística que pendió en el aire, vibrante y radiante, ante sus ojos. Era capaz de percibir cómo vibraba esa esfera, que no era más que una gran cantidad de energía contenida a duras penas en esa forma circular. Sí, era perfecta. A continuación, centro su atención en el portal, en las energías que rugían ahí y se colocó en una posición que le permitió alinearse con esa estructura.
Entonces, abrió los ojos por fin.
Acto seguido, juntó ambas manos con celeridad, girando las palmas en el último segundo para dar una fuerte palmada. La bola de energía salió disparada, se alargó y aplanó y pasó de ser una mera esfera a una suerte de lanza larga y esbelta.
Una lanza que se clavó justo en el centro del portal, cuya energía se esparció fuera y dentro del Portal Oscuro, así como por las losas de piedra que formaban sus laterales y su parte superior. La explosión resultante hizo que la mayoría de los soldados de la Alianza y gran parte de los orcos que aún quedaban ahí perdieran el equilibrio. Incluso el mismo Khadgar se tambaleó ahí arriba. El pesado dintel del portal y sus columnas cuadradas estallaron en mil pedazos. Por fortuna para las fuerzas de la Alianza que se encontraban cerca, la explosión lanzó casi todos los fragmentos más grandes de piedra al interior del portal.
Acto seguido, el portal se desvaneció y los turbios colores que este había proyectado hasta hacía solo un momento se vieron reemplazados por un espacio vacío. Khadgar notó que el mundo volvía a respirar al haberse roto el vínculo que le había unido a Draenor, acabando así con la influencia que ese mundo moribundo ejercía sobre el suyo, de tal modo que la naturaleza pudo volver a imponerse.
Khadgar miró hacia abajo y pudo ver que Turalyon se estaba levantando del suelo. El paladín se encontraba cubierto de polvo y pequeños fragmentos de piedra, pero aparte de eso, parecía ileso. Mientras se limpiaba el polvo de la cara, los brazos y el pecho, alzó la mirada y sonrió a Khadgar.
—No creo que vuelvan a utilizar ese portal —comentó a voz en grito.
Ambos se echaron a reír, aunque esas carcajadas reflejaban más el profundo alivio que sentían que una gran alegría.
La guerra había acabado. Y la Alianza había ganado. Su mundo estaba a salvo.