CAPÍTULO VEINTIUNO

—¡Los humanos ya están aquí!

Martillo Maldito abandonó su ensimismamiento y alzó la mirada, enojado por el temor que había detectado en el tono de voz de Tharbek. ¿Desde cuándo su segundo al mando era tan pusilánime?

—Ya lo sé —rezongó, al mismo tiempo que se ponía en pie y miraba lo que había detrás del otro orco.

Estaban en un burdo saliente que había sido tallado en la cima de aquella montaña, delante de la fortaleza, a una gran altura de la rocosa llanura, desde la cual podía ver que lo que quedaba de la Horda se hallaba esparcido allá abajo. La última vez que había podido observar ese lugar desde esas alturas, sus guerreros cubrían por entero la llanura; no había quedado a la vista ni un mero atisbo de la roca que se encontraba bajo sus pies. Ahora, podían verse grandes extensiones de toca negra entre el verde y marrón de sus pelajes, y podía distinguirse con claridad dónde había decidido agruparse cada clan para permanecer ligeramente apartado del resto. ¿Cómo era posible que la Horda hubiera menguado tanto? ¿A qué terrible destino los había arrastrado? ¿Por qué no le había hecho caso a Durotan, por qué había hecho oídos sordos a los consejos de su viejo amigo? ¡Todo cuanto le había dicho que ocurriría se estaba haciendo realidad!

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —inquirió Tharbek de un modo apremiante, a la vez que se colocaba detrás de su cabecilla—. No contamos con suficientes tropas como para repelerlos, ya no.

Orgrim le lanzó una mirada tan furibunda a su segundo al mando que el otro orco retrocedió temeroso. Si bien era cierto que ahora contaban con menos efectivos, que su fuerzas ya no eran tan numerosas como para cubrir el mundo por entero, ¡por los ancestros, seguían siendo orcos!

—¿Cómo que qué vamos a hacer? —masculló entre dientes dirigiéndose a su lugarteniente, mientras agarraba el martillo que llevaba a la espalda—. ¡Vamos a luchar, por supuesto!

Martillo Maldito se apartó del tembloroso Tharbek y se acercó aún más al borde del saliente.

—¡Escuchadme, orcos míos! —exclamó, alzando su martillo.

Pese a que algunos se volvieron y alzaron la vista, otros no lo hicieron, lo cual lo encolerizó en grado sumo. Entonces, propinó un tremendo martillazo a la pared del risco, el estruendo consiguiente logró captar la atención de toda la Horda inmediatamente.

—¡Escuchadme! —volvió a gritar—. ¡Sé que hemos sufrido varias derrotas y reveses, y que nuestras fuerzas han menguado terriblemente! ¡Sé que hemos pagado un precio muy alto por culpa de la traición de Gul’dan! ¡Pero seguimos siendo orcos! ¡Seguimos siendo la Horda! ¡Con nuestras meras pisadas haremos que este mundo se estremezca!

Los guerreros congregados allá abajo lanzaron un grito de júbilo que sonó débil y desigual.

—Los humanos nos han seguido hasta este lugar —prosiguió diciendo; parecía pronunciar cada palabra como si la estuviera escupiendo, como si le repugnara… lo cual era verdad en cierto modo—. ¡Creen que nos han derrotado! ¡Creen que hemos venido hasta aquí porque huimos de su poderoso ejército, como un perro huiría de su amo! ¡Pero se equivocan! —en ese momento, volvió a alzar su martillo—. Hemos venido a este lugar porque esta es nuestra fortaleza, el lugar donde podremos hacernos fuertes. Hemos venido a este lugar porque desde aquí podremos expandimos una vez más y conquistar estas tierras por entero. ¡Hemos venido a este lugar para poder arremeter contra ellos como una marea imparable, para que vuelvan a temblar al oír nuestro nombre!

Esta vez el clamor fue mucho más intenso y Martillo Maldito se regodeó en esos vítores. Todos los guerreros se hallaban de pie blandiendo sus armas en el aire. Sí, no cabía duda de que habían recuperado el ánimo. Lo cual era estupendo.

—No vamos a esperar a que arremetan contra nosotros —les dijo a los suyos—. No vamos a permanecer sentados ociosos para que puedan dictar el destino de esta batalla. No. ¡Somos orcos! ¡Somos la Horda! ¡Seremos nosotros quienes nos abalanzaremos sobre ellos! ¡Se arrepentirán de habernos perseguido hasta aquí! ¡Cuando los hayamos aplastado, caminaremos sobre sus cadáveres y reclamaremos una vez más sus tierras que pasarán a ser nuestras!

Una vez dicho esto, sostuvo el martillo en alto con ambas manos y lo agitó por encima de su cabeza. Los vítores resonaron esta vez tan fuerte que las piedras se estremecieron, incluso la roca sobre la que su líder se encontraba ahora. Orgrim se sintió exultante y una tenue sonrisa cobró forma en su semblante. ¡Estos orcos eran su pueblo! ¡Y no iban a caer lloriqueando e implorando! Si eran derrotados, caerían en batalla y con las manos machadas de sangre.

—Di a los guerreros de nuestro clan que se preparen para la batalla —le ordenó a un atónito Tharbek—. Mi guardia de élite y yo lideraremos la carga. El resto de la Horda nos seguirá.

Acto seguido, Martillo Maldito se volvió y miró a las fornidas siluetas que se hallaban esperando entre las sombras. En cuanto sus miradas se cruzaron con la de su cabecilla, todos se enderezaron y asintieron, y Orgrim asintió a su vez. Esos ogros conformaban su guardia de élite.

Martillo Maldito era un orco de los pies a la cabeza y había sido educado para odiar a los ogros, pero estos eran distintos, ya que eran más inteligentes que la mayoría de los de su raza, aunque no eran brujos sino guerreros, y lo que es aún más importante: eran tremendamente leales, pero solo a él, solo a Orgrim. Sabía que lo admiraban por su valor y coraje y que, al parecer, lo consideraban una suerte de ogro pequeño, por lo cual habían jurado obedecerlo. Él, a su vez, había llegado a respetar su fuerza y a depender de su apoyo. Era consciente de que serían capaces de morir por él si era necesario y, para su sorpresa, se había dado cuenta de que él también estaba dispuesto a sacrificar su vida por ellos.

Y ahora que la victoria de la Horda pendía de un hilo, todos ellos estaban dispuestos a arriesgar la vida.

Al menos, el portal estaba a salvo. Rend y Maim Puño Negro habían sobrevivido a la batalla contra Gul’dan y a un ataque de la flota de la Alianza, junto a algunos de sus compañeros de clan. Habían enviado a un explorador, con el que se habían encontrado en el camino de Khaz Modan hacia aquí, para que le informara al respecto a Martillo Maldito, el cual les había ordenado que se unieran al resto de su clan en el portal. Pese a que seguía desconfiando de esos hermanos, estos, al menos, habían demostrado su lealtad a la Horda con creces; además, necesitaba que unos poderosos guerreros protegieran el acceso a Draenor. No obstante, eso no quería decir que la posibilidad de huir se le hubiera pasado por la cabeza, aunque la batalla no les fuera favorable.

Volvió a asentir ante sus ogros. A continuación, abandonó el saliente y se dirigió a la llanura, donde los aguardaba la batalla.

La Alianza no se esperaba que los orcos atacasen. Tal y como Orgrim había supuesto, los humanos se preparaban para llevar a cabo un asedio. Su plan consistía en esperar y eliminar a los guerreros solitarios que fueran tan necios como para abandonar el abrigo protector de los riscos que circundaban la Montaña Roca Negra. La carga de Martillo Maldito los cogió totalmente por sorpresa.

—¡Orcos! —gritó un soldado, a la vez que corría hacia el lugar donde se encontraban Lothar y sus tenientes—. ¡Han atravesado nuestras líneas!

—¿Qué? —replicó Lothar, quien espoleó a su corcel para que cruzara al galope ese negro valle en dirección hacia el sitio donde se hallaban apostadas el grueso de las tropas de la Alianza. Turalyon y los demás lo siguieron de cerca.

Mientras se aproximaba a la vanguardia, pudo oír el inconfundible fragor de la batalla. Entonces, los vio. Eran orcos, pero no se parecían en nada a los que había visto hasta entonces. Eran unas criaturas descomunales de brazos robustos y piernas fornidas, que tenían el pelo de punta en forma de cresta de pájaro o crin de caballo. Esos orcos no portaban ninguna armadura, solo taparrabos, hombreras y botas confeccionados con pelaje de animal, y blandían sus armas con demencial abandono, despedazando y trinchando todo cuanto se hallara a su paso. Su piel verde estaba cubierta por infinidad de tatuajes y la mayoría de ellos llevaba la oreja, la nariz, las cejas, los labios e incluso los pezones atravesados por irregulares trocitos de metal o pedacitos de algo que parecía hueso. Eran unos salvajes y sus hombres retrocedían ante su rabioso ataque.

—¡Uther! —exclamó Lothar.

El paladín dio un paso al frente. El comandante bajó su espada para señalar a los orcos y no hizo falta nada más. El paladín asintió e indicó con una seña a los demás miembros de la Mano de Plata que lo siguieran, al mismo tiempo que se bajaba el visor del yelmo y alzaba su martillo de guerra.

—¡Por la Luz Sagrada! —vociferó Uther, a la vez que un fulgor se extendía a su alrededor y envolvía también su arma—. ¡No vamos a permitir que tales bestias sigan respirando!

Al instante, se sumó a la refriega. Propinó tal martillazo en la cabeza al orco que tenía más cerca que le destrozó el cráneo.

El cielo de ese lugar siempre estaba cubierto de nubes y hollín, que proyectaban unas tenebrosas sombras y una luz roja como la sangre sobre todo cuanto había ahí. Pero en ese instante, todo cambió. Las nubes se apartaron para dejar paso a un rayo de pura luz que bañó a Uther mientras este se abría paso entre la Horda. El paladín se transformó en una figura de pura luz, sobrecogedora y aterradora, que aplastaba a martillazos a los orcos a diestro y siniestro.

Los demás paladines se unieron a él y su luz también los bañó. La Mano de Plata había ido creciendo en los meses que habían transcurrido desde el inicio de la guerra; ahora eran doce los hombres que Uther tenía bajo su mando y eso sin contar a Turalyon. Los doce se sumaron al combate, con sus martillos, hachas y espadas refulgiendo gracias a su fe, mientras el resto de los soldados de la Alianza retrocedían para dejarles espacio.

Los orcos se giraron hacia sus nuevos adversarios. La batalla fue brutal; esos salvajes se enfrentaron a unos fanáticos religiosos, las brillantes cotas de malla se mezclaron con los tatuajes y pendientes. No obstante, los orcos eran muy fuertes y estaban tan enloquecidos que no sentían el dolor. Los paladines, sin embargo, estaban dominados por una ira justa y el poder de la fe; sus auras sagradas provocaron que más de un orco huyera de ellos. Gracias a esa ventaja, los paladines rodearon a esos orcos salvajes y fueron acabando con uno tras otro hasta que el último yació muerto a sus pies.

—Buen trabajo —dijo Lothar justo cuando otro centinela se aproximaba raudo y veloz hacia él. ¿Y ahora qué?, pensó. ¿Otro ataque?

—¡Otro ataque! —exclamó el soldado, expresando en alto lo que su comandante había pensado—. ¡Esta vez, arremeten desde el oeste!

—Malditos sean —masculló Lothar, quien volvió a espolear a su caballo para que cabalgara a gran velocidad hacia el nuevo frente.

Eran muy listos, eso tenía que reconocerlo. No había esperado que lanzaran un ataque y sus hombres no estaban preparados para reaccionar como era debido. La mayoría de ellos habían bajado la guardia, ya que esperaban que el asedio fuera muy largo, por lo cual algunos se habían quitado la armadura incluso, a pesar de que les había ordenado de que permanecieran alerta por si acaso. Y ahora estaban pagando un alto precio por su laxitud. Si los orcos eran capaces de debilitar sus fuerzas en diversas posiciones gracias a esos repentinos ataques, podrían atravesar sus líneas y escapar para refugiarse en el resto de esa cordillera. Si eso sucedía, tardarían meses, o años incluso, en localizarlos a todos y la Horda tendría tiempo suficiente para reorganizarse y volver a intentar la conquista de esas tierras.

No podía permitir que eso ocurriera.

Irrumpió en la nueva batalla llevándose por delante a un orco que no se apartó con bastante rapidez y, acto seguido, obligó a su montura a darse la vuelta y detenerse, para poder evaluar la situación. Se trataba de un ataque mucho más importante que el anterior; los atacaban unos sesenta enemigos o más. No obstante, lo más sobrecogedor eran los seis ogros que iban con ellos. Luchaban salvajemente pero con mucha más cabeza que los últimos atacantes y parecían seguir una estrategia. Sobre todo, el gigantesco orco que se hallaba en el centro de sus fuerzas, cuyo largo pelo estaba recogido en unas trenzas ornamentadas que se movían al compás de los golpes que lanzaba con su descomunal martillo negro a diestro y siniestro, con los que aplastaba a los soldados de la Alianza. Había algo en la manera en que ese gigante se movía, con celeridad pero de un modo precavido e incluso grácil, a pesar de ir ataviado con una enorme armadura de placas negras que lo recubría casi por entero, que llamó la atención de Lothar. De algún modo, supo que ese era su líder. Justo cuando espoleaba a su caballo para que se uniera a la refriega, ese gigante alzó la vista y miró directamente hacia él. Sus ojos no brillaban con un fulgor rojo como sucedía con el resto de sus enemigos; no, eran grises y poseían el brillo propio de una gran inteligencia. En ese instante, se le desorbitaron un tanto los ojos, como si hubiera reconocido a alguien.

¡Ahí estaba! Martillo Maldito sonrió abiertamente mientras contemplaba detenidamente al humano que se encontraba montado en ese caballo a una distancia cercana. Ese que portaba un escudo y una enorme espada, y tenía los ojos azules como el mar. Era su líder. Era el adversario que Martillo Maldito esperaba hallar. Si pudiera eliminarlo, la moral del ejército rival se hundiría.

—¡Apartaos! —bramó Orgrim, mientras destrozaba a un humano que halló en su camino y propinaba una patada a uno de sus propios orcos para que se apartara de en medio.

Pudo ver que el líder humano también cargaba para sumarse a la refriega, blandiendo esa espada a diestro y siniestro, sin apenas fijarse en la carnicería que estaba desatando, ya que tenía su mirada clavada en él.

A pesar de que se hallaba justo en medio de esa batalla campal, Martillo Maldito no apartó la mirada de su adversario. Avanzó rápidamente, abriéndose espacio con su martillo a través de esa maraña de cuerpos. Le daba igual a quién golpeara, ya fuera humano u orco, lo único que importaba era dar alcance a ese humano. El líder de la Alianza se mostró un poco más cuidadoso, puesto que procuró no golpear a sus propios hombres; aun así, esperaba que estos intentaran apartarse de la trayectoria de su caballo y su espada. Al cabo de un rato, ya no quedó ningún guerrero que se interpusiera entre ellos. Orgrim se encaró con aquel hombre a muy poca distancia.

El humano tenía ventaja, pues iba a caballo. Martillo Maldito solventó ese problema de inmediato. Trazó un arco con el martillo y atizó fuertemente con su colosal cabeza al equino en la testa. El corcel cayó al suelo y la sangre manó de su cráneo hecho añicos mientras sus patas se retorcían descontroladamente. El humano, sin embargo, no cayó, pues había logrado soltarse a tiempo de los estribos y había saltado a un lado al mismo tiempo que su caballo caía. Acto seguido, saltó por encima del cadáver para enfrentarse a Orgrim directamente. El resto de la batalla pareció desvanecerse mientras ambos líderes alzaban sus respectivas armas y chocaban sin mediar palabra, con un solo pensamiento en su mente: matar a su rival.

Fue una batalla titánica. Lothar era un humano enorme y poderoso, tan grande y fuerte como la mayoría de los guerreros orcos. No obstante, Martillo Maldito era todavía más grande, fuerte y joven. Sin embargo, Lothar compensaba su falta de velocidad y juventud con experiencia y destreza.

Ambos iban ataviados con unas pesadas armaduras de placas. La magullada cota de malla de Ventormenta se enfrentaba a las placas negras de la Horda. Ambos blandían unas armas que unos guerreros de inferior condición jamás habrían podido blandir: la espada grabada de runas brillantes de Ventormenta y el martillo de piedra negra de la dinastía Martillo Maldito. Y ambos estaban decididos a ganar, a cualquier precio.

Lothar golpeó primero. Arremetió con su espada desde un lado y la giró súbitamente para sortear el bloqueo defensivo de Orgrim, de tal modo que hizo una muesca en la pesada armadura del orco. El Jefe de Guerra de la Horda gruñó al recibir el impacto y se vengó, al instante, al bajar su martillo con suma celeridad. No acertó al Campeón por muy poco y solo porque Lothar dio un paso como pudo hacia atrás. No obstante, Martillo Maldito cambió de empuñadura de manera repentina y alzó su arma a gran velocidad, alcanzando de refilón a Lothar justo debajo de la barbilla. El Campeón retrocedió tambaleándose. Sin más dilación, le lanzó otro martillazo, pero Lothar alzó su espada a tiempo para parar el golpe, a la altura del mango de esa pesada arma. Por un segundo, ambos guerreros forcejearon, Orgrim intentaba hacer que su martillo descendiera sobre su enemigo mientras Lothar quería apartarlo a un lado; ambas armas se estremecieron pero no se movieron lo más mínimo.

Entonces, Lothar hizo girar la hoja de su espada y logró que ese martillo se alejara de él. De inmediato, se acercó a Martillo Maldito, que intentaba trazar un arco con su descomunal arma para volver a atacar, y golpeó al orco en la cara con la parte roma del filo de su espada, aturdiendo así al Jefe de Guerra por un instante. Sin embargo, Orgrim le atizó un tremendo golpe con su mano libre, acertando a Lothar a la altura del cuello. Eso le permitió recuperar el control total sobre su arma y recobrar la compostura mientras el comandante de la Alianza se tambaleaba por culpa del impacto recibido.

Entretanto, Turalyon batallaba contra otros orcos. En ese instante, derribó a un oponente con un fortísimo martillazo y, al caer este, pudo ver a Lothar, que estaba combatiendo contra ese descomunal orco.

—¡No! —gritó Turalyon, al ver que su líder y héroe se estaba enfrentando a ese monstruoso orco ataviado con una armadura negra.

Reanudó su ataque con fuerzas renovadas, de manera que su martillo destrozó a varios orcos con cada golpe, mientras se abría paso desesperadamente hacia los dos líderes.

Ambos volvieron a la carga, blandiendo, respectivamente, su espada y su martillo. Lothar paró el golpe de Martillo Maldito con su escudo decorado con una cabeza de león, que se abolló ante ese impacto que estuvo a punto de hacerle caer de rodillas; sin embargo, logró alcanzar al orco en el pecho con su espada con tal fuerza que abrió una enorme y profunda melladura en su pesada coraza. Orgrim retrocedió y profirió un gruñido plagado de dolor y frustración y se arrancó esa parte de la armadura que le cubría el torso, al mismo tiempo que Lothar se erguía de nuevo y se deshacía de su ahora inútil escudo. Entonces, ambos rugieron y volvieron a cargar.

Aunque ahora Martillo Maldito era más rápido porque no llevaba coraza, Lothar también podía atacar al orco con más ferocidad porque ahora podía agarrar su espada con ambas manos, ya que no tenía que sostener un escudo. Ambos resultaron heridos; Orgrim recibió un tajo muy feo en el estómago y el Campeón un fuerte golpe en el costado derecho. Ambos se tambalearon un poco al separarse por tercera vez. Mientras los dos poderosos líderes se habían estado atacando una y otra vez, buscando un punto débil en la defensa de su oponente, lanzando severos ataques y recibiendo severas heridas a cambio, los demás orcos y humanos habían seguido (y seguían) librando sus propios encarnizados combates a su alrededor.

Ambos volvieron a acercarse. Martillo Maldito le propinó un tremendo puñetazo a Lothar en el pecho, el impacto hizo perder el equilibrio al Campeón y le abolló la coraza. Antes de que pudiera recuperarse del todo, Orgrim retrocedió y trazó con todas sus fuerzas un arco descendente agarrando su martillo con ambas manos. Lothar alzó su espada para bloquear el feroz ataque y la hoja de su espada se estremeció por entero ante tal impacto…

… y se hizo añicos.

A Turalyon se le escapó un grito ahogado al ver cómo los fragmentos de esa legendaria espada caían al suelo. El golpe de Martillo Maldito, que ya no halló resistencia alguna, prosiguió su reluciente arco descendente hasta impactar contra la parte superior del yelmo de Lothar con un crujido espeluznante. El León de Azeroth se tambaleó y, por puro reflejo, bajó su destrozada espada para clavarle, antes de desmoronarse, la hoja mellada en el pecho a Orgrim. Ambos bandos dejaron de luchar y reinó un silencio sepulcral mientras contemplaban al comandante de la Alianza, que yacía en el suelo descoyuntado y sufría convulsiones mientras la vida lo abandonaba.

Martillo Maldito dio un paso titubeante y se llevó una mano a la enorme herida que tenía el torso. Pese a que la sangre se le escapaba entre los dedos, permaneció erguido y, haciendo un enorme esfuerzo, alzó el martillo por encima de su cabeza.

—¡He vencido! —proclamó victorioso con un tono de voz ronco y susurrante, al mismo tiempo que se tambaleaba y escupía sangre—. ¡Así caerán todos nuestros enemigos, hasta que vuestro mundo nos pertenezca!