—¡Turalyon!
Turalyon alzó la vista al escuchar ese grito, incapaz de creer lo que escuchaban sus oídos. Pero ahí se hallaba, cabalgando hacia él, un hombre bastante grande ataviado con una armadura de arriba abajo. El símbolo del león de Ventormenta relucía con su color dorado en su machacado escudo, y la empuñadura de su descomunal espada sobresalía por detrás de uno de sus hombros.
—¿Lord Lothar? —inquirió asombrado Turalyon, quien se levantó de su asiento junto a la hoguera y se quedó de pie observando fijamente cómo el Campeón de Ventormenta y Comandante de la Alianza obligaba a detenerse a su caballo.
Acto seguido, el maduro guerrero desmontó y le propinó una palmadita amistosa en la espalda.
—¡Me alegro de verte, muchacho! —Turalyon pudo notar que la voz de Lothar estaba teñida de un genuino afecto—. ¡Me dijeron que te encontraría aquí!
—¿Quién? —preguntó Turalyon mirando a su alrededor, pues todavía se hallaba muy confuso ante la repentina aparición de su líder.
—Los elfos —respondió Lothar, a la vez que se quitaba el yelmo y se pasaba la mano sobre la calva de la coronilla. Parecía cansado pero contento—. Me topé con Alleria, Theron y los demás cuando me desvié hacia el norte. Me contaron lo que había ocurrido en la capital y que habías llevado al resto del ejército en esta dirección, para perseguir lo que aún queda de la Horda —en ese instante, le puso ambas manos sobre los hombros—. ¡Bien hecho, zagal!
—Bueno, me han ayudado mucho —objetó Turalyon, quien si bien se sentía contento por recibir esos halagos por parte de su héroe, también se sentía un tanto incómodo—. A decir verdad, no estoy del todo seguro sobre qué ha ocurrido.
Entonces, tanto él como Lothar se sentaron. El maduro guerrero aceptó agradecido la comida y el odre de vino que le ofreció Khadgar y Turalyon procedió a explicarle lo que sabía. Le contó que se había sorprendido tanto como los demás cuando vio que el grueso de las fuerzas de la Horda se alejaba de la capital y marchaba rápidamente hacia el sur. Poco después, había recibido un informe de Valiente donde le contaba que había tenido lugar una batalla naval y cuál había sido el resultado.
—El resto de la Horda no era lo bastante fuerte como para plantarnos cara, y menos con el rey Terenas machacándolos cada vez que se acercaban a las murallas de la ciudad —concluyó—, y su líder debía de saberlo. Así que se retiraron. Desde entonces, los hemos estado persiguiendo.
—Su líder quizá estaba esperando a que esos orcos regresaran del mar —comentó Lothar mientras mordisqueaba un trozo de queso—. En cuanto se dio cuenta de que no iban a volver, supo que estaba en un aprieto —añadió, sonriendo de oreja a oreja—. Además, al cortarle el acceso las tropas que tenía a sus espaldas, se quedó sin vía de escape y sin refuerzos.
Turalyon asintió.
—Entonces, sabes lo de Perenolde, ¿verdad?
—Sí —contestó Lothar, cuya expresión se tornó sombría—. Nunca podré entender que alguien sea capaz de volverse en contra de su propia raza. Pero gracias a Aterratrols, ya no tendremos que preocupamos más por Alterac.
—¿Y de las Tierras del Interior? —inquirió Khadgar.
—Ya no quedan orcos ahí —respondió Lothar—. Nos llevó un tiempo localizarlos a todos, ya que algunos se habían ocultado bajo tierra e incluso habían llegado a construirse unos hogares subterráneos, donde podían esconderse cuando los perseguíamos, pero al final, dimos con todos. No obstante, los Martillo Salvaje siguen patrullando la zona por si acaso, claro está.
—Además, los elfos están regresando a Quel’Thalas para limpiarla de enemigos también —agregó Turalyon—. Al parecer, los orcos han abandonado el bosque, pero los trols podrían seguir escondidos entre esos árboles —sonrió ampliamente al pensar en Alleria y los suyos, en cómo reaccionaban ante la presencia de los trols de bosque—. No me gustaría ser ellos cuando vuelvan a encontrarse con los forestales —en ese instante, miró a su alrededor—. Pero ¿dónde están Uther y los demás paladines?
—Los he enviado a Lordaeron —contestó Lothar, quien tiró al suelo el odre de vino después de haberse bebido todo su contenido—. En cuanto se cercioren de que esa zona vuelve a ser segura, nos seguirán —entonces, esbozó una tenue sonrisa—. Uther podría enfadarse si no le dejamos ningún enemigo contra el que luchar.
Turalyon asintió al imaginarse cómo reaccionaría su devoto compañero paladín si se enteraba de que se había perdido el final de la guerra. A pesar de que las tropas orco seguían siendo muy numerosas, flotaba la sensación en el ambiente de que la guerra estaba próxima a su fin. En la capital, había llegado a pensar que estaban acabados, pero en cuanto el grueso de la Horda se marchó, todo cambió. Desde entonces, la Horda había ido menguando en tamaño y creciendo en desesperación.
—Quizá intenten refugiarse aquí, en Khaz Modan —comentó Khadgar.
Turalyon negó con la cabeza y se sintió muy satisfecho al ver que Lothar hacía el mismo gesto.
—Si se quedan aquí, tendrán que lidiar con los enanos —le explicó el Campeón—. Forjaz aún no ha caído y los enanos ansían que se les presente la oportunidad de contraatacar y reconquistar sus montañas de una vez por todas.
—Deberíamos darles esa oportunidad —señaló Turalyon, quien se calló mientras Lothar y Khadgar se volvían hacia él para prestarle toda su atención—. Podríamos desviamos e ir a Forjaz, aunque los orcos a los que perseguimos no se dirijan ahí. Podríamos valemos de los jinetes de grifos para seguir el rastro de la Horda. Si liberáramos a los enanos, podrían hacerse fuertes en las montañas, y así evitaríamos que los orcos pudieran volver por este camino. Además, darían caza a los orcos que aún se estuvieran escondiendo entre esos picos.
Lothar asintió.
—Es un buen plan —afirmó con una sonrisa—. Comuniquémosles las nuevas órdenes a las tropas. Iniciaremos la marcha mañana por la mañana —se puso en pie y se enderezó lentamente—. Necesito dormir —le explicó; parecía un poco enfadado consigo mismo—. Ha sido una larga cabalgada y ya no soy joven —antes de alejarse, miró muy seno a Turalyon—. Mientras he estado ausente, te las ha arreglado solo muy bien y has manejado a las tropas de un modo excelente —aseveró—, como sabía que harías —Lothar se calló y una expresión donde se mezclaban la tristeza y el respeto se dibujó en su rostro—. Me recuerdas mucho a Llane —afirmó en voz baja—. Tienes su coraje.
Turalyon se quedó mirándolo fijamente, incapaz de responder.
Khadgar se colocó junto a Turalyon mientras el anciano guerrero se alejaba.
—Después de todo, me da la impresión de que te has ganado su respeto —comentó el mago de manera burlona, pues sabía que Turalyon siempre tenía muy en cuenta la opinión del Campeón y que, además, uno de sus mayores temores era fallarle al comandante de la Alianza.
—Calla —replicó Turalyon distraídamente, al mismo tiempo que empujaba ligeramente a Khadgar.
No obstante, sonrió en todo momento mientras preparaba su petate, se dejaba caer en él y cerraba los ojos, con el fin de intentar descansar un poco antes de tener que partir de nuevo.
—¡Atacad! —gritó Lothar.
Tenía su espada magna desenvainada, cuyas runas doradas reflejaban la luz del sol mientras cargaban por el amplio sendero que ascendía curvándose hacia el pico cubierto de nieve de la montaña. Cerca de la cima, la roca había sido cepillada, pulida y tallada hasta conformar una colosal muralla, repleta de ventanas que se abrían en la piedra en la parte superior. Insertas en esa muralla, al final de un corto tramo de escaleras, había un par de puertas gigantescas, que fácilmente podrían tener unos quince metros de altura, en las que habían cincelado a un poderoso enano. Por encima de esas puertas, había un majestuoso arco, dentro del cual habían grabado un pesado yunque. La entrada de Forjaz era imponente y asombrosa.
Las pesadas puertas estaban cerradas a cal y canto, por supuesto, y no había ninguna otra entrada o abertura visible. Pero eso no impedía que los orcos siguieran golpeando tanto ese portal como las piedras que lo rodeaban en un vano intento por derribar esas antiguas defensas de los enanos.
Lothar y sus soldados alcanzaron el final del sendero y se adentraron en el amplio saliente nevado que se encontraba delante de esas colosales puertas. Su objetivo eran, precisamente, esos orcos. Estos se giraron sorprendidos; habían estado tan centrados en su propio ataque que no habían oído llegar a las tropas de la Alianza; además, los vientos que azotaban el pico tampoco ayudaban a oír nada. Pese a que intentaron desesperadamente volver sus armas contra ese nuevo enemigo, la primera hilera de orcos cayó antes de que siquiera pudieran volverse para encararse con sus atacantes.
—¡No aflojéis! —exclamó Lothar, al mismo tiempo que le cercenaba un brazo a un orco. Acto seguido, partió a otro por la mitad—. ¡Empujadlos contra las rocas!
Al instante, sus hombres alzaron los escudos y avanzaron con paso firme, valiéndose de sus espadas y lanzas para acabar con cualquier orco que intentara quebrar su formación. Se alegraban de poder obligarlos a retroceder por la fuerza hacia el edificio que hasta hacía poco habían intentado conquistar.
Tal y como Lothar esperaba, los enanos estaban preparados para aprovechar la oportunidad. Las descomunales puertas negras se abrieron de par en par, profiriendo un tenue y breve suspiro, y una riada de guerreros robustos ataviados con cotas de malla pesadas salieron en tropel por la abertura, con sus martillos, hachas y pistolas en ristre. Arremetieron contra los orcos por su retaguardia y estos se vieron atrapados entre los humanos y los enanos. Rápidamente, acabaron con ellos.
—Gracias —proclamó uno de los enanos, señalando a Lothar—. Soy Muradin Barbabronce, el hermano del rey Magni. Los enanos de Forjaz estamos en deuda con vosotros.
El color de su frondosa barba encajaba a la perfección con su apellido y su hacha mostraba muchas muescas sufridas en infinidad de batallas.
—Y yo soy Anduin Lothar, Comandante de la Alianza —dijo Lothar, tendiendo la mano al enano. Muradin se la estrechó tan fuertemente como había esperado—. Nos alegramos de haber podido ayudaros. Nuestra meta es liberar a todas nuestras tierras de la influencia de la Horda.
—Sí, como debe ser —admitió Muradin, asintiendo, aunque frunció el ceño a continuación—. ¿La Alianza? ¿Fuisteis vosotros los que nos enviasteis unas misivas hace meses desde Lordaeron?
—En efecto —Lothar se dio cuenta en ese instante de que el rey Terenas debía de haber enviado emisarios a ese lugar al igual que había enviado a Quel’Thalas. Al parecer, el rey de Lordaeron había intentado contactar con todo aquel que pudiera llegar a ser un aliado—. Nos hemos unido por una causa común.
—¿Adónde os dirigís ahora? —preguntó un segundo enano, que se acercó bastante como para poder participar en la conversación. Tenía la cara surcada por menos arrugas que Muradin, pero poseía unos rasgos simulares y una barba parecida.
—Este es mi hermano Brann —le explicó Muradin.
—Estamos siguiendo a lo que aún queda de la Horda —contestó Lothar—. Muchos de ellos ya han caído ante nosotros, tanto por tierra como por mar. Ahora, pretendemos derrotar al resto para poner punto final a esta guerra.
Los hermanos se miraron mutuamente y asintieron.
—Os acompañaremos —anunció Muradin—. Aunque muchos de los nuestros estarán muy ocupados rastreando estas montañas, reconquistando nuestras fortalezas ancestrales y cerciorándose de que no quede ningún orco en Khaz Modan —añadió, con una amplia sonrisa—, nosotros mismos y algunos de nuestros muchachos nos uniremos a vuestra Alianza para aseguramos de que esos orcos no nos vuelvan a incordiar.
En un par de ocasiones, en Ventormenta, había coincidido con algún que otro enano y siempre se había quedado impresionado ante su fuerza y resistencia. Si esos enanos Barbabronce eran tan buenos en combate como sus primos Martillo Salvaje, contar con un contingente de esos fornidos guerreros sería, en efecto, de gran ayuda.
—Bien. Enviaremos un mensajero para que informe a nuestro hermano al respecto y de que debe enviamos provisiones y suministros —Muradin se llevó el hacha al hombro y echó un vistazo a su alrededor—. ¿Qué camino ha seguido la Horda?
Lothar miró fijamente a Khadgar, quien esbozó una muy amplia sonrisa. A continuación, el Campeón se encogió de hombros, sonrió y señaló hacia el sur.
—Seguro que se dirigen a la Cumbre de Roca Negra —anunció Kurdran, al mismo tiempo que desmontaba de un salto de su grifo, el cual había aterrizado cerca del lugar donde Lothar y sus tenientes estaba sentados en círculo alrededor de una pequeña hoguera.
Tanto él como los demás Martillo Salvaje acababan de regresar de una misión de reconocimiento para informar.
—¿La Cumbre de Roca Negra? ¿Estás seguro? —preguntó Muradin.
Turalyon se había percatado de que los Martillo Salvaje y los Barbabronce no congeniaban demasiado. No, eso no es del todo justo. Más bien son como unos hermanos que no paran de discutir, pensó. Se caen bien, pero no pueden evitar discutir ni intentar ponerse mutuamente en evidencia.
—¡Pues claro que estoy seguro! —le espetó Kurdran. Cielo’ree, que se hallaba a su lado, graznó levemente a modo de advertencia—. Los he seguido, ¿no? —en ese momento, una expresión ladina se adueñó de su rostro—. ¿O acaso preferirías verlo con tus propios ojos?
Muradin y Brann, que estaba junto a él, palidecieron y dieron un paso atrás, lo cual hizo que Kurdran se riera entre dientes maliciosamente. A los Barbabronce les gustaba tanto volar como a los Martillo Salvaje les encantaba meterse bajo tierra; es decir, nada de nada.
—La Cumbre de Roca Negra —caviló Lothar—. Es una fortaleza que se encuentra en la cima de una montaña, ¿verdad? —los demás asintieron—. Es una buena posición defensiva —reconoció—. Desde la que uno tiene una perspectiva privilegiada de todo cuanto le rodea y desde la que, probablemente, sea muy fácil controlar las rutas de entrada y salida; además, cuenta con unas sólidas fortificaciones y es muy fácil de defender desde las montañas que la circundan —negó con la cabeza—. Quienquiera que sea su líder, hay que reconocer que sabe perfectamente lo que hace. Esto no va a ser fácil.
—Sí, va a ser complicado de narices —apostilló Muradin—. Si lo sabremos nosotros bien —el enano se calló y Turalyon se fijó en que tanto Brann como Kurdran asentían. Pero en cuanto Muradin se dio cuenta de que, tras su último comentario, todos los demás habían dirigido sus miradas hacia él, decidió que debía explicarse mejor—. Nuestros primos Hierro Negro… —entonces, dejó de hablar para escupir, como si el mero hecho de pronunciar ese nombre le resultara desagradable construyeron esa fortaleza, pero ahora algo mucho más tenebroso habita ahí, bajo la superficie.
Tanto él como los demás enanos se estremecieron.
—No sé si hay algo ahí o no, pero lo que está claro es que eso no ha supuesto ningún problema para los orcos —señaló Lothar—. Si se refugian en esa fortaleza, tendremos muchos problemas para superar sus defensas.
—Pero podremos lograrlo —afirmó Turalyon, sorprendiéndose a sí mismo—. Contamos con fuerzas suficientes y la pericia necesaria para derrotarlos.
Lothar le sonrió.
—Sí, podremos lograrlo —admitió—. Será todo un reto, como suele serlo todo lo que merece la pena.
Justo cuando el Campeón estaba a punto de añadir algo más, oyeron el inconfundible tintineo de una cota de malla. Acto seguido, se volvieron y vieron que un hombre se dirigía hacia ellos a grandes zancadas. A pesar de que su armadura estaba muy machacada, seguía reluciente, además, sobre su coraza portaba el mismo símbolo que Turalyon: una mano de plata. Mientras el hombre se aproximaba, la luz de la hoguera se reflejó en su pelo y barba, que eran tan rojas como el fuego.
—¡Uther! —exclamó Lothar, que se puso en pie y le tendió la mano al paladín, que la estrechó con firmeza.
—Mi señor —replicó Uther, quien, a continuación, le estrechó la mano también a Turalyon y saludó a los demás inclinando levemente la cabeza—. Hemos venido en cuanto hemos podido.
—¿Ya no quedan orcos en Lordaeron? —inquirió Khadgar mientras Uther, que parecía cansado, se sentaba sobre una piedra junto a ellos.
—No, ninguno —respondió, con sus ojos de color azul tormenta brillando de orgullo—. Mis compañeros y yo nos hemos asegurado de que eso sea así. Ya no queda ningún orco en esas tierras, ni tampoco en ninguna de las montañas que las rodean.
Durante solo un segundo, Turalyon experimentó una sensación muy extraña, como si su conciencia le dijera que debería haber estado con los demás miembros de su orden en esos momentos. Sin embargo, el mismísimo Faol le había encomendado una tarea muy específica. Simplemente, se limitaba a cumplir con su deber al igual que Uther y los demás.
—Excelente —sonrió Lothar—. Además, has llegado en el momento oportuno, Sir Uther. Acabamos de enteramos de dónde se han refugiado los orcos. Llegaremos ahí en…
Entonces, se volvió hacia los enanos hermanos que se hallaban junto a él. Como eran los que mejor conocían aquella región, debían de saber a qué distancia se encontraban de la fortaleza.
—Cinco días —respondió Brann tras pensarlo un momento—. Siempre que no nos hayan dejado ninguna sorpresa por el camino —miró a su hermano y asintió—. Si vais a Roca Negra, os acompañaremos. No vamos a permitir que os enfrentéis solos a todas esas criaturas.
—No creo que vayan a tendernos ninguna emboscada —afirmó Kurdran, quien arrugó el ceño como si considerara que sus primos estaban cuestionando su capacidad como explorador por el mero hecho de haber planteado esa posibilidad—. Toda la Horda, todo lo que queda aún de ella, se dirige en masa a esa cumbre —entonces, miró a Lothar, como si pudiera adivinar cuál iba a ser la siguiente pregunta del Campeón—. Sí, los Martillo Salvaje también os acompañaremos. Juntos, los superaremos en número, aunque no por un amplio margen —aseveró.
—No necesito un amplio margen —replicó Lothar—. Solo una lucha justa —añadió con gesto severo—. Entonces, nos quedan cinco días —le dijo al resto—. Solo cinco días para poner punto final a todo esto.
A Turalyon le dio la sensación de que esas palabras estaban teñidas de fatalidad, incluso que eran portadoras de malos augurios, aunque esperaba que no fuera él quien acabara hallando un funesto destino.