—No van a venir.
El joven Tharbek se volvió, desconcertado, ante las palabras que su líder acababa de pronunciar súbitamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Martillo Maldito esbozó un gesto de contrariedad.
—El resto de la Horda no va a venir.
Tharbek miró a su alrededor.
—Claro, los has enviado al Mare Magnum —replicó con sumo cuidado, pues no quería provocar la ira de su superior—. Tardarán muchos días en regresar.
—¡Pero si vuelan a lomos de dragones, so necio! —Orgrim le propinó rápidamente un fuerte puñetazo a Tharbek en el pómulo, que hizo que el joven orco retrocediera tambaleándose—. ¡Los jinetes de dragón deberían haber llegado hace días para informarnos del avance de las tropas! ¡Algo ha ocurrido! ¡La flota ha desaparecido y, con ella, el grueso de nuestras fuerzas!
Tharbek asintió mientras se acariciaba el pómulo con gesto taciturno, pero no dijo nada. No tenía por qué. Martillo Maldito sabía perfectamente qué estaba pensando su segundo al mando: que sí no hubiera enviado a los demás clanes a perseguir a Gul’dan, no tendrían ahora este problema.
Orgrim apretó los dientes con fuerza. ¿Por qué nadie de los suyos, aparte de él mismo, era incapaz de entender las razones que habían justificado su decisión? En los últimos días, desde que había dado orden de retirarse de la capital, todos los orcos le habían mirado del mismo modo. Las puertas de la ciudad habían mostrado entonces algunas diminutas grietas y se estaban doblando ante cada embestida al ariete. Los guardias de la ciudad habían agotado hacía tiempo sus reservas de aceite hirviendo y ya solo les arrojaban agua hirviendo. Habían empujado a las fuerzas de la Alianza hasta el lago, en cuyo puente habían quedado atascadas. ¡Tenían la victoria a su alcance! Habría bastado un solo día más, tal vez dos, para que la ciudad hubiera caído. Pero entonces, había enviado a su ejército muy lejos de ahí, debilitando tanto a sus fuerzas que no habían podido proseguir batallando.
Además, la Alianza no había tardado mucho en aprovechar esa repentina ventaja. Los humanos habían atravesado en tropel el puente justo después de que los Puño Negro se hubieran ido de ahí con su clan. Se habían abierto paso violentamente a través del puñado de orcos que aún defendían esa posición y se habían dirigido al campo de batalla. De ese modo, los orcos se habían visto atrapados entre la caballería y los soldados a pie, por un lado, y los guardias atrincherados en la ciudad, por otro. Y, además, no contaban con recibir ningún refuerzo en breve. Al resto de la Horda le costaría regresar días o incluso semanas, tal y como había señalado Tharbek, y eso dando por sentado que fueran capaces de derrotar a Gul’dan y sus brujos y ogros, así como a cualquier otra cosa que este hubiera conjurado para ayudarlo en su plan traicionero. Asimismo, había tenido que dar por supuesto que los guerreros orcos que habían quedado atrapados en esas montañas o tras ellas ya estaban muertos, que los habían matado los humanos que habían reconquistado los desfiladeros y les habían cerrado ese acceso. Los orcos que, en esos momentos, se hallaban ante la ciudad eran las únicas fuerzas con las que podía contar para realizar el asalto.
Así que había tenido que ordenar que se retirasen. Había esperado que por el camino se fueran encontrando con alguno de los otros clanes; además, los dragones, al menos, deberían haber llegado hace ya mucho tiempo. Sin duda alguna, algo había ido mal, muy mal. Y le echaba la culpa a Gul’dan de todo. Aunque ese brujo no hubiera matado a los guerreros de la Horda él mismo, su traición había obligado a Martillo Maldito a dividir sus fuerzas.
Se había visto obligado a hacerlo. Había jurado personalmente a los espíritus ancestrales que no permitiría que su raza continuara decayendo. Que lucharía contra esa corrupción, contra esa sed de sangre, esa tendencia a recurrir siempre a la violencia, con todas las armas que tuviera a su alcance. Ganar la guerra no significaba nada. Su propia supervivencia no importaba. Sin honor, eran meros animales, incluso menos que bestias porque tenían potencial para ser mucho más y tenían un pasado muy noble que habían denigrado a cambio de sangre, guerra y odio. Si hubiera permitido que Gul’dan escapara impune, habría sido culpable de tolerar ese comportamiento egoísta e incluso de haberlo; promovido, y habría sido responsable en parte de la degradación aún mayor de toda su raza.
Al menos, de este modo, Orgrim podría afirmar que había hecho todo lo posible. Había mantenido su palabra y su honor y, de esta manera, había restaurado el buen nombre de la Horda. Quizá perdieran la guerra con los humanos, pero lo harían con orgullo, de pie y con armas en sus manos, y no dando alaridos ni lloriqueando.
Además, la guerra todavía no había acabado. Aunque estaba guiando a sus guerreros hacia el sur, los estaba llevando hacia el este en vez del oeste. Khaz Modan los aguardaba ahí, entre Lordaeron y Azeroth. Era el hogar de los enanos y ya habían atravesado esa región para llegar a esas tierras. Pese a que los enanos habían demostrado ser unos oponentes formidables, sus fortalezas de las montañas habían caído ante el poder de la Horda, todas salvo la ciudad de Forjaz, que había resistido sus envites. Martillo Maldito había dejado ahí a Kilrogg Mortojo y su clan Foso Sangrante para supervisar las operaciones en las minas que, al final, habían llevado a la construcción de su flota. Si pudiera llevar a sus guerreros de vuelta a ese lugar y unirse a las fuerzas de Kilrogg, contarían con un ejército importante de nuevo, capaz de enfrentarse y destruir a las tropas de la Alianza que los perseguían. Sí, las batallas serían mucho más complicadas y tardarían mucho más en conquistar; esas tierras, pero todavía podrían llegar a dominar ese continente y convertirlo en su hogar.
Siempre que nada más fuera terriblemente mal.
—¡Humanos! —exclamó entre jadeos el orco explorador, que cayó de rodillas de puro agotamiento—. ¡Al este!
Martillo Maldito lo miró fijamente.
—¿Al este? ¿Estás seguro?
Ni siquiera le hizo falta ver cómo el explorador asentía cansado para saber que ese orco no estaba mintiendo. Pero ¿cómo era posible que los humanos se hallaran al este cuando los habían estado persiguiendo a lo largo de todo el camino y Lordaeron se encontraba al norte y oeste de ese lugar?
Entonces, se acordó de… ¡las Tierras del Interior! Había dejado a una parte de sus fuerzas en ese lugar, había dejado ahí a un clan para distraer a los humanos mientras el resto marchaban hacia Quel’Thalas. La estratagema había funcionado y los humanos habían dejado a la mitad de sus tropas ahí para expulsar a los orcos los bosques de esas tierras. Al parecer, esos guerreros no se habían dirigido en su momento a la capital, por lo que ahora se dirigían hacia ellos desde el este. Lo cual significaba que, si no tenía cuidado, sus orcos podrían acabar atrapados entre dos ejércitos de la Alianza y, por tanto, la Horda tendría que despedirse de su última oportunidad de escapar y, por supuesto, de alcanzar la victoria.
—¿Cuántos son? —inquirió con un tono apremiante al explorador, que estaba bebiendo agua a tragos de un odre.
—Cientos, o quizá más —contestó, por fin, el orco, que frunció el ceño mientras pensaba detenidamente la respuesta—. Y algunos de ellos portaban unas armaduras muy pesadas.
Orgrim esbozó un gesto de contrariedad y se alejó de ahí, trazando grandes arcos con su martillo en el aire para dar una vía de escape a la ira que bramaba en su interior. ¡Malditos humanos! Esos guerreros de la Alianza eran tantos que podrían destrozar a sus fuerzas, sobre todo ahora que la caballería aliada se acercaba rápidamente a los orcos por
la retaguardia. Y todavía se encontraba a varios días de camino de Khaz Modan. Tampoco habían visto ni rastro de los jinetes de dragón ni de ninguno de sus otros hermanos perdidos.
Se había quedado sin opciones. Martillo Maldito alzó la vista y su mirada se cruzó con la de Tharbek.
—Acelerad el paso —le dijo a su lugarteniente—. Avanzad a máxima velocidad. No habrá descansos. Tenemos que llegar a Khaz Modan cuanto antes.
Tharbek asintió y se marchó corriendo para vociferar esas órdenes a los demás orcos. Orgrim gruñó mientras observaba marcharse al joven guerrero. El hecho de tener que alejarse corriendo del enemigo se asemejaba demasiado a una derrota, y esa era una posibilidad que ni siquiera quería plantearse. No obstante, no podía arriesgarse a enzarzarse en una batalla en campo abierto con ellos. tenía que unirse al clan Foso Sangrante primero. Después, podría darse la vuelta y enfrentarse al ejército de la Alianza de igual a igual.
—¡Ahí están! —exclamó Tharbek, señalando a alguien.
Orgrim asintió, pues ya había visto al explorador orco que estaba agazapado en la cima del risco.
—¡Saludos, Martillo Maldito! —gritó el explorador, que se enderezó a medida que Orgrim y Tharbek se aproximaban y alzó su hacha a modo de saludo—. ¡Los Foso Sangrante os damos la bienvenida a Khaz Modan!
—Gracias —vociferó Martillo Maldito, mientras sostenía en alto su poderoso martillo de piedra negra, con el objetivo de que el explorador pudiera reconocerlo fácilmente desde aquella distancia—. ¿Dónde están Kilrogg y los demás?
—Hemos montado un campamento en un valle en las montañas, como es debido —contestó el explorador, que saltó a un saliente inferior para que pudieran conversar con más facilidad—. Iré corriendo a avisarles de vuestra llegada —entonces, alzó la mirada y Orgrim se dio cuenta de que estaba calculando mentalmente cuántos orcos lo seguían—. ¿Dónde está el resto de la Horda?
—La mayoría ha muerto —respondió Martillo Maldito de un modo cortante al mismo tiempo que le mostraba los colmillos al sorprendido explorador, a quien se le desorbitaron los ojos—. Además, las fuerzas de la Alianza nos siguen muy de cerca raudas y veloces. Dile a Kilrogg que sus guerreros deben prepararse para batallar.
Dio la impresión de que el explorador le iba a realizar otra pregunta, pero que, al final, se lo pensó mejor. Así que se limitó a saludarlo de nuevo, bajó de aquel peñasco corriendo y desapareció tras una elevación. Orgrim asintió. Al menos, contarían con el apoyo de los guerreros Foso Sangrante cuando se tuvieran que enfrentar a los humanos de nuevo. Kilrogg era un anciano guerrero muy listo, que seguía siendo muy poderoso a pesar de la edad, y su clan era muy feroz y belicoso. Los Roca Negra y los Fosa Sangrante serían un duro rival para la Alianza.
—No podemos luchar contra ellos. No con todas nuestras tropas.
Martillo Maldito observó detenidamente al viejo cabecilla, que negaba con la cabeza y mostraba un semblante abatido pero decidido.
—¿Qué? ¿Por qué no? —exigió saber Orgrim.
—Por los enanos —respondió Kilrogg de un modo cortante.
—¿Los enanos? —en un principio, pensó que el cabecilla se refería a los jinetes de grifos, pero el Pico Nidal estaba muy lejos de aquel lugar. Solo podía referirse a los enanos que vivían ahí, en las montañas—. Pero si hemos aplastado a sus ejércitos y los hemos expulsado de sus ciudadelas.
—SI, de todas menos una —le corrigió Kilrogg, que alzó la mirada para poder ver a Orgrim tanto con su ojo bueno como con el que tenía atravesado por una cicatriz—. No hemos sido capaces de entrar en Forjaz y he perdido a muchos grandes guerreros en cada asalto.
—Entonces, déjalo —insistió Martillo Maldito—. Ahora, no la necesitamos. Debemos enfrentarnos a los humanos antes de que puedan cruzar los puentes y concentrarse en esta parte del canal. En cuanto hayamos destruido su ejército, podremos arremeter contra Forjaz y arrasarla. Después, dejaremos a algunos de nuestros guerreros ahí y marcharemos de nuevo hacia el norte para finalizar nuestra conquista.
Kilrogg hizo un gesto de negación con la cabeza.
Los enanos son demasiado fieros como para que les demos la espalda —afirmó—. He luchado contra ellos demasiadas veces durante los últimos meses. No te miento. Si les damos la espalda, emergerán de su fortaleza como un enjambre de avispas furiosas y se abalanzarán sobre nosotros. Cada vez que arrasaba una de sus ciudadelas, los supervivientes huían a Forjaz, que los acogía con los brazos abiertos… No sé cuántos niveles subterráneos tiene esa fortaleza, pero toda la nación enana se halla escondida ahí dentro a la espera de tener una oportunidad de vengarse. Si no vigilamos ese lugar y no los mantenemos entretenidos, saldrán de ahí y no nos enfrentaremos a un ejército sino a dos.
Orgrim anduvo de aquí para allá, mientras asimilaba esa nueva información. Confiaba en el buen juicio de Kilrogg, pero eso significaba que no iban a contar con suficientes guerreros como para poder enfrentarse ahí a la Alianza con alguna opción de vencer. Tendrían que seguir huyendo.
—Quédate aquí —le dijo, al fin, a Kilrogg—. Quédate con todos los guerreros que necesites para mantener a raya a los enanos y hostigar a los humanos. Llevaré al resto a la Cumbre de Roca Negra, donde podremos plantarles cara gracias a sus robustos muros —entonces, lanzó una mirada fugaz al anciano cabecilla—. Si es posible, lleva a tus guerreros ahí más tarde. Quizá puedas atacar a los humanos por su retaguardia. O tal vez aparezcan más de los nuestros procedentes del mar o del Portal Oscuro —en ese instante, se enderezó—. La Cumbre de Roca Negra es nuestro principal bastión. Si no podemos derrotar a los humanos ahí, no podremos con ellos en ninguna parte y habremos perdido la guerra.
Kilrogg asintió. Miró por solo un segundo al Jefe de Guerra de la Horda y, acto seguido, habló con el tono de voz más suave que Martillo Maldito jamás le había oído utilizar al viejo cabecilla entrecano.
—Has tomado la decisión adecuada —le aseguró Kilrogg—. Sé perfectamente que la traición de Gul’dan ha sido terriblemente deshonrosa. Habría sido capaz de arrastrarnos de nuevo a esa época anterior a que el portal se abriera, cuando nos dominaba la locura, la ira, el hambre y la desesperación —entonces, asintió—. Pase lo que pase, has devuelto el honor a nuestro pueblo.
Orgrim asintió y sintió un gran respeto e incluso afecto por ese cabecilla tuerto al que siempre había temido y con quien nunca había congeniado. Siempre había considerado a Kilrogg una mala bestia, un guerrero salvaje, que estaba más interesado en la gloria que en el honor. Tal vez había estado equivocado todo estos años.
—Gracias —dijo al fin.
Como no había nada más que decir, se dio la vuelta y se alejó, para reunirse de nuevo con su clan. tenía órdenes que impartir y una nueva marcha que iniciar. Tal vez fuera la última.