CAPÍTULO DIECIOCHO

—¿Estamos listos?

—Sí, señor.

Daelin Valiente asintió, pero no apartó la mirada de lo que había más allá de la baranda de estribor.

—Bien. Da la señal para que todos ocupen sus puestos. Atacaremos en cuanto nos hallemos a la distancia adecuada.

—Sí, señor.

El intendente le saludó, se acercó a la gigantesca campana de cobre que pendía cerca del timón y la hizo sonar dos veces muy seguidas. De inmediato, Valiente oyó unas pisadas presurosas, el roce de unas cuerdas y los tropezones de algunos hombres que cayeron al suelo mientras todos se dirigían raudos y veloces a ocupar sus puestos de combate en el buque insignia. Sonrió. Le gustaba el orden y la precisión, y eso lo sabía su tripulación. Había escogido personalmente a todos y cada uno de sus tripulantes. Jamás había navegado con un grupo tan excelente. Aunque nunca reconocería eso en público, sus hombres lo sabían.

Valiente volvió a centrar su atención en el mar y observó detenidamente las olas y el cielo. Alzó su catalejo de cobre y miró a través de él, en busca de esas pequeñas siluetas oscuras que ya había divisado con anterioridad. Sí, ahí estaban. Ahora, eran bastante más grandes y podía distinguirlas mucho mejor, incluso podía contar cuántas eran, en vez de ver solo una silueta irregular, tal y como le había sucedido antes. Estaba seguro de que el vigía podía verlas incluso mejor que él desde la cofa y de que, dentro de diez minutos, quedaría claro que esas siluetas tenían la inconfundible forma de unos barcos.

De unos barcos orcos.

De la flota de la Horda, para ser más preciso.

Valiente exteriorizó la inquietud que lo dominaba por dentro con un único gesto: propinando un puñetazo a esa baranda de robusta madera. ¡Por fin! Había soñado con tener esta oportunidad desde que la guerra había comenzado. Cuando Sir Turalyon le informó de que la Horda se dirigía a Costasur, había estado a punto de dar un bote de alegría, asimismo, había tenido que hacer un gran esfuerzo para disimular su entusiasmo cuando los vigías le habían confirmado que las naves orcos surcaban el Mare Magnum.

Los vigías también le habían informado de que los orcos viajaban en dos grupos separados. El primero había partido inmediatamente y el segundo lo había hecho más tarde, aunque se había apresurado para dar alcance al primero. No estaba claro si se habían dejado llevar por las prisas y no habían sido capaces de coordinar mejor a ambos grupos, o si el segundo grupo estaba persiguiendo al primero. ¿Acaso alguna facción de esos orcos se había rebelado? Valiente lo ignoraba y no le importaba Le daba igual adónde habían ido y qué habían estado haciendo. Lo único que le importaba era que los navíos orcos regresaban de ese destino y surcaban de nuevo el Mare Magnum, de vuelta a Lordaeron.

Por tanto, se encontraban a su alcance.

Ahora podía observar esos barcos sin necesidad de utilizar su catalejo. Avanzaban con gran celeridad a pesar de carecer de velas; había tenido la oportunidad de examinar de cerca algunos barcos orcos y se había maravillado ante la gran cantidad de bancadas de remeros que disponían, ya que debían de alcanzar una gran velocidad cuando un gran número de orcos de constitución robusta remaban al unísono. Claro que lo que ganaban en velocidad lo perdían en maniobrabilidad. Sus propios barcos podían navegar en círculos, literalmente, alrededor de los navíos orcos. Pero no tenía ninguna intención de alardear inútilmente. Las batallas navales eran un asunto muy serio; además, Valiente pretendía hundir esa flota orco de la manera más rápida y eficiente posible.

En esos momentos, los aguardaba tras la isla de Catacresta, justo al nordeste de su amada Kul Tiras. Aguardaba ahí, con toda su flota a sus espaldas, con sus cañones preparados, a que los orcos se cruzaran en su camino.

Y eso fue justo lo que hicieron.

—¡Fuego! —gritó Valiente en cuanto el décimo barco orco pasó junto a su posición.

No daba la impresión de que los orcos los hubieran divisado aguardando en silencio entre esas dos islas, con las velas arriadas y las luces tapadas. La primera andanada de cañonazos pilló a su objetivo completamente por sorpresa y destruyó casi toda la parte central de ese barco, lo cual provocó que se acabara partiendo en dos y se hundiera inmediatamente.

—¡Izad las velas! ¡Avante a toda vela! —esa fue su siguiente orden.

El barco avanzó entre las aguas mientras izaban las velas y el viento las hinchaba. Y mientras la sección de artillería estaba recargando los cañones, otros marineros permanecían a la espera de instrucciones con sus ballestas en ristre y unos pequeños barriles de pólvora preparados.

—Apuntad a la siguiente nave de la hilera —les ordenó Valiente.

Los tripulantes asintieron y lanzaron los barriles al siguiente barco orco. Acto seguido, dispararon una salva de flechas, que habían sido envueltas con unos trapos impregnados de aceite a los que habían prendido fuego. Uno de los barriles explotó, provocando un gran incendio en cubierta, y, a continuación, otro más. En breve, el navío ardía por los cuatro costados, ya que el fuego engulló enseguida sus tablas de madera recubiertas de brea. Entonces, el barco de Valiente dejó atrás esa hilera de navíos orcos y se dio la vuelta para poder atacarlos desde lejos.

Todo iba tan bien como valiente había esperado. Los orcos no eran marineros y sabían muy poco acerca de navegación y combates navales. No obstante, eran unos guerreros temibles en el combate cuerpo a cuerpo y, por tanto, muy peligrosos en caso de abordaje, por lo cual había dado instrucciones a sus capitanes de que se mantuvieran siempre a una distancia prudencial para evitar ser abordados. Varios de sus navíos, que lo habían seguido cuando había atravesado la formación de la flota enemiga, atacaban ahora a los orcos desde la lejanía, mientras que un segundo grupo, que se había quedado en Catacresta, los atacaban desde ahí. Un tercer grupo, que había pasado junto a los orcos y se había alejado de ellos, estaba ahora dando la vuelta para bloquear el paso a las naves orcos que habían sobrevivido a la primera batalla y un cuarto se había dirigido hacia el sur para completar el círculo. Pronto, la flota orco se hallaría completamente rodeada y seria atacada por todas partes. El enemigo había perdido ya tres barcos y Valiente todavía no había sufrido ni una sola baja. Se permitió el lujo de esbozar una sonrisa, algo que rara vez hacía. En breve, el mar quedaría libre de orcos una vez más.

Entonces, el vigía vociferó:

—¡Almirante! Algo se dirige hacia nosotros… ¡y viene por el aire!

Valiente alzó la mirada y vio que ese marinero, que miraba fijamente hacia el norte, estaba pálido y temblaba. Apuntó con su catalejo en esa dirección y, al instante, divisó lo que debía de haber impulsado al vigía a gritar. Unas motitas oscuras se dirigían hacia ellos tras haber abandonado el abrigo de las nubes. Pese a que se hallaban muy lejos como para poder distinguirlas con claridad, podía adivinar que eran varias y que se aproximaban a gran velocidad. No sabía qué eran esas cosas capaces de volar con las que contaba la Horda, pero su intuición le indicó que esa batalla aún no había acabado de ninguna manera.

Derek Valiente, que se encontraba al lado del timonel, alzó la vista.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó al vigía, pero el marinero se había refugiado en la cofa y parecía temblar tanto que era incapaz de responder.

Como temía que hubiera sufrido alguna especie de ataque, Derek se agarró a las jarcias más próximas y se subió hasta el mástil central. Una vez ahí, se agarró las jarcias principales y subió por ellas hasta la verga principal, desde donde fue caminando hasta la cofa.

—¿Gerard? —inquirió, con la mirada clavada en el marinero que yacía hecho un ovillo ahí dentro—. ¿Te encuentras bien?

Gerard alzó la vista hacia él, con lágrimas en los ojos, y se limitó a negar a con la cabeza y a acurrucarse aún más.

—¿Qué ocurre?

Derek se metió dentro de la cofa y se agachó junto al marinero. Conocía a Gerard desde hacía años y confiaba en él sin reservas. Pero ahora que se hallaba allá arriba pudo comprobar que Gerard no estaba para nada enfermo, sino aterrorizado, tan asustado que era incapaz de hablar. El mero hecho de pensar que existía algo capaz de atemorizar de ese modo a un valiente marinero curtido en mil batallas hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.

—¿Has visto algo? —le preguntó con suma delicadeza.

Gerard asintió y apretó los ojos con fuerza, como si así quisiera borrar esa cosa, fuera lo que fuese, de su memoria.

—¿Dónde? —insistió.

Por un segundo, el vigía negó con la cabeza, pero al final, señaló con una mano temblorosa hacia el norte.

—Descansa —le susurró Derek, quien, acto seguido, se puso en pie y se giró para ver qué era eso que había espantado tanto a su amigo y compañero de tripulación.

En cuanto lo divisó, estuvo a punto de desmayarse.

Ahí, entre las nubes, había un dragón que descendía en picado, cuyas escamas brillaban con un color rojo sangre bajo la luz del alba. Detrás de él, pudo ver a un segundo dragón y a un tercero y luego a varios más, hasta que, al final, pudo divisar a una decena de esas colosales criaturas que volaban formando una bandada y batían sus alas coriáceas con fuerza para mantenerlas en el aire y llevarlas hasta su objetivo.

La flota.

Derek apenas se percató de que los grandes ojos dorados del dragón líder estaban teñidos claramente de angustia, ni de que una figura de piel verde se encontraba encaramada sobre su lomo, ya que estaba demasiado ocupado calculando el impacto que esos monstruos podrían tener en la batalla. Cada uno de ellos era más grande que cualquier barco que no fuera un destructor y, además, eran capaces de volar y considerablemente más rápidos y ágiles. Probablemente, serían capaces de atravesar sus cascos con facilidad con esas gigantescas garras, o de destrozar los mástiles como si fueran unas meras ramitas. Tenía que advertir al resto de la flota… ¡tenía que avisar a su padre!

Derek se volvió y se inclinó sobre la cofa para darle nuevas instrucciones a gritos a su timonel. Entonces, captó que algo se movía por el rabillo del ojo y volvió a alzar la mirada. El dragón líder estaba ya muy cerca, tanto como para que Derek pudiera ver que el orco que iba montado a su espalda sonreía de oreja a oreja. Al instante, la gigantesca criatura abrió sus enormes fauces. Derek vio una larga lengua bífida rodeada de unos afilados dientes triangulares casi tan altos como él mismo. Acto seguido, divisó un fulgor en las profundidades de las fauces del dragón. Ese brillo avanzó presuroso y se expandió. De repente, el mundo entero ardió a su alrededor. Ni siquiera tuvo tiempo para gritar antes de que las llamas lo consumieran. Su cadáver se deshizo en cenizas al caer.

Con una sola batida, los dragones destruyeron la Tercera Flota entera; los seis barcos que la conformaban. Todos cuantos iban a bordo de esas naves perecieron. A continuación, los jinetes de dragón obligaron a sus monturas a darse la vuelta y se dirigieron hacia la Primera Flota y los demás barcos que se interponían entre los orcos y su libertad.

—¡Malditos sean! ¡Malditos sean todos ellos!

El almirante Valiente se aferró con tanta fuerza a la baranda que creyó que o bien acababa fracturándose los dedos o bien le acababa arrancando unos cuantos fragmentos de madera. Observó cómo se hundían bajo las olas los últimos restos del destructor de la Tercera Flota, que ardían cual meros rescoldos sobre el mar. Era consciente de que era imposible que Derek o cualquier otro tripulante hubieran sobrevivido.

Pero ya se dejaría arrastrar por la pena más adelante, si lograba sobrevivir hasta entonces. Valiente arrinconó todo pensamiento sobre su hijo mayor en un recoveco de su mente y se concentró en las implicaciones tácticas de lo que acababa de suceder. Los orcos ahora, una vez más, tenían vía libre hacia el norte. Sus naves podían avanzar mientras los dragones hostigaban a la flota de la Alianza y la obligaban a dejar pasar a sus enemigos. Si eso sucedía, los orcos podrían desembarcar otra vez en las Tierras del Interior o en Costasur y podrían sumarse al resto de la Horda. Si eso ocurría, Valiente fracasaría.

Y eso era totalmente inaceptable.

—¡Da la vuelta! —ordenó, sobresaltando así a su timonel, que obedeció al instante—. ¡Quiero que la mitad de nuestras naves se dirijan al norte y vuelvan a bloquearles el paso! ¡El resto se quedarán donde están y continuarán atacando!

El marinero asintió.

—Pero… los dragones —acertó a decir, a pesar de que ya estaba haciendo girar ese gran timón para que el barco diera la vuelta.

—No son más que un enemigo como cualquier otro —replicó Valiente con brusquedad—. Los combatiremos como haríamos con cualquier navío enemigo.

Sus hombres asintieron y cumplieron sus órdenes de inmediato. Arriaron las velas al mismo tiempo que la nave giraba y se colocaba a sotavento. Recargaron los cañones y los apuntaron hacia arriba, tras colocar bloques de madera y otros objetos bajo ellos para elevarlos. Volvieron a colocar flechas en las ballestas y prepararon barriles de pólvora. En cuanto el primer dragón se abatió sobre ellos, Valiente desenvainó su espada y la alzó. Acto seguido, la bajó bruscamente.

—¡Atacad!

Era un plan valiente… pero fracasó miserablemente. El dragón esquivó todos los cañonazos y los proyectiles acabaron en el fondo del mar. Con sus alas, apartó los barriles de pólvora que le lanzaron y, simplemente, se limitó a ignorar las flechas llameantes de las ballestas, que rebotaron estruendosamente en sus escamas sin infligir daño alguno. No obstante, la ferocidad del ataque obligó a retroceder a la criatura, lo cual concedió cierto tiempo a Valiente para que pudiera concebir otra estrategia.

Por fortuna, no hizo falta.

Mientras cavilaba sobre si debía utilizar cuerdas y cadenas para intentar atar con ellas a esos dragones o para, al menos, hacerlos tropezar, varias figuras nuevas cayeron de las nubes. Estas eran mucho más pequeñas que los dragones, aunque tal vez fueran el doble de grandes que un hombre normal; poseían unas alas cubiertas de plumas, unas largas colas copetudas y unos picos orgullosos. A lomos de cada una de esas criaturas volaba un tipo enano cubierto de tatuajes y ataviado con una armadura muy extraña decorada con plumas, que blandía un descomunal martillo.

—¡Atacad, enanos Martillo Salvaje! —exclamó Kurdran Martillo Salvaje, quien se puso de pie sobre su silla y lanzó su martillo de tormenta, que fue a impactar contra el pecho del jinete de dragón más cercano.

El sorprendido orco no tuvo tiempo de reaccionar. Se cayó de su silla, con el pecho aplastado, y soltó tanto su arma como las riendas al abandonarlo la vida. Su cadáver desapareció bajo las olas. Su dragón rugió de sorpresa y rabia. Su bramido pudo oírse por encima del estruendo del trueno que se iba disipando, aunque pronto se transformó en chillidos de dolor, ya que Cielo’ree le clavó sus afiladas garras profundamente en un costado, atravesando con facilidad las escamas, de las que manó una sangre oscura. El grifo de Iomhar (otro enano que se encontraba al lado de Kurdran) le arrancó una larga porción del ala izquierda al dragón con su pico y sus garras, lo que provocó que el dragón se escorara de un modo dramático. Entonces, Farand lanzó su martillo desde la lejanía y le acertó en la cabeza al dragón. El golpe retumbó con gran fuerza. La vista de la gigantesca criatura se tornó borrosa y cayó. Una ola enorme se alzó en cuanto impactó contra esas aguas, de las cuales ya no emergió.

Kurdran sobrevoló el barco más grande que divisó.

—¡Hemos venido a ayudar! —le gritó al hombre esbelto que se encontraba en el puente. Este asintió y le saludó con la espada que sostenía en la mano—. Nosotros nos ocuparemos de esas bestias —le aseguró Kurdran—. Vosotros ocupaos de esos barcos.

El almirante Valiente volvió a asentir y esbozó una desagradable y tensa sonrisa.

—Oh, te aseguro que nos ocuparemos de ellos como es debido —le dijo al enano. Acto seguido, se volvió hacia su timonel—. Sigue avanzando —le ordenó—. Les bloquearemos el camino, tal y como habíamos planeado, y, a continuación, estrecharemos el cerco. ¡No quiero que ni un solo barco orco se escape!

Los Martillo Salvaje atacaron a los dragones con furia, mataron a varios y obligaron a retroceder a los demás. El resto de las naves de Valiente rodearon a la flota orco y los atacaron por todas partes simultáneamente con sus cañones, utilizando pólvora y fuego a raudales. El almirante perdió otro barco que se acercó demasiado a un navío orco que ya se hundía. Los orcos abordaron la nave de la Alianza y asesinaron a casi toda la tripulación antes de que el moribundo capitán pudiera lanzar un barril de pólvora a la bodega, que, al estallar, abrió un gran agujero en el barco. Asimismo, habían perdido la Tercera Flota entera y unas cuantas naves desperdigadas aquí y allá a manos de los dragones. Pero los orcos habían perdido mucho más. No obstante, un puñado de sus barcos logró huir, aunque el resto cayó ante la furia de Valiente. Algunos orcos supervivientes salvaron la vida al mantenerse a flote nadando o aferrados a tablas de madera y palos hechos añicos, pero el resto se ahogó o murió quemado o atravesado por una flecha. Una infinidad de cadáveres se mecían sobre las olas.

Cuando el último barco de la flota orco desapareció de la vista, el resto de los jinetes de dragón decidieron que ya no podían hacer nada más en ese lugar. Hicieron girar sus monturas en el aire y volaron al este, hacia Khaz Modan, mientras los Martillo Salvaje los perseguían profiriendo fuertes gritos y chillidos de júbilo. Valiente observó detenidamente las naves de su flota que habían sobrevivido, cansado pero victorioso… aunque habían pagado un alto precio por su triunfo.

—¡Señor! —exclamó uno de los marineros, que se encontraba apoyado sobre la baranda mientras señalaba algo que había en el agua.

—¿De qué se trata? —le espetó Valiente, a la vez que se colocaba a su lado.

La ira dio paso a la esperanza en cuanto vio lo que el marinero había visto: se trataba de alguien que flotaba en el mar, que escupía agua y se aferraba a una tabla de madera destrozada.

De alguien humano.

—¡Lanzadle una cuerda! —ordenó Valiente. Los marineros se apresuraron a obedecerlo—. ¡Y buscad más supervivientes entre estas aguas!

No tenía nada claro cómo era posible que un miembro de la Tercera Flota hubiera acabado tan lejos del lugar donde esos barcos se habían hundido, pero al menos, uno de ellos había sobrevivido. Eso significaba que podría haber más supervivientes.

No pudo evitar que en su corazón renaciera un leve destello de esperanza al pensar que Derek podría ser uno de ellos.

Esa esperanza, sin embargo, se transformó en confusión y luego en furia cuando aquel hombre fue izado por fin a bordo. En vez de la túnica verde de Kul Tiras, ese individuo medio ahogado portaba un empapado uniforme de Alterac. Solo había una explicación que justificara la presencia de los hombres de Perenolde con la flota orco en el Mare Magnum.

—¿Qué hacíais a bordo de un barco orco? —inquirió de manera apremiante Valiente, al mismo tiempo que apoyaba una rodilla sobre el pecho de aquel tipo. El cual jadeó y palideció, ya que estaba muy débil y casi sin resuello—. ¡Habla!

—Lord Perenolde… nos envió —acertó a decir a duras penas aquel hombre—. Los… guiamos hasta sus… barcos. Nos dijo… que… debíamos prestarles… toda la ayuda… que fuera necesaria.

—¡Traidor! —Valiente cogió su daga y la colocó sobre la garganta de aquel hombre—. ¡Has conspirado con la Horda! ¡Debería arrancarte las entrañas como a un pez y lanzarlas al mar!

Apretó ligeramente y pudo ver cómo una delgada línea roja se dibujaba en la piel de aquel tipo, pues el afilado filo de su daga cortaba esa carne con facilidad. Pero entonces, se echó hacia atrás y se puso de nuevo en pie.

—No, esa sería una muerte demasiado buena para ti —señaló Valiente, a la vez que envainaba la daga—. Además, vivo me servirás como prueba de la traición de Perenolde —acto seguido, se volvió hacia uno de los marineros que se encontraba más cerca—. Átalo y mételo en el calabozo —le ordenó bruscamente—. Y comprobad si hay más supervivientes. Cuantas más evidencias reunamos, antes veremos a Perenolde ahorcado.

—¡Sí, señor!

Los hombres saludaron y se apresuraron a cumplir las órdenes. Tardaron una hora en rastrear esas aguas por entero. Dieron con tres hombres más; todos ellos confirmaron lo que había contado el primero. También hallaron a infinidad de orcos entre las olas, pero dejaron que se ahogaran.

—Pon rumbo a Costasur —le dijo Valiente a su timonel después de que el último traidor de Alterac fuera subido a bordo—. Nos uniremos una vez más al ejército de la Alianza e informaremos de que hemos tenido éxito en nuestra misión y de que Alterac nos ha traicionado. Mantened los ojos bien abiertos, ya que algunos de esas naves orcos han escapado de nuestro ataque.

Entonces, se alejó en dirección a su camarote, donde, por fin, podría sumirse en su hondo penar. Después, escribiría una carta a su esposa para informarla del trágico destino de su hijo mayor.