CAPÍTULO DIECISIETE

—¡Ya son nuestros! —gritó un orco.

Martillo Maldito sonrió de oreja a oreja. ¡Tenían la victoria al alcance de la mano! No obstante, por mucho que enviara a más y más guerreros a derribar las murallas de la ciudad, estas no caían y se mantenían firmes. Sin embargo, las puertas sí estaban cediendo ante las constantes embestidas del ariete. En cuanto cayeran, sus guerreros entrarían en la capital como una marea imparable para aplastar a los defensores de la ciudad que aún quedaran en pie y saquearla. Entonces, utilizarían la capital y el bosque elfo como bases para poder expandirse por el resto del continente con gran rapidez y empujarían a los humanos hasta las costas y, por último, al mar. Una vez hecho esto, estas tierras pertenecerían a la Horda y, por fin, podrían poner punto final a la guerra e iniciar una nueva vida.

Qué pena que los ogros no estén aquí, pensó Orgrim una vez más, mientras observaba, apoyado sobre su martillo, cómo sus seguidores arremetían una vez más contra las robustas puertas de hierro y madera de la ciudad. Los ogros habrían sido capaces de trepar por esas murallas y tal vez hubieran logrado abrir a garrotazos algunos agujeros en esa gruesa piedra. En ese instante, se preguntó por qué Gul’dan, Cho’gall y sus respectivos clanes no habían llegado aún. Aunque era consciente de que él y sus tropas habían cruzado con gran rapidez las montañas, el resto de sus subalternos ya deberían haber llegado.

—¡Martillo Maldito!

Orgrim alzó la mirada y vio que uno de sus guerreros señalaba al cielo. ¿Más grifos?, se preguntó esbozando un gesto de contrariedad.

Esas monturas con plumas habían demostrado ser letales en los bosques de las Tierras del Interior, así como en Quel’Thalas. Por aquí, hasta ahora, solo había visto a un puñado de esas bestias; una de ellas había aterrizado en el castillo y se había ido cierto tiempo después, pero no había participado en la batalla. Aun así, no bajaba la guardia. Los enanos Martillo Salvaje eran fornidos y robustos; sus monturas muy rápidas, y sus martillos de tormenta, casi tan letales como los martillos de guerra de su propia gente. No eran un enemigo al que se pudiera subestimar, a pesar de su corta estatura, y se debía estar preparado por si aparecían más.

Entonces, una silueta oscura cobró forma entre las nubes y se hizo más y más grande, aunque era demasiado grande y sinuosa como para ser un grifo. Martillo Maldito oyó los vítores que lanzaron muchos de sus guerreros en cuanto esa sombra los cubrió. ¡Era un dragón! ¡Qué gran noticia! Con sus llamas, esa descomunal bestia podría reducir las puertas de la ciudad a cenizas y freír los defensores de las murallas. ¡La capital ya era suya!

El dragón aterrizó lejos del lago. Un gigantesco orco desmontó de la silla que llevaba esa bestia a la espalda en cuanto esta se posó en tierra, Orgrim se acercó hacia él, al mismo tiempo que colocaba el martillo en las sujeciones que llevaba a la espalda.

—¿Dónde está Martillo Maldito? —preguntó apremiante el jinete del dragón—. ¡Debo hablar con él!

—Aquí estoy —contestó Orgrim, mientras sus guerreros se apartaban para dejarlo pasar—. ¿Qué ocurre?

El jinete se giró hacia él y Martillo Maldito se dio cuenta de que conocía a ese guerrero. Era uno de los subalternos favoritos de Zuluhed, un poderoso guerrero, que, según los informes, había sido uno de los primeros en atreverse a montar a los dragones cuando todavía estaban sin amaestrar. Torgus, sí, ese era su nombre.

—Traigo un mensaje de Zuluhed —anunció Torgus, con una extraña expresión dibujada en su ancho rostro.

Orgrim vio en esa expresión una mezcla de ira y confusión, y quizá también algo de vergüenza e incluso miedo.

—Soy todo oídos —replicó Martillo Maldito, quien se acercó hasta colocarse dentro del círculo que conformaba la cola de dragón, que yacía enrollada sobre el campo de batalla. Los orcos que se hallaban cerca se percataron de lo que sucedía y retrocedieron para concederles cierta privacidad.

Gul’dan… —dijo Torgus. Pese a que era un orco enorme, tan alto como el mismo Orgrim, no era capaz de mirarlo a la cara—. Gul’dan ha huido.

—¿Qué? —ahora Martillo Maldito comprendía el miedo que había visto en el semblante del jinete de dragón. Le hirvió la sangre de rabia y aferró con tanta fuerza su martillo que su mango de madera crujió a modo de protesta—. ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Poco después de que te marcharas —respondió Torgus—. Cho’gall se ha ido con él. Los clanes del Martillo Crepuscular y Cazatormentas se han unido. Se han subido a los barcos y han partido hacia el Mare Magnum en dirección sur —en ese momento, alzó la mirada. La ira se impuso al miedo en su semblante—. Un miembro de mi clan los divisó y bajó volando con su montura para preguntarles por qué habían partido. Gul’dan lo mató con su nauseabunda magia. ¡Lo vi con mis propios ojos! Pese a que quería perseguirlo, sabía que debía informar a Zuluhed primero. Ha sido él quien me ha ordenado venir aquí de inmediato.

Orgrim asintió.

—Has hecho bien —le aseguró al jinete del dragón—. Si Gul’dan ha sido capaz de matar a tu compañero de clan, seguramente no habría dudado en matarte a ti también y, entonces, no habríamos tenido conocimiento de su traición —en ese instante, gruñó y mostró sus dientes de un modo amenazante—. ¡Maldito sea! ¡Sabía que no se podía confiar en él! ¡Y, encima, se ha llevado los barcos!

—Podemos perseguirlo por el aire —sugirió Torgus—. Zuluhed me dijo que el resto de jinetes de dragón estarían preparados para actuar. Podríamos reducir sus barcos a cenizas, así como a todo orco que se halle a bordo.

Martillo Maldito frunció el ceño.

—Sí, pero para eso, tendríais que acercaros mucho a esos barcos. Gul’dan es un mago muy poderoso y Cho’gall también —entonces, golpeó el suelo con su martillo—. ¡Sabía que esos Altares que levantó iban a acabar siendo un problema! ¡Y pensar que he dejado transformar a ogros en unos nuevos y formidables guerreros que han pasado a engrosar las filas de su propio ejército!

Orgrim se mordió con fuerza el labio inferior, castigándose así por su estupidez. Le había embargado tanta emoción al saber que podría contar con nuevas armas para combatir contra los humanos que había ignorado lo que le había advertido su instinto: que ese brujo siempre actuaba en beneficio propio.

Torgus seguía aguardando sus órdenes. Entonces, otro orco se aproximó corriendo y ambos se giraron hacia él. Se trataba de Tharbek, el joven segundo al mando del clan Roca Negra que lideraba Martillo Maldito, quien se detuvo a una distancia prudencial de la cola del dragón, que este agitaba presa de la inquietud y el enojo.

—¿Sí?

—Tenemos un problema —respondió Tharbek sin rodeos—. No llegan refuerzos de las montañas.

—¿Qué? —Orgrim se volvió y clavó la mirada en algo situado más allá de aquel dragón, en las Montañas de Alterac. En ese instante, y sin ningún género de dudas, pudo apreciar que se había detenido el tenebroso flujo de orcos que hasta entonces había estado cruzando sin parar los desfiladeros del sur—. ¿Qué ha ocurrido?

Tharbek negó con la cabeza.

—No lo sé —respondió—. Pero según parece, ya no podemos atravesar los desfiladeros. He enviado a unos cuantos guerreros a esa zona para comprobar qué sucede, pero ninguno ha regresado.

Por su expresión, no cabía duda de que ya tendrían que haber vuelto.

—¡Maldición! —Martillo Maldito apretó los dientes con fuerza—. ¡Ese humano nos ha traicionado! ¡Sabía que no debía confiar en alguien capaz de vender a su propia raza!

Aun así, había creído que el hombre de la capa sería demasiado cobarde como para volverse contra ellos. O bien la Alianza se había hecho con el control de ese reino, o bien lo habían amenazado con algo mucho peor que el sometimiento a la Horda… o tal vez habían descubierto que los había traicionado y lo habían apartado de ese puesto de poder que le permitía controlar esos desfiladeros. Sí, lo último era más probable. Le había dado la impresión de que ese humano se había mostrado demasiado ansioso por negociar como para echarse ahora atrás; sobre todo, cuando todavía había guerreros de la Horda cerca de su reino. Lo habían pillado con las manos en la masa y lo habían depuesto; otros controlaban ahora esa región montañosa.

Pero eso ya no importaba demasiado, pues las consecuencias seguían siendo las mismas.

—¿Cuántos orcos han quedado atrapados ahí arriba? —exigió saber.

Tharbek se encogió de hombros.

—Eso es imposible de saber —contestó—. Pero al menos, la mitad del clan, si no más —echó un vistazo a su alrededor—. Aunque aún contamos con muchos guerreros aquí —afirmó—. Y en cuanto Gul’dan y los demás lleguen, tendremos muchos más.

Orgrim se rio amargamente, mientras la confusión de adueñaba de su mente.

—¡Los demás! ¡Los demás no van a venir! —Tharbek se sorprendió al escuchar esas palabras—. Gul’dan nos ha traicionado —le explicó a su segundo al mando, aunque le costó mucho decirlo—. Se ha llevado los barcos y dos clanes enteros. Ha partido hacia el Mare Magnum.

—Pero ¿por qué? —preguntó un Tharbek francamente desconcertado—. Si perdemos esta guerra, nos quedaremos todos sin un hogar, incluido él.

Martillo Maldito hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Esta guerra nunca fue una prioridad para él —regresó mentalmente a su encuentro con el brujo en Ventormenta y se acordó de lo que Gul’dan le había dicho entonces—. Ha descubierto algo, algo muy poderoso —recordó vagamente—. Algo que le otorgará tanto poder que ya no necesitará a la Horda.

—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Tharbek, quien posó la mirada sobre la ciudad y la observó con otros ojos—. Quizá ya no contemos con guerreros suficientes como para poder tomarla —afirmó.

Si bien Orgrim se negó a mirar, sabía que su segundo al mando tenía razón. Las defensas de esa ciudad habían demostrado ser mucho más sólidas de lo esperado y sus defensores, mucho más fieros. El ataque que habían recibido por la retaguardia por parte de las fuerzas de la Alianza los había pillado por sorpresa y había menguado tremendamente sus filas. Además, ahora ya no podían esperar que llegaran más refuerzos por ningún lado.

No obstante, ese no era el único problema que lo acuciaba. La traición de Gul’dan era un duro golpe, pero lo más preocupante es que se había llevado a muchos orcos consigo, que estaban anteponiendo sus propios fines por encima de los objetivos de la Horda, que anteponían sus propios deseos egoístas por encima de las necesidades de su propio pueblo. Eso era, precisamente, lo que había llevado a Martillo Maldito a asesinar a Puño Negro y asumir el control de la Horda, lo que le había llevado a jurar que iba a poner punto y final a la corrupción para restaurar el honor de su pueblo. No podía permitir que esta nueva traición quedara impune. Daba igual el precio que la Horda, o él, tuvieran que pagar por ello.

—¡Rend! ¡Maim! —vociferó Orgrim.

Los hermanos Puño Negro oyeron su llamada y se aproximaron raudos y veloces, ya que, quizá por su tono de voz, se habían dado cuenta de que el Jefe de Guerra no iba a tolerar ninguna demora.

—Llevad al clan Diente Negro al sur —les ordenó Martillo Maldito, mientras hacía un esfuerzo por recordar los mapas que sus exploradores habían trazado con la ayuda de los trols—. Debéis sortear este lago para luego cruzar las Tierras del Interior. Después, marcharéis hasta el mar. Gul’dan ha huido, pero no ha podido llevarse todos los barcos, pues solo contaba con el apoyo de dos clanes. El resto de nuestros navíos deben de seguir ahí, a la espera —en ese momento, esbozó un gesto de contrariedad y mostró sus colmillos—. Perseguid a esos traidores y destruidlos, que no quede ni uno vivo. Que sus cadáveres se hundan en las profundidades del mar.

—Pero… ¡la ciudad! —protestó Rend—. ¡La guerra!

—¡El honor de nuestro pueblo está en juego! —exclamó Orgrim, a la vez que alzaba su martillo y adoptaba una posición de ataque. Acto seguido, le lanzó un gruñido al otro cabecilla, al que retó con la mirada a desafiar sus órdenes—. ¡No podemos permitir que sus actos queden sin castigo! —vociferó, lanzando un mirada iracunda a los hermanos Puño Negro—. Considerad esto como una oportunidad de recuperar vuestro honor —a continuación, respiró hondo e intentó serenarse—. Yo partiré con mi clan hacia el sur un poco más tarde. Retrocederé lentamente para impedir que la Alianza os siga y desataré el caos por todas las tierras que cruce. Mantendremos la ruta hasta esta ciudad totalmente abierta. En cuanto hayáis cumplido vuestra misión, regresaremos —afirmó, a pesar de que albergaba serías dudas al respecto, ya que su segundo ataque no iba a poder contar con el factor sorpresa que facilitó el primero.

Los Puño Negro asintieron, aunque no parecían hallarse muy contentos.

—Cumpliremos tus órdenes —aseveró Maim.

Acto seguido, su hermano y él se alejaron para impartir órdenes a sus guerreros.

Martillo Maldito se volvió hacia Torgus, quien seguía cerca de él, a la espera de instrucciones.

—Dile a Zuluhed que debe enviar a todos los dragones al Mare Magnum —le dijo al jinete de dragón—. Vuela lo más rápido posible. Vas a tener la oportunidad de vengar la muerte de tu compañero de clan.

Torgus asintió y sonrió ampliamente con solo pensar en que iba a poder cobrarse venganza. Entonces, se dirigió hacia su dragón. Orgrim retrocedió para dejar a esa criatura descomunal el espacio necesario para que pudiera extender sus colosales alas y volar de nuevo. Martillo Maldito los observó alejarse y volvió a apretar los dientes, mientras le temblaban las manos por culpa de la ira y la indignación. ¡Había estado tan cerca de lograrlo! ¡Solo habría necesitado un día más para que la ciudad fuera suya! Pero ahora, esa oportunidad se había esfumado. Tenía muy pocas posibilidades de ganar esa guerra. Además, el honor estaba por encima de todo lo demás.

Orgrim se giró furioso hacia el caballero de la Muerte Teron Sanguino, que se hallaba cerca.

—¿Y tú qué vas a hacer, cadáver putrefacto? —inquirió colérico a esa criatura—. Tú antes seguías a Gul’dan, quien ahora nos ha traicionado. ¿Correrás ahora a unirte a él?

El guerrero no-muerto lo miró fijamente por un momento con sus relucientes ojos y, acto seguido, negó con la cabeza.

Gul’dan ha dado la espalda a nuestro pueblo —respondió—. Pero nosotros no lo haremos. La Horda lo es todo para nosotros y seremos leales a ella… y a ti mientras sigas liderándola.

Martillo Maldito asintió bruscamente, sorprendido por la respuesta de esa aberración.

—Entonces, id a proteger a los nuestros mientras se retiran de la ciudad —le ordenó.

Sanguino obedeció y se alejó en dirección hacia el resto de caballeros de la Muerte y sus corceles no-muertos. Tharbek también se marchó. Orgrim se quedó solo.

¡Gul’dan! —gritó, alzando su martillo para blandirlo hacia el cielo—. ¡Morirás por esto! ¡Me aseguraré de que sufras por haber traicionado a nuestra raza y por haber puesto en peligro nuestra supervivencia!

El firmamento, sin embargo, no respondió. No obstante, Martillo Maldito se sintió un poco mejor tras haberse desahogado con ese juramento. Bajó su martillo y centró su atención en la guerra. Se obligó a pensar en cuál era la mejor manera de llevar a sus guerreros hasta el sur y en cómo llevar al resto de la Horda hasta el mar.

Gul’dan se apoyó en la proa, se inclinó hacia delante y olisqueó el aire marino. Cerró los ojos y expandió sus sentidos místicos, para sondear con la mente los alrededores en busca del peculiar rastro que dejaba la magia. Lo notó de inmediato; era una sensación tan fuerte que le recordó lo que se siente al paladear el sabor metálico de la sangre fresca, era tan intensa que sintió un cosquilleo en la piel y el crepitar de la energía arcana en el pelo.

—¡Parad! —gritó mirando hacia atrás.

Los miembros de su clan, que se hallaban a sus espaldas, dejaron de remar. El barco se detuvo al instante y permaneció inmóvil sobre las aguas. Gul’dan sonrió.

—Es aquí —anunció.

—Pero… pero si aquí no hay nada —afirmó uno de los orcos, un miembro de su propio clan, del clan Cazatormentas, llamado Drak’thul.

Gul’dan se volvió y abrió, por fin, los ojos, para lanzar una mirada furibunda al joven brujo orco.

—¿Ah, no? —replicó con una amplia sonrisa—. Entonces, te encadenaremos y te enviaremos al fondo del mar para explorar el lecho marino en nuestro nombre. ¿O acaso prefieres quedarte aquí sentado y confiar en que sé que estoy haciendo?

Si bien Drak’thul retrocedió y tartamudeó una disculpa, Gul’dan le ignoró, pues tenía su mirada clavada en el navío que se encontraba junto al suyo, cerca de cuya proa se encontraba Cho’gall.

—Informa a los demás —le ordenó Gul’dan a su lugarteniente—. Actuaremos de inmediato. Quizá Martillo Maldito se haya enterado ya de que hemos partido, así que no quiero correr el riesgo de que aparezca por aquí y nos interrumpa antes de que hayamos alcanzado nuestra meta.

El ogro de dos cabezas asintió y se volvió para transmitir las instrucciones a gritos al barco siguiente, que, a su vez, transmitió el mensaje al navío que se encontraba a su lado. Acto seguido, lanzaron unas cuerdas para que los magos ogros y los nigromantes orcos subieran a bordo del barco de Gul’dan. Algunos utilizaron las cuerdas para subir a pulso y otros como guía mientras cruzaban a nado, dependiendo de su fuerza y habilidad y de lo a gusto que se sintieran en el agua.

—El lugar que buscamos es un antiguo templo que se encuentra justo debajo de nosotros —les explicó Gul’dan a todos sus brujos en cuanto estos se hallaron reunidos ante él en cubierta—. Podríamos intentar llegar a él buceando, pero ignoro cuán profundas son estas aguas. Además, ahí abajo todo está muy oscuro, es muy frío y no es de mi agrado —en ese momento, sonrió de oreja a oreja—. Así que vamos a alzar el lecho marino para que ese templo ascienda hasta nosotros.

—¿Es eso posible? —preguntó uno de los nuevos ogros magos.

—Sí —contestó Gul’dan—. No hace tanto tiempo, en nuestro mundo natal, los orcos elevamos otra gran masa de tierra, un volcán en el Valle Sombraluna. En esa ocasión, yo guie al Consejo de la Sombra y lo mismo haré ahora con vosotros.

Entonces, calló y aguardó a que le plantearan más preguntas u objeciones, pero nadie dijo nada. Gul’dan asintió complacido. Sus nuevos subordinados no eran solo más fuertes que los antiguos sino más obedientes, dos características que apreciaba en grado sumo.

—¿Cuándo empezamos? —inquirió, por fin, Cho’gall.

—Ahora mismo —respondió Gul’dan—. ¿Para qué esperar?

Se dio la vuelta y se acercó a la baranda del barco. A continuación sus ayudantes se colocaron a ambos lados de él. Entonces, cerró los ojos y extendió su conciencia para contactar con ese poder que percibía que se hallaba allá abajo, en las profundidades. Le resultó muy fácil dar con él y, en cuanto lo tuvo agarrado con firmeza, Gul’dan tiró, atrayendo mágicamente toda esa energía, así como su fuente, hacia él. Las tinieblas cubrieron el cielo y el mar se embraveció.

—Lo tengo —masculló a sus ayudantes entre dientes—. Uníos a mi magia y podréis percibirlo por vosotros mismos. Volcad vuestras propias energías en el hechizo que ya he creado y elevadlo conmigo. ¡Ya!

Notó que sus fuerzas aumentaban al sumar los demás, primero Cho’gall y luego el resto, sus poderes a los suyos. El cielo se tiñó de un color rojo oscuro y el trueno bramó mientras llovía a mares y unas fuertes olas sacudían el barco. Ese enorme peso del que tiraba se aligeró y pudo subirlo con mucha más facilidad. Pese a que seguía teniendo que hacer un arduo esfuerzo, ahora era una tarea soportable y no atroz. Con cada tirón, esa presencia mágica era más intensa y su dominio sobre ella más firme, al igual que su control sobre la tierra que la rodeaba. Aunque la naturaleza por entero se resistía a sus esfuerzos, se mantuvieron firmes.

Permanecieron ahí horas y horas, inmóviles a los ojos de los guerreros ahí reunidos, pese a hallarse inmersos en una frenética actividad mágica para luchar contra unas fuerzas titánicas. El mar los empapó de arriba abajo. El trueno los ensordeció. El relámpago los cegó. Los barcos sufrían la ira de los elementos y los guerreros se aferraban a los remos para no moverse de sus asientos. Varios miraron brevemente hacia Gul’dan y los demás guerreros para pedirles instrucciones, pero ninguno de ellos se movió lo más mínimo ni siquiera cuando el barco sufrió varios alarmantes bandazos.

Súbitamente, una columna de fuego y humo emergió de esas aguas turbulentas a corta distancia del barco líder, llenando el aire de fuego, cenizas y vapor. A través de ese aire caliente y repleto de partículas en suspensión, pudieron ver que algo sobresalía del agua, como el pico de un pollito al romper su cascarón. Ese algo resultó ser una roca que fue aumentando de tamaño ante la mirada atónita de los guerreros, que estaban demasiado aturdidos como para hacer otra cosa que no fuera parpadear y quedarse boquiabiertos, y que se alzó rápidamente entre las olas. El agua y la lava caían de esa pequeña roca que se transformó primero en un peñasco y luego en una pequeña meseta, y que pasó a ser después una ancha cornisa que acabó convirtiéndose en una pequeña llanura rocosa. También emergieron otras rocas de ese mar tumultuoso, que, al principio, parecían hallarse cerca del primero, pero que, al final, resultaron formar parte de un todo. A medida que el mar se retiraba de esa formación rocosa, los orcos pudieron comprobar que se trataba de toda una isla que abandonaba el seno del mar y que escupía llamas, tierra y vapor. Después, emergió otra segunda isla de menor tamaño, que crujió al irrumpir en la superficie, y luego una tercera y una cuarta.

Al final, el turbulento cielo dejó de tener un color carmesí y pasó a teñirse de un gris plomizo. Las olas menguaron y su altura decayó; ya solo eran tan altas como el mástil de un barco. Entonces, Gul’dan abrió los ojos. Se tambaleó un poco y tuvo que agarrarse a la baranda para no caerse, al igual que muchos de sus brujos. Posó la mirada sobre ese nuevo archipiélago, que todavía desprendía vapor por culpa del calor que había generado su rápido ascenso, que todavía gruñía y gemía mientras se adaptaba a su nueva configuración, y sonrió.

—Pronto —susurró, mientras contemplaba esas islas y las sondeaba con su mente, para percibir el emplazamiento de lo que buscaba.

—Pronto caminaré por vosotras en busca de ese templo y del gran premio que se halla en él.

—¡Ya los veo! —gritó un guerrero—. ¡Ahí están, junto a esas islas!

Rend Puño Negro, uno de los dos cabecillas del clan Diente Negro, miró hacia el lugar al que señalaba el otro orco, cerca de ese sitio donde habían visto agitarse demencialmente al mar y al cielo mientras se aproximaban. Al final, divisó esa delgada tira de tierra y, al oeste, junto a ella, unas siluetas tenebrosas.

—Bien —dijo, a la vez que asentía y apoyaba ambas manos en el mango de su hacha—. Acelera el ritmo —le ordenó al encargado del tambor—. Quiero darles alcance antes de que tengan la oportunidad de refugiarse en algún escondite.

Entonces, vio que, en una de las otras naves, su hermano Maim estaba hablando con su propio tamborilero, quien, sin lugar a dudas, le estaba dando unas instrucciones similares.

—¿Qué haremos si nos atacan con su magia? —le preguntó uno de sus jóvenes guerreros.

Los demás asintieron. Ese era su mayor temor; les preocupaba más sufrir un ataque mágico que ser capturados por la Alianza o devorados por un dragón. Rend no se lo podía reprochar. A él tampoco le hacía mucha gracia la idea de tener que batallar contra Gul’dan y sus compinches. Sin embargo, Martillo Maldito le había dado una orden y el prestigio del apellido Puño Negro estaba en juego. Rend pretendía cumplir esa misión… o moriría intentándolo.

—Su magia es muy potente —admitió—. El mismo Gul’dan podría matar con suma facilidad a tres o cuatro de nosotros en solo unos minutos. Pero necesita esos minutos. Y necesita tener contacto físico con sus víctimas, o hallarse cerca, o tener algo que pertenezca a su objetivo —entonces, sonrió de oreja a oreja—. ¿Alguno de vosotros le ha dejado al jefe brujo un odre con agua, o unos guanteletes, o una piedra de afilar? —ese comentario provocó que algunos se rieran entre dientes, tal y como esperaba—. Así que manteneros alejados de los brujos hasta que lancemos el ataque, no dejéis que se os acerquen y abalanzaos sobre ellos antes de que puedan lanzar ningún conjuro —tamborileó con los dedos sobre su hacha para dar más énfasis a sus palabras—. A pesar de sus poderes, siguen siendo unos meros orcos que pueden sangrar y morir. Tampoco va a ser esto muy distinto a cuando cazábamos un ogro en nuestro hogar; cada uno de ellos puede ser más fuerte que uno solo, o incluso dos, de nosotros, pero podemos agotarlos poco a poco y atacarlos en grupos para evitar que puedan contraatacar.

Sus guerreros asintieron. Habían entendido el concepto y ahora consideraban la magia solo como un arma más que ya no era tan aterradora.

—Ya casi estamos —anunció el timonel.

Rend miró hacia atrás, hacia algo situado más allá de su barco. Ahora, la isla se alzaba imponente a un lado y Rend pudo saber, al compararla con el tamaño de los barcos, que este nuevo pedazo de tierra era mucho más grande que la mayoría de las islas que había visto hasta entonces en ese mundo. Esas naves pasaron de ser unas meras motas en el horizonte a unos barcos con todas las de la ley y pudo distinguir con claridad a unos orcos que desembarcaban en tropel de ellos para adentrarse en esas tierras húmedas y oscuras. Rend tuvo que reprimir un gruñido que había ido cobrando forma en su garganta y dio la orden:

—¡Preparaos para desembarcar! En cuanto estemos en tierra, id a por esos brujos. Matadlos a todos… a cualquiera que se interponga en nuestro camino.

—No estamos solos —señaló Cho’gall a Gul’dan.

Su barco había alcanzado la orilla de aquella nueva isla, que continuaba estremeciéndose, desprendiendo vapor y expulsando, de vez en cuando, fuego y lava.

Gul’dan miró hacia el lugar al que señalaba su asistente y divisó una flota de barcos que se aproximaba hacia ellos desde el extremo más alejado de la isla. De «su» isla. Por el modo en que se movía el barco que lideraba la formación, el brujo pudo saber que avanzaba propulsado por remeros y no velas, lo cual solía ser indicativo de una cosa: de que esa nave la tripulaban orcos. Las tropas de Martillo Maldito habían dado con ellos.

—Maldito sea —masculló Gul’dan—. ¿Por qué siempre tendré que tomar sus decisiones tan rápido? Si hubieran tardado un solo día más ya habríamos acabado con lo que tenemos que hacer aquí antes de que hubieran llegado —suspiró—. Bueno, ya no tiene remedio. Ordena a los guerreros que se preparen para la batalla. Tendréis que mantenerlos a raya mientras yo entro en el templo para buscar la tumba.

Las dos cabezas de Cho’gall esbozaron una gran sonrisa.

—Será un placer.

El descomunal ogro bicéfalo era tan fanático como el resto de su clan, por lo que creía firmemente en que había que desatar el fin del mundo y, preferiblemente, de un modo violento y sangriento. Todos los orcos del clan del Martillo Crepuscular compartían esas mismas creencias y estaban dispuestos a luchar contra quienquiera que hiciera falta si así eran capaces de empujar un poco más al mundo hacia el abismo final. Además, el hecho de que la sangre de demonio que la mayoría de ellos había bebido en Draenor hubiera multiplicado su innata sed de sangre por cien hacía que ansiaran alcanzar ese objetivo con aún más ahínco.

—No pasarán —le prometió el ogro, quien desenvainó la larga espada curvada que llevaba a la cintura.

Gul’dan asintió.

—Bien.

Acto seguido, se volvió y avanzó con sumo cuidado por la isla, ya que, a cada paso que daba, se alzaba una nube de vapor. Drak’thul, los demás nigromantes y los ogros magos lo siguieron rápidamente.

—¡Atacad! —gritó Rend, mientras corría junto a sus guerreros, con el hacha aferrada con ambas manos—. ¡Matad a los traidores!

—¡Muerte a los traidores! —exclamó Maim, que estaba a su lado.

—¡Batallad! —bramó Cho’gall, con esa espada similar a una guadaña alzada de tal modo que su larga y afilada hoja reflejaba la luz del sol del crepúsculo—. Que esta tierra quede bañada con su sangre —añadió la otra cabeza—, ¡que sus muertes marquen el inicio del fin de los tiempos!

Ambas fuerzas colisionaron de un modo estruendoso en la rocosa orilla salpicada de lava al arremeter un orco contra otro. Las armas centellearon; las hachas, los martillos, las espadas y las lanzas se alzaron, cayeron, cortaron y despedazaron en una demostración salvaje de energía, pasión y violencia. La sangre lo salpicó todo, tiñendo con una niebla roja esa atmósfera tan cargada y de un color oscuro los árboles cercanos. El suelo, que seguía siendo muy irregular e inestable, se tornó resbaladizo, por lo cual muchos guerreros perdieron el equilibrio y fueron muertos mientras intentaban ponerse de nuevo en pie.

La batalla era feroz. Los guerreros de Cho’gall luchaban salvajemente y sin preocuparse por sobrevivir o no, ya que su única meta era infligir el máximo daño y sufrimiento posible. Los soldados de Martillo Maldito luchaban para vengarse y hacer justicia, para saldar cuentas con ese traidor de Gul’dan, quien había provocado que perdieran la batalla de la capital. Ambos bandos creían firmemente en sus objetivos y ninguno estaba dispuesto a rendirse.

La única diferencia entre ambas facciones era su número de tropas. Gul’dan solo había traído a dos clanes hasta ese lugar: al clan Cazatormentas, del cual era cabecilla, y el clan del Martillo Crepuscular, cuyo cabecilla era Cho’gall. Los Cazatormentas eran el clan orco más pequeño que había y todos sus miembros eran brujos, por lo cual todos ellos estaban ahora con Gul’dan. En consecuencia, los orcos del Martillo Crepuscular eran los únicos que estaban bloqueando el avance de las fuerzas de Martillo Maldito. Rend y Maim Puño Negro habían traído hasta ese lugar al grueso del clan Diente Negro, uno de los más numerosos de la Horda. Los guerreros del Martillo Crepuscular sabían que los superaban en número. A medida que la batalla avanzaba, ambos bandos fueron sufriendo muchas bajas y la diferencia numérica empezó a notarse.

Sin embargo, esos orcos guerreros tan fanáticos se negaron a rendirse y lucharon hasta el último aliento. Se llevaron por delante a muchos soldados de Martillo Maldito (el mismo Cho’gall, por ejemplo, mientras caía malherido al suelo, le cortó el brazo derecho a uno de los orcos Diente Negro más fuertes, a pesar de que este le acababa de clavar sus dos hachas en el pecho y, además, le clavó la punta posterior de su hacha de guerra a otro Diente Negro en el ojo), pero al final, esa abrasadora orilla quedó repleta de cadáveres y solo las tropas que los Puño Negro habían llevado hasta ahí siguieron en pie.

—Y, ahora, a por Gul’dan —dijo Rend, mientras limpiaba su hacha sobre el pecho de un orco caído, cuyo cadáver tenía un tajo enorme en el tórax del cual aún manaba sangre—. Ese brujo tiene que responder de muchas cosas.

Gul’dan se encontraba en la base de un templo antiguo, cuyas paredes exteriores apenas eran visibles bajo siglos de musgo, hongos, corales y percebes. Pudo distinguir algunas características en su arquitectura que le recordaban a los edificios que había vislumbrado en Quel’Thalas tanto en grandeza como en estilo. Los elfos habían construido ese edificio que estaba seguro que, en su día, había sido muy hermoso y suntuoso. Ahora, sin embargo, sus muros estaban desgastados por el paso del tiempo y la estructura parecía más una formación natural de tierra recubierta de algas y conchas que algo que hubiera sido construido deliberadamente. Pero su aspecto no le importaba. Lo que realmente le emocionaba era esa energía pulsante que podía percibir mentalmente, ya que ese poder tiraba de él con tanta fuerza que, prácticamente, podía ver su aura trémula rodeando el edificio.

—Ya está dentro —le dijo a Drak’thul y a todos los demás—. Tenemos que entrar.

Había dudado entre si debían acompañarlo más allá de las escaleras frontales del templo o no. Sabía que la Tumba de Sargeras se hallaba ahí dentro y que, dentro de esta, se encontraba el Ojo de Sargeras, el cual poseía un inmenso poder que podía rivalizar con el de un dios. Pero ¿sería capaz de hacerse con ese poder él solo, o se vería obligado a compartirlo con el resto del Consejo de la Sombra? Al final, había decidido que, como no sabía qué más podría albergar ese templo en su interior, sería mejor que entrara acompañado de sus siervos y ayudantes. Además, si acababa siendo necesario, siempre podría matarlos cuando llegaran a la tumba propiamente dicha.

Gul’dan entró con suma cautela y creó un orbe de luz verde para poder ver mejor todo cuando le rodeaba. Los pasillos y las estancias que vio ahí dentro estaban tan alterados como el exterior del edificio; los suelos se encontraban cubiertos de arena, tierra y algas; los muros estaban cubiertos de algas y conchas de diversas clases y tamaños. Incluso las puertas habían sufrido los estragos del tiempo; sus contornos se habían ido suavizando, redondeando y deformando por culpa de los moluscos y demás criaturas que se habían ido aferrando a ellas durante todos esos años.

—Deprisa, necios —les espetó, presa de la impaciencia, a sus compañeros de clan—. ¡Desplegaos y buscad el pasillo principal! ¡Debemos llegar a la Cámara del Ojo antes de que los guardianes de la tumba se despierten!

—¿Los guardianes? —preguntó dubitativo uno de los brujos, Urluk Matanubes—. ¡No dijiste nada acerca de unos guardianes!

—¡Malditos cobardes! —exclamó Gul’dan, a la vez que le cruzaba la cara a Urluk, que entonces se encogió de miedo—. ¡Os he dicho que os deis prisa!

Al instante, los brujos obedecieron espoleados por la ira de su líder, que se impuso, al menos momentáneamente, a su miedo a ese extraño lugar y a los horres que tal vez contuviera. Tras registrar todo el edificio, dieron con un ancho pasillo central que decidieron seguir.

Sin embargo, cuanto más se aventuraban en el interior de aquel lugar, menos eran los estragos que el paso del tiempo había causado en él. Ahora, Gul’dan podía apreciar las excelentes tallas de las columnas y los pilares y los delicados grabados de las paredes, así como los hermosos mosaicos que cubrían el suelo y el techo. Si bien la sal del mar había borrado las pinturas hacía largo tiempo, por supuesto, todavía quedaban suficientes elementos decorativos que permitían apreciar lo hermoso que había sido en su día ese edificio, un templo realmente suntuoso y vistoso que habría impresionado a cualquiera por muy hastiado que estuviera de la vida y el mundo.

Gul’dan, sin embargo, ignoró toda esta belleza. Solo estaba interesado en una cosa: en esa magia que lo aguardaba en la cripta situada en las entrañas del templo. Cuando por fin llegaron a la puerta de la cripta, se detuvo para saborear el momento.

—Y, ahora, Sargeras —susurró—, voy a reclamar para mí todo cuanto quede de tu poder… ¡y doblegaré a este infame mundo!

Con solo percibir esa energía, sus sentidos se encontraban alterados y su mente se estremecía de impaciencia. La esfera de luz verde, que no había sido más grande que su mano cuando la conjuró, doblaba ahora en tamaño a su cabeza y el brillo de ese trémulo fuego verde se había vuelto tan intenso que no podía mirarlo directamente y desprendía tanto calor que tenía que mantenerlo en el centro del pasillo para que no derritiera las paredes. ¡Y eso que solo se hallaban en las proximidades de la fuente de ese poder! ¿Qué sería capaz de hacer cuando entrara en contacto con esa fuente y absorbiera todo su poder?

Mientras se hallaba sumido en esos pensamientos, Gul’dan indicó con una seña a los demás que retrocedieran. Sus compañeros de clan se retiraron obedientemente al rincón más alejado de esa estancia. Acto seguido, su cabecilla estiró el brazo y agarró el pesado pomo de la descomunal puerta de hierro negro de la cripta. Era uno de los pocos lugares de todo el templo que carecía de ornamento alguno. Su tremenda sencillez la dotaba de una grandiosidad de la que carecían las estatuas y tallas. Eso indicaba, sin duda alguna, que ese era un lugar demasiado importante para mancillarlo con tales fruslerías. Como estaba ansioso por ver qué había ahí dentro, Gul’dan tiró del pomo con todas sus fuerzas. Notó que estaba un tanto atascado tras tantos siglos sin haber sido usado y también sintió un cosquilleo que indicaba que le estaba afectando algún hechizo. No era algo dañino, sino más bien un mecanismo de activación de un conjuro que un encantamiento propiamente dicho, ya que, tras él, podía percibir otro sortilegio mucho más potente. El primer conjuro lo atravesó y lo abandonó, pero el otro que se encontraba ligado a él no se activó, tal y como Sargeras le había asegurado. Aegwynn había protegido con hechizos esa cripta para que ningún humano, elfo, enano o gnomo entrara en ella; es decir, ninguna raza oriunda de ese mundo podía entrar ahí. Pero como él era un orco de Draenor (de un mundo cuya existencia jamás tuvo conocimiento Aegwynn), el encantamiento no le afectaba, por lo que pudo seguir tirando del pomo hasta el final, lo que provocó que sonara un fuerte clic. Entonces, de un fortísimo tirón, abrió la puerta de par en par.

Tras el umbral, había una oscuridad que ni siquiera la luz de Gul’dan fue capaz de penetrar. Unas tinieblas tan gélidas que, en ese instante, se le entumecieron los dedos de frío y su aliento se transformó en hielo. Lentamente, esas tinieblas cobraron forma y se fusionaron para crear unas pequeñas siluetas, unas siluetas que se escabullían, arrastraban y retorcían, que contaban con unos ojos que poseían una oscuridad aún más profunda que el resto de su ser, pues eran tan tenebrosos que con solo mirarlos uno se hacía daño a la vista. Esas siluetas oscuras sonrieron al aproximarse a la puerta de la cripta y abandonar su prisión eterna. Se abalanzaron sobre Gul’dan y sus brujos.

Eran demonios. Y no se parecían en nada a ninguno que hubiera visto hasta entonces. Gul’dan pensaba que se había enfrentado a criaturas terribles en el pasado, pero estos demonios hacían que esos otros parecieran meras sombras inofensivas que podían ser disipadas con suma facilidad.

¡No!, gritó Gul’dan mentalmente, ya que era incapaz de lograr que su boca diera forma a las palabras para poder pronunciarlas en voz alta. ¡Esto no es lo que se supone que debía ocurrir! ¡Sargeras me lo prometió! Intentó recurrir a su magia, alzar las manos, correr… hacer algo, lo que fuera. Sin embargo, el mero hecho de ver a esos seres delante de él lo había dejado paralizado en cuerpo y alma. De ese modo, él, que se había creído un gran maestro de las artes arcanas, no pudo hacer nada, salvo limitarse a mirar y estremecerse mientras se arrastraban hacia él dispuestos a acariciarle la cara con sus tenebrosas garras.

En cuanto notó la primera caricia, Gul’dan superó la parálisis. Huyó raudo y veloz y cayó al suelo al intentar huir lo más rápido posible de ese lugar de pesadilla. Drak’thul y los demás, que hasta hace unos segundos habían estado justo detrás de él, ya no se encontraban ahí; debían de haber huido. Unos gritos reverberaron por toda la cripta en cuanto Gul’dan atravesó un pasillo tras otro corriendo. Le quemaba la cara allá donde esas garras le habían tocado, pero no se dio cuenta de que había sufrido un profundo corte hasta que se llevó una mano a la mejilla.

—¡Maldito seas, Sargeras! —juró, mientras avanzaba dando tumbos entre las columnas y los pilares, entre las salas y los recovecos ¡No me vas a derrotar así! ¡Soy Gul’dan! ¡Soy la encarnación de las tinieblas! Esto no puede acabar… así.

Se paró para tomar aire y poder escuchar si algo lo seguía. No oyó nada. Los gritos habían cesado. Malditos deficientes mentales, pensó, mientras se acordaba de los Cazatormentas que lo habían seguido hasta ahí.

—¡Seguramente, ya deben de estar todos muertos! —exclamó. Como le dolía la mejilla, se llevó la mano a la herida y apretó, para impedir que siguiera manando sangre de ese corte. Se sentía un tanto mareado y cierta debilidad en las extremidades—. Aun así, debo seguir —se dijo a sí mismo con un tono sombrío—. Mi poder debería bastar para…

Gul’dan dejó de hablar y escuchó con atención. ¿Qué era ese ruido? Era algo tenue y repetitivo que le puso los pelos de punta y transmitía una sensación de crueldad y… ¿diversión?

—Esa risa… ¿Eres tú, Sargeras? —inquirió apremiante—. ¿Pretendes burlarte de mí? ¡Ya veremos quién ríe el último, demonio, cuando me haga con tu abrasador Ojo!

Dobló una esquina y se adentró en una amplia habitación, cuyas paredes carecían, sorprendentemente, de todo adorno. Inspirado por algo a lo que no podía dar nombre, Gul’dan se acercó a la pared más cercana y escribió en ella, garabateó una descripción de la cripta y sus guardianes con su propia sangre. Le fallaron las fuerzas varias veces, le pesaba tanto la mano que no podía levantarla.

«Los guardianes me han tendido… una emboscada», escribió apretando con fuerza. «Me muero». Como sabía que eso era inevitable, hizo todo lo posible por acabar de redactar su relato antes de que la muerte se lo llevara. Mientras tanto, a sus espaldas, podía oír ya los mismos arañazos impacientes y secos que había oído dentro de la cripta. Venían a por él.

«Si mis siervos no me hubieran abandonado», escribió, a pesar de que apenas era capaz de enfocar la vista y de que tenía tan contraída la garganta que no podía pronunciar palabra alguna. Entonces, se dio cuenta de que todo eso no era culpa de sus esbirros, sino suya. Todo ese tiempo, había creído que era él quien controlaba la situación cuando, en realidad, no había sido más que un primo, un peón, un esclavo. Su misma existencia había sido una farsa, una mera broma, que pronto terminaría.

He sido un necio, pensó. Dejó de escribir y se volvió para huir corriendo, a pesar de que ya sabía que era demasiado tarde.

Entonces, Gul’dan notó que le clavaban unas garras muy profundamente y reunió las pocas fuerzas que aún le quedaban para proferir un grito.

Rend extendió un brazo para impedir a Maim que siguiera avanzando.

—No —dijo en voz baja, mientras la sangre aún manaba de la herida que se había hecho al rozarse con el cinturón de un guerrero caído.

—Tenemos que ir a por Gul’dan —insistió Maim, pese a que se tambaleaba por culpa de las heridas que había recibido. De hecho, llevaba unos vendajes improvisados sobre una pierna y un hombro que ya estaban empapados de sangre.

—Ya no hace falta —le aseguró su hermano—. Esas… criaturas nos han hecho el favor de completar nuestra misión.

Algo muy extraño había emergido del edificio que tenían ante ellos, algo con muchas extremidades, articulaciones y dientes. Otras aberraciones similares lo habían seguido y, juntos, habían atacado a los orcos sin parar, destrozándolos como si fueran unos animales locos de hambre que acababa de dar con una presa. Aunque varios orcos se habían quedado paralizados de miedo al ver a esas criaturas tan aterradoras, otros les habían plantado cara y habían dado buena cuenta de la última de todas ellas; no obstante, esa aberración logró matar a una decena de orcos antes de dejar de morder y golpear definitivamente, antes de morir por las múltiples heridas que le habían infligido.

Esas criaturas habían salido de ese mismo edificio. De todos esos guerreros, solo Rend era capaz de percibir levemente la magia. Y este pudo notar que había algo mágico dentro de esa extraña estructura antigua que tenían delante. Algo inmensamente poderoso, un mal más allá de lo imaginable. Algo que estaba dominado por un intenso odio hacia todo ser vivo. Esas aberraciones que acababan de ver eran solo una mera muestra de una ínfima fracción de su poder.

De improviso, algo hizo que perdieran el equilibrio. Se oyó un ruido ensordecedor procedente de la entrada del edificio y un grave estruendo que recordaba a unas carcajadas procedentes de algún lugar situado en las entrañas de esa construcción. Una gran cantidad de aire, fétida y nauseabunda, salió despedida de esa estructura, así como algo más, algo que hizo que se le pusieran los pelos de punta a Rend. A pesar de que no vio nada, estaba seguro de que había sentido cómo una maldad muy pura abandonaba ese extraño lugar, que había explotado al salir y se había disuelto bajo la luz del sol. No obstante, el estruendo se prolongó y el suelo empezó a temblar. Súbitamente, aparecieron unas grietas en las rocas que pisaban. La isla entera se estaba haciendo pedazos.

Gul’dan ya no es una amenaza —afirmó Rend al mismo tiempo que se ponía de nuevo en pie.

De algún modo, sabía que lo que acababa de decir era verdad. Daba igual lo que Gul’dan había esperado hallar en ese lugar, pues solo había hallado su propia muerte. Rend esperaba que hubiera sido una muerte lenta y dolorosa. Estaba bastante seguro de que así había sido.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Maim mientras se alejaban de ahí, dejando el templo atrás.

—Vamos a volver con Martillo Maldito —contestó Rend—. Aún tenemos una guerra que luchar. Y ahora, al menos, ya no nos tendremos que preocupar de que algún traidor frustre nuestros esfuerzos desde dentro. Así que no creo que nuestro líder tenga nada que reprocharnos, y si lo tiene, que lo haga si se atreve.

Juntos, ambos hermanos se dirigieron a la orilla, donde los aguardaban sus barcos.