CAPÍTULO DIECISÉIS

—¡Señor! ¡Señor, los orcos se acercan!

El rey Terenas alzó la mirada, sobresaltado, en cuanto Morev, el comandante de la guardia, irrumpió en la sala del trono.

—¿Qué? —se puso en pie, ignoró los gritos de pánico de los nobles y plebeyos congregados ahí para tener una audiencia con él e indicó con una seña al comandante que se acercara—. ¿Los orcos? ¿Aquí?

—Sí, señor —contestó Morev. El comandante era un veterano curtido en mil batallas, un guerrero al que Terenas conocía desde joven, por lo cual se quedó estupefacto al verlo tan pálido y tembloroso—. Han debido de cruzar las montañas… ahora mismo, mientras hablamos, ¡están ocupando el extremo más alejado del lago!

Terenas rozó al comandante al pasar junto a él y abandonó la sala del trono a grandes zancadas. Recorrió rápidamente el pasillo y subió por un corto tramo de escaleras que daba al balcón más próximo, que era el de la sala donde solía dibujar su esposa. Lianne se encontraba ahí dentro con su hija, Calia, y sus damas de compañía. Alzó la vista, sorprendida, cuando su marido entró y pasó a su lado, seguido de Morev.

Terenas abrió el balcón, salió… y se detuvo atónito. Normalmente, desde ahí, podía disfrutar de una impresionante vista de las montañas y el lago. Si bien todo eso seguía igual, la extensión verde que solía ver entre el agua y la roca era ahora negra y parecía agitarse ante sus ojos, como si esa tierra estuviera siendo revuelta desde el subsuelo. Sí, en efecto, la Horda había llegado.

—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? —preguntó con apremio a Morev, quien también había salido al balcón y contemplaba esa escena boquiabierto—. Han debido de cruzar Alterac… ¿por qué Perenolde no los ha detenido?

—Supongo que sus fuerzas se han visto superadas, señor —respondió Morev con cierto desdén, quien, a pesar de hallarse dominado por el terror, no tenía ningún problema en mostrar que no tenía en gran estima al rey y los soldados de Alterac—. Los desfiladeros de esas montañas son tan estrechos que unas tropas competentes podrían haber contenido a la Horda, pero eso les habrá resultado imposible si han seguido unas órdenes dadas por un incompetente.

Terenas frunció el ceño y negó con la cabeza. Pensaba lo mismo que Morev sobre Perenolde; nunca le había caído en gracia, ya que siempre le había dado la impresión de ser un intrigante y un ególatra. No obstante, Hath, el general de Perenolde, era un comandante muy competente y un guerrero de gran valía. Lo normal era que hubiera diseñado una sólida defensa… a menos que Perenolde le hubiera dado otro tipo de órdenes, pues, por muy necias que fueran, tendría que obedecerlas.

—Envía varias palomas mensajeras a Alterac —decidió al fin—. Y al ejército de la Alianza también. Hazles saber cuál es nuestra situación. Ya descubriremos qué ha sucedido más adelante —Terenas obvió señalar que, para que eso fuera posible, tendrían que sobrevivir a la inminente batalla—. Pero lo primero es lo primero. Reúne a los guardias, haz sonar la alarma y ordena que todo el mundo entre en la ciudad. No tenemos mucho tiempo.

Acto seguido, clavó su mirada en el lago y en las tinieblas que ya se estaban apoderando de la ribera más lejana, así como de sus aguas. No, no tenían mucho tiempo.

Soltaron varias palomas que volarían hasta los demás líderes de la Alianza y hasta la última localización conocida del ejército aliado, en las Tierras del Interior. Una de esas palomas voló directamente a Stromgarde. Enseguida, le soltaron de la pata el mensaje que traía y se lo llevaron a Thoras Aterratrols, el arisco dueño y señor de Stromgarde.

—¿Qué? —gritó Aterratrols en cuanto lo leyó. Al instante, tiró la pesada jarra de madera de la que había estado bebiendo cerveza contra la pared más lejana, de modo que acabó hecha añicos y dejando astillas de madera por doquier, así como una mancha de cerveza que llegaba hasta el suelo—. ¡Ese necio! ¿Qué ha hecho? ¿Acaso les ha dejado pasar?

Aterratrols despreciaba a Perenolde… no solo porque eran vecinos y, por tanto, rivales que siempre tenían disputas sobre la delimitación de sus fronteras, sino porque ese tipo le desagradaba a nivel personal. Era demasiado escurridizo, demasiado artero. ¡Pero incluso un idiota arrogante y emperifollado como Perenolde debería haber sido capaz de bloquear el paso a ese ejército invasor! Tal vez no habría podido detenerlo completamente (ya que si la Horda era tan inmensa como Lothar había afirmado, y como subsiguientes informes habían confirmado, al final habría logrado abrirse paso de un modo u otro), pero al menos, podría haber demorado a esos orcos bastante y haberles causado un buen número de bajas, y también podría haber advertido a Lordaeron para que pudiera preparar sus defensas adecuadamente. Ahora que los orcos se encontraban ya en las llanuras, junto al lago, Terenas no tendría tiempo para hacer nada, salvo cerrar las puertas y prepararse para el primer asalto.

Aterratrols se puso en pie y recorrió de un lado a otro la habitación, mientras todavía sostenía el mensaje en su puño sin darse cuenta. Quería acudir en ayuda de su amigo, pero no estaba seguro de que eso fuera lo mejor que podía hacer. Terenas era un gran estratega y sus guardias se hallaban entre los mejores de esas tierras; además, las puertas y los muros de la capital eran fuertes y gruesos. Estaba seguro de que podrían resistir la primera oleada. El principal peligro al que se enfrentaban era que toda la Horda descendiera de las montañas y se llevara por delante la capital por el mero empuje de sus innumerables efectivos.

—¡Maldito sea! —Aterratrols le propinó un puñetazo al brazo de su pesada silla en cuanto pasó junto a ella—. ¡Perenolde debería haber contenido a esos orcos! ¡Al menos, debería habernos avisado! ¡Ni siquiera él era tan incompetente!

Se detuvo justo cuando iba a dar otro paso, ya que un pensamiento acababa de cobrar forma en su mente. Perenolde nunca había apoyado de un modo entusiasta a la Alianza. Tanto él como Cringris habían sido los únicos en mostrarse reticentes, recordó Aterratrols. Repasó mentalmente lo acaecido en las reuniones que se habían celebrado en la capital, donde habían participado Lothar, Terenas y los demás. Sí. Cringris había desdeñado la idea; básicamente, porque alardeaba de que Gilneas era capaz de aplastar a cualquiera que fuera tan necio como para intentar invadirla. A Perenolde, sin embargo, no le gustaba la idea de tener que participar en una guerra. Aterratrols siempre había creído que, en el fondo, su vecino era un cobarde, que no era más que un matón, pues siempre estaba dispuesto a luchar cuando llevaba las de ganar, pero odiaba participar en un combate si corría algún riesgo. Además, Perenolde fue quien había sugerido que intentaran negociar primero.

—¡Ese necio! ¡Ese maldito idiota traidor!

Aterratrols le dio una patada tan fuerte a su silla que rodó por el suelo de granito. Lo había hecho, ¿verdad? ¡Había negociado con la Horda! Aterratrols sabía que tenía razón. A Perenolde no le importaban los demás, solo se preocupaba de su propio pellejo. Habría sellado un pacto incluso con algunos demonios si así pudiera asegurarse su supervivencia y el dominio de sus tierras. Y eso era exactamente lo que había hecho. Ahora todo tenía sentido. Ya sabía por qué la Horda había logrado atravesar las montañas sin que nadie diera la voz de alarma. Ya sabía por qué Perenolde no había respondido a los mensajes de nadie ni había avisado a nadie. Porque había dejado pasar a los orcos. Presumiblemente, porque le habían prometido un trato misericorde o que conservaría su autonomía tras la guerra.

—¡Rargh! —exclamó.

Como se le quedaban cortas las palabras para expresar su furia, Aterratrols cogió el hacha que estaba colgada en la columna situada junto a su silla y golpeó con ella la mesa que tenía delante, haciéndola trizas de un solo golpe

—¡Lo mataré! —bramó.

Sus guerreros y nobles retrocedieron aterrorizados y alarmados. Esa reacción fue lo que le hizo recordar a Aterratrols que no estaba solo. Y que esa venganza personal tendría que esperar. La guerra era lo primero.

—Reunid a las tropas —les ordenó a sus sobresaltados guardias—. Nos vamos a Alterac.

—Pero señor —replicó el capitán de la guardia—, ¡la mitad de nuestras tropas ya están con el ejército principal de la Alianza!

Aterratrols adoptó un gesto ceñudo.

—Bueno, qué le vamos a hacer. Traedme a todos los hombres que podáis encontrar.

—¿Vamos a prestarles ayuda, señor? —preguntó uno de los nobles.

—En cierto modo, sí —respondió Aterratrols, alzando de nuevo el hacha mientras le sonreía de oreja a oreja a aquel hombre—. En cierto modo, sí.

Anduin Lothar levantó el visor de su yelmo, echó un vistazo a su alrededor y se limpió la suciedad y el sudor de los ojos con el dorso de la mano, al mismo tiempo que frotaba distraídamente su espada sobre el cadáver de un orco, con el fin de limpiar la sangre y las entrañas que la cubrían por entero.

—¿Es el último, señor? —inquirió uno de los soldados.

—No lo sé, hijo —contestó Lothar con total sinceridad, mientras recorría con la mirada esos árboles—. Eso espero, pero no contaría con ello.

—¿Cuántas de esas aberraciones deambulan por aquí? —preguntó de modo apremiante otro soldado, que estaba extrayendo su hacha de un orco que tenía a sus pies.

Ese pequeño claro se encontraba repleto de cadáveres, y no todos ellos eran orcos. Había sido una refriega muy desagradable; además, las ramas de los árboles de ese lugar estaban demasiado cerca del suelo como para que los Martillo Salvaje hubieran podido atacar con sus gritos, por lo que Lothar y sus hombres se las habían tenido que arreglar solos. Habían ganado, pero solo porque aquel reducido grupo de orcos se había apartado bastante, al parecer, del resto de las fuerzas orco.

—Demasiadas —respondió un distraído Lothar, que, acto seguido, sonrió abiertamente a sus hombres—. Pero ahora, son menos, ¿eh?

Sus soldados le devolvieron la sonrisa y Lothar se sintió muy orgulloso de ellos. Algunos de esos hombres procedían de Lordaeron, otros de Stromgarde, un par de ellos de Gilneas e incluso Alterac y unos pocos habían venido con él desde Ventormenta. Sin embargo, a lo largo de las últimas semanas, sus diferencias por razón de su procedencia habían quedado apartadas a un lado. Ahora eran soldados de la Alianza y luchaban juntos como hermanos. Sí, estaba muy orgulloso de ello. Si el resto del ejército se compenetraba tan bien como este pequeño grupo, aún había esperanza para todos ellos, tanto en esta guerra como en la paz que esperaba que llegara después.

Entonces, por el rabillo del ojo, se percató de que algo se movía.

—Preparaos —les advirtió, al mismo tiempo que se bajaba el visor, se agazapaba con suma cautela y alzaba la punta de la espada hacia el lugar de donde procedía aquel movimiento.

No obstante, la figura que irrumpió a través de los árboles no era un orco sino un humano, uno de sus propios soldados.

—¡Señor! —exclamó jadeando aquel hombre, que se hallaba sin duda extenuado. No obstante, no parecía herido y llevaba su espada aún en la cintura—. ¡Traigo un mensaje, señor!

En ese instante, Lothar se dio cuenta de que ese hombre sostenía un trozo de pergamino en una mano que tenía tendida.

—Gracias —dijo, cogiendo el mensaje.

Un soldado le ofreció un odre con agua al mensajero, quien agradecido lo aceptó. Mientras tanto, Lothar estaba muy ocupado leyendo las palabras escritas en ese diminuto trozo de pergamino. La tensión se adueñó de los guerreros que se hallaban a su alrededor en cuanto se percataron de que apretaba con fuerza los dientes bajo el yelmo.

—¿Qué sucede, señor? —se atrevió a preguntar uno de ellos al fin, justo cuando Lothar alzaba la mirada y hacía una bola con ese pergamino, utilizando el índice y el pulgar, para luego deshacerse de él como si se tratara de un molesto insecto—. ¿Hay algún problema?

Lothar asintió, mientras intentaba digerir aún la información que acababa de recibir.

—La Horda se ha abierto paso hasta Lordaeron —les explicó en voz baja, provocando con esas palabras que varios soldados profirieran gritos ahogados—. Es muy probable que ahora mismo estén atacando la capital

—¿Qué podemos hacer? —preguntó apremiante uno de esos hombres (que procedía de Lordaeron, por lo que Lothar pudo recordar)—. ¡Debemos partir de inmediato!

Lothar hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Nos separa mucha distancia —le dijo al soldado con hondo pesar—. Nunca llegaríamos a tiempo —entonces, suspiró—. No. Tenemos que acabar con nuestra labor aquí, debemos cercioramos de que los orcos que se quedaron en las Tierras del Interior están muertos o han sido expulsados. No podemos permitir que la Horda se afiance aquí, desde donde podrían dirigirse hacia el norte o el sur, hacia cualquier lugar del continente.

Sus hombres asintieron, aunque no parecían muy contentos ante la perspectiva de tener que seguir deambulando por esos bosques en busca de orcos extraviados mientras sus amigos y familias se enfrentaban solos al resto de la Horda. Lothar no podía echárselo en cara.

—Turalyon y el resto del ejército de la Alianza ya van de camino hacia allí —les aseguró, lo cual hizo que la esperanza renaciera en el corazón de varios de aquellos guerreros—. Acudirán en ayuda de la capital —en ese instante, aferró con fuerza su espada—. Y en cuanto hayamos concluido nuestra tarea, marcharemos hacia la capital y eliminaremos a todos los orcos que hayan huido de su ataque.

Los hombres lanzaron varios gritos de júbilo tras oír esas palabras. Lothar sonrió, a pesar de que la procesión iba por dentro. Sabía que iban a reaccionar así si les aseguraba que, después de todo, podrían ayudar a la Alianza, que se iba a alzar victoriosa, si les prometía que lo único que iban a tener que hacer cuando llegaran era un poco de «limpieza». Ojalá, al final, fuera todo así de fácil.

—Ya basta de distracciones —les advirtió a sus hombres tras dejarles disfrutar del momento—. Cerciorémonos de que no queda ningún grupo de orcos más por aquí. Luego, regresaremos al Pico Nidal para reagrupamos.

Los soldados asintieron obedientemente, alzaron sus armas y formaron de un modo un tanto desordenado. Lothar encabezó la marcha. Juntos, volvieron a adentrarse en los árboles, acompañados del mensajero.

—¡Ya vienen!

El rey Terenas bajó la mirada y esbozó un gesto de contrariedad. La Horda orco había cruzado el lago (unos arqueros de vista muy aguda le habían asegurado que los orcos habían construido unos bastos puentes, pero desde ahí, daba la impresión de que simplemente cruzaban en tropel el agua como si fueran hormigas) y se estaba aproximando rápidamente a los muros de la ciudad. Todavía le sorprendía lo numeroso que era ese ejército. Por lo que podía apreciar desde ahí arriba, en las murallas, eran también unas malas bestias descomunales, ya que eran tan grandes como un hombre muy alto y mucho más anchos; además, poseían unos músculos potentes y unas enormes y monstruosas cabezas. Al menos, no vio ninguna arma de asedio, aparte de un grueso tronco que, sin lugar a dudas, pretendían usar como ariete. No obstante, le dio la sensación de que los orcos iban armados con enormes martillos y hachas, así como gruesas espadas. Y estaba seguro de que portaban consigo cuerdas y rezones.

Bueno, los muros de la ciudad seguían siendo tan robustos como siempre. Ningún enemigo había logrado jamás superar sus defensas, y Terenas estaba dispuesto a que eso siguiera siendo así.

Sin embargo, no habían podido prepararse del todo, claro está. No les había costado mucho reunir a la gente en el interior de la ciudad, pues la mayoría de ellos vivía entre sus muros. Reunir al ganado había resultado mucho más complicado, por lo cual algunos animales habían quedado abandonados a su suerte, al igual que todas las posesiones de esa gente, salvo las más pequeñas y valiosas. Los guardias habían hecho todo lo posible por asegurarse de que todos estaban dentro antes de cerrar y sellar las puertas; no obstante, casi todo el mundo había huido con poco más que lo puesto y alguna que otra herramienta u otra posesión que encima habían tenido que entregar. Seguramente, la Horda destruiría sus hogares. Terenas sabía que, tras la batalla, el proceso de reconstrucción sería muy largo. Aunque claro, para eso, primero tenían que rechazar el ataque de los orcos y expulsarlos de ahí.

Contempló las murallas, donde sus guardias y soldados aguardaban prestos para combatir. ¡Contaba con tan pocos hombres para defender unas murallas tan enormes! La mayoría de sus soldados habían marchado con Lothar y el resto de la Alianza. Terenas no se arrepentía de haber tomado esa decisión. Lothar había necesitado todos los soldados disponibles para conformar un ejército con el que poder detener a la Horda. Aunque claro, no esperaba que la Horda fuera a atacarlos aquí y mucho menos que las fuerzas aliadas no les hubieran bloqueado el camino o no estuvieran, ahora mismo, persiguiendo a los orcos por su retaguardia, ayudando así a defender la ciudad. No obstante, si la Alianza acababa ganando esa guerra, la caída de la capital sería un pequeño precio a pagar por la victoria.

Eso no quería decir que estuviera dispuesto a entregar al enemigo la ciudad. Terenas miró de nuevo hacia abajo y consideró que los orcos ya estaban muy cerca. Desde ahí, podía distinguir sus colmillos, así como las borlas, los huesos y las medallas que llevaban en los brazos o en la cabeza o colgados al cuello gran parte de ellos; obviamente, eran trofeos ganados en batallas previas. Bueno, acabarían descubriendo que esta nueva batalla iba a ser mucho más difícil que las anteriores. Al final, pasara lo que pasase, la Horda recordaría ese combate.

—¡Tirad el aceite hirviendo! —gritó Terenas y, más adelante, Morev y los demás asintieron.

Volcaron los enormes calderos sobre las murallas, dejando así que el aceite hirviendo cayera a chorros. Los orcos que lideraban la carga prácticamente habían alcanzado las murallas por aquel entonces, de modo que el aceite les cayó encima y los empapó por entero. Muchos de ellos gritaron de agonía mientras ese líquido les quemaba. Toda la primera línea de la vanguardia se desmoronó, retorciéndose de dolor. Unos cuantos lograron alejarse tambaleando, pero la mayoría no volvió a levantarse.

—¡Preparad más aceite! —ordenó Terenas.

Sus sirvientes se apresuraron a obedecerle y utilizaron unos palos robustos para levantar los pesados calderos; a continuación, se los llevaron. Rellenar esos calderos les iba a llevar un tiempo; además, tenían que calentar más aceite en ellos y subirlos luego de nuevo a las murallas. No obstante, no creía que la Horda se fuera a ir a ninguna parte. No iba a ser una refriega rápida o un conflicto breve; probablemente, iba a acabar siendo un largo asedio. Aunque gracias a la Luz Sagrada, tenían suficientes provisiones de comida y agua para varias semanas. Pero el aceite se acabaría en un par de tandas más; por suerte, solo era el primer movimiento de su estrategia defensiva. Terenas contaba con otros trucos bajo la manga que iba a mostrar a esos indisciplinados orcos que habían osado atacar su hogar.

Thoras Aterratrols atravesó esas montañas como si fuera uno de los robustos carneros de esa región, con la misma facilidad que estos. Con sus pesadas botas tachonadas fue hallando el terreno firme necesario para poder escalar esa superficie de granito gris. Sus hombres lo seguían; todos ellos eran avezados montañeros y curtidos guerreros. Como Stromgarde era un reino montañoso, sus niños aprendían a trepar por las paredes de las rocas y escalar los picos de las montañas.

Delante de él, se encontraba el primer desfiladero de Alterac. Aterratrols pudo distinguir unas figuras que se desplazaban por la nieve que no dejaba de caer; unas figuras de complexión fuerte que avanzaban sin cesar pero de un modo torpe. Sin lugar a dudas, los orcos de la Horda no estaban acostumbrados a esas altitudes ni a esos picos. Los desfiladeros habían sido tallados con sumo cuidado en esa cordillera para ese tipo de gente, para permitir el comercio y la comunicación tanto con Alterac como con otros reinos vecinos de Stromgarde. Sin embargo, Aterratrols y su gente no necesitaban esas facilidades. Preferían escalar las alturas por donde les placiera, en vez de verse atrapados en una larga rampa como la que tenían delante. Los desfiladeros podían ser bloqueados con suma facilidad… y en ellos también se podían tender emboscadas muy fácilmente.

Aterratrols hizo una seña a sus hombres y se agachó, con su hacha en ristre. Aún no, aún no… ¡Ahora! Dio un salto y aterrizó limpiamente en el desfiladero entre dos orcos a los que pilló por sorpresa. Atacó rápidamente con su hacha. Decapitó a uno de ellos y alcanzó al otro en la garganta en un golpe del revés. Ambos cayeron al suelo. Los orcos situados a ambos lados de los caídos trastabillaron y gruñeron mientras alzaban sus armas. Entonces, cuatro guerreros de Aterratrols aterrizaron de un salto en el desfiladero; dos a la derecha de su líder y los otros dos a la izquierda. Acto seguido, despedazaron a los siguientes orcos de la hilera. Después, más y más hombres suyos se abalanzaron sobre los orcos que se encontraban por detrás de los que ya estaban cayendo. En cuestión de minutos, dos decenas de orcos yacían muertos y el desfiladero se encontraba obstruido por un gran número de cadáveres.

Aterratrols y sus hombres se llevaron a rastras a los orcos muertos, que ya se estaban quedando rígidos por culpa del frío, hasta una montonera que se hallaba en la parte superior del desfiladero. A continuación, apostó a diez de sus hombres ahí para custodiar ese obstáculo que habían improvisado y se llevó al resto de sus guerreros consigo.

—Bien —les dijo Aterratrols mientras se abrían paso hacia el norte—. Ya nos hemos ocupado del primero.

El siguiente desfiladero se encontraba a menos de una hora de ascenso.

Nada más llegar, comprobaron que ese desfiladero también estaba repleto de orcos a los que atacaron del mismo modo. Aterratrols pudo comprobar que los orcos eran unos temibles guerreros, grandes, fuertes y muy duros, pero carecían de experiencia a la hora de batallar en las montañas o con tanto frío, ni tampoco estaban acostumbrados a que sus adversarios saltaran sobre ellos. Tomaron el segundo desfiladero con la misma facilidad que el primero y lo mismo ocurrió con el tercero. El cuarto resultó un poco más difícil, ya que era el más ancho de todos; cuatro hombres podían caminar ahí en paralelo, o tres orcos, por lo que Aterratrols y sus soldados tuvieron que saltar en grupos de cuatro. No obstante, consiguieron bloquearlo también en poco tiempo, aunque tuvieron que colocar unas cuantas rocas para asegurarse de que el paso quedaba bloqueado.

El quinto estaba totalmente despejado; al menos, no había ningún orco. Aterratrols se encontró con unos cuantos guerreros que estaban apostados ahí, pero eran humanos y vestían el uniforme naranja de Alterac, aunque estaban apostados tanto en el desfiladero como por encima de él.

—¡Alto! —gritó uno de los soldados de Alterac al divisarlos al mismo tiempo que señalaba con su lanza hacia ellos—. ¡¿Quiénes sois y qué hacéis aquí?!

Varios de sus compañeros corrieron de inmediato hacia él para prestarle apoyo.

—Soy Thoras Aterratrols, rey de Stromgarde —contestó Aterratrols de un modo cortante, quien lanzó una mirada teñida de odio a los soldados, a pesar de que sabía que se limitaban a cumplir órdenes—. ¿Dónde está Perenolde?

—El rey está en su castillo —respondió el mismo soldado de una manera altanera—. Estáis invadiendo nuestras tierras.

—¿Y qué sucede con los orcos? —preguntó Aterratrols—. ¿Son invasores o son vuestros invitados?

—Los orcos no pasarán por aquí —afirmó otro soldado—. ¡Defenderemos este desfiladero con nuestras vidas!

—Bien —replicó Aterratrols—, la cuestión es que no se encuentran en este desfiladero, sino en los cuatro situados más al sur.

Esa noticia sobresaltó a los soldados.

—Nos han ordenado que vigilemos este en concreto —aseveró uno de ellos, que parecía hallarse confuso—. Nos dijeron que los orcos intentarían pasar por aquí.

—Pues no es así —le espetó Aterratrols—. Por suerte, mis hombres ya han bloqueado los demás desfiladeros, pero muchas de esas bestias ya los han cruzado en dirección a Lordaeron —uno de los soldados que era mayor que los demás, un veterano sin duda, palideció al entender lo que implicaban esas palabras. Fue a él a quien dirigió Aterratrols su siguiente pregunta—. ¿Dónde está Hath?

—El general Hath se encuentra en el siguiente desfiladero, con el grueso de nuestras fuerzas —contestó el soldado, quien, por un momento, permaneció pensativo—. Puedo llevarte hasta él.

Si bien Aterratrols conocía el camino, también sabía que sería más fácil que lograra hablar con Hath si llegaba acompañado por un escolta. Así que asintió e hizo una seña a sus hombres para que los siguieran tanto a él como al soldado de Alterac.

Alcanzar el siguiente desfiladero les llevó otra hora más. Este era el sendero más ancho que cruzaba Alterac, era tan amplio que dos carros enteros podían pasar por él a la vez sin rozar las paredes, por lo cual era lógico que apostaran a la mayoría de los soldados ahí para vigilarlo. Siempre que los orcos fueran al norte en vez de al sur. Entonces, Aterratrols divisó a Hath, que estaba hablando con varios oficiales de inferior graduación, pero decidió esperar a que el soldado que lo había traído hasta ahí saludara al fornido general.

—¡General Hath, señor! —exclamó aquel hombre—. ¡Unos caballeros procedentes de Stromgarde desean verte!

Hath alzó la vista y frunció el ceño al ver a Aterratrols.

—Gracias, sargento —replicó mientras se acercaba a ellos y devolvía el saludo de despedida al veterano, que ya se marchaba—. Majestad dijo con tono muy solemne, a la vez que agachaba la cabeza ante Aterratrols.

—General —Aterratrols siempre había congeniado con Hath. Aquel hombre era un soldado muy fiable, un gran estratega y un tipo decente. Siempre le había desagradado tener que luchar contra él y esperaba que esta vez no fuera necesario—. Los orcos están cruzando los desfiladeros del sur en tropel —afirmó sin rodeos—. Los hemos bloqueado. —Hath palideció.

—¿Por nuestros desfiladeros del sur? ¿Estás seguro? —Aterratrols asintió y el general agitó la mano en señal de contrariedad—. Sí, claro que lo estás. Pero ¿por qué? El rey me dijo en persona que cruzarían por el norte, no por el sur. Por eso nos ha apostado aquí, para vigilar estos desfiladeros.

Aterratrols miró a su alrededor. Ninguno de los soldados de Alterac se encontraba bastante cerca como para escucharle hablar en voz baja.

—Eres un gran soldado y un buen comandante, Hath —le susurró—, pero siempre has sido un mentiroso pésimo. Sabías que iban a cruzar por el sur, ¿verdad?

El general de Alterac suspiró y asintió.

—Perenolde llegó a algún tipo de trato con la Horda —admitió—. Les dejaría pasar a cambio de protección.

Aterratrols asintió. Eso era justo lo que había sospechado.

—¿Cómo has podido transigir con esto? —inquirió con un tono apremiante.

La tensión se apoderó de Hath.

—¡Nos enfrentábamos a nuestra aniquilación! —replicó bruscamente—. ¡Nos habrían aplastado a todos y habrían masacrado a nuestro pueblo! ¡Nadie nos iba a ayudar! —en ese momento, hizo un gesto de negación con la cabeza—. Perenolde optó por proteger Alterac por encima de todo. Quizá lo que ha hecho no sea muy decente, pero ¡ha salvado muchas vidas!

—¿Y qué pasa con las vidas de los habitantes de Lordaeron? —le preguntó en voz muy baja—. Morirán porque has permitido que la Horda cruce las montañas sin ninguna traba.

Hath lo fulminó con la mirada.

—¡Son soldados! ¡Asumen el riesgo! ¡La Horda habría asesinado a nuestras familias, a nuestros hijos! ¡No es lo mismo!

Aterratrols asintió, ya que sentía cierta compasión por aquel hombre maduro.

—No, no lo es —reconoció—. Y tu lealtad a tu pueblo es admirable. Pero si la Horda conquista Lordaeron, controlará todo el continente. ¿Qué te hace pensar que estaréis a salvo?

Hath profirió un suspiro.

—El líder orco le dio su palabra a Perenolde, pero no sé hasta qué punto se puede confiar en esa criatura —entonces, negó con la cabeza—. Le dije a Perenolde que deberíamos ser leales a las demás naciones de la Alianza, pero no quiso hacerme caso. Le he jurado lealtad y debo obedecerle. Además, pensé que podría tener razón, que esta estratagema podría ser nuestra única oportunidad de sobrevivir —acto seguido, adoptó una expresión ceñuda—. Pero la supervivencia de la raza es más importante que la de un solo reino. Y si no tenemos honor, no tenemos nada —alzó la barbilla y una expresión severa se dibujó en su semblante—. Bueno, restauraré nuestro honor perdido —afirmó. Entonces, se giró y gritó a sus hombres—. ¡Cabo! ¡Reúne a los hombres! ¡Que todo el mundo se dirija a los desfiladeros del sur raudo y veloz! ¡Vamos a ayudar a nuestros amigos de Stromgarde a defender esos desfiladeros y a repeler el avance de la Horda orco!

—Pero señor… —se atrevió a objetar un soldado, pero Hath lo obligó a callarse con sus gritos.

—¡No me cuestione, soldado! —exclamó. El oficial lo saludó al instante y lo obedeció de inmediato. Entonces, Hath se volvió hacia Aterratrols—. Está en el castillo —dijo secamente el general, al cual no le hizo falta explicar a quién se refería—. Su guardia personal seguirá ahí, pero solo son una veintena de hombres. Podría sacarlo de ahí.

Aterratrols hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Ahora no tenemos tiempo de preocupamos por él —señaló—. Además, si yo voy ahí a por él, se podría considerar que estoy realizando una invasión. Y si vas tú, te considerarán un traidor —frunció el ceño—. Dejemos que la Alianza ajuste cuentas con Perenolde más adelante. Por ahora, lo único que importa es bloquear el paso a la Horda.

El general asintió.

—Gracias.

Acto seguido, se dio la vuelta y se sumó a sus oficiales que estaban reuniendo a los hombres.

—¡Maldita sea, llegamos muy tarde! —exclamó Turalyon, quien detuvo su montura y contempló con detenimiento el valle que se extendía ante él allá bajo.

Tanto él como Khadgar y el resto de caballería habían cabalgado lo más rápido posible, mientras las tropas marchaban tras ellos. Les había parecido que la mejor manera de cruzar hacia el oeste era a través de las laderas de la Vega del Amparo para luego emerger al norte de la capital, de tal modo que pudieran alcanzar la ciudad desde la amplia llanura situada detrás de ella, donde se encontraban sus puertas principales. Ahora, sin embargo, no tenía tan claro que ese tiempo de más que habían empleado para lograr esa mejor posición estratégica hubiese merecido la pena.

Turalyon también había esperado que pudiera llegar a contar con la ayuda de las tropas de Thoras Aterratrols, pero Stromgarde se hallaba demasiado lejos de su camino. Pese a que Turalyon incluso había considerado la posibilidad de desviarse de su ruta, en cuanto recibió la noticia de que la Horda había atravesado las montañas antes que ellos, se había sentido espoleado a seguir avanzando sin apartarse de su camino.

Ahora, sin embargo, miraba hacia abajo desde la parte posterior de esa cordillera, para contemplar el valle que iba a dar a Lordaeron y el lago y pudo comprobar que había fracasado miserablemente. La Horda ya estaba ahí, se extendía por el valle y alrededor de esa orgullosa ciudad como un ramillete de hojas alrededor de un árbol en otoño.

—No han atravesado los muros —señaló Aliena, quien se encontraba a su lado. Ella y los demás elfos, tanto los guerreros como los forestales, no habían tenido ningún problema a la hora de seguir a pie el ritmo impuesto por los caballos. Tanto ella como Lor’themar Theron se habían adelantado al resto de la formación junto a Turalyon para comprobar qué panorama les aguardaba por delante—. Aún no es tarde para prestarles nuestra ayuda.

—Tienes razón —admitió Turalyon, quien intentó olvidarse de su honda decepción para centrarse en evaluar la situación de un modo más desapasionado—. Esta batalla aún no está perdida. Gracias a nuestra ayuda, la capital no caerá —en ese instante, se acarició la barbilla—. Quizá incluso podamos aprovechar nuestra posición estratégica —comentó en voz baja, mientras meditaba al respecto con más detenimiento—. La Horda todavía no sabe que estamos aquí, así que podríamos atraparlos entre nuestras fuerzas y las de la ciudad —frunció el ceño—. Aunque deberíamos conseguir que Terenas sepa que estamos aquí, para poder coordinar nuestros ataques y para que no se sienta como si le hubiéramos abandonado a su suerte.

Theron asintió, al mismo tiempo que observaba esa masa de orcos que pululaba allá abajo, en la lontananza.

—Es un buen plan —reconoció—. Pero dime, ¿cómo vamos a alcanzar la ciudad? Nadie podrá atravesar esa masa de guerreros indemne, ni siquiera un elfo.

Aliena asintió.

—Si nos halláramos en un bosque, yo podría hacerlo —admitió—, pero aquí, en una llanura abierta, no hay ningún sitio donde poder ocultarse. Intentar algo así sería un suicidio.

Khadgar, que se hallaba sentado a lomos de su caballo al otro lado de Turalyon, les mostró a los tres una amplia sonrisa.

—Yo puedo atravesar ese ejército orco —les aseguró, a la vez que se reía de las expresiones dibujadas en sus semblantes—. Aunque ahora falta un poco de ayuda —añadió, mientras lanzaba una mirada fugaz a una figura tatuada que acababa de posarse sobre unas rocas situadas junto a ellos.

—¡Señor!

Terenas alzó la mirada y vio a un soldado que gritaba y señalaba a un lugar situado más allá de las murallas. Pensó que los orcos se estaban congregando en masa para realizar otro ataque y miró en esa dirección, siguiendo las indicaciones de aquel hombre; no obstante, el soldado parecía apuntar hacia arriba en vez de hacia abajo. Terenas se quedó boquiabierto al divisar una oscura figura que volaba hacia ellos.

—Que se preparen los arqueros —gritó, con la mirada clavada en esa silueta—, pero que no disparen hasta que yo dé la orden.

Era todo muy extraño. ¿Para qué iba alguien a enviar a un solo tipo volando, cuando allá abajo había millares y millares de orcos arremetiendo contra los muros? ¿Acaso se trataba de un explorador? ¿O de un espía? ¿O de algo totalmente distinto?

Los arqueros ocuparon su posición, con sus arcos largos preparados y tensados, y aguardaron pacientemente. La silueta se acercó aún más. Terenas pudo comprobar que se trataba de un grifo, aunque era una bestia mucho más salvaje y hermosa de lo que creía por lo que había visto en los blasones donde solía aparecer representada. Sus plumas relucían con colores dorados, violetas y rojos bajo el sol. Mientras se aproximaba, giró su feroz cabeza, como un pájaro, para observar todo cuanto había a su alrededor con sus ojos dorados.

Una figura se encontraba sentada sobre su espalda, que no parecía bastante grande como para ser un orco. Además, ese individuo iba bastante vestido, mucho más que esos guerreros de piel verde de abajo Terenas lo observó detenidamente y profirió un suspiro de alivio en cuanto atisbo fugazmente que vestía de violeta. No portaba una armadura, sino que llevaba una túnica, y eso solo podía significar una cosa.

—¡Bajad las armas! —vociferó a sus arqueros—. ¡Es un mago de Dalaran!

El grifo cayó en picado hacia ellos, batiendo sus poderosas alas, y, de repente, se detuvo. Se quedó planeando por encima de sus cabezas, trazando círculos en el aire, mientras los arqueros se daban la vuelta y volvían a centrarse en vigilar a los orcos de abajo. Sin lugar a dudas, el jinete estaba buscando un lugar donde aterrizar. Al final, se posó en la esquina de una torre cercana, que contaba con un círculo muy ancho que señalaba dónde colocar un caldero, una balista o una almenara. Terenas se dirigió a grandes zancadas a ese lugar, seguido de cerca por Morev, y llegó a la torre justo cuando el grifo tocaba tierra y plegaba las alas.

—Bueno, me alegra comprobar que no se me ha olvidado cómo volar en un grifo —comentó el jinete, al mismo tiempo que pasaba una pierna por encima de la silla para bajarse de su montura—. Gracias —le oyó Terenas susurrar al grifo, que graznó a modo de respuesta.

Acto seguido, el mago, cuya corta barba blanca era ahora visible, se volvió y Terenas lo reconoció.

—¡Khadgar! —exclamó, estrechando la mano del mago con fuerza—. Pero ¿qué haces aquí, montado en esa criatura?

—Os traigo buenas noticias —respondió el mago de aspecto avejentado, con una amplia sonrisa dibujada en su rostro. Aunque parecía cansado, por lo demás parecía estar bien—. Turalyon y su ejército se encuentran justo al otro lado del valle del norte —le informó a Terenas, al mismo tiempo que aceptaba agradecido el odre de vino que le ofrecía Morev, al cual dio un rápido trago—. Atacaremos a la Horda por la retaguardia y así los alejaremos de vosotros.

—¡Excelente! —Terenas dio una palmada; por primera vez en muchos días, parecía contento—. Ahora que el ejército de la Alianza ya ha llegado, ¡podremos atacarlos desde dos frentes y machacar a los orcos entre los dos!

—Ese es el plan de Turalyon —admitió el mago alegremente—. Kurdran me ha prestado su grifo para que pudiera llegar hasta aquí y coordinar el ataque. Me alegro de que aún recuerde las lecciones que Medivh me dio sobre cómo montar una de estas criaturas.

—Vamos —le dijo Terenas—. Mis sirvientes se ocuparán del grifo… le darán de beber y seguro que le buscarán algo de comer. Pero ahora, hablemos de lo que Sir Turalyon cree que deberíamos hacer a continuación y sobre cómo vamos a hacer que esos hediondos orcos se arrepientan del día en que osaron levantarse en armas contra nuestra ciudad.

—¡Cargad! —exclamó Turalyon, quien lideraba el ataque, sosteniendo el martillo ante sí como si fuera una lanza, mientras espoleaba a su caballo para que saliera del agua, cruzara la ribera y se dirigiera hacia el colosal ejército orco ahí congregado.

Muchos de esos orcos seguían concentrados en las murallas de la ciudad, a las que todavía no habían hecho ninguna mella a pesar de su gran ferocidad, por lo que solo unos pocos oyeron el ruido de los cascos de su caballo y se giraron para mirar. Si bien uno de ellos abrió la boca para avisar a los demás, Turalyon le acertó con su martillo de lleno en la mandíbula, haciéndosela añicos; además, le golpeó tan fuerte que le rompió el cuello. El orco se desmoronó y el caballo de Turalyon lo pisoteó.

Tras él, cabalgaba el resto de la caballería; detrás de la cual, avanzaban los soldados de a pie, que ya habían cruzado la llanura norte de la ciudad. Ahora, arremetían contra la Horda, que se volvió para plantarles cara.

Fue entonces cuando dispararon las balistas de la ciudad. Al instante, una lluvia de piedras y flechas arreció sobre las espaldas de los orcos.

Turalyon guio a los miembros de la caballería hasta la vanguardia de la Horda, la cual atravesaron. Acto seguido, se dieron la vuelta y volvieron a cargar. Entonces, los defensores de la ciudad lanzaron su segunda oleada de ataques.

Los orcos se arremolinaban aquí y allá, sin saber muy bien qué hacer. Cuando intentaban arremeter contra la ciudad, los soldados de la Alianza los atacaban por detrás. Y cuando se volvían, eran los soldados de la guardia de la ciudad quienes los atacaban. Como aún no habían logrado atravesar las murallas de la capital, no podían correr a refugiarse en la ciudad; además, tampoco podían retroceder hasta el lago de la llanura y las montañas pues se lo impedían los soldados aliados. Daba igual adónde fueran, pues solo les aguardaba la muerte.

Por desgracia, si algo le sobraba a la Horda eran tropas. Súbitamente, una hilera de colosales guerreros orcos avanzó, con sus armas en ristre, obligando a Turalyon y a sus jinetes a batirse en retirada. Los arqueros elfos lanzaron una salva de flechas que cayó sobre esos orcos, muchos de los cuales cayeron; sin embargo, de inmediato, otro guerrero sustituía a su compañero caído. Los orcos se abalanzaron sobre el ejército de la Alianza de un modo suicida, obligándoles a retroceder si no querían acabar aplastados bajo los pesados cadáveres orcos. Poco a poco, Turalyon y sus hombres fueron retrocediendo hacia el lago. En cuanto lograron alejarlos bastante, la mitad del resto de los soldados de la Horda centró de nuevo su atención en la capital. Arremetieron contras sus murallas, de tal modo que la ciudad agotó rápidamente sus provisiones de aceite, piedras y gravillas, así como de otros objetos que tiraban a sus atacantes.

Las balistas no servían para atacar a alguien que ya estaba junto a las murallas, salvo que quisieran hacer más daño que los invasores a las defensas de la ciudad. Por tanto, los orcos tenían vía libre para escalar las murallas y derribar con un ariete las puertas. Por ahora, las puertas resistían, pero estaban sufriendo un daño tremendo. Algunos guerreros orcos habían logrado encaramarse ya a las murallas, con unas grandes sonrisas dibujadas en sus labios. En cuanto llegaban arriba del todo, a la mayoría los detenían, golpeaban y mataban; sin embargo, unos cuantos lograron alcanzar su meta y atacaron a los guardias apostados en las murallas, provocando así que se desorganizaran y dejaran huecos en las defensas. Pese a que todos los orcos de la primera oleada que logró llegar hasta arriba del todo murieron, muchos más venían tras ellos. Sus cadáveres se amontonaban y proporcionaban a los orcos que venían por detrás cierta protección mientras escalaban las murallas, pues les permitían tener una superficie sólida sobre la que ascender y preparar sus armas para atacar a los guardias.

—¡Esto no está funcionando! —le gritó Khadgar a Turalyon mientras retrocedían a lomos de sus caballos por un vasto puente que los orcos habían construido para atravesar el lago—. ¡No contamos con suficientes efectivos como para poder derrotarlos con esta estrategia! ¡Tenemos que cambiar de táctica!

—¡Estoy abierto a cualquier sugerencia! —replicó Turalyon, al mismo tiempo que destrozaba con su martillo a un orco que arremetía contra él—. ¿No puedes utilizar tu magia para combatirlos?

—Sí, pero no servirá de mucho —contestó Khadgar, a la vez que atravesaba con su espada a un orco que se había acercado demasiado—. Puedo matarlos con mis hechizos, pero solo a unos pocos cada vez. También podría invocar una tormenta, pero eso tampoco serviría de nada; además, me quedaría tan agotado que ya no podría lanzar más sortilegios.

Turalyon asintió.

—¡Todos nuestros hombres deben cruzar el lago y defender este puente! —le dijo a su amigo, mientras blandía de nuevo su martillo y utilizaba su escudo para empujar a un orco al agua que fluía a sus pies—. Después, esperaremos a que dejen de prestarnos atención y los volveremos a atacar en cuanto nos den la espalda.

Khadgar se limitó a asentir, pues estaba demasiado ocupado defendiéndose como para poder hablar. Esperaba que el nuevo plan funcionara. Porque si no, a la Horda le bastaría con quemar ese puente y seguir arremetiendo contra las puertas de la ciudad hasta que cedieran. En cuanto las puertas cayeran, entrarían en la ciudad y ya sería imposible detenerlos. En Ventormenta, Khadgar había sido testigo de cómo los orcos tomaban una ciudad. Y no quería volver a serlo.

—¡Las puertas están cediendo!

Terenas negó con la cabeza como si así pudiera hacer que ese grito desapareciera. Además, estaba demasiado ocupado como para comprobarlo por sí mismo. Un orco, que había logrado encaramarse a la parte superior de la muralla a poca distancia de donde el rey se hallaba observando la batalla que se libraba allá abajo, avanzaba ahora hacia él. Sonreía tan abiertamente que le estaba mostrando sus afilados colmillos al mismo tiempo que trazaba lentos arcos en el aire con su pesado martillo de guerra. Terenas recogió una espada caída en el suelo a regañadientes, pues era consciente de que no era un guerrero.

Entonces, alguien apareció a su lado. Comprobó, aliviado, que se trataba de Morev. El comandante de la guardia portaba una larga lanza con la que obligó al orco a retroceder.

—Debería ir a ver cómo están las puertas, señor —le sugirió con total serenidad, mientras amenazaba de nuevo al orco con ensartarlo—. Yo me ocuparé de esto.

Terenas pudo ver que varios guardias más se aproximaban hacía el orco por el otro lado, dos de ellos iban también armados con lanzas.

Tras aceptar que ya no lo necesitaban ahí, Terenas dejó reconfortado la espada en el suelo y se alejó de ese lugar. Tuvo que agacharse para recorrer un corto tramo de escaleras que atravesaba la muralla y fue a parar cerca de la pequeña armería de la guardia. Acto seguido, se dirigió a una estrecha pasarela que se extendía a lo largo de la muralla y que iba a dar a una corta escalera. Subió a saltos esos peldaños y volvió a la parte superior de las murallas, aunque esta vez se encontraba sobre las puertas principales.

Notó los terribles golpes antes de llegar a la parte de arriba del todo. Las piedras se estremecían y le rechinaban los dientes. Al mirar hacia abajo, pudo comprobar que estaban golpeando las puertas principales con un grueso tronco. Incluso desde ahí arriba, Terenas podía ver que se estremecían cada vez que recibían un impacto.

—Apuntaladlas —le ordenó a un joven teniente que se hallaba cerca—. Reúne a unos cuantos hombres y apuntalad las puertas principales.

—¿Con qué, señor? —inquirió el joven oficial.

—Con cualquier cosa que encontréis —respondió el rey.

Entonces, posó la mirada sobre un lugar situado más allá de las murallas, sobre esa masa formada por incontables orcos que luchaban contra él y su ciudad. En la lejanía, divisó un puente donde relucía algo metálico. De inmediato, fue consciente de que Turalyon y su ejército se habían retirado hasta ahí para poder planear su próximo movimiento. Terenas esperaba que concibieran una buena estrategia.