—¡Vámonos! —gritó Martillo Maldito—. ¡Coged vuestro equipo y moveos!
Observó a los guerreros por un momento, mientras sus cabecillas vociferaban, los empujaban y golpeaban para que se pusieran en marcha y, a continuación, se giró hacia Gul’dan, quien esperaba pacientemente cerca de él.
—¿Qué? —inquirió apremiante.
—Mi clan y yo nos quedaremos aquí un tiempo —replicó Gul’dan—. Tengo otros planes para el Altar de la Tempestad, unos planes que ayudarán a la Horda en su conquista.
Orgrim frunció el ceño. Seguía sin confiar en ese brujo canijo y feo. Pero tenía que admitir que los ogros de dos cabezas habían demostrado ser inmensamente útiles en la batalla para conquistar Quel’Thalas. Si bien era cierto que esos malditos enanos habían acabado con varias de esas criaturas, también era cierto que sin los ogros quizá no hubieran atravesado las lineas de la Alianza y no hubieran podido reagruparse. Por todo esto, al final, asintió.
—Haz lo que tengas que hacer —le dijo a Gul’dan—. Pero no tardes mucho. Necesitaremos toda la ayuda posible si queremos conquistar Lordaeron con rapidez.
—No me demoraré —le aseguró el brujo, sonriendo de oreja a oreja—. Tienes razón… debemos actuar con celeridad.
La forma en que pronunció esas palabras inquietó a Martillo Maldito, pero justo entonces, apareció Zuluhed corriendo. Acto seguido, Orgrim dejó de contemplar al jefe brujo con su penetrante mirada y se dispuso a escuchar el último informe sobre cómo transcurría la batalla en el bosque.
—No podemos atravesar sus defensas —le informó el cabecilla del clan Faucedraco, quien parecía más furioso que pesaroso—. Ni siquiera los dragones son capaces —insistió, sacudiendo la cabeza de lado a lado—. Pese a que lanzan su lluvia de juego sobre la ciudad, las llamas ni la tocan y una barrera invisible que no pueden romper repele los ataques de sus garras.
—Eso es cosa de la Fuente del Sol —comentó Gul’dan, a la vez que se volvía para tomar parte en la conversación—. De esa fuente de magia que otorga un inmenso poder a los elfos.
A Martillo Maldito no le sorprendió para nada que el brujo conociera ese dato.
—¿Hay alguna manera de destruirla, drenarla o aprovecharla para nuestros fines? —preguntó.
Gul’dan negó con la cabeza.
—Lo he intentado —admitió—. Puedo percibir su poder, pero es de un tipo con el que no estoy familiarizado, por lo que no puedo manejarla —entonces, se rascó su hirsuta barba—. Sospecho que únicamente los elfos tienen acceso a su poder, ya que esa magia está ligada a ellos y a estas tierras.
—¿No puedes usar los Altares para quebrar sus defensas? —fue la siguiente pregunta de Orgrim.
Gul’dan volvió a esbozar una gran sonrisa.
—Esa es una de las cosas que estoy intentando —respondió—. Pero aún no sé si funcionará; no obstante, los Altares han sido tallados con las Piedras Rúnicas de los elfos, las cuales, originariamente, recibieron su magia de la Fuente del Sol. Quizá sea capaz de valerme de ese vinculo para enviar mi propia magia a la fuente original de ese poder con el fin de destruirla o arrebatársela.
Estaba muy claro cuál de las opciones prefería el brujo. A Martillo Maldito no le hacia ninguna gracia que pudiera llegar a tener tanto poder en sus manos. No obstante, eso seria mejor que dejarlo en manos de esos extraños, letales y silenciosos elfos.
—Haz lo que puedas —volvió a decirle a Gul’dan—. Aunque, ahora, entrar en esa ciudad es un objetivo secundario. Si bien no podemos entrar, ellos tampoco pueden salir —acto seguido, se volvió hacia Zuluhed, que seguía esperando—. Lo mismo se puede decir de los dragones. Quizá los necesitemos, sobre todo si la Alianza cuenta con más guerreros de los que esperamos en la capital. Si, dentro de unos días, aún no habéis logrado quebrar la barrera, desistid y enviad a los dragones con el resto de la Horda —en ese instante, miró a Gul’dan, quien ya se hallaba bastante lejos como para no poder oírle—. Y asegúrate de que tanto él como sus brujos os acompañan.
Zuluhed sonrió de oreja a oreja.
—Me lo llevaré a rastras si hace falta. E incluso ordenaré a algún dragón que se lo trague y lo transpone en su estómago si es necesario —prometió.
Orgrim asintió. Después, se alejó del cabecilla Faucedraco para que este hablara con sus jinetes de dragones. Se marchó para comprobar si sus guerreros Roca Negra estaban preparados para partir hacia su próximo objetivo.
La Horda tardó dos horas más en ponerse en marcha. Gul’dan y Cho’gall observaron cómo una oleada tras otra de guerreros orcos se alejaban de Quel’Thalas, caminando pesadamente sobre los restos calcinados de los árboles que habían caído ante las llamas de los dragones. Un tercio del bosque había ardido por entero. Toda esa extensión estaba repleta de hollín, cenizas y alguna que otra hoja que se había chamuscado pero no se había quemado del todo. Esos guerreros habían acampado ahí, ya que se sentían más cómodos al aire libre que bajo los árboles que aún seguían en pie, a pesar de que el suelo se encontraba lleno de trozos de corteza, hojas y frutos secos. Por otro lado, ahora, se elevaban hacia el ciclo unas nubes de hollín, que levantaban con sus pisadas las múltiples tropas que cruzaban las faldas de las montañas y se dirigían a otras cumbres situadas en la lontananza. Martillo Maldito encabezaba la marcha, dando grandes zancadas con las que cubría una gran distancia, mientras su arma rebotaba ligeramente contra su espalda y piernas al andar. En ningún momento miró a su alrededor, pues estaba muy seguro de que no corría peligro alguno.
Gul’dan aguardó a que el último orco que cerraba la marcha desapareciera de su vista. Acto seguido, se volvió hacia Cho’gall.
—¿Estamos listos?
Las dos cabezas del cabecilla del Martillo Crepuscular sonrieron abiertamente.
—Sí, lo estamos —respondió.
—Bien. Dile a tus guerreros que partiremos de inmediato. Tenemos un largo camino que recorrer hasta Costasur —en ese instante, se frotó la barba—, Zuluhed está muy ocupado con esa ciudad elfa y ni siquiera se dará cuenta de que nos hemos ido hasta que sea demasiado tarde.
—¿Y si envía a sus dragones a buscamos? —inquirió Cho’gall, quien normalmente despreciaba el peligro, pero cuyo valor flaqueó al imaginarse a esas descomunales criaturas abatiéndose sobre ellos.
—No lo hará —le aseguró Gul’dan al ogro—. No se atreverá a hacer algo así sin que Martillo Maldito se lo ordene. Eso implica que tendría que enviar primero un mensajero que alcanzara al resto de la Horda y luego debería aguardar a recibir la respuesta. Para entonces, ya estaremos muy lejos de su alcance y Orgrim no se podrá permitir el lujo de prescindir de algunas de sus tropas para enviarlas en nuestra busca, no si quiere tomar esa ciudad humana.
Entonces, estalló en carcajadas. Llevaba semanas pensando en cómo librarse de la estrecha vigilancia de Martillo Maldito para poder llevar a cabo sus propios planes y, al final, ¡había sido el propio Jefe de Guerra quien le había servido la solución perfecta en bandeja! Si bien había esperado que Orgrim insistiera en que lo acompañara junto al resto de la Horda en esa marcha hacia la capital, la dura resistencia que habían planteado los elfos le había dado la excusa perfecta para quedarse atrás.
—Voy a darles las nuevas órdenes a mis guerreros —le anunció Cho’gall, quien, a continuación, se alejó vociferando órdenes.
Gul’dan asintió y se fue a preparar sus propio equipo. Ansiaba iniciar esa nueva marcha, ya que cada paso lo alejaría más y más de Martillo Maldito y su implacable vigilancia y lo acercaría a su destino.
Orgrim descendió por el estrecho sendero que atravesaba la cumbre de la montaña y se dirigió al pequeño valle situado allá abajo. Pese a que era de noche y el resto de la Horda estaba durmiendo, tenía asuntos muy urgentes que atender. Se desplazaba con sumo sigilo mientras buscaba a tientas entre esas piedras desgastadas un lugar firme donde poder pisar. Con una mano sostenía el martillo para que no le golpeara la espalda ni chocara contra esas paredes rocosas y con la otra palpaba lo que tenía por delante a lo largo de ese camino. En el cielo, brillaba una media luna que iluminaba bastante su trayecto. Además, podía oír el zumbido de algún insecto cercano. Pero aparte de eso, reinaba el silencio en las montañas.
Prácticamente, había alcanzado el valle cuando oyó diversos ruidos, provocados por alguien (o algo) de, más o menos, el tamaño de un orco que se desplazaba torpemente hacia el valle desde el extremo más alejado. Martillo Maldito se agachó y se escondió a un lado del sendero. Cogió el martillo que llevaba al hombro y lo sostuvo ante sí. Echó un vistazo con suma cautela y aguardó mientras esos ruidos iban en aumento. Entonces, vio que algo se movía a un lado del camino y observó cómo una figura envuelta en una capa ascendía por la última pendiente y se adentraba en el valle.
Más que un valle era un recoveco que quizá tuviera unos seis metros de ancho y cuatro y medio de largo. No obstante, ahí había rocas por todas partes, lo cual convertía ese lugar en un refugio perfecto y un escondite decente. Presumiblemente, esa era la razón por la que lo habían escogido.
Mientras Orgrim la observaba inmóvil, esa figura se apoyó sobre una roca para recuperar el resuello: acto seguido, se enderezó y echó un vistazo a su alrededor.
—¿Hola? —dijo en voz baja el hombre de la capa.
—Estoy aquí —contestó Martillo Maldito, quien se puso en pie, se abrió paso entre las rocas para abandonar el sendero y se adentró en el valle.
El extraño se enderezó aún más y lanzó un grito ahogado de asombro cuando el orco se aproximó. Orgrim pudo ver que aquel hombre llevaba una tizona a la cintura, una obra de arte inmaculada, y dedujo al instante que ese extraño nunca la había utilizado. ¿Por qué constantemente me veo obligado a tratar con cobardes, alfeñiques e intrigantes?, se preguntó. ¿Por qué no trato más con guerreros, que son mucho más directos a la hora de expresar lo que quieren y más francos sobre los métodos que pretenden aplicar? Se había dado cuenta de que el hombre que había liderado los ejércitos de la Alianza en Quel’Thalas no era el mismo que los había liderado en las Tierras del Interior, pero ambos lo habían impresionado. Seguro que eran guerreros, que seguían un código de honor y respetaban la fuerza y la honradez. Aunque claro, unos hombres tan nobles jamás habrían pedido reunirse de este modo.
—¿E-eres Lord Martillo Maldito? —tartamudeó aquel hombre, que retrocedió levemente y de un modo cobarde ante él—. ¿Hablas la lengua común?
—Soy Orgrim Martillo Maldito, cabecilla del clan Roca Negra y Jefe de Guerra de la Horda. Si, domino perfectamente vuestro idioma —le confirmó Orgrim—. ¿Eres tú quién me envió ese mensaje, humano?
—Si, lo soy —respondió aquel hombre, que se echó la capucha hacia delante como si quiera cerciorarse de que aún le ocultaba la cara. Martillo Maldito pudo comprobar que la capa estaba confeccionada con una tela excelente y poseía unos bordados exquisitos en los dobladillos—. Pensé que sería mejor que nos encontráramos antes de que ocurriera algo… desagradable —hablaba lentamente, como si se dirigiera a un niño.
—Muy bien.
Orgrim miró a su alrededor, para cerciorarse de que ese humano no había venido acompañado de algún asesino, pero no olió ni oyó a nadie más. Tuvo que dar por sentado que ese humano realmente había venido solo, tal y como había afirmado en su extraño mensaje, y asumir el riesgo de que tal vez lo estuviera engañando.
—No esperaba que un humano quisiera contactar conmigo —admitió Martillo Maldito entre susurros, a la vez que se agachaba para poder examinar a ese hombre con más detenimiento—. Sobre todo, de este modo. ¿Así es como soléis comunicaros los humanos? ¿Mediante aves entrenadas para enviar mensajes?
—Sí, es uno de nuestros métodos —contestó aquel hombre—. Sabía que ninguno de los míos sería capaz de acercarse suficiente a ti como para entregarte un mensaje; además, no sabía de qué otra manera podría contactar contigo, así que envié a ese pájaro. ¿Lo has matado?
Orgrim asintió y fue incapaz de evitar que una amplia sonrisa se dibujara en su cara. El hombre se sobresaltó y empezó a sudar a mares.
—No nos dimos cuenta de que era un mensajero hasta que nos percatamos de que llevaba un pergamino atado a la pata. Para entonces, era ya muy tarde. Espero que no quisieras que te lo devolviéramos.
Su interlocutor agitó una esbelta mano enguantada en el aire, como si quisiera quitarle hierro al asunto. Pese a que le temblaba la mano, su voz sonó bastante forme.
—Solo era un pájaro —replicó—. Estoy más interesado en tratar de evitar un número mayor de muertes que podríamos lamentar.
Martillo Maldito asintió.
—Eso decía tu mensaje. Bueno, dime, ¿qué quieres de mí?
—Ciertas garantías —respondió.
—¿De qué tipo?
—Quiero que me des tu palabra, como guerrero y líder, de que mantendrás controlados a tus guerreros —contestó aquel hombre—. No quiero que haya ningún asesinato, combate o saqueo ni que se cometa ninguna otra atrocidad en estas montañas. Dejad nuestras ciudades y aldeas intactas y no deis caza ni acoséis a nuestra gente.
Orgrim meditó al respecto mientras acariciaba distraídamente la cabeza de su martillo con una sola mano.
—¿Y nosotros qué ganamos a cambio?
El hombre sonrió; era una sonrisa gélida que, sin duda, pretendía ser amistosa pero que parecía únicamente taimada y artera.
—Tendréis vía libre —contestó lentamente, dejando que las tres palabras pendieran en la quietud del aire nocturno.
—¿Eh? —Martillo Maldito ladeó la cabeza, para indicarle al hombre que continuara.
—Tus guerreros y tú queréis cruzar estas montañas para conquistar Lordaeron —señaló aquel hombre—. Pero estos picos son muy traicioneros y, en ellos, aquellos que los conocen bien son capaces de combatir ejércitos mucho mayores. Tu Horda probablemente logrará vencer toda resistencia y cruzará las montañas, pero sufrirá muchas bajas, por lo que se encontrará muy debilitada cuando pretenda batallar contra los defensores de Lordaeron —volvió a sonreír y se apoyó de nuevo sobre la roca; no cabía duda que se sentía muy satisfecho con su interpretación de la situación y su plan para utilizarla a su favor—. Puedo cerciorarme de que los defensores de esta región no se acerquen a tu ejército —le aseguró—. Te mostraré incluso qué senderos debéis seguir para avanzar más rápido. Tu Horda podrá cruzar estas montañas rápidamente y sin hallar oposición.
Orgrim reflexionó sobre ello.
—En resumen, si dejamos tus tierras en paz —dijo en voz alta—, nos despejarás el camino, ¿verdad?
El hombre asintió.
—Correcto.
Martillo Maldito se enderezó y se acercó al hombre hasta que se halló a solo medio metro de él. A esa distancia, era capaz de distinguir algunos de los rasgos de aquel hombre que llevaba el rostro tapado por una capucha. Eran unas facciones estrechas, elegantes y calculadoras a pesar de que se hallaban dominadas por el miedo. Aquel hombre le recordaba a Gul’dan en cierto modo, pues era listo y siempre pensaba en su propio beneficio, aunque probablemente era demasiado cobarde como para traicionar a alguien más poderoso que él.
—Muy bien —dijo el orco al fin—. Acepto la propuesta. Muéstrame el camino más corto para cruzar estas montañas y yo haré que mis guerreros las atraviesen lo más rápido posible y no se paren para practicar el saqueo y el pillaje. En cuanto conquistemos estas tierras, proclamaré que estas montañas se encuentran bajo mi protección y que nadie podrá violar este territorio. Tú y los tuyos estaréis a salvo.
—Excelente —ese hombre envuelto en una capa sonrió y dio una palmada como un niño—. Sabía que serías razonable —acto seguido, sacó un pergamino enrollado que llevaba atado al cinturón y se lo entregó a Orgrim—. Aquí tienes un mapa de esta zona —le explicó—. He señalado este valle para que puedas orientarte mejor.
Martillo Maldito desenrolló el mapa y lo examinó.
—Si, es muy claro —dijo un momento después.
—Bien —el hombre se le quedó mirando por un segundo—. Bueno, debo regresar con los míos —afirmó.
Orgrim asintió pero no dijo nada más. Un instante después, el hombre se volvió y se alejó a paso ligero, se agachó entre unas rocas y fue bajando con sumo cuidado el risco que había más allá de ese valle. Por un momento, Martillo Maldito contempló la posibilidad de seguirlo. Ya tenía el mapa, que era lo que necesitaba; además, con un solo y rápido golpe habría podido acabar con la vida de ese hombre. Pero eso habría sido deshonroso. Una de las cosas que más odiaba de su propio pueblo, tras la transformación que habían sufrido, era su falta de honor. Tiempo atrás, en Draenor, habían sido una raza noble. Sin embargo, los traicioneros actos de Gul’dan lo habían cambiado todo, pues los habían transformado en unos meros salvajes sedientos de sangre. Orgrim estaba decidido a restaurar el orgullo y la pureza de su raza, y eso significaba que debían seguir un estricto código de conducta. Como ese hombre habría tratado con él de buena fe, no iba a traicionarlo. Martillo Maldito iba a seguir el sendero que el hombre le había marcado y si finalmente resultaba ser un camino rápido y las tropas humanas no les bloqueaban el paso, cumpliría con su parte del acuerdo.
Orgrim enrolló el pergamino, moviendo de lado a lado la cabeza. Lo colocó en su cinturón y volvió al sendero que le había llevado hasta ese valle. En cuanto regresara con los suyos, reuniría a sus lugartenientes y les mostraría la ruta que iban a tomar.
—¿Nos ha llamado, majestad?
El general Hath, el comandante de las fuerzas de Alterac, se encontraba en el umbral de la puerta entreabierta de la sala de mapas. Perenolde pudo ver que los demás comandantes del ejército se hallaban tras el robusto general.
—SI. pasad, general, oficiales —dijo Perenolde, intentando que su voz transmitiera serenidad mientras les indicaba con una seña que entrasen—. He recibido una nueva información sobre la Horda y sus movimientos que deseo compartir con vosotros.
Se percató de que Hath y unos cuantos más intercambiaron unas miradas de manera fugaz, pero no dijeron nada mientras lo seguían hasta el impresionante mapa-tapiz que cubría la pared más lejana y mostraba toda Alterac de punta a punta; con todas sus ciudades y fortalezas destacadas en hilo de plata y el castillo, en hilo de oro.
—Me he enterado por fuentes autorizadas y extremadamente fiables de que la Horda se dirige directamente hacia nosotros —les explicó Perenolde. Varios oficiales profirieron un grito ahogado—. Al parecer, planea invadir Lordaeron y ha decidido cruzar las montañas para aproximarse a la capital por el norte.
—¿A qué distancia se encuentra? —inquirió apremiante el coronel Kavdan—. ¿Cuántos son? ¿Con qué clase de armas cuentan?
Mientras hacía estas preguntas, varios oficiales murmuraban a sus espaldas.
Perenolde alzó una mano y los oficiales se callaron de inmediato.
—No sé a qué distancia se encuentran esos orcos —respondió—. Aunque sospecho que a un día, tal vez dos, como mucho. No tengo ni idea de cuántos son, pero por lo que señalan todos los informes, son un ejército formidable, de eso no cabe duda —entonces, esbozó una tenue sonrisa—. Sin embargo, eso ya no nos concierne.
El general Hath se enderezó cuán largo era.
—¿Cómo que no nos concierne, majestad? —preguntó soliviantado, mientras resoplaba de tal modo que su frondoso bigote gris se agitó—. Formamos parte de la Alianza y hemos jurado que combatiríamos contra la Horda.
—La situación ha cambiado —le informó Perenolde, quien era consciente de que estaba sudando a mares y de que sus oficiales se habían percatado de ello—. He reconsiderado nuestras opciones y he decidido que nuestra manera de enfocar este conflicto debe cambiar. De manera inmediata y efectiva, Alterac ha dejado de formar parte de la Alianza —en ese instante, respiró hondo—. Creedme, esto es lo mejor para lodos.
Todos los oficiales parecían muy sorprendidos.
—¿Qué quieres decir, majestad? —inquirió Kavdan.
—He sellado un pacto de no agresión con la Horda —contestó Perenolde—. Si no les impedimos avanzar por las montañas, ellos, a camino, dejaran Alterac en paz, no sufrirá daño alguno.
Esa respuesta pareció inquietar a sus oficiales e incluso le dio la impresión de que algunos de ellos estaban furiosos o incluso se sentían asqueados.
—¿Pretendes que conspiremos con los orcos, majestad? —inquirió en voz baja Hath, en cuyo tono de voz se pudo apreciar un fuerte desprecio.
—¡Sí, vamos a conspirar con ellos! —le espetó Perenolde, perdiendo totalmente la compostura—. ¡Porque así voy a asegurar nuestra supervivencia! —dejó que la ira y el terror que sentía tiñeran sus palabras—. ¿Acaso sabéis a qué nos enfrentamos? ¡La Horda, la Horda entera, planea atravesar estas montañas! ¿Acaso sabéis cuántos orcos la forman? ¡Millares! ¡Decenas de millares! —Hath asintió a regañadientes, así como unos cuantos oficiales más—. ¿Acaso sabéis cómo son esos orcos? He visto a uno de ellos, a no mucha más distancia de la que me hallo ahora de vosotros. ¡Son enormes! ¡Son casi tan altos como los trols y el doble de anchos! Poseen unos músculos descomunales, así como colmillos y unos dientes muy afilados… además, el orco con el que me reuní portaba un martillo que se necesitarían tres hombres para levantarlo, ¡pero él lo blandía como si fuera un juguete para niños! ¡Ningún hombre puede hacer frente a algo así! Nos van a matar a todos, ¿acaso no lo entendéis? ¡Ya han destruido Ventormenta y Alterac será la próxima en caer!
—Pero la Alianza… —se atrevió a decir Hath, pero la risa amarga de Perenolde le interrumpió.
—¿La Alianza qué? —replicó con brusquedad—. ¿Dónde está ahora? ¡Aquí no, como podéis ver! Formamos la Alianza, precisamente, para proteger nuestros reinos de este tipo de ataques, pero aquí estamos, con la Horda soplándonos en el cogote y sin que la valiosa Alianza haga acto de presencia. Nos han abandonado a nuestra suerte, ¿no lo veis? —en ese instante, se dio cuenta de que estaba alzando la voz de un modo que bordeaba la histeria, así que intentó controlarse—. Ahora cada reino debe sacarse las castañas del fuego —les dijo con la mayor calma posible—. Tengo que anteponer los intereses de Alterac por encima del resto. Los demás reyes harían lo mismo.
—Ya, pero esas bestias… —acertó a decir otro oficial llamado Trend.
—… son monstruosas y letales, si, lo sé —le interrumpió Perenolde—. Pero son capaces de razonar. Me reuní con su líder. ¡Y hablaba la lengua común! Me escuchó y accedió a dejar nuestro reino en paz si no le obstaculizábamos el paso.
—¿Podemos… podemos confiar en ellos? —preguntó un oficial de menor graduación llamado Verand.
Perenolde profirió un leve suspiro al comprobar que unos cuantos oficiales asentían. Si se estaban preguntando eso mismo era porque ya habían aceptado que ese acuerdo era necesario… ahora solo les preocupaba si los orcos iban a cumplir o no su parte.
—No nos queda más remedio —respondió lentamente—. Pueden aplastamos sin pensárselo dos veces. Si nos traicionan, estamos acabados. Pero si cumplen su palabra… y creo que lo harán… Alterac sobrevivirá. Da igual el precio a pagar por ello.
—Esto me sigue sin gustar —insistió Hath de un modo testarudo—. Dimos nuestra palabra a las demás naciones.
Sin embargo, el general parecía dubitativo, Perenolde sabía que estaba reevaluando la situación y que se había dado cuenta de que tal vez ese plan fuera su única oportunidad de sobrevivir.
—No os tiene por qué gustar —replicó Perenolde sin contemplaciones—. Solo tenéis que obedecer. Yo soy el rey y he tomado una decisión. Me habéis jurado lealtad y, por tanto, debéis cumplir mis órdenes.
Pese a que sabía que eso no les detendría si realmente no estaban de acuerdo con él, esperaba que hubiera logrado convencerlos, al menos tanto como para que su lealtad los empujara a seguir el camino correcto.
Hath lo observó detenidamente por un momento.
—Si esa es tu voluntad, majestad —dijo al fin—. Obedeceré.
Los demás también asintieron.
Perenolde sonrió.
—Bien. Y en lo que a la Alianza respecta, yo asumiré todas las consecuencias personalmente —acto seguido, se volvió hacia el mapa—. La Horda cruzará por aquí, aquí y aquí —dijo, señalando los desfiladeros del sur en el mapa. Se enfadó al comprobar que le temblaba la mano—. Debemos dejar sin vigilancia esos desfiladeros y la Horda los cruzará sin que tengamos que enfrentamos a un solo orco.
Hath estudió el emplazamiento de esos desfiladeros.
—Su plan debe de consistir en atacar Lordaeron desde el norte —caviló, trazando una linea en el borde del tapiz que acababa en el lugar donde se hallaría la capital si el mapa continuara—. Yo no habría optado por esa estrategia, pero claro, tampoco cuento con su gran número de tropas… ni tengo su arrogancia —se volvió hacia Perenolde, con semblante dubitativo—. Los hombres quizá se opongan, majestad —aseveró con suma frialdad—. Pueden pensar que estamos traicionando a la Alianza, o incluso haciendo algo peor —por el tono en que pronunció esas palabras, dejó poco espacio a las dudas: él compartía esa opinión—. Si se produce una revuelta, no podremos detenerlos.
Perenolde reflexionó al respecto.
—Muy bien —dijo un momento después—. Diles a los soldados que la Horda solo planea utilizar los tres desfiladeros situados más al norte. Si alguien te pregunta cómo has obtenido esta información, hazle entender que algunos de nuestros exploradores y espías han sacrificado sus vidas para poder descubrir ese plan —entonces, asintió, satisfecho de su propia astucia—. Eso debería mantener a todo el mundo ocupado y lejos de todo peligro.
Hath asintió con brusquedad.
—Apostaré a nuestros hombres en esos destinos de inmediato, majestad —le prometió con cierta sequedad.
—Muy bien —Perenolde obsequió al general con la sonrisa más afectuosa que fue capaz de esbozar, para demostrarle que le había perdonado por sus objeciones—. Ahora, será mejor que os pongáis en marcha. No quiero arriesgarme a que, cuando los orcos lleguen, nuestras tropas aún no estén en posición.
Los oficiales lo saludaron y abandonaron la sala de mapas ordenadamente… todos salvo Hath.
—¿Qué sucede, general? —inquirió Perenolde, quien ya no tenía que disimular su hastío.
—Ha llegado un mensajero, señor —contestó el general—. De la Alianza. Llegó cuando estabas… descansando —Hath lanzó una severa mirada a la capa que yacía tirada sobre una silla en una esquina. Por su expresión, cabía deducir que sabía que Perenolde había salido del castillo y por qué—. Te espera fuera, señor.
—Tráelo aquí inmediatamente —replicó Perenolde, quien se acercó a grandes zancadas a la silla para recoger la capa—. ¿Has hablado con él?
—Solo para cerciorarme de quién lo enviaba —le aseguró Hath—. Supuse que querrías oír las nuevas que trae cuanto antes.
El general ya se encontraba en la puerta de la sala de mapas cuando pronunció estas palabras. Entonces, hizo una seña a alguien que esperaba fuera. Se trataba de un joven vestido de cuero, cuya ropa estaba manchada por las vicisitudes del viaje, y que miraba al suelo nervioso.
—Majestad —acertó a decir el joven, que alzó brevemente la vista y la apartó al instante—. Te traigo saludos y un mensaje de Lord Anduin Lothar. Comandante de la Alianza.
Perenolde se aproximó al joven, arrastrando su capa tras de si.
—Gracias, general, puede retirarse —le dijo a Hath, quien pareció sentirse aliviado y abandonó obedientemente la estancia, cerrando la puerta al salir—. Y ahora, joven —prosiguió hablando Perenolde al mismo tiempo que se volvía hacia el mensajero—, dime, ¿en qué consiste ese mensaje que traes?
—Lord Lothar dice que debéis llevar vuestras tropas a Lordaeron —respondió el joven sumamente nervioso—. Es muy probable que la Horda ataque la capital y vuestras fuerzas deben ayudar a defenderla.
—Ya veo —Perenolde asintió, a la vez que se frotaba la barbilla y apoyaba la mano libre en el hombro del muchacho—. ¿Espera que regreses para informarle de nuestros avances en dicha cuestión? —inquirió.
El mensajero asintió.
—Ya veo —repitió Perenolde—. Es una pena.
Se giró hacia el muchacho y lo acercó hacia si con gran fuerza. Entonces le clavó la daga que sostenía en la otra mano. La hoja sorteó las costillas por debajo y le perforó el corazón. El joven sufrió varías convulsiones y la sangre manó de su boca. Acto seguido, se desplomó. Perenolde lo cogió antes de que se estrellase contra el suelo y lo tumbó con sumo cuidado.
—Habría sido mejor que te hubiera dado ese mensaje por escrito —le susurró Perenolde al cadáver, mientras limpiaba la daga con el propio cuerpo. A continuación, la envainó.
Después, arrastró el cadáver por la sala y lo llevó hasta una cámara oculta situada en una esquina. Lo tiró ahí dentro y escuchó varios golpes sordos, ya que rebotó por las paredes al caer. En ese instante, se le ocurrió quitarse la capa, que ahora estaba tan cubierta de sangre que no había manera de limpiarla y la tiró ahí dentro también. Una pena… le gustaban mucho sus bordados.
Un minuto después, Perenolde cerró la cortina que tapaba la entrada a la cámara oculta y cruzó la sala. Si Hath estaba esperando fuera, le diría al general que el mensajero se había tenido que ir de manera tan urgente que le había permitido usar su salida privada. Si no estaba esperando, la próxima vez que se encontraran, le diría a Hath que el joven había regresado con la Alianza. Y que su mensaje simplemente consistía en que se les pedía que se resistieran valientemente al avance de la Horda. Perenolde sonrió. Podía garantizar a la Alianza que ninguna fuerza orco atravesaría sus defensas. Ahora bien, los senderos de las montañas que no protegían sus fuerzas eran una cuestión aparte.
Bradok aferró con fuerza las riendas, pero no por culpa del miedo. Se había olvidado de él la primera vez que su dragón había batido sus alas y lo había llevado a lo más alto del cielo. Surcar las nubes era algo realmente asombroso. Bradok, que siempre se había contentado con ser un guerrero obediente, había descubierto de repente la verdadera felicidad. Había nacido para eso, para surcar el firmamento, mientras su colosal dragón rojo batía las alas y el viento le acariciaba la cresta del pelo. Aún recordaba la gran emoción que lo había embargado al ver cómo su dragón escupía fuego, al ver cómo esa repentina ola de calor incineraba los árboles nada más tocarlos.
Entonces, miró hacia abajo y vio una extensión de color plateado en medio de los marrones y verdes de ese fértil y exuberante mundo. Sabía que eso era el mar, el mismo mar que había cruzado tras saquear ese otro reino hace mucho.
Bradok le propinó un golpecito con los talones a su dragón y urgió a su montura a descender en picado a gran velocidad, lo cual le resultó tremendamente estimulante. El mar fue aumentando de tamaño ante sus ojos y se extendió prácticamente hasta el horizonte. Ahora, podía distinguir las oscuras formas que se hallaban repartidas allá donde el mar se encontraba con la orilla. Esos debían de ser sus barcos, los que habían traído a la Horda desde ese otro continente a este. Bradok los odiaba. Tampoco le hacia mucha gracia el agua. Sin embargo, el aire era algo maravilloso.
Tiró de las riendas para que el dragón abandonara su descenso en picado y planeara por encima de los navíos. Pudo ver cómo esos pobres orcos, que estaban sentados en esas bancadas que se extendían a lo largo de esas naves, batían con fuerza esos largos remos que hacían que se moviera el barco. Un ogro se encontraba cerca de la parte central de cada nave, marcando el tiempo con un tambor descomunal. Los orcos remaban al compás de ese ritmo y, gracias a sus firmes paladas, los oscuros barcos avanzaban por el mar.
Bradok se detuvo abruptamente y obligó a girar al dragón en el aire para poder echar un segundo vistazo. Sí, la primera vez no le habían engañado sus ojos. Los barcos se alejaban de la orilla y regresaban al mar, a pesar de que se suponía que debían permanecer a la espera, sin hacer nada, hasta que la Horda los necesitara de nuevo. Entonces, ¿por qué se habían puesto de nuevo en marcha?
Echó un vistazo a su alrededor y divisó una figura familiar en el navío que encabezaba la marcha. Se trataba de Gul’dan, el brujo. Bradok lo había temido en su día, al igual que la mayoría de los orcos, pero ya no le amedrentaba. Ahora que era un jinete de dragón, ¿qué tenía que temer?
Hizo que el dragón virara y descendiera sobre el barco en cabeza. Gul’dan se volvió hacia él mientras se aproximaba.
—¿Para qué te llevas estos barcos? —gritó Bradok, a la vez que agitaba su brazo libre en el aire y su dragón sobrevolaba el barco mientras avanzaba a su mismo ritmo. El brujo parecía desconcertado y alzó ambas manos, presa de la confusión. Bradok se acercó aún más con su dragón—. ¡Tienes que ordenar a los barcos que den la vuelta! ¡La Horda está en Lordaeron, no al otro lado de este mar! —volvió a gritar. Aun así Gul’dan le indicó con un gesto que no podía oírle. Esta vez, Bradok se las ingenió para colocar su dragón justo encima del barco, de tal modo que se encontraba a solo tres metros del brujo—. He dicho que…
Súbitamente, Gul’dan estiró un brazo y un rayo verde brotó de él en dirección hacia el pecho de Bradok, quien sintió una oleada de intenso dolor y notó que los pulmones le fallaban y su corazón flaqueaba. En cuanto ambos órganos dejaron de funcionar, expiró. El mundo se tornó oscuro al instante y cayó de su silla. No se desplomó sobre el barco por poco, sino que cayó como un peso muerto sobre las olas. Su último pensamiento fue que, al menos, había tenido la oportunidad de volar.
Gul’dan esbozó una sonrisa burlona al ver cómo el cuerpo del jinete de dragón desaparecía bajo el agua. Le había hecho falta que el muy necio se acercara para poder lanzar un rápido ataque mágico que no permitiera a su adversario reaccionar y tomarse la revancha. También le había preocupado mucho qué iba a hacer el dragón una vez su jinete estuviera muerto. Así que observó con recelo cómo esa colosal bestia roja se encabritaba y echaba la cabeza hacia atrás para proferir un feroz grito. Después, batió las alas con fuerza y se elevó hacia el cielo como un rayo. Gul’dan no le quitó la vista de encima hasta estar seguro de que el dragón no estaba trazando un círculo en al aire para atacar. Luego, volvió a contemplar el mar que se hallaba más allá de la proa del barco.
No se percató de que una segunda figura surcaba el cielo allá en lo alto. Torgus había adelantado a Bradok antes de que su amigo divisara los barcos y lo había visto todo. Ahora mismo, había obligado a darse la vuelta a su dragón y se dirigía a Quel’Thalas a máxima velocidad. Torgus estaba seguro de que Zuluhed querría saber lo que acababa de suceder y sospechaba que le iba a ordenar que fuera volando a informar al resto de la Horda, tal vez incluso al mismísimo Martillo Maldito.
Los desfiladeros se encontraban totalmente desiertos, tal y como lo habían prometido. Orgrim encabezó la marcha, seguido por sus guerreros, que los cruzaron a paso ligero. Había confiado en que el extraño de la capa mantendría su palabra y se alegraba de haber estado en lo cierto; no obstante, esa ruta seguía siendo muy peligrosa. En esos desfiladeros de piedra tan estrechos, podrían bloquearles el paso con solo un puñado de guerreros y, en cuanto los cadáveres se amontonaran, quedarían tan atascados que no habría manera de cruzarlos. Por esas razones, espoleaba a sus tropas para que se dieran prisa, pues sabía que una vez hubiera dejado muy atrás esa fría región montañosa ya podría relajarse.
Les costó dos días enteros cruzar esas montañas cubiertas de nieve y descender a las faldas situadas en el extremo más alejado. En todo ese tiempo, los orcos no vieron a ni un solo humano. Algunos guerreros se quejaron incluso por no haber tenido la oportunidad de asesinar a ninguno durante ese viaje, pero sus cabecillas los calmaron al asegurarles de que pronto tendrían la oportunidad de matar a todos los que quisieran.
Al segundo día, la vanguardia de la Horda descendió en tropel por las montañas. Martillo Maldito, que encabezaba la marcha como siempre, se detuvo a contemplar el paisaje que tenía ante él. Más allá de las faldas de las montañas, se extendía un enorme lago, cuyas aguas brillaban con un color verde plateado bajo la luz del alba. En el extremo más alejado del lago, se alzaban más montañas, que se extendían de norte a sur conformando un leve ángulo. Las montañas que los orcos acababan de cruzar eran muy similares, salvo que se inclinaban hacia el este a medida que se alzaban. Estos nuevos picos estaban inclinados hacia el oeste y, juntas, ambas cordilleras formaban una gigantesca y, cuyo centro ocupaba el lago. Además, en la orilla norte del lago se alzaba una majestuosa ciudad amurallada.
—La capital.
Orgrim la contempló con detenimiento por un momento. Después, alzó su martillo con ambas manos y lanzó un grito de guerra. Los guerreros de la Horda respondieron a ese grito y, en breve, las colinas que los rodeaban reverberaron con los ecos de su ira, júbilo y sed de sangre. Martillo Maldito estalló en carcajadas. La gente de la capital ya debía de saber que él y los suyos se encontraban ahí, pero tras ese grito debían de estar temblando. Además, la Horda se les iba a echar encima antes de que pudieran recuperarse del susto.
—¡A por la capital! —exclamó Orgrim, alzando de nuevo el martillo—. ¡Vamos a aplastarla y así acabaremos con la oposición! ¡Adelante, guerreros! ¡Iniciemos el combate ahora que nuestro grito de guerra todavía resuena en sus oídos!
Martillo Maldito descendió raudo y veloz por esas laderas y alcanzó la llanura, que se elevaba ligeramente a medida que el líder orco avanzaba y se centraba en esa colosal ciudad amurallada que era su objetivo.