CAPÍTULO CATORCE

—Por Lunargenta, ¿dónde están?

Alleria corría a través del bosque, con la espada en la mano, y las hojas y ramas la azotaban cuando se cruzaba con ellas como un rayo. Los demás forestales se habían desplegado en abanico para cubrir más terreno y Alleria esperaba que no se hubieran topado con ningún orco o trol. Quería a esos miserables intrusos pieles verdes para ella sola.

No era la primera vez desde que había visto los fuegos que deseaba no haber abandonado nunca su hogar. ¿Por qué había decidido que la Alianza necesitaba su ayuda? ¿Acaso Anasterian Caminante del Sol y los demás miembros del consejo, al ser más viejos y sabios que ella, no estaban más preparados para decidir mejor qué clase de ayuda debían brindar a las razas jóvenes? Aunque por otro lado, Anasterian se había mostrado convencido de que la Horda nunca sería una amenaza para Quel’Thalas. Por eso había considerado que la Alianza no era un asunto de su incumbencia, porque creía que estaban a salvo de cualquier cosa que ocurriera en el mundo exterior.

Estaba claro que se había equivocado.

Aun así, si Alleria lo hubiera escuchado y aceptado su decisión, habría estado ahí, en la ciudad, y no navegando río abajo ni marchando sobre esas colinas. Habría estado ahí cuando los orcos y los trols llegaron, ahí con su familia y su pueblo cuando la terrible Horda atravesó las fronteras de su tierra.

Pero ¿acaso eso hubiera supuesto alguna diferencia? No lo sabía. Tal vez no. ¿Qué podría haber hecho una sola forestal más para poder detener a un enemigo que ni siquiera sabía que se aproximaba? No obstante, si se hubiera quedado, al menos no se sentiría ahora como si los hubiera abandonado a su suerte en su hora de mayor necesidad.

Ese pensamiento la espoleó y corrió todavía más. Saltó por encima de un bajo matorral y se adentró en un diminuto claro situado entre dos conjuntos de árboles…

… y de improviso, se halló mirando fijamente a la punta de una flecha que le apuntaba a la garganta.

La figura que sostenía el arco era casi tan alta como ella y portaba un atuendo similar, aunque no estaba tan manchado por los rigores del viaje. Una melena larga, que parecía brillar como el marfil bajo el sol, sobresalía de la capucha de su capa. Alleria sabía perfectamente a quién pertenecía ese reluciente pelo de color plateado, jamás habría podido confundirla con otra elfa.

—¿Vereesa?

La elfa que tenía delante bajó el arco. Al instante, presa de la sorpresa y el alivio, se le desorbitaron sus ojos azules y arrojó el arco al suelo.

—¿Alleria? —al instante, su hermana menor la abrazó muy fuerte—. ¿Has vuelto a casa?

—Por supuesto —Alleria le devolvió el abrazo a Vereesa y le dio unas palmaditas en la cabeza, un gesto tan familiar que lo hizo sin pensar—. ¿Estás bien? —le preguntó un minuto después—. ¿Dónde está Sylvanas? ¿Están a salvo nuestros padres?

—Están bien —contestó Vereesa, a la vez que dejaba de abrazarla y se agachaba para recoger su arma—. Sylvanas está cerca de la ribera del río. Ha ido ahí con una partida de caza. Nuestros padres deberían haber llegado ya a Lunargenta. Han ido a consultar con los ancianos —entonces, se detuvo para colocar la flecha en la cuerda del arco—. Alleria, ¿dónde te habías metido? ¿Qué está ocurriendo? ¡Se han desatado varios incendios por todo Quel’Thalas! Y algunos forestales que han sido enviados a descubrir qué sucede… no han regresado.

A Alleria se le revolvió el estómago al enterarse de tales noticias. Si estaban desapareciendo forestales, eso quería decir que la Horda ya había penetrado hasta el corazón del bosque.

—Nos están invadiendo, hermanita —le dijo a Vereesa sin más rodeos, a la vez que alzaba su espada, se giraba para colocarse de espaldas a su hermana y movía inquieta las orejas—. Y ahora, calla.

—¿Que me calle? Pero ¿por qué…?

Vereesa dejó de protestar en cuanto una alta figura emergió de un salto de entre los árboles. Esa criatura arremetió contra ellas, con un hacha de larga hoja y corto mango en una mano, pero Alleria estaba lista para enfrentarse a ella, pues la había escuchado moverse entre las ramas antes de descender al suelo. Alzó la espada para detener el golpe, se giró hacia un lado y esquivó con suma elegancia su segundo ataque con una larga daga curvada. Trazó un arco con su espada y decapitó a ese monstruo, cuya cabeza cayó hacia delante mientras las armas se le caían de unos dedos ahora inertes.

—¡Deprisa! —exclamó Alleria, quien se agachó rápidamente para, acto seguido, enderezarse de nuevo—. ¡Tenemos que largarnos! ¡Ya!

Vereesa, que se había quedado con los ojos desorbitados ante ese repentino derramamiento de sangre, huyó a gran velocidad tanto para cumplir la orden de su hermana como para alejarse de ese violento escenario. Aún era joven; era la más pequeña de tres hermanas y nunca antes había sido testigo de un combate de verdad. Alleria esperaba que eso ocurriera lo más tarde posible, pero ya no era momento para preocuparse por eso.

Mientras corrían por el bosque, Alleria tuvo la sensación de que allá arriba, en alguna parte, alguien se estaba riendo. Sí, estaba segura de oír unas risas de… ¡trols! Esas criaturas las perseguían saltando de rama en rama. Sin lugar a dudas, planeaban abalanzarse sobre ella y Vereesa y matarlas a ambas antes de que pudieran dar con alguna ayuda. Pero los trols no conocían ese bosque y Alleria sí.

Continuó corriendo, seguida de Vereesa y sus perseguidores invisibles, girando y saltando aquí y allá, cruzando arroyos y claros, atravesando rauda y veloz varias arboledas, agachándose para esquivar las ramas de los árboles y las enredaderas. Vereesa fue capaz de seguir su ritmo sin soltar su arco en ningún momento. Sin embargo, esas carcajadas todavía las seguían muy de cerca.

Entonces, Alleria vio un destello plateado delante de ella. ¡El río! Aceleró aún más su carrera y Vereesa aguantó el tirón. Al instante abandonaron el cobijo de los árboles y se adentraron en el claro que había junto al río. Súbitamente, notó que algo impactaba contra el suelo a sus espaldas; se trataba de un trol que había saltado de los árboles hacia el suelo. En breve, unos cuantos más hicieron lo mismo. Sabían que tenían que atraparlas antes de que pudieran meterse en el río y alejarse de ellos flotando o nadando, ya que a los trols no les gusta el agua.

—Ha sido una buena persecución, paliducha —gruñó una de las criaturas que estaban detrás de ella—. Pero ahora, ¡vas a morir!

Intentaron agarrarla y arañarla con sus largas garras que le rozaron el pelo, pero Alleria se retorció y las evitó. Se volvió, con la espada en ristre, dispuesta a luchar todo cuanto pudiera…

… y entonces, vio que el trol se quedaba paralizado y caía hacia atrás. De su cuello, sobresalía una larga saeta.

Varias saetas similares se clavaron en los demás trols, derribándolos antes de que pudieran retirarse a los árboles para protegerse. Alleria se volvió hacia el río y miró a su alrededor; vio que había varios forestales en la ribera más lejana, cuyos arcos aún temblaban porque habían sido utilizados recientemente. Uno de ellos vestía una larga capa verde y una túnica más ornamentada que las del resto. Tenía una melena larga y rubia, similar a la de Alleria aunque algo más oscura, y unos ojos con la misma forma que los de ella y Vereesa, aunque más grises que verdes o azules. Los demás forestales se colocaron alrededor de ella mientras sonreía y sostenía en alto su arco a modo de saludo.

—¡Bienvenida a casa, Alleria! —gritó Sylvanas—. ¿Qué clase de problema has traído contigo?

A pesar de hallarse al otro lado del río, esa elfa transmitía una gran energía y vitalidad, era como si fuera capaz de hacer que las respuestas a sus preguntas aparecieran por arte de magia.

Alleria sonrió ante el saludo de su hermana, de Sylvanas (la General Forestal de todo Quel’Thalas, quien se mostraba tan poderosa como siempre), y, acto seguido, negó con la cabeza.

—Yo no os he traído ningún peligro, Sylvanas —respondió con total sinceridad—. Aunque me hubiera gustado dar esquinazo antes a esas criaturas. No obstante, lo que realmente traigo es, tal vez, la salvación para todos nosotros —miró hacia atrás, a los trols muertos que yacían detrás de ella, y a Vereesa, que se encontraba muy pálida y se tambaleaba ligeramente mientras procuraba apartar la vista de esos cadáveres—. He de hablar con el Consejo.

—No sé si te harán caso —le advirtió Sylvanas—. Están tan ocupados con esos fuegos que dudo mucho que quieran atender otros asuntos ahora mismo. Y lo mismo se puede decir de mí. Según parece, esos monstruos están apareciendo por todo el bosque al azar —entonces, lanzó una mirada severa a esos trols muertos—. Otro asunto más del que me debo ocupar.

Alleria esbozó un gesto de contrariedad y miró al suelo.

—Me escucharán —prometió—. No les dejaré otra opción.

—¿Qué significa esto? —inquirió de manera apremiante Anasterian Caminante del Sol.

Alleria había entrado sin ser anunciada ni invitada justo cuando él y el Consejo de Lunargenta estaban debatiendo sobre ciertos asuntos con un tono de voz bajo y serio. Aunque varios monarcas elfos se levantaron de sus asientos, sorprendidos por su presencia ahí, Alleria los ignoró. Se centró únicamente en Anasterian.

El rey elfo era muy, pero que muy anciano, incluso para ser un elfo. Su pelo se había tornado blanco hacía mucho tiempo y su piel era tan fina como un pergamino y estaba surcada por tantas arrugas como vetas tiene un trozo de madera vieja. Su cuerpo esbelto de antaño era un mero recuerdo, ahora solo era una figura frágil; no obstante, sus ojos azules seguían siendo muy penetrantes y su voz, pese a ser también muy débil, seguía siendo muy autoritaria. Alleria, instintivamente, retrocedió ante su ira y se encogió de miedo, pero entonces recordó por qué estaba ahí y se enderezó.

—Soy Alleria Brisaveloz —anunció, aunque sabía que la mayoría de los miembros del consejo la habían reconocido—. He viajado más allá de nuestras fronteras y he luchado junto a los humanos en su guerra. He regresado porque he de informaros de unas noticias pésimas, no solo para ellos sino para nosotros también —adoptó un gesto ceñudo y observó detenidamente a los hombres y mujeres que tenía ante ella—. He comprobado que la amenaza de la Horda, de la que nos advirtieron los humanos, es real. Es una fuerza muy vasta y poderosa. Gran parte de su ejército está conformado por orcos, pero cuentan también con otras criaturas, como los trols de bosque.

Esas palabras suscitaron gritos ahogados de asombro y murmullos iracundos a modo de reacción. A pesar de que ninguno de los demás nobles elfos sabía qué era un orco (ella misma tampoco lo había sabido hasta que luchó contra ellos en Trabalomas), todos conocían perfectamente a los trols. Algunos de los ahí presentes, entre los que se encontraba Anasterian, habían luchado incluso en las Guerras Trols hace mucho tiempo, unos cuatro mil años después de la fundación de Quel’Thalas.

—Afirmas que esa Horda también está compuesta por trols —señaló un señor elfo en voz alta—, pero ¿eso en qué medida nos afecta? Deja que los trols sigan a esas extrañas criaturas de las que nos has hablado, con suerte, quizá se alejen aún más de aquí. ¡Tal vez los humanos nos hagan un favor y los maten a todos!

Varios elfos estallaron en carcajadas y asintieron.

—No lo entendéis —replicó Alleria furiosa—. ¡La Horda no es un problema lejano que podamos ignorar y del que podamos reírnos! ¡Pretenden conquistar todo Lordaeron, de costa a costa! ¡Y eso incluye Quel’Thalas!

—¡Que vengan! —exclamó burlón otro señor elfo, un mago que Alleria creía que se llamaba Dar’Khan—. Nuestras tierras se encuentran muy bien defendidas… si atraviesan la zona de las Piedras Rúnicas, ninguno sobrevivirá.

—¿Ah, no? —le espetó Alleria—. ¿Estás seguro? Los trols ya se han adentrado en nuestros bosques. Ya atraviesan nuestras tierras y asesinan a nuestra gente. Y los orcos no deben de estar ya muy lejos. Pese a que son menos fuertes que los trols uno por uno, son tan numerosos como una plaga de langostas, son tantos que podrían cubrir estas tierras por entero.

—Y, prácticamente, ya están aquí. —Añadió.

—¿Aquí? —replicó jocosamente Anasterian—. ¡Eso es imposible!

Alleria movió el brazo a modo de respuesta y lanzó el objeto que había llevado consigo desde que ella y Vereesa habían salido corriendo. La cabeza del trol voló por los aires, el aire acarició su pelo corto y oscuro y el sol se reflejó en uno de sus colmillos. Por último, aterrizó justo delante de los pies de Anasterian.

—Este nos atacó a Vereesa y a mí en un lugar situado a menos de una hora corriendo del cruce del río —le explicó Alleria—. Después, unos cuantos más nos siguieron hasta ahí. Sus cadáveres yacen ahora en la ribera más lejana, salvo que Sylvanas y su grupo los hayan quitado de ahí —entonces, se percató de que ninguno de los señores elfos se reía ya—. Ya están aquí —volvió a insistir—. Los trols se encuentran en nuestros bosques y asesinan a los nuestros. ¡Son los orcos quienes están prendiendo fuego a los lindes del Bosque Canción Eterna!

Aunque tuvo que admitir para sí que no sabía cómo podían estar provocando esos incendios que tanto Vereesa como Sylvanas habían mencionado.

—¡Esto es indignante! —exclamó Anasterian, cuya furia no iba dirigida a ella.

El rey elfo le dio una patada a la cabeza del trol, que se alejó rodando hasta detenerse bajo la silla de otro señor elfo. Su semblante se tornó ceñudo y su mirada severa y cuando se volvió hacia Alleria, esta pudo contemplar esa energía y determinación que lo habían convertido en un gran rey durante tantos años. Cualquier indicio de fragilidad había desaparecido bajo el alud de la actual crisis.

—¿Cómo osan invadir nuestro hogar? —preguntó retóricamente un Anasterian dominado por la cólera—. ¡Cómo osan! —alzó la mirada y su rostro adoptó un gesto tremendamente furibundo—. ¡Les vamos a enseñar qué ocurre cuando alguien invade nuestro territorio! Reunid a nuestros guerreros —ordenó a los demás señores elfos—. Llamad a los forestales. Vamos a atacar a esos trols y los vamos a expulsar de nuestro bosque con tanta violencia que jamás se atreverán a realizar otra invasión.

Alleria se sintió muy satisfecha al ver al rey tan decidido; ciertamente, comulgaba con sus sentimientos. No obstante, hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Los trol son solo una parte del problema —les recordó a Anasterian y los demás—. La Horda cuenta con una cantidad inimaginable de efectivos y los orcos son fuertes, duros y decididos —en ese instante, esbozó una amplia sonrisa—. Por fortuna, no he venido sola.

Turalyon estaba batallando contra un par de orcos. Aunque acababa de derribar a uno de ellos con su martillo, había recibido un duro golpe en el escudo propinado por el otro. Un tercer orco se abalanzó de un salto sobre él y estuvo a punto de hacerle caer de su caballo. Como esa criatura se hallaba demasiado cerca como para que pudiera atizarla con su arma, Turalyon le dio un cabezazo, de modo que acertó al orco con su pesado yelmo justo entre la frente y el caballete de la nariz, dejándolo aturdido. Turalyon se deshizo del orco, al que tiró de un empujón de su caballo, y, acto seguido, se dirigió a por su tercer adversario. Aprovechó la oportunidad para propinarles a ambos dos golpes tremendos. Ninguno de los dos se volvería a levantar.

Se secó la lluvia que mojaba la parte frontal de su yelmo y se tomó un segundo para alzar la vista hacia esas densas nubes grises que pendían del cielo. No daba la impresión de que la tormenta fuera a amainar, aunque se suponía que eso les venía bien. Así, al menos, los incendios se habían apagado y era muy poco probable que se reanudaran. Si ese tiempo tan malo y húmedo ayudaba a evitar que la patria elfa se quemara hasta sus cimientos, tendría que soportar esa lluvia y seguir luchando. A un lado de él, a cierta distancia, vio fugazmente a Khadgar, que estaba atacando al enemigo con su espada y su báculo. Si bien el mago había agotado su magia al invocar esa vasta tormenta, que cubría toda la parte frontal de Quel’Thalas, estaba demostrando que aún solo usando armas mundanas era un combatiente formidable, por lo cual Turalyon sabía que no debía perder el tiempo preocupándose por su amigo. Además, ya tenía bastantes adversarios de los que ocuparse.

Turalyon se estaba girando para enfrentarse a un par de orcos situados en su flanco izquierdo cuando, de repente, uno de los dos se puso rígido, se retorció y se derrumbó; una flecha le atravesaba la garganta. Turalyon reconoció el emplumado de esta y sonrió abiertamente. Un instante después, una joven muy ágil corrió hacia él, con la capucha de su capa de viaje echada hacia atrás a pesar del aguacero y las puntas de sus largas orejas puntiagudas sobresaliendo de la melena rubia que enmarcaba su atractivo rostro. De alguna manera, la lluvia parecía ignorarla, caía a su alrededor y no sobre ella. Turalyon no estaba seguro si eso era debido a la magia elfa o al gran poder de su belleza natural.

—Por lo que veo, he llegado justo a tiempo —comentó Alleria en cuanto le dio alcance, al mismo tiempo que se giraba como si nada y lanzaba una flecha que alcanzó a otro orco en la garganta—. ¿Qué harías si no estuviera yo cerca para salvarte?

—Me las apañaría —respondió Turalyon, quien se hallaba tan inmerso en la batalla que no tenía tiempo de ruborizarse ante ella. Detuvo un ataque y derribó al orco en cuestión, para, al instante, volverse para encarar a su siguiente adversario—. ¿Diste con ellos?

—Sí —le confirmó—. Y se han mostrado de acuerdo. Ahora mismo, están movilizando a todos sus guerreros y forestales. Podrían llegar aquí en diez minutos si quisieras.

Turalyon asintió a la vez que utilizaba el largo mango de su martillo para bloquear un hacha que arremetía contra él. Acto seguido, cogió el martillo desde más arriba para que la cabeza de este impactara contra la testa del orco que lo había atacado.

—Este es un lugar tan bueno como cualquier otro para que nos presten su ayuda —contestó—. Mientras luchemos contra la Horda aquí y la mantengamos ocupada, no irá a ningún otro lado.

Alleria hizo un gesto de asentimiento.

—Entonces, iré corriendo a informarles. Resistid hasta que lleguen. Su tono de voz sonó un tanto extraño y Turalyon se arriesgó a lanzarle una mirada fugaz. ¡Por la Luz! ¿Estaba llorando? Ciertamente, parecía muy triste. Sin lugar a dudas, la invasión de su patria le estaba afectando sobremanera.

Entonces, Alleria desapareció una vez más. Turalyon esperaba que volviera con los suyos antes de que el resto de la Horda superara su débil línea defensiva. En esos instantes, varias oleadas de orcos estaban superando sus flancos. Turalyon era consciente de que sus fuerzas no tenían nada que hacer ante todo aquel ejército orco, sobre todo, en campo abierto, donde los orcos podrían rodearlos y aplastarlos con sus innumerables tropas. Necesitaban refuerzos ya. Esperaba que los elfos fueran tan capaces y estuvieran tan preparados como le había dicho Alleria.

Ter’lij, uno de los subordinados de Zul’jin, sonrió de oreja a oreja.

Él y su grupo habían olido algo muy desagradable que debía de hallarse cerca. Habían seguido esa peste hasta su origen, hasta un lugar donde habían escuchado un sonido melodioso, unos solitarios y rítmicos golpes sordos que procedían de allá abajo. Se trataba de un único elfo. A Ter’lij le habían encomendado la misión de vigilar ese sendero, que llevaba a la ciudad elfa, y de impedir que ningún elfo lo cruzara. Por tanto, ese elfo solitario no iba a ir mucho más lejos.

Ter’lij descendió sigilosamente por el follaje hasta poder ver a su presa. El elfo se movía tan rápido como cabía esperar de alguien de esa raza y, probablemente, otras criaturas habrían considerado que lo hacia con sumo sigilo, pero para Ter’lij, se movía de manera tan estruendosa como el trueno que oía bramar cerca de los lindes del bosque y, además, podía darle alcance con suma facilidad. El elfo portaba una larga capa marrón, llevaba la capucha levantada y se apoyaba en un largo bastón Debía de ser un anciano. Mejor aún.

Ter’lij se relamió los labios presa de la impaciencia e indicó con una seña al resto de su grupo que lo siguieran hasta allá abajo. Entonces, abandonó de un salto el amparo de los árboles, con una espada curvada en una mano, y esbozó una amplia sonrisa ante su víctima. Pero se llevó una tremenda sorpresa en cuanto el elfo apartó su capa y se enderezo esbozando también una sonrisa. Alzó el bastón, que resultó tener una larga hoja en su punta, y lo movió con aire amenazador de lado a lado. Su armadura centelleó bajo las sombras de los árboles.

—¿Acaso creías que no somos capaces de oíros cuando os desplazáis por los árboles? —inquirió el elfo de manera burlona, cuyas estrechas facciones se tensaron al fruncir el ceño—. ¿Acaso creías que no somos conscientes de que estáis mancillando nuestro bosque? No sois bienvenidos aquí, criatura, y no vamos a permitir que salgáis de aquí con vida.

Ter’lij recobró la compostura y se echó a reír.

—Eres muy listo, paliducho —reconoció—. Has engañado a Ter’lij con un buen truco. Pero estás solo y solo tienes un bastoncito mientras que nosotros somos muchos.

El resto de su grupo aterrizó a sus espaldas y, acto seguido, se desplegaron, dispuestos a rodear al arrogante elfo.

El elfo, sin embargo, sonrió aún más ampliamente y de un modo desagradable.

—¿Eso es lo que crees, patán? —replicó en tono de mofa—. Os enorgullecéis de conocer muy bien los bosques, pero comparados con nosotros, estáis ciegos y sordos en este entorno.

Súbitamente, un segundo elfo salió de detrás de un árbol cercano. Y luego un tercero. Y un cuarto. El semblante de Ter’lij se tornó ceñudo. Cada vez eran más y más. Al final, su grupo se vio rodeado y superado en número. Todos esos elfos portaban las mismas lanzas largas y unos escudos altos y oblongos. Esto no era lo que esperaba.

No obstante, Ter’lij era un cazador y un guerrero muy curtido que no se amedrentaba fácilmente.

—¡Mejor aún! —exclamó al fin, a la vez que se enderezaba cuán largo era—. ¡Vamos a disfrutar de una lucha de verdad en vez de acabar con un elfo desarmado! ¡Me encanta!

Al instante, se abalanzó sobre el líder elfo, con su espada en alto…

… y murió en pleno salto, ya que la lanza del comandante elfo se le clavó en el pecho, le atravesó el corazón y se le salió por la espalda. El elfo se apartó a un lado y dejó que el cadáver de Ter’lij se deslizara por su arma hasta desengancharse. Entonces, giró sobre sí mismo y trazó un letal arco con su lanza, de tal modo que le arrancó la mano a un trol que avanzaba hacia él.

La batalla acabó rápidamente. El líder elfo le propinó una patada a uno de los cuerpos que yacían en el suelo y asintió al comprobar que no se movía. Se había enfrentado a trols de bosque en otra ocasiones, pero nunca en Quel’Thalas. Si bien era cierto que, si se los comparaba con las demás razas, esas criaturas eran unos grandes cazadores en cualquier bosque, comparados con un elfo eran muy torpes. Sylvanas había ordenado a un gran número de patrullas, entre las cuales se encontraba la suya, que entraran en el bosque para matar, o al menos ahuyentar, a todos los trols que pudieran hallar. Este era el segundo grupo que encontraban. En esos instantes, se preguntó cuántos habría aún en ese bosque.

Justo cuando estaba abriendo la boca para ordenar a sus hombres que formaran, una figura esbelta irrumpió en aquel claro, con su melena rubia ondeando al viento. El líder elfo la había oído aproximarse segundos antes de que apareciera ante sus ojos; sin duda alguna, esa elfa había optado por la velocidad por encima de su habitual sigilo.

—¡Halduron! —exclamó mientras se aproximaba, para detenerse a solo unos pasos de él—. Me alegro de verte. He hablado con el comandante de la Alianza y también con Sylvanas, quien necesita a todas nuestras fuerzas en el linde sudoeste del bosque. Ahí es donde se ha congregado la Horda. El líder humano no podrá contenerlos él solo por mucho tiempo.

Halduron Alasol asintió.

—Informaré a Lor’themar, ya que su grupo también se encuentra cerca de aquí, e iremos en ayuda de vuestros amigos —le aseguró—. Ahora, su lucha también es la nuestra. No vamos a permitir que caigan ante esas nauseabundas criaturas —entonces, calló y la observó por un instante—. ¿Estás bien, Alleria? Te veo bastante sonrojada.

Alleria negó con la cabeza, aunque frunció levemente el ceño.

—Estoy bien —contestó—. ¡Y, ahora, marchad! ¡Llevad a nuestros guerreros a la batalla! Mientras tanto, yo regresaré con mi hermana y la Alianza para informarles de que la ayuda ya va en camino.

Al instante, se dio la vuelta y, rauda y veloz, desapareció una vez más entre los árboles.

Halduron la observó marchar y, acto seguido, hizo un gesto de negación con la cabeza. Hacía mucho tiempo que conocía a Alleria Brisaveloz y sabía perfectamente que algo le preocupaba o inquietaba. No obstante, ese día todos tenían muchas preocupaciones que afrontar, ya que esas extrañas criaturas deambulaban por sus sagrados bosques. Aunque no por mucho tiempo. Halduron hizo una seña a sus forestales, desenganchó su lanza que se hallaba clavada aún en un trol, la limpió con ese mismo cadáver y, a continuación, se giró. Ya habría tiempo más tarde de limpiar de escoria el bosque. Primero, tenían que enfrentarse a los enemigos que todavía seguían vivos.

Turalyon tenía la sensación de que habían pasado solo unos minutos desde que Alleria se había marchado cuando esta apareció de nuevo. Irrumpió en medio de la batalla y se acercó a él hasta colocarse a su lado. Ahora, llevaba su arco colgado a la espalda y su espada en la mano, con la que atravesó a un orco que había intentado dar una cuchillada a su caballo en los cuartos traseros.

—Llegarán enseguida —le aseguró Alleria, con los ojos brillantes.

Turalyon asintió y se sintió tremendamente aliviado, aunque no estaba seguro de si eso se debía a que sabía que llegaban refuerzos o al hecho de que ella se encontrara sana y salva. Arrugó el ceño porque no estaba acostumbrado a tener tales pensamientos e intentó dejarlos arrinconados por ahora. Más le valía preocuparse de sus tropas y él mismo si querían sobrevivir.

Por fin había dejado de llover, aunque las nubes seguían cubriendo el cielo, proyectando una enorme sombra sobre el campo de batalla. Por eso, cuando Turalyon se percató de una silueta oscura se alzaba amenazante a un lado, pensó, en un principio, que se trataba simplemente de la sombra deformada de algún guerrero orco. Sin embargo, esa sombra siguió creciendo y adquirió solidez. Se quedó mirándola fijamente y un orco estuvo a punto de ensartarlo al aprovecharse de su distracción.

—¡Mantén la concentración! —le advirtió Khadgar, quien, a lomos de su montura, se colocó junto a él y le propinó una patada al orco antes de que pudiera atacar de nuevo—. ¿Qué estás mirando tan absorto?

—Eso —respondió Turalyon, quien señaló algo con su martillo antes de centrar su atención de nuevo en el fragor de la batalla que se libraba a su alrededor.

Ahora fue Khadgar quien se quedó mirando fijamente esa cosa. El joven mago envejecido prematuramente profirió una serie de maldiciones en cuanto comprobó que una descomunal figura había emergido de entre los árboles para sumarse a la batalla en el extremo más alejado de esta. Tenía el doble de tamaño que un orco normal y su piel era del color del cuero envejecido. Sostenía en su mano un colosal martillo que un orco normal probablemente tendría que haber sostenido con ambas manos, pero que ese coloso sostenía con una sola; además, iba ataviado con una armadura muy extraña. El semblante de Turalyon se tensó en cuanto se arriesgó a echar un breve vistazo a ese gigante, pues se percató de que esa armadura era de fabricación humana; la coraza, las grebas y los brazales estaban unidos por unas gruesas cadenas que cubrían casi todo el cuerpo de esa gigantesca criatura.

Sin embargo, no portaba un yelmo en ninguna de sus dos cabezas, las cuales contemplaban con odio a los hombres y orcos que se arremolinaban ante él. Al instante, aplastó a dos hombres con un solo de golpe de su martillo. A continuación, arremetió hacia un lado, atizando a cuatro soldados más que salieron volando por los aires y aterrizaron a varios metros de distancia.

—¿Qué demonios es esa cosa? —preguntó Turalyon con un tono apremiante, al mismo tiempo que le destrozaba la cara a un orco que cargaba contra él. Este salió despedido hacia atrás y chocó contra otro orco, que se tambaleó ante la fuerza del impacto.

—Es un ogro —contestó Khadgar—. Un ogro bicéfalo.

Turalyon iba a decirle a su amigo que no era la primera vez que veía un ogro y que ya se había dado cuenta de que tenía dos cabezas, cuando el extraño orco levantó su mano libre y apuntó con ella hacia un grupo de soldados de la Alianza. Turalyon parpadeó, ya que creía que sus ojos le estaban jugando una mala pasada. ¿De verdad acababa de ver cómo brotaba fuego de la mano extendida de esa criatura en dirección a los soldados? Volvió a mirar. Sí, esos soldados se hallaban ahora envueltos en llamas. Habían soltado las armas y se daban golpes en las zonas de sus armaduras y ropas donde el fuego había prendido. Algunos de ellos se estaban quitando las capas, que se estaban quemando, y otros rodaban por el suelo, sobre la hierba, en un intento por apagar esas llamas que les estaban haciendo sentir una tremenda agonía. ¿Cómo había hecho algo así aquel extraño ogro?

—¡Maldita sea! —obviamente, Khadgar también había sido testigo de ese extraordinario hecho, como parecían indicar sus cada vez más ofensivos juramentos—. ¡Es un ogro mago!

—¿Un qué?

—Un mago —le espetó Khadgar—. ¡Un puñetero ogro mago!

—Ah.

Turalyon despachó a otro enemigo y, una vez más, observó detenidamente al monstruoso ogro, mientras intentaba asimilar la situación. Era la criatura más grande y más fuerte que jamás había visto y, encima, era capaz de lanzar conjuros mágicos. Estupendo. ¿Cómo iban a poder matar a una bestia así? Le iba a preguntar eso mismo a Khadgar cuando se le quedaron atravesadas las palabras en la garganta. De improviso, el ogro mago cayó hacia delante; el pelo de la parte posterior de su cabeza se hallaba en punta por culpa de las últimas gotas de lluvia. En un principio, Turalyon creyó que se estaba agachando para hacerle algo a los cadáveres que tenía delante, tal vez para devorarlos con sus dos bocas, pero la criatura no volvió a levantarse. Entonces, se dio cuenta de que lo que creía que era pelo era algo mucho más sólido. Eran saetas; no, eran muy grandes para ser flechas. ¡Eran lanzas!

—¡Sí! —exclamó jubilosa Alleria, alzando su arco a modo de saludo—. ¡Han llegado los míos!

Por lo que pudo ver Turalyon, tenía razón. Del bosque emergió una hilera tras otra de elfos. Vestían unas armaduras mucho más completas que las de Alleria y sus forestales y portaban un equipo mucho más pesado, así como escudos y lanzas. Resultaba obvio que esas armas que había derribado al ogro eran suyas. En toda su vida, Turalyon jamás se había alegrado tanto de ver a alguien.

—¡Llegan justo a tiempo! —le dijo a Alleria, a la que tuvo que gritar para que pudiera oírle por encima del caos del combate—. ¿Puedes comunicarte con ellos?

La elfa asintió.

—Para cazar, nos comunicamos con señas, que pueden ser vistas a grandes distancias.

—Bien —Turalyon asintió y derribó a otro orco, que cayó al suelo; mientras ponía en orden sus pensamientos—. Tenemos que aplastar a la Horda entre ambos. Diles que avancen hacia nosotros, pero que deben desplegarse a lo ancho y reforzar los flancos. Nosotros haremos lo mismo. No quiero que los orcos se nos cuelen por los flancos, porque si lo hacen, podrían rodeamos.

Alleria asintió e hizo varias señas en dirección al bosque. Acto seguido, Turalyon vio cómo uno de los elfos de la vanguardia asentía y se volvía hacia sus compañeros. Khadgar, que había estado bastante cerca como para escuchar su conversación, ya se estaba volviendo hacía un líder de unidad próximo, al que vociferó una serie de órdenes de las que debía informar también a otros.

Ambos ejércitos iniciaron su despliegue. Las fuerzas de la Alianza retrocedieron ligeramente con el fin de tener más espacio para maniobrar. La Horda, claramente, tomó esto como una señal de debilidad, ya que los orcos lanzaron varios vítores. La mayoría de ellos todavía no habían visto a los elfos, que se hallaban todavía parcialmente escondidos bajo los árboles. Lo cual les venía muy bien, pues Turalyon quería pillarlos por sorpresa en la medida que fuera posible, para que tuvieran menos posibilidades de huir. Hizo retroceder a sus hombres y ordenó a varias unidades que mantuvieran a los orcos a raya mientras los demás abrían cierta distancia entre ellos y el enemigo. Después, envío a un tercio de sus tropas a cada flanco y les dijo que avanzaran. El resto se quedaron con él. Pudo ver que en la Horda cundía el desconcierto en cuanto se dio la vuelta y lideró la carga contra el mismo corazón de las fuerzas orco.

En el extremo más alejado, los elfos se habían colocado de una forma similar. Mientras la Horda se preparaba para recibir el ataque de Turalyon, los elfos avanzaron, arremetieron con sus lanzas contra la hilera más retrasada de la vanguardia orco. Si bien muchos cayeron sin proferir grito alguno, unos cuantos lanzaron unos cuantos gritos ahogados o suspiros o gruñidos que hicieron que los demás se volvieran para ver qué era lo que había perturbado a sus camaradas. En cuanto los orcos se dieron cuenta de que estaban siendo acorralados por ambos frentes, se escuchó un grito desolador.

Varios guerreros orcos se giraron e intentaron huir corriendo al percatarse de que se hallaban atrapados en medio de dos ejércitos. Pero entonces, los flancos tanto de las fuerzas humanas como elfas se volvieron hacia dentro, bloqueando así su vía de escape. Los orcos se vieron obligados a quedarse y luchar, la mayoría lo hicieron felices y contentos, pues se dejaron llevar por la ira y la sed de sangre. Sin embargo, al estar rodeados de enemigos por doquier, de arcos y lanzas elfas, de espadas, hachas y martillos humanos, los orcos sufrieron innumerables bajas.

El fuego de la esperanza volvió a arder en el corazón de Turalyon. ¡Estaban ganando! Pese a que la Horda seguía superando en número a sus soldados y a los guerreros elfos, los orcos continuaban atrapados entre ambas fuerzas y luchaban de manera desordenada e indisciplinada. Cada orco luchaba por su vida o ayudado por un puñado de compañeros, que, con casi toda seguridad, eran miembros de su mismo clan, lo cual los hacía muy vulnerables a las tácticas militares de humanos y ellos. Sobre todo, a medida que sus propios hombres y los elfos iban aprendiendo a colaborar de un modo más eficaz; por ejemplo: los arqueros elfos primero lanzaban flechas de fuego sobre un grupo de orcos para menguar sus filas y desatar el caos en su seno, para que después los humanos arremetieran contra ellos, seguidos por los lanceros elfos, cuya misión era matar a los orcos, bloquearles el paso y evitar que se reagruparan y contraatacaran. Turalyon podía ver ya que se abrían algunos huecos en la Horda, unos huecos que ocupaban los elfos y la Alianza y se expandían hasta dejar pequeños reductos de orcos entre ellos.

Entonces, escuchó un tremendo rugido. Miró hacia el este y vio algo que le revolvió el estómago. Otro monstruoso ogro de dos cabezas se sumaba a la batalla, golpeando a diestro y siniestro con un gigantesco garrote que, en realidad, era un tronco de árbol al que habían podado todas las ramas. A esa mala bestia le seguía otra justo detrás, con un garrote similar en su gigantescas manos, y a esa le seguía otra y a esa, otra a su vez. ¿De dónde salían todas esas criaturas?

Los ogros bicéfalos arremetieron contra las tropas aliadas y, con cada uno de sus golpes, se llevaron por delante unidades enteras. Al instante, Turalyon ordenó a sus hombres que se retiraran y que dejaran que los elfos se ocuparan de esta nueva amenaza. Al primer ogro lo habían derrotado porque lo habían pillado por sorpresa, pero estos estaban preparados. Usaban sus garrotes para protegerse de las lluvias de flechas y las salvas de lanzas, así como para atizar a los elfos, de tal modo que esos esbeltos guerreros acababan volando por los aires. La Horda fue reagrupándose alrededor de esas descomunales figuras al mismo tiempo que más orcos llegaban en tropel por detrás de ellas, engrosando sus filas en gran número y volviendo rápidamente las tornas de la batalla a su favor.

—¡Tenemos que hacer algo ya! —gritó Turalyon a Khadgar, que se encontraba junto a él de nuevo—. ¡Si no, nos harán retroceder hasta las montañas o hacia el oeste, hacia el río, y nos quedaremos atrapados y sin ninguna vía de escape!

Khadgar iba a replicarle, pero Alleria le interrumpió.

—Escuchad —vociferó, mientras agitaba las orejas.

Turalyon negó con la cabeza.

—No oigo nada salvo el fragor de la batalla —replicó—. ¿De qué se trata?

La elfa sonrió ampliamente.

—De ayuda —respondió—. De una ayuda que viene del cielo.

—¡Ahí están! ¡Ya los veo!

—Sí, yo también los veo, zagal —le espetó Kurdran Martillo Salvaje, quien estaba enojado con el joven jinete de grifo que volaba a su lado porque había divisado la batalla antes que él—. Volad en círculo, muchachos, y atacad a esas bestias inmundas situadas en el centro. Tened cuidado con su garrotes.

El líder Martillo Salvaje atizó con los talones a Cielo’ree y, acto seguido, la grifo descendió hacia el campo de batalla gritando. Uno de esos extraños monstruos de dos cabezas alzó la mirada y rugió a mudo de respuesta nada más verlos. Pero Kurdran caía en picado a tal velocidad que no iba a poder esquivarlo, ya que había guerreros orcos por todas partes que impedían al gigante moverse con cierta libertad. Mientras descendía, Kurdran alzó su martillo de tormenta y se le tensaron los músculos, presa de la anticipación. Pese a que la bestia volvió a rugir e intentó sacudirle con su descomunal garrote, Cielo’ree esquivó el golpe y pasó volando tan cerca de esa criatura que la punta de una de sus alas rozó uno de sus rostros. Kurdran aprovechó la circunstancia pura lanzarle el martillo con todas sus fuerzas. El firmamento reverberó con el bramido del trueno y un relámpago impactó contra esa bestia insto cuando el enano le lanzaba el martillo, sumando así su energía al martillazo. La criatura trastabilló hacia atrás, con una cabeza aplastada y la otra ennegrecida y, acto seguido, cayó al suelo. Aplastó a tres orcos al caer y su garrote machacó a unos cuantos más.

—¡Sí! —gritó jubiloso Kurdran, mientras cogía el martillo que había regresado a sus manos y le daba un golpecito con las rodillas a Cielo’ree para que volviera a prepararse para lanzar otro ataque—. ¡Sí, se lo merecen, guapa! ¡Da igual lo grandes que sean, los Martillo Salvaje somos capaces de hacerles morder el polvo!

Alzó su martillo y profirió un tremendo chillido al ascender hacia el cielo. Su grifo esquivó con facilidad el torpe golpe que otra de esas malas bestias lanzó de arriba abajo.

—¿A qué estáis esperando? —preguntó vociferando a sus guerreros, quienes esbozaron una amplia sonrisa desde sus monturas voladoras—. ¡Ya os he mostrado cómo se hace! ¡Así que, ahora, bajad ahí y aseguraos de que el resto de esos gigantes besen el suelo!

Le saludaron jocosamente, ya que sabían que sus pullas tenían un buen fin, y obligaron a girar en redondo a sus grifos para poder iniciar sus ataques.

Kurdran sonrió de oreja a oreja. Miró hacia abajo y divisó al mago, a la elfa y al comandante con los que se había reunido en el Pico Nidal.

—¡Eh, los de abajo! —gritó, alzando el martillo, que blandió por encima de la cabeza.

La elfa elevó su arco a modo de saludo y el comandante y el mago asintieron.

—¡Vuestro Señor Lothar nos envía! —exclamó Kurdran, a pesar de que no estaba muy seguro de si podrían escucharle desde allá abajo—. ¡Y justo a tiempo, por lo visto!

Entonces, bajó el martillo, lo aferró con ambas manos una vez más e hizo virar a Cielo’ree hacia la siguiente colosal criatura de dos cabezas. Varios de ellos ya habían caído y la Horda se estaba disgregando pues se daba cuenta de que sus protectores podían ser ahora un peligro para ella. Por otro lado, los humanos y los elfos se estaban aprovechando de ese caos para masacrar, a diestro y siniestro, a los orcos dominados por el pánico.

En ese instante, algo hizo cambiar la dirección del viento. Kurdran miró hacia arriba. Sobre él, hacia el sur, pudo ver una oscura silueta iba perdiendo altura. En un principio, pensó que podía tratarse de uno de sus guerreros, que venía a traerle alguna noticia u orden, pero entonces, se dio cuenta de que no volaba como un grifo. Además, parecía venir de un lugar situado más al este, más allá de las Tierras del Interior, quizá más al sur. Pero ¿qué era?

Kurdran abandonó su ataque e hizo que Cielo’ree retrocedida y ascendiera, para situarse lejos del alcance de esas malas bestias. Acto seguido, trazó lentamente círculos en el cielo, mientras observaba a esa sombra aproximarse. ¿Acaso era un pájaro? De ser así, volaba más alto que la mayoría y su contorno era muy extraño. ¿Acaso era un nuevo tipo de ataque? Se echó a reír. ¡Pero si no era más grande que un águila! ¿Acaso la Horda enviaba ahora a águilas tras ellos, dirigidas por gnomos sentados a horcajadas en sus espaldas? Ningún ave rapaz es una amenaza para mi bella grifo, pensó, mientras daba unas palmaditas afectuosas a Cielo’ree en el cuello y recibía un melodioso graznido como respuesta.

Ahora, la silueta se hallaba más cerca y su tamaño iba en aumento cada vez más. Y más. Y aún más.

—¡Por el Pico Nidal! —masculló Kurdran, sobrecogido por su tamaño.

¿Qué era esa cosa capaz de flotar por el aire a pesar de ser tan enorme? Ya era casi tan grande como Cielo’ree y albergaba la sospecha de que todavía se encontraba muy por encima de ellos. Ahora, podía distinguir con más claridad su forma; era larga y esbelta, poseía una larga cola y un cuello tremendo, así como unas gigantescas alas extendidas que aleteaba de vez en cuando. ¡Esa cosa estaba planeando! Debía de hallarse muy arriba para poder aprovechar los vientos de esa forma. Kurdran sintió que un escalofrío le recorría la espalda y volvió a evaluar su posible tamaño. Solo conocía una criatura capaz de surcar el aire con ese tamaño y era incapaz de concebir qué interés podría tener una de ellas en ese conflicto.

Entonces, la última nube se disipó y el sol los iluminó. La luz se reflejó sobre la reluciente piel roja de esa criatura, que adoptó un intenso color carmesí. En ese instante, Kurdran supo que había estado en lo cierto.

Era un dragón.

—¡Un dragón! —gritó.

Si bien la mayoría de sus guerreros seguían batallando contras esas bestias bicéfalas y no lo oyeron, el joven Murkhad alzó la vista y miró hacia el lugar que señalaba Kurdran. Al instante, el muy necio propinó una patada a su grifo para que ascendiera rápidamente; su montura agitó frenéticamente las alas para ganar altitud con celeridad.

—¿Qué estás haciendo, palurdo? —vociferó Kurdran.

Puede que Murkhad no le oyera, pero lo que es seguro es que no le contestó. El joven Martillo Salvaje obligó a su montura a torcer hacia d dragón, que ahora caía en picado a gran velocidad, y alzó su martillo de tormenta. Tras proferir un fiero grito, Murkhad cargó directamente contra ese lagarto que caía del cielo a una velocidad inusitada…

… y se desvaneció en silencio en cuanto el dragón abrió la boca, revelando unos grandes dientes triangulares del tamaño de un enano grande y una lengua bífida del color de la sangre, para engullir al desventurado enano y su grifo de un solo bocado.

Murkhad nunca vio que la tristeza teñía los enormes ojos dorados del dragón de un modo muy evidente, ni a la corpulenta figura de piel verde que se hallaba sentada en la espalda del dragón y sostenía unas largas riendas de cuero en una de sus manos.

—¡Por la luz!

Turalyon había lanzado un grito de júbilo, al igual que los demás, cuando los Martillo Salvaje llegaron, así como cuando Kurdran había derribado al primer ogro de dos cabezas. Pero después, había alzado la vista tras escuchar un tenue grito proferido por el líder Martillo Salvaje, justo a tiempo para ver cómo el ardiente dragón descendía sobre uno de los jinetes de grifo y se lo tragaba como si fuera una mera salchicha.

Ahora, ese dragón descendía sobre ellos. Y había unos cuantos más detrás de él, que caían del cielo cual manchas carmesíes.

Al respirar, de sus fosas nasales salía humo y de sus bocas brotaban unas chispas más brillantes incluso que el reflejo de la luz del sol en sus garras, alas y colas. Tanto el humo como las chispas fueron en aumento mientras Turalyon observaba esa escena sin poder apartar la mirada.

De repente, se dio cuenta de qué era lo que iba a suceder.

—¡Retroceded! —gritó, a la vez que golpeaba a Khadgar en el brazo con su escudo para captar la atención del mago—. ¡Que todo el mundo retroceda! —agitó su martillo por encima de la cabeza, con las esperanza de poder atraer la atención de su propia gente y de los elfos ¡Retiraos! ¡Alejaos todos del bosque! ¡Ya!

—¿Que nos alejemos del bosque? —le espetó Alleria, elevando la vista hacia él. Turalyon ni siquiera se había percatado de que ella seguía a su lado, lo cual era un claro indicativo de lo atónito que se había quedado—. ¿Por qué? ¡Pero si estamos ganando!

Turalyon hizo ademán de responder, pero enseguida se dio cuenta de que probablemente no tenían tiempo para explicaciones.

—¡Hacedlo! —le gritó, al ver el gesto de sorpresa que tenía la elfa en su rostro—. Dile a tu gente que se retire a las colinas. ¡Deprisa!

Hubo algo en su tono de voz o en su semblante que la convenció. Tras asentir, alzó su arco e intento avisar así al resto de guerreros elfos. Turalyon se alejó de ahí y cogió del brazo al primer oficial de la Alianza que vio para volver a impartir las mismas órdenes. El oficial asintió y, acto seguido, gritó y empujó a sus tropas, obligándolas así a darse la vuelta, mientras vociferaba a los demás oficiales que hicieran lo mismo.

Turalyon no podía hacer ya nada más. Hizo que su caballo se girara y lo espoleó para que corriera al galope hacia las colinas. Entonces, oyó un sonido muy extraño, similar al soplo una repentina ráfaga de viento o a una exhalación estruendosa hecha por un hombre gigantesco, y miró hacia atrás.

El primer dragón se había abatido sobre ellos, con las alas desplegadas y la boca abierta de par en par. De sus fauces brotaron unas llamas, unas enormes olas de fuego que se extendieron por todo el linde frontal del bosque. El calor era tan intenso que acabó con toda la humedad que había en el ambiente de inmediato y el bosque pareció perder su consistencia, como un espejismo en el desierto bajo la ardiente mirada del sol. Los árboles se ennegrecieron al instante y se desmenuzaron convertidos en cenizas, a pesar de haber estado mojados por la lluvia solo unos minutos antes. Un denso humo negro se elevó de ellos, un humo que amenazaba con tapar el sol una vez más. Las llamas no se apagaron; en algunos lugares, habían alcanzado a los árboles situados más atrás, aunque no con suficiente intensidad como para destruirlos totalmente, pero si como para prenderles fuego. Ahora, las llamas se extendían, bailando de árbol en árbol. Era un espectáculo casi hipnótico. Turalyon se obligó a darse la vuelta para ver adónde se dirigía su caballo. Pronto, alcanzó las faldas de las montañas e hizo que su montura se girara para poder observar esa horrible devastación.

—¡Haz algo! —exclamó Alleria, que se colocó una vez más a su lado, mientras él permanecía a lomos de su caballo y entrecerraba los ojos para protegerse de tanta luz y calor. Entonces, la elfa le propinó varios puñetazos en la pierna—. ¡Haz algo!

—No puedo hacer nada —replicó Turalyon, al que se le rompió el corazón al percatarse de que la voz de Alleria estaba teñida de una terrible pena y desesperación—. ¡Ojalá pudiera!

—Entonces, haz algo tú —exigió la forestal elfa, volviéndose hacia Khadgar, quien, en esos instantes, se acercaba con su caballo hacia ellos—. ¡Utiliza tu magia! ¡Apaga esas llamas!

Pero el mago de aspecto envejecido negó con la cabeza presa de una honda tristeza.

—Este incendio es demasiado grande como para que yo pueda detenerlo —le explicó con suma calma—. Y he agotado todas mis energías al invocar antes esa tormenta.

Esas últimas palabras las pronunció con una cierta amargura y Turalyon se compadeció de su amigo. No era culpa de Khadgar que hubiera agotado sus fuerzas al apagar la primera oleada de incendios, pues nadie podría haberse imaginado que luego iban a tener que enfrentarse a otros mucho peores.

—Tengo que ir a Lunargenta —dijo Alleria, aunque más para sí que para que la oyeran ambos—. Mis padres están ahí y nuestros ancianos también. ¡Tengo que ayudarlos!

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Turalyon, con un tono de voz más duro de lo que pretendía, aunque, al menos, consiguió así que ella emergiera de la bruma de su hondo penar y alzara la mirada hacia él—. ¿Acaso sabes cómo combatir esas llamas?

El comandante de la Alianza señaló al bosque, donde los dragones se abatían hacia el suelo y giraban en el aire como si se tratara de unos murciélagos jugando mientras lanzaban llamas en cada pasada. Hasta donde alcanzaba la vista, Quel’Thalas estaba ardiendo. El humo parecía haberse convertido en un sólido muro gris, que pendía sobre la patria elfa, cuya sombra los alcanzaba a ellos incluso en las faldas de las montañas y proyectaba unas sombras tenebrosas tras ellos, a través de las montañas. Turalyon estaba seguro de que, desde la capital, tenían que estar viendo el incendio.

Alleria hizo un gesto de negación con la cabeza y él pudo ver que unas lágrimas le recorrían las mejillas.

—Pero he de hacer algo —gimoteó. Su encantadora voz se tornó ronca por culpa de la ira y el dolor—. ¡Mi hogar está siendo destruido!

—Lo sé. Y lo entiendo —Turalyon se inclinó, le agarró a ella del hombro y le dio un apretón afectuoso—. Pero si fueras ahora ahí, solo lograrías matarte. Aunque pudieras llegar al río, ahora debe de estar hirviendo por culpa de todo ese calor. Morirías y no ayudarías a nadie.

La ella alzó la vista hacia él.

—Mi familia, los Señores… ¿estarán bien?

Turalyon pudo percibir una tremenda desesperación en su voz. La forestal quería, tal vez necesitara incluso, creer que sobrevivirían.

—Son unos magos muy poderosos —señaló Khadgar—. Y aunque nunca la he visto, tengo entendido que la Fuente del Sol es una fuente de inmenso poder. Protegerán la ciudad y evitarán que sufra algún daño. Ni siquiera esos dragones podrán rozarles un solo pelo.

Pese a que pronunció esas palabras con mucha seguridad, Turalyon vio cómo su amigo alzaba de un modo casi imperceptible una ceja, como si quisiera añadir «o, al menos, eso espero».

Alleria asintió, aunque no cabía duda de que seguía todavía conmocionada.

—Gracias —dijo en voz baja—. Tienes razón. Si muero, no lograré nada —Turalyon sospechaba que intentaba convencerse a sí misma de que eso era verdad. A continuación, la elfa lanzó una mirada repleta de furia a esos dragones que revoloteaban y surcaban el aire—. Pero su muerte servirá para mucho. Y la de la Horda entera. Sobre todo, la de los orcos —entornó sus ojos verdes y Turalyon vio en ellos algo que no había visto hasta entonces: odio—. Han traído el caos y la destrucción a nuestro hogar —entonces, escupió—. Les veré sufrir por ello.

—Todos lo haremos —replicó Turalyon, quien alzó la vista al ver que otro elfo caminaba hacia ellos.

Iba ataviado con todo el equipo necesario para batallar, su armadura era hermosa y grácil, así como muy funcional, y estaba cubierta de sangre y entrañas. Llevaba colgada a la cintura una tizona y su capa de color verde intenso ondeaba al viento. Se había quitado su yelmo ornamentado con patrones de hojas y sus ojos marrones oscuros centelleaban bajo su pelo lustroso del color del maíz. Su expresión era un reflejo de la de Alleria.

—Este es Lor’themar Theron —dijo Alleria para presentarlo—, uno de nuestros mejores forestales —a continuación, se volvió y sonrió brevemente al ver que una segunda elfa se aproximaba, la cual era alta y portaba una capa similar a la de Alleria; además, se parecía mucho a esta, salvo por el pelo, que era más oscuro—. Y esta es mi hermana, Sylvanas Brisaveloz, General Forestal y comandante de nuestras fuerzas. Sylvanas, Lord Theron, este es Sir Turalyon de la Mano de Plata, segundo al mando de las fuerzas de la Alianza. Y este es el mago Khadgar de Dalaran.

Turalyon asintió y Theron hizo el mismo gesto, como muestra de respeto entre iguales.

—La mayoría de mis guerreros han escapado a ese infierno —les comentó Theron con cierta brusquedad—. Sin embargo, no hemos podido atravesar esas llamas. De modo que nosotros no podemos entrar mientras que nuestras familias no pueden salir. No obstante, ahora ya sabemos cómo el fuego ha podido extenderse por el bosque tan rápida mente y desde tantas direcciones al mismo tiempo —en ese instante, aferró con más fuerza si cabe la empuñadura de su espada—. Pero no podemos darle vueltas a lo que ya no tiene remedio —afirmó; esas palabras iban dirigidas a Alleria, aunque quizá también a él mismo—. Estamos aquí y seguimos vivos, por lo que debemos hacer todo lo posible por socorrer a los nuestros lo antes posible. Y eso implica acabar con las fuerzas que los amenazan.

—Tiempo atrás, tu comandante, Anduin Lothar, nos pidió que formáramos parte de esta Alianza —aseveró Sylvanas, mirando a Turalyon—. Mis líderes decidieron no responder a esa petición y se limitaron a prestaros un apoyo simbólico —entonces, su mirada se posó fugazmente en Alleria y algo muy parecido a una sonrisa cobró forma en su semblante—. Aunque algunos de nuestros forestales decidieron colaborar con vuestra causa por su cuenta —acto seguido, volvió a adoptar un gesto sombrío—. Pero nuestros ancianos se dieron cuenta de su error en cuanto los trols y orcos invadieron nuestras tierras. Ya que si Quel’Thalas no está a salvo de una invasión, ya nada más lo está. Me ordenaron que reuniera a nuestros guerreros y marchara en vuestra busca, con el fin de prestar toda la ayuda posible —hizo una reverencia—. Nos sentiríamos muy orgullosos de formar parte de vuestra Alianza, Sir Turalyon, y espero que, a partir de ahora, nuestros actos compensen la tardanza con que hemos decidido implicamos en este conflicto.

Turalyon asintió y deseó una vez más que Lothar estuviera ahí. El Campeón habría sabido cómo manejar esa situación adecuadamente. Pero no estaba ahí, así que Turalyon estaba obligado a solventar la situación lo mejor posible.

—Os doy las gracias tanto a ti como a tu gente —le contestó por fin a Sylvanas—. Os damos la bienvenida en la Alianza a ti y a todo tu pueblo. Juntos, expulsaremos a la Horda de este continente, de vuestras tierras y las nuestras, para que podamos vivir en paz después y cooperando unos con otros una vez más.

Si planeaba decir algo más, no pudo hacerlo, pues fue interrumpido por un graznido y un repentino batir de alas. Turalyon se agachó, al igual que Khadgar, y Theron hizo ademán de coger la espada, pero la criatura que descendía del cielo era mucho más pequeña que un dragón y estaba cubierta de plumas y pelaje en vez de escamas.

—Lo siento, zagal —dijo Kurdran Martillo Salvaje mientras aterrizaba con Cielo’ree a cierta distancia de ellos, provocando así que los caballos se estremecieran y pisotearan el suelo consternados—. Lo hemos intentado, pero esos dragones son, simplemente, demasiado grandes y poderosos como para que solo un puñado de nosotros pueda hacerles frente. Aunque si nos dais un poco de tiempo, daremos con la manera de combatirlos en el cielo y derrotarlos, pero ahora mismo, llevan todas las de ganar.

Turalyon asintió.

—Os agradezco el esfuerzo que habéis hecho —le respondió al líder enano—. Gracias por la ayuda que nos habéis prestado antes. Habéis salvado muchas vidas.

Entonces, echó un vistazo a su alrededor. Khadgar, Alleria, Sylvanas, Lor’themar Theron y Kurdran Martillo Salvaje eran buena gente y unos buenos tenientes. Súbitamente, ya no se sintió tan solo ni tan cohibido. Con ellos a su lado, tal vez podría llegar a ser un buen líder, al menos hasta que Lothar regresara.

—Tenemos que sacar a nuestra gente de aquí —aseveró un momento después—. Más adelante, regresaremos para liberar Quel’Thalas del yugo de la Horda, pero ahora mismo, tenemos que reagrupamos y esperar. Sospecho que la Horda no va a permanecer aquí mucho tiempo. Tienen otra meta en mente.

Pero ¿cuál?, se preguntó. Habían tomado el bosque y habían expulsado a los elfos de su hogar. Habían atacado el Pico Nidal y habían arrasado Khaz Modan. ¿Cuál iba a ser su próximo objetivo?

Intentó ponerse en el lugar de los orcos para poder dar con una respuesta. Si fuera ellos y dirigiera su campaña, ¿adónde iría? ¿Cuál era la mayor amenaza que aún quedaba por eliminar?

De repente, la respuesta le vino a la mente. La mayor amenaza para ella era el mismo corazón de la Alianza. El lugar donde todo había empezado. Miró a Khadgar, quien asintió, pues, obviamente, estaba pensando lo mismo.

—¡La capital!

Tenía sentido. Desde Lunargenta, que se hallaba en el extremo norte de Quel’Thalas, los orcos podrían cruzar las montañas y adentrarse directamente en Lordaeron. Emergerían no muy lejos del lago Lordamere y la capital. A la capital le quedaban muy pocos defensores, ya que el rey Terenas había enviado a casi todos sus hombres al ejército de la Alianza. Por fortuna, si querían cruzar las montañas, tendrían que cruzar primero Alterac y, pese a que Perenolde no había demostrado ser el miembro más leal de la Alianza, sin lugar a dudas, reuniría a su ejército para defenderse de una invasión a sus propias tierras. Sin embargo, los orcos podrían tomar Alterac por el mero empuje de sus incontables tropas y, acto seguido, podrían invadir en tropel las montañas para atacar la capital.

—Una vez conquistado Lordaeron, podrían expandirse por el resto del continente —señaló Alleria—. Y si dejan una parte de sus fuerzas aquí, tendrán dos bases principales y podrían anegar todas estas tierras con orcos en cuestión de solo semanas.

Turalyon asintió.

—Ya sabemos qué planean —afirmó, pues estaba muy seguro de que estaban en lo cierto—. Lo cual quiere decir que debemos dar con la manera de detenerlos —en ese instante, posó la mirada sobre los intensos incendios que brillaban en la lontananza—. Pero no será aquí.

Cercioraos de que todos los hombres regresan a estas colinas. Luego nos reuniremos y debatiremos sobre este asunto en más profundidad.

A continuación, hizo que su caballo diera la vuelta y se alejó a medio galope del bosque, confiando en que sus tenientes se ocuparían de hacer efectivas sus órdenes. No quiso mirar hacia atrás, pues no quería volver a contemplar esos majestuosos bosques que ardían a sus espaldas.