—Silencio. No hagáis ningún ruido —advirtió Zul’jin a sus hermanos.
Se habían abierto paso con celeridad por entre los árboles, para adentrarse en el corazón de Quel’Thalas, y ahora su agudo olfato le avisaba de que los elfos se hallaban en algún lugar cercano. Por consiguiente, aminoró el paso y posó los pies con sumo cuidado sobre cada rama que pisaba, al mismo tiempo que aferraba con fuerza las hachas, para evitar que repiquetearan cuando se movía. No quería que los elfos supieran que estaban ahí. Aún no.
A su alrededor, los demás trols Amani se movían con el mismo sigilo, con las armas en ristre. La mayoría de ellos sonreía de oreja a oreja, mostrando así sus dientes triangulares, y Zul’jin comprendía totalmente su actitud. Se regocijaban porque se encontraban en la patria de los elfos, preparándose para atacarlos en el único lugar donde estos daban por sentado que se hallaban a salvo.
Los elfos los habían hostigado durante demasiado tiempo. Habían soñado con recuperar esos bosques desde que esos intrusos de piel pálida y orejas puntiagudas habían aparecido por esos lares, hacía ya miles de años, para robarle sus territorios al vasto Imperio Amani. ¡A pesar de que no podían rivalizar con ningún trol en velocidad, sigilo y destreza! Sin embargo, los elfos contaban con varias cosas a su favor y la más importante de todas ellas era su maldita magia. Los trols nunca antes se habían enfrentado a ese tipo de magia, por lo que eran incapaces de contrarrestar los ataques místicos de los elfos o de derribar sus defensas arcanas.
Por fortuna, los trols los sobrepasaban ampliamente en número y pudieron derrotar a los odiosos elfos por pura matemática.
Entonces, los elfos se aliaron con los humanos.
Juntas, esas dos pálidas razas habían hecho añicos el Imperio Amani. Habían devastado incontables fortalezas trol y masacrado a millares de sus ancestros. Zul’jin gruñó al pensar en ello; por suerte, su gruesa bufanda ahogó ese ruido. Antes de esa guerra, su pueblo había sido muy numeroso y poderoso y había controlado gran parte de aquellas tierras. Después del conflicto, se desperdigaron y se convirtieron en una mera sombra de lo que habían sido: nunca habían vuelto a ser tantos como para poder reclamar su legado perdido.
Hasta ahora.
La Horda les había prometido venganza. Y Zul’jin les creyó. El líder orco, Martillo Maldito, era honorable, como lo es todo líder fuerte que está seguro de su propio poder. Jamás engañaría a Zul’jin. Además, había jurado que les ayudaría a restaurar el Imperio Amani.
El líder trol ya había dado los primeros pasos en ese sentido. Desde aquellas terribles guerras de antaño, era el primer trol de bosque que había logrado unir a las tribus. Uno a uno, había ido retando a los demás líderes de las tribus y los había vencido, ya fuera en combate, en una carrera o en algún otro desafío. Todos se habían inclinado ante él y le habían prometido que ellos y sus tribus le serían leales. De este modo, los trols de bosque habían vuelto a ser un solo pueblo una vez más. Con ayuda de la Horda, borrarían de la faz de la Tierra tanto a los elfos como a los humanos y gobernarían los bosques de nuevo. Como los orcos no habían mostrado ningún interés por los árboles, Zul’jin sospechaba que ocuparían los valles y las llanuras del mundo. Y no pensaba oponerse a ello, puesto que lo único que deseaba eran los bosques.
No obstante, primero tenían que arrebatárselos a los elfos. Lo cual sería todo un placer.
Incluso ahora, su nariz se movía con vida propia, le advertía de que estaban cerca. Zul’jin se detuvo, alzó una mano para indicarles a los demás que se pararan y, acto seguido, intuyó más que escuchó cómo sus hermanos también se paraban. Bajó la mirada, para observar entre las hojas; con su aguda vista atravesó el velo de la penumbra con facilidad y aguardó.
¡Ahí estaban! Detectó un leve y fugaz movimiento allá abajo. Algo cruzó su campo de visión allá abajo, en el suelo del bosque. Fuera lo que fuese, iba vestido con ropa marrón y verde que lo camuflaban entre los árboles; no obstante, Zul’jin pudo atisbar que debajo de esos ropajes había alguien con una piel de un color pálido. No hizo ningún ruido al pisar, caminó sobre las hojas y la maleza como si fueran unas piedras suaves y lisas.
¡Era un elfo!
Otro más apareció tras el primero y, a continuación, otro más y otro. En breve, toda una partida de caza, unos diez en total. En ningún momento, miraron para arriba. Se sentían tan seguros en su propio bosque que a los elfos no se les ocurrió mostrar cierta cautela.
Zul’jin esbozó una amplia sonrisa. Iba a ser mucho más fácil de lo que había imaginado.
Hizo una seña a los suyos al mismo tiempo que volvía a guardar sus hachas en sus fundas y se dejó caer silenciosamente sobre una rama inferior. De ahí saltó a otra y de esa, a otra más. Ahora se encontraba a menos de seis metros de esos elfos y podía verlos con suma claridad, con esas capas que arrastraban tras de sí. Si bien llevaban esos malditos arcos y flechas que los de su raza solían portar a la espalda, no sostenían ningún arma en la mano. No sospechaban que algo los acechaba allá arriba.
Zul’jin desenfundó sus hachas al mismo tiempo que descendía de los árboles. Con gran facilidad, aterrizó en el suelo de un salto, justo entre dos elfos, a los que destrozó antes de que pudieran reaccionar. Con el primer golpe, le acertó en la garganta al que tenía de frente, mientras que con el segundo, le aplastó el cráneo al que tenía al otro lado. Ambos levantaron un montón de hojas al caer.
Los demás elfos se giraron, gritaron sorprendidos e intentaron coger sus armas. Pero entonces, los hermanos de Zul’jin cayeron sobre ellos, con sus hachas, dagas y garrotes en ristre. Los elfos esquivaron los golpes como pudieron, desesperados por conseguir un espacio suficiente como para poder desenvainar sus espadas o tensar sus arcos, pero los trols no les dieron ninguna oportunidad. Si bien los elfos eran rápidos, los trols eran más altos y fuertes y capturaron a los forestales antes de que pudieran escaparse.
Sin embargo, un elfo logró huir. Se alejó un par de pasos rápidamente, giró hacia un lado y se valió de un árbol para cubrir su huida. Zul’jin esperaba que el elfo cogiera su arco, pero en vez de eso, cogió un largo cuerno que pendía de su cinturón. El forestal se lo llevó a los labios y lo sopló con una fuerza inusitada… pero aquel bramido cesó de inmediato en cuanto uno de los trols le atravesó el estómago al elfo. Mientras el forestal se desmoronaba, el sonido que emitía el cuerno se transformó en un tenue resuello y la sangre manó de su boca y su tripa.
La refriega había acabado. Zul’jin se agachó y le cortó una oreja al primer elfo que había matado; después, la metió en una bolsa que llevaba a la cintura. Más tarde, secaría esa oreja y la añadiría al resto que llevaba en su collar, pues esa era su forma de mostrar su destreza en combate. Pero ahora, tenía otros asuntos más urgentes que atender.
—Vamos —les ordenó a los suyos, quienes se reían y divertían mientras les cortaban las orejas, el pelo y otras partes del cuerpo a los elfos caídos. Algunos se habían apropiado de las largas y esbeltas espadas de los elfos como trofeos, ya que, si bien tales armas eran muy hermosas, no eran bastante robustas para que un trol las blandiera—. Van a venir más elfos —les advirtió—. Volved a los árboles. Haremos que nos persigan, para mantenerlos ocupados —en ese instante, sonrió ampliamente y sus hermanos respondieron adoptando cada uno su propia expresión feroz—. Después, los mataremos a todos.
Rápidamente, los trols de bosque saltaron y se agarraron a las ramas inferiores con sus manos de dedos largos. De ese modo, se encaramaron a los árboles y se hallaron al amparo de sus hojas. Saltaron de rama en rama y dejaron atrás los cadáveres ensangrentados. Mantuvieron los ojos bien abiertos mientras olisqueaban el aire en busca de algún indicio que anunciara la llegada de más elfos.
Zul’jin no estaba preocupado, pues sabía que pronto aparecerían otros elfos. Pero los estarían esperando. Había pasado mucho tiempo desde la anterior vez en que había derramado sangre elfa y esta breve batalla había intensificado su sed de sangre. Sus hermanos sentían lo mismo, por lo cual muchos de ellos daban mordiscos al aire y abrían y cerraban las manos presas de la impaciencia, ansiosos por luchar de nuevo contra los pieles pálidas, contra los elfos. Pronto, se dijo Zul’jin a sí mismo en voz baja. Pronto iban a tener la oportunidad de matar a tantos elfos como quisieran. El bosque se teñiría de rojo con tanta sangre y los elfos serían testigos de la caída de su imperio, tal y como les había ocurrido a los trols hace mucho tiempo con las muertes de sus respectivos imperios. Y él sería el responsable de todo ello. Acabaría sosteniendo en alto la cabeza del rey de los elfos, para que pudiera ver cómo su propio pueblo perecía, y, acto seguido, la devoraría.
Sí, ansiaba que eso sucediera cuanto antes.
—¿Está lista? —preguntó un impaciente Gul’dan.
A poca distancia de él, Cho’gall hizo un gesto de negación con sus dos cabezas. El descomunal ogro gruñó al empujar con su colosal hombro el último fragmento de Piedra Rúnica para que avanzara otros treinta centímetros más a través de ese claro cubierto de frondosa hierba.
—Ahora, sí —gritó, a la vez que se enderezaba y se frotaba el hombro con una mano.
Gul’dan asintió. Desenterrar una sola de esas Piedras Rúnicas, hacer añicos el monolito para dividirlo en varios trozos aún gigantescos y llevar cinco de ellos a ese claro les había llevado varias horas. Luego, habían tenido que emplear más horas todavía para colocar las piedras de manera adecuada y para confeccionar un círculo y un pentagrama en medio de ellas. Por suerte, Martillo Maldito les había prestado a varios ogros normales para realizar esas tareas. Cho’gall era capaz de comunicarse con sus primos de una sola cabeza, que eran más estúpidos que él, con mucha más facilidad que cualquier orco. Pese a que los fragmentos de Piedra Rúnica eran grandes y densos, dos ogros eran más que capaces de levantarlos cuando se habrían necesitado decenas de orcos solo para mover cada piedra. Gul’dan se preguntó distraídamente cómo era posible que los elfos hubieran colocado en su día esas piedras en el sitio donde los orcos las habían hallado sin romperlas. Lo más probable era que hubieran empleado magia. O quizá utilizaron esclavos. Los trols de bosque eran casi tan fuertes como los ogros y mucho más listos, por lo que habrían sido capaces de realizar esa tarea siguiendo unas instrucciones mucho más detalladas.
Al menos, las piedras ya estaban en su sitio. Gul’dan hizo un gesto y, acto seguido, tres brujos orcos se colocaron junto a tres de los fragmentos de Piedra Rúnica. Menos mal que Martillo Maldito no había acabado con todos ellos, porque si no, ese conjuro jamás habría podido funcionar. En realidad, Gul’dan creía que podía funcionar, pero no las tenía todas consigo. Aun así, si fracasaba, estaba bastante seguro de que sobreviviría al conjuro y saldría ileso.
Asintió en dirección a Cho’gall, quien llamó a gritos a los ogros congregados a un lado a cierta distancia. Tras unos momentos en que se empujaron entre ellos y gruñeron, uno de ellos se separó del grupo Cho’gall vociferó una orden. El ogro se encogió de hombros y obedeció. Se colocó encorvado entre el espacio que había entre las piedras. Se quedó en el centro del pentagrama y aguardó inmóvil. Una cosa buena que tienen los ogros es que son capaces de quedarse muy quietos cuando es necesario. De hecho, cuando nadie les da órdenes o no están buscando comida, los ogros son capaces de permanecer quietos durante horas, tan inmóviles como unas estatuas. Gul’dan solía preguntarse si, tal vez, habían evolucionado a partir de las rocas. Eso explicaría que tuvieran una piel tan dura así como su gran estupidez.
Entonces, el jefe brujo volvió a centrarse en la tarea que tenía entre manos y alzó las manos, para invocar las tenebrosas energías que sus amos demonios le habían otorgado en su día en Draenor. La energía chisporroteó a su alrededor y la dirigió hacia el fragmento de Piedra Rúnica que tenía justo ante él. Cho’gall, que había ocupado el último puesto vacante, y los demás brujos sumaron su magia al encantamiento, proporcionando sus propias energías a cada uno de los fragmentos. En cuanto los cinco trozos de piedra estuvieron tan cargados de poder, que prácticamente, se estremecían por culpa de las energías acumuladas, Gul’dan recitó un breve sortilegio y se concentró. Al instante, más energía brotó de la punta de sus dedos y trazó un arco hacia su fragmento de Piedra Rúnica, pero esta vez, esta energía atravesó rápidamente su piedra para pasar al otro trozo que se hallaba más cerca a su izquierda. Aunque no se detuvo ahí. Pasó la siguiente piedra y luego a otra y a otra, hasta que volvió por fin a la suya, uniendo así a las cinco en un despliegue de magia crepitante. El mismo aire pareció oscurecerse encima del altar y se percibía que se hallaba repleto de energía, al igual que el cielo antes de una colosal tempestad. El ogro seguía inmóvil, aunque Gul’dan creyó atisbar un destello de miedo en sus ojos. Oh, bueno, Cho’gall había escogido a uno listo.
Ahora que las piedras estaban cargadas de magia, Gul’dan dirigió esa energía hacia el centro, hacia la imponente figura que se encontraba ahí. Unos rayos de energía tenebrosa emergieron de su piedra y acertaron al ogro de pleno en el pecho, al que rodearon con un aura oscura resplandeciente. Los demás fragmentos de Piedra Rúnica sumaron su energía al encantamiento y el ogro prácticamente desapareció dentro de ese tenebroso fulgor que inundó el espacio que había entre las piedras. Dentro de esa esfera que se acababa de formar, la energía fue en aumento, alimentándose a sí misma de algún modo. Ya solo podían distinguir vagamente la silueta del ogro. Gul’dan notó que le temblaban los brazos por culpa de la fatiga, ya que estaba aportando mucha magia al hechizo, pero la emoción lo embargaba de tal modo que seguía lanzando energía mientras se estremecía.
Unos minutos después, ese fulgor sombrío se fue disipando. Poco a poco, menguó y pudieron observar con más detalle a la figura que se hallaba en su centro. Si bien el ogro seguía siendo más alto que todo ellos salvo Cho’gall, había algo en esa criatura que había cambiado. Gul’dan esperó impaciente a que el resplandor se disipara lo suficiente como para poder ver bien qué había dentro de esa esfera. De repente, la esfera desapareció completamente y el jefe brujo pudo contemplar por primera vez de verdad a esa criatura que su Altar de la Tempestad había creado.
Sin duda alguna, seguía siendo un ogro, pero era más grande que antes y ya no poseía las mismas proporciones. Sus brazos no eran tan largos como antes ni era tan patizambo y tenía un porte distinto, parecía más alerta.
Y por supuesto, tenía dos cabezas.
En Draenor, había realmente muy pocos ogros bicéfalos. Eran más grandes y fuertes que sus primos y poseían una mayor coordinación. Eran venerados y Cho’gall era el primer que habían visto desde hacía muchas generaciones. Y lo que era aún más raro, había demostrado tener bastante inteligencia como para llegar a ser un mago. Gul’dan había encontrado al ogro de dos cabezas cuando este era todavía joven y lo había adiestrado con sumo cuidado. Cho’gall demostró que era un ayudante muy valioso y un brujo muy poderoso; además, seguía siendo leal a Gul’dan. Pero ahora, al parecer, Cho’gall ya no era tan único.
El nuevo ogro bicéfalo se giró y miró fijamente a Gul’dan, pues intuyó que era quien estaba al mando.
—¿Qué soy? —inquirió con tono apremiante. Con una cabeza preguntaba mientras que con la otra examinaba su entorno. También tenía un dominio del lenguaje muy superior al de un ogro.
—Eres un ogro —respondió Gul’dan—. Tal vez un ogro mago.
—Un ogro mago. ¿Eso qué quiere decir? —le preguntó la otra cabeza del nuevo ogro bicéfalo.
Gul’dan le tuvo que explicar qué era un mago, un brujo y un chamán, así como que existían también otras clases de estudiosos de la magia.
—¿Soy como ellos? —inquirió el ogro de dos cabezas.
—Es posible —Gul’dan entornó los ojos—. Hagamos una prueba sencilla —se agachó, cogió una sola hoja del suelo y se la dio a la criatura bicéfala—. Cógela —el ogro la cogió con sorprendente destreza, mostrando así que su pericia había aumentado también—. Ahora concéntrate y piensa en el fuego, en el calor y las llamas —le ordenó Gul’dan.
Las dos caras del ogro fruncieron sus respectivos ceños mientras examinaba la hoja. Acto seguido, asintió levemente, primero con una cabeza y luego con la otra.
—Bien —dijo Gul’dan en voz baja, ya que no quería desconcentrar a esa criatura—. Ahora haz que esa llama cobre vida y reclame esa hoja. Deja que el fuego la atraviese, que tu piel sienta su calor hasta casi quemarte los dedos.
Entonces, observó cómo una chispa aparecía cerca de la parte central de la hoja, una chispa que rápidamente creció hasta transformarse en una diminuta llama que se extendió con voracidad. La hoja se arrugó, se tornó negra y quebradiza en cuestión de segundos a medida que el fuego la consumía. La brisa se llevó sus cenizas y el orco alzó la vista. Las miradas brillantes de ambas testas se cruzaron con la de Gul’dan.
Entonces, soy ogro mago, ¿no?
Parecía satisfecho. Una de las cabezas sonrió de oreja a oreja. La otra a duras penas; parecía más bien desconcertada.
—Sí —reconoció Gul’dan, quien también se sentía satisfecho—. Eres uno de los nuestros.
—¿Qué quieres decir con eso de «uno de los nuestros»? —preguntó la criatura a continuación, a la vez que su cabeza menos exuberante arrugaba el ceño—. ¿Qué voy a hacer con este don?
Gul’dan le explicó qué era la Horda. También le contó que necesitaban conquistar esas tierras y le habló de las demás razas a las que se habían enfrentado a lo largo de su invasión. El ogro mago escuchó con gran atención, sin perderse ni un solo detalle.
—Tú me has creado —dijo al fin el ogro. Pese a que no era una pregunta, Gul’dan asintió—. Entonces, soy una criatura tuya —afirmó—. Te serviré. Tu causa será mi causa. Dime qué debo hacer.
Gul’dan se regocijó para sus adentros. Había logrado exactamente lo que pretendía. Al haber dado forma al ogro bicéfalo con su propia magia, se había formado un estrecho vínculo entre ambos. ¡Esa criatura le era totalmente leal! Sin embargo, procuró no mostrar alegría alguna, sino que se limitó a indicar con un gesto a Cho’gall que se aproximara.
—Este es Cho’gall —le explicó Gul’dan—. Él, al igual que tú, es un ayudante de confianza y un ogro mago. Él te explicará qué estamos haciendo aquí. Y te dará un nombre propio.
El nuevo ogro agachó ambas cabezas.
—Gracias, amo —dijo con su cabeza más taciturna.
A continuación, la criatura se fue con Cho’gall. Gul’dan sabía que su ayudante le encomendaría al nuevo ogro mago la tarea de suministrar de nuevo energía al Altar. Cada vez que lo usaran, crearían otro nuevo ogro bicéfalo. No obstante, sabía que no podía esperar que la mayoría de ellos fueran magos… pues eso habría sido demasiado esperar. Pero si solo uno de cada diez llegaba a poseer la inteligencia necesaria, sería capaz de erigir un segundo Altar al que también cargaría de energía Gul’dan se rio para sí. Si Martillo Maldito no lo detenía, transformaría a todos los ogros de la Horda. ¿Por qué no iba a hacerlo? Orgrim solo sabía que el jefe brujo le iba a proporcionar unos guerreros más grandes y fuertes. El Jefe de Guerra nunca sospecharía que esas nuevas criaturas eran, en realidad, leales totalmente a Gul’dan y no a él, ya que este se cercioraría de que sus nuevos siervos no revelasen antes de tiempo a quién servían de verdad. Solo lo harían cuando hubiera llegado el momento adecuado. Entonces, Martillo Maldito descubriría que había surgido una nueva facción en el seno de la Horda, una que no podría destruir ni desechar fácilmente.
Gul’dan se volvió a reír y se marchó. Cho’gall se ocuparía del resto. Tenía otras tareas que supervisar, gracias a las cuales, más adelante, podría llegar a reclamar ese poder que le estaba aguardando en otro lugar.