CAPÍTULO DOCE

—¡Más rápido, maldita sea! ¡Más rápido! —exclamó Alleria, quien se dio un puñetazo en el muslo, como si con ese gesto pudiera espolear a las tropas para que aceleraran.

Siguió su moroso ritmo por un momento, aunque enseguida aceleró, pues era incapaz de avanzar tan lentamente durante tanto tiempo. En cuestión de minutos, había dejado atrás esa larga formación de soldados y había alcanzado de nuevo a la caballería. Al instante, miró a su alrededor, en busca del muchacho rubio de pelo corto que se hallaba cerca de la vanguardia. ¡Sí, ahí estaba!

—Tenéis que acelerar el paso —le espetó a Turalyon mientras sorteaba a los demás caballos y se colocaba junto a él.

El joven paladín se sobresaltó y ruborizó, pero la elfa no se regodeó en ello como era habitual. ¡No había tiempo para tales necedades!

—Avanzamos lo más rápido posible —replicó Turalyon con suma calma, aunque ella se dio cuenta de que había mirado hacia atrás para evaluar el ritmo al que avanzaban las tropas—. Sabes que nuestros hombres no pueden rivalizar con tu velocidad. Además, un ejército siempre se desplaza más lentamente que sus componentes por separado.

—Entonces, iré yo sola, como debería haber hecho desde el principio —afirmó, a la vez que se tensaba para dejar atrás todos esos caballos a gran velocidad y adentrarse aún más en ese bosque.

—¡No!

Había algo en el tono de voz con que pronunció esa palabra que hizo que Alleria se detuviera y maldijera en voz baja. ¡¿Por qué no podía desobedecerle?! Ese muchacho no tenía el mismo carisma que Lothar y ella estaba cooperando con el ejército de la Alianza por voluntad propia, no porque se lo hubieran ordenado. Aun así, cuando él le daba órdenes, era incapaz de desobedecerlas. Lo cual implicaba que era incapaz de discutir con él y salirse con la suya.

—¡Deja que me vaya! —insistió—. ¡Tengo que avisarles!

El corazón le dio un vuelco de nuevo al pensar en sus hermanas, sus amigos y su raza entera, a quienes la Horda iba a pillar desprevenidos.

—Les avisaremos —le aseguró Turalyon. La elfa percibió una gran seguridad en su tono de voz—. Y les ayudaremos a plantar cara a la Horda. Pero si vas sola y te capturan, y te matan, y te… eso no será bueno para nadie.

Daba la impresión de que había intentado decir algo más, por lo que Alleria sintió una súbita oleada de… alegría, tal vez… en su pecho, pero no tenía tiempo de reflexionar al respecto.

—¡Soy una elfa y una forestal! —replicó con vehemencia—. ¡Puedo desaparecer entre los árboles! ¡Nadie podrá encontrarme!

—¿Ni siquiera un trol de bosque? —inquirió el mago, que cabalgaba al otro lado de Turalyon. Al instante, Alleria se volvió hacia él y le lanzó una mirada iracunda, pero este prosiguió—. Sabemos que colaboran con la Horda. Y sabemos que se desenvuelven en los bosques casi tan bien como vosotros.

—Sí, «casi» tan bien —reconoció—. Pero yo soy mejor que ellos.

—Nadie lo va a negar —admitió Khadgar de un modo muy diplomático, aunque la elfa pudo intuir que bajo su semblante sereno se asomaba una sonrisa—. Pero no sabemos cuántas de esas criaturas merodean por ahí, entre nosotros y tu hogar. Además, por muy superior que seas, una decena de ellos podrían contigo.

Alleria volvió a lanzar una maldición. El mago tenía razón, por supuesto. Y ella lo sabía. No obstante, eso no impedía que siguiera deseando huir a todo correr, sin importarle los posibles obstáculos que podría hallar en el camino. Había visto a la Horda en acción y sabía que eran capaces de hacer. Sabía que era un gran peligro. ¡Y sabía que se estaba dirigiendo ahora mismo a su hogar! ¡Y su gente ignoraba que tal peligro se aproximaba!

—¡Haz que avancen! —le espetó a Turalyon y, acto seguido, salió corriendo para explorar el sendero.

Aunque le hubiera gustado toparse con algunos orcos o trols, era consciente de que se encontraba demasiado lejos como para poder verlos. La Horda les llevaba una importante ventaja en esos momentos y, si esos soldados humanos no eran capaces de abandonar ese paso de tortuga, ¡la distancia que los separaba no dejaría de incrementarse!

—Está preocupada —afirmó Khadgar en voz baja mientras ambos observaban cómo Alleria desaparecía de su vista.

—Lo sé —replicó Turalyon—. Y no se lo puedo echar en cara. Yo también estaría preocupado si la Horda se dirigiera a mi hogar. Lo estuve cuando creíamos que marcharían hacia la capital, que es lo más parecido a un hogar que he tenido a lo largo de la última década o quizá más —suspiró—. Además, solo cuenta con el apoyo de la mitad del ejército de la Alianza. Y solo conmigo para comandarlo.

—Deja de menospreciarte —le aconsejó su amigo—. Eres un buen comandante y un noble paladín, un miembro de la Mano de Plata, la orden de los mejores caballeros de Lordaeron. Esa elfa tiene suerte de poder contar contigo.

Turalyon sonrió a su amigo, pues se sentía muy agradecido de que lo reconfortara. Aunque ojalá pudiera creer lo que decía. Oh, sí, sabía que era un guerrero decente en combate… había sido adiestrado adecuadamente y en su primera confrontación con la Horda había sido capaz de demostrar que podía aplicar esos conocimientos adquiridos en una lucha de verdad. Pero ¿era un líder? Antes de esa guerra, nunca había tenido que liderar nada, ni siquiera tuvo que dirigir una sesión de oración. ¿Qué sabía él sobre cómo ser un líder?

En verdad, de crío, era bastante atrevido, a menudo; era el que ideaba el juego al que sus amigos y él iban a jugar o comandaba alguno de esos ejércitos de pega con los que jugaban a la guerra. Sin embargo, en cuanto se hizo sacerdote, todo eso cambió. Había aceptado órdenes de mis superiores y después, cuando entró al servicio de Faol, había seguido las instrucciones del arzobispo. Tras unirse a las filas de los primeros paladines que estaban siendo adiestrados, pasó a hallarse bajo la gula de Uther, al igual que todos ellos… Uther tenía una tremenda personalidad y nadie lo cuestionaba. También era el mayor de todos y el que tenía una relación más estrecha con el arzobispo.

A Turalyon le había sorprendido que Lothar no escogiera a Uther como teniente, aunque tal vez había pensado que la gran fe que profesaba el viejo paladín podría impedir que interactuara como era debido con gente menos devota. Turalyon se había sentido muy honrado e impresionado cuando le habían concedido ese rango y todavía seguía preguntándose qué había hecho para merecerlo. Si es que se lo merecía.

Lothar opinaba que así era. El Campeón de Ventormenta tenía suficiente experiencia y conocimiento como para saberlo. Era un guerrero increíble y un líder asombroso, alguien al que los hombres seguían sin pestañear, esa clase de individuo que exigía respeto y obediencia a cualquier persona con la que se topara. Los guerreros de la Alianza lo llamaban ya «El León de Azeroth», por cómo había centelleado el león dorado de su escudo cuando atravesó las filas de los orcos en Trabalomas. Turalyon se preguntaba si alguna vez llegaría a tener una mínima fracción de su carisma.

También se preguntaba si alguna vez sería tan devoto como él. Si algún día poseería solo una mera fracción de su devoción, de su fe o de los poderes que le habían sido otorgados.

Turalyon creía en la Luz Sagrada, por supuesto. Creía desde que era un niño y el hecho de haber sido sacerdote lo había acercado más a esa gloriosa presencia. No obstante, nunca la había percibido directamente ni sentido todo su poder, solo había atisbado algún que otro leve destello de su energía o sido testigo de las consecuencias de sus efectos sobre otro. Después de ver a la Horda y de combatirla en batalla, consideraba que su fe se hallaba más débil que nunca.

La Luz Sagrada, al fin y al cabo, se encontraba en todo ser vivo, en todo corazón, en toda alma. Estaba en todas partes, pues es la energía que une a todos los seres conscientes como si fueran uno solo. La Horda, sin embargo, era algo terrible y monstruoso. Hacía cosas que ningún ser racional haría; cosas depravadas y horribles. Sí, su redención era imposible. ¿Cómo tales criaturas podían formar parte de la Luz Sagrada? ¿Cómo era posible que su brillante luz anidara en unas tinieblas absolutas? Y si era así, ¿acaso eso indicaba que su pureza y amor podían ser vencidos, que su poder no era absoluto? Y si no era así, si la Horda no formaba parte de la Luz Sagrada, entonces esta no era un poder universal, tal y como le habían enseñado a Turalyon. Eso suponía que no era una fuerza omnipresente y todopoderosa, eso suponía un cambio en el modo en que debían relacionarse los seres de la creación, ¿no?

No lo sabía. Y ese era el problema. La duda había sacudido severamente los cimientos de su fe. Había intentado rezar desde su encuentro con la Horda, pero sus plegarias habían sido meras palabras huecas. No ponía el corazón en ello. Y sin ese compromiso, esas palabras no significaba nada, no servían para nada. Turalyon sabía que los demás paladines eran capaces de bendecir a los soldados, que podían percibir el mal, que incluso podían curar heridas graves con solo tocarlas. Pero él era incapaz. No estaba seguro de que alguna vez hubiera poseído tales talentos, aunque, sin lugar a dudas, ahora no los poseía. Se preguntaba si alguna vez los tendría.

—Te has vuelto a quedar callado —Khadgar se inclinó hacia él y le dio una palmadita de ánimo—. Estás tan ensimismado que, al final, te vas a caer de tu montura.

Le hizo ese comentario con un tono de voz amigable, teñido de una leve preocupación. Turalyon hizo todo lo posible por sonreír ante esa pequeña broma.

—Estoy bien —le aseguró al mago prematuramente avejentado—. Simplemente, me preguntaba qué voy a hacer.

—¿Qué quieres decir? —Khadgar miró a su alrededor y acabó echando un vistazo hacia atrás, a las tropas que marchaban detrás de ellos—. Lo estás haciendo muy bien. Haz que los hombres sigan avanzando tan rápido como sea posible. Debemos albergar la esperanza de que daremos alcance a la Horda antes de que puedan causar muchos estragos.

—Lo sé —Turalyon arrugó el ceño—. Ojalá hubiera alguna forma de adelantarlos y de llegar a Quel’Thalas antes que ellos. Quizá Alleria tenía razón… tal vez debería haberla dejado que se adelantara. Pero si la capturan, si algo le ocurriera… —esas ultimas palabras las dijo con un hilo de voz. Khadgar sonrió abiertamente y Turalyon lo miró furioso—. ¿Qué?

—Oh, nada —contestó su amigo entre carcajadas—. Si mostraras tanta preocupación por cada soldado, deberíamos rendirnos ya, pues no estarías dispuesto a enviar a ninguno de ellos a batallar, ya que temerías que resultaran heridos.

Turalyon intentó abofetear al mago, que esquivó el golpe sin dejar de reír. Continuaron cabalgando y el ejército siguió avanzando tras ellos.

—Ya casi estamos —le aseguró Turalyon a Alleria, que daba vueltas alrededor de la montura del joven como si este se hallara quieto.

—¡Lo sé! —le espetó, sin apenas alzar la mirada—. Este es mi hogar, ¿recuerdas? ¡Sé qué distancia nos separa mucho mejor que tú!

Turalyon profirió un suspiro. Habían sido dos semanas muy largas. Liderar al ejército había resultado ser una tarea muy exigente, aunque, prácticamente, había desempeñado las mismas labores en marchas anteriores. La diferencia estribaba en que, antes, Lothar había sido el responsable de adoptar las decisiones finales. Esta vez, todo dependía de Turalyon, lo cual había sido una pesada losa que le había impedido conciliar el sueño casi todas las noches. Además, había tenido que soportar a Alleria. Todos los elfos se habían sentido muy inquietos a lo largo de todo el camino, pues les preocupaba mucho qué podría estar sucediendo en Quel’Thalas. Pero habían mantenido la boca cerrada, ya que sabían que si expresaban verbalmente sus preocupaciones, lo único que lograrían sería incrementar el estrés de ese ejército y, probablemente, demorarlo aún más. Alleria, sin embargo, no había obrado así. Había cuestionado todas sus decisiones durante todo el camino; por qué iban por ese valle y no el otro, por qué encendían hogueras en vez de comer comida cruda y dormir al raso, por qué se detenían al atardecer y no seguían avanzando de noche. El hecho de haber tenido que asumir el mando ya había puesto bastante nervioso a Turalyon, pero las constantes objeciones de Alleria habían hecho que la experiencia fuera diez veces aún peor. Se sentía como si se hallara bajo un escrutinio constante, como si cada decisión que tomara fuera a contrariarla todavía más.

—Pronto llegaremos a las faldas de las montañas —le recordó a la elfa—. En cuanto lleguemos, deberíamos poder ver desde ahí las fronteras de Quel’Thalas. Entonces, sabremos hasta dónde ha llegado la Horda. Tal vez se haya demorado en las montañas y todavía no haya llegado.

Lothar hizo todo lo posible para adelantar a la Horda, ya que había persuadido a los enanos Martillo Salvaje de que enviaran a uno de los suyos a Alterac. Ese enano había entregado unas órdenes al almirante Valiente, quien tenía varios navíos posicionados cerca del lago Darrowmere.

Tras recibir esas instrucciones, Valiente había enviado esas naves rio abajo, donde se habían reunido con Turalyon y su ejército, justo debajo de Stromgarde, quienes se subieron a bordo. Después, habían navegado río arriba y dejado atrás las montañas, en vez de cruzarlas como había hecho la Horda. Esto les había ahorrado mucho tiempo. Turalyon esperaba que con eso bastara. Si bien él hubiera preferido navegar directamente hasta Quel’Thalas, Alleria le había asegurado que eso sería imposible, ya que su raza jamás dejaría que unos barcos humanos surcaran esa parte del río. Se habían visto obligados a desembarcar cerca de Stratholme y, a partir de ahí, siguieron avanzando a pie.

—En cuanto vea el bosque, me adelantaré —le advirtió Alleria—. No intentes detenerme.

—No quiero detenerte —replicó Turalyon, quien se sintió satisfecho al ver que una sonrisa se dibujaba momentáneamente en el semblante de la elfa, seguida por una expresión de sorpresa—. Quiero que tú y tus forestales localicéis a vuestros hermanos y les advirtáis del peligro que corren —le recordó—. Solo quería evitar que te topases con toda la Horda de camino hacia aquí. Pero ahora estamos bastante cerca como para que, si la Horda llega aquí primero, seamos capaces de distraerlos. Eso te dará tiempo para cruzar el bosque y avisar a los tuyos para que se organicen. Entonces, podréis atacarlos por la retaguardia mientras nosotros arremetemos contra ellos por su vanguardia. De ese modo, la Horda quedará atrapada entre ambas fuerzas.

Alleria asintió. Alzó la mirada hacia él, callada por una vez, y, a continuación, colocó una mano sobre la pierna del joven. Para Turalyon fue como si esa mano irradiara el calor de un pequeño sol, ya que hizo que le bullera la sangre y que le cosquillearan las extremidades.

—Gracias —dijo la elfa en voz baja.

Él asintió, incapaz de hablar.

De improviso, uno de sus forestales rompió la magia de ese momento al acercarse raudo y veloz hacia ellos.

—El final de estas colinas se encuentra justo ahí delante —les informó rápidamente—. ¡Puedo ver los árboles que hay más allá!

Alleria elevó la vista hacia Turalyon, quien asintió, satisfecho porque, por una vez, le pedía permiso para hacer algo. La elfa se giró y se alejó corriendo, acompañada del otro forestal. Pero no llegó muy lejos. Ambos elfos se hallaban todavía a la vista cuando se detuvieron, como si les hubiera caído un rayo encima, y se quedaron mirando fijamente algo. Entonces, profirió un lamento. Turalyon jamás había oído un gemido plagado de tanta tristeza como ese.

—¡Por la luz!

Espoleó a su caballo para que cabalgara a todo galope y corrió a su lado. Súbitamente, se quedó estupefacto y tiró de las riendas de su caballo para que se detuviera, al ver qué era lo que había contrariado tanto a ambos elfos. En efecto, ya no había más colinas y el majestuoso bosque de Quel’Thalas, el hogar de los nobles elfos, se extendía ante ellos. Sus árboles se mecían gentilmente, como si danzaran al compás de una música silenciosa, y sus pesadas ramas proyectaban unas profundas sombras sobre la tierra, unas sombras que, de algún modo, parecían serenas en vez de ominosas. Era una escena muy hermosa, repleta de calma y de una majestuosidad silenciosa. Pero se veía quebrada por las gruesas nubes de humo gris que se alzaban en diversos puntos; uno de ellos estaba situado en el linde del bosque, justo delante de ellos, aunque un poco hacia el oeste. Turalyon entrecerró los ojos y pudo distinguir unas siluetas oscuras congregadas alrededor de los árboles, así como unos grandes huecos en el follaje. También pudo distinguir unas grandes llamas que daban buena cuenta de unos objetos gruesos en esos espacios vacíos. Entonces, le llegó el olor a madera quemada, de un modo tan exagerado que le pareció que se ahogaba.

Después de todo, la Horda había llegado primero.

Y estaba quemando Quel’Thalas.

—¡Tenemos que detenerlos! —gritó Alleria, que se giró hacia Turalyon—. ¡Debemos detenerlos!

—Lo haremos —replicó el joven, que examinó la situación detenidamente por segunda vez, para cerciorarse de que lo que estaba viendo era verdad y, acto seguido, se volvió hacia el heraldo que estaba justo detrás de él—. Informa a los líderes de las unidades de que vamos a cabalgar hacia el norte a través de las colinas —le ordenó— hasta que nos hallemos a la misma altura que los orcos. Después cargaremos y los pillaremos por sorpresa. Advierte a los hombres que deben reunir toda el agua que puedan y diles que envíen varias unidades a apagar esos fuegos. No queremos que este bosque se queme con nosotros dentro.

El heraldo asintió, saludó y obligó a su caballo a darse la vuelta. A continuación, se alejó para transmitir las nuevas órdenes. Entretanto, Turalyon ya se estaba volviendo hacia Khadgar.

—¿Puedes hacer algo para detener esos incendios? —le preguntó. Su amigo esbozó una amplia sonrisa.

—¿Bastará con una tormenta?

—Mientras tus relámpagos no caigan sobre más árboles, sí —entonces, Turalyon se volvió hacia la elfa—. Alleria —ella no respondió, seguía contemplando el humo, lívida—. ¡Alleria! —ese grito la despertó de su ensimismamiento y, acto seguido, se giró hacia él—. Reune a tus forestales y vete. ¡Vete! Sin duda alguna, tus hermanos ya están luchando contra la Horda en algún lugar del interior de ese bosque. Encontradlos y hacedles saber que estamos aquí. Tenemos que coordinar nuestros ataques, ya que si no, la Horda aplastará a los tuyos entre esos árboles y luego arrasará a los que estemos fuera del bosque —ella lo miró fijamente y asintió, a pesar de que todavía estaba aturdida—. ¡Vamos! —le espetó. No le gustaba hablarle de un modo tan duro, pero sabía que, en esas circunstancias, no había otra manera—. ¿O acaso no vais a ser capaz de llegar hasta esos árboles sanos y salvos? ¿Tan lentos sois?

Esas últimas palabras provocaron que la elfa le lanzara una dura mirada, tal y como esperaba que hiciese. Alleria gruñó pero se acabó girando. Tras impartir unas breves y rápidas órdenes a los demás elfos y colocarse bien el arco que llevaba colgado a la espalda, partió. Descendió la colina más rápida que una flecha en dirección al bosque. Los demás forestales la flanquearon y, enseguida, llegaron a los árboles y desaparecieron entre sus sombras.

—Que la Luz Sagrada os proteja —susurró Turalyon mientras los observaba marchar.

—Que nos proteja a todos —apostilló Khadgar con un tono sombrío—. Porque lo vamos a necesitar.