—¡Que sigan avanzando! —bramó Martillo Maldito, a la vez que se giraba para observar cómo la Horda marchaba tras él—. ¡Tenemos que cruzar estos picos cuanto antes!
—¿Por qué? —fue Rend Puño Negro quien formuló la pregunta.
Tanto él como su hermano Maim odiaban a Orgrim porque este había asesinado a su padre y lo había reemplazado como Jefe de Guerra. Eran de los pocos que osaban cuestionar las órdenes de Martillo Maldito. Orgrim lo permitía por dos razones: porque sabía que las explicaciones que les diera llegarían al resto de la Horda y porque el clan Diente Negro era muy poderoso y numeroso y, por tanto, muy útil. Además, si bien los hermanos cuestionaban sus actos o decisiones, nunca desobedecían una orden directa, aunque estuvieran en desacuerdo con ella. Como Martillo Maldito apreciaba ese tipo de lealtad, estaba más que dispuesto a tolerar que lo cuestionasen, pero hasta cierto punto.
—¿Porque qué? —replicó Orgrim, quien se hallaba intentando dar con el mejor camino para ascender por un empinado sendero que llevaba a las montañas, por lo que casi toda su atención se hallaba centrada en las piedras que tenía bajo las piernas y las manos.
Los trols de bosque ya los habían dejado atrás, pues habían escalado esos riscos con la misma facilidad que trepaban a los árboles. Asimismo, habían colocado unas cuerdas para ayudar a los guerreros orcos en su ascenso, pero Martillo Maldito se negaba a utilizarlas. Necesitaba que sus tropas supieran que aún era el más fuerte de todos ellos y ascender esa montaña sin ayuda era una manera de demostrarlo. Rend no tenía esos reparos y se hallaba caminando junto a Orgrim con una de esas robustas cuerdas atada firmemente alrededor del brazo izquierdo.
—¿Por qué estamos escalando estas montañas? —contestó Rend—. Las podríamos haber rodeado. ¿Por qué seguimos este camino? Es cierto que es más corto, pero también más duro. Escalar estos picos nos va a retrasar.
Martillo Maldito alcanzó la cima del risco, gruñó y se limpió las manos, que tenía manchadas del polvo de las piedras, frotándoselas con la parte superior de los brazos. Se volvió para mirar a Rend justo cuando este otro cabecilla se unía a él en la cumbre, seguido por su hermano y los demás líderes de la Horda, quienes sabían perfectamente que más les valía no alcanzar la cima antes que Orgrim.
—Los humanos creen que somos estúpidos —afirmó Martillo Maldito, cerciorándose de que todos pudieran escucharlo. No le gustaba tener que repetir las cosas—. Se imaginan que somos unas bestias imbéciles, que somos como los ogros —varios de los ahí presentes miraron hacia abajo, donde los ogros aún seguían ascendiendo por detrás de los orcos. A pesar de que eran bastante fuertes como para completar el ascenso, eran demasiado torpes como para hacerlo con facilidad—. Y pienso animarlos a que sigan opinando lo mismo —en ese instante, esbozó una amplia sonrisa y mostró los colmillos—. ¡Dejad que piensen que somos idiotas! Así nuestra conquista será más fácil, porque nos habrán subestimado.
Se agachó y cogió una piedrecita, que se pasó de una mano a otra mientras seguía hablando.
—Ya los hemos engañado una vez, al dejar atrás a unos cuantos clanes cuando alcanzamos las Tierras del Interior —señaló—. Han estado muy ocupados batallando contra esa parte de la Horda mientras nosotros proseguíamos nuestro camino a las montañas. Y seguirán estando muy ocupados mientras nosotros cruzamos estas cumbres.
—Pero nos dirigimos a Quel’Thalas, ¿verdad? —inquirió Maim, a quien le costó pronunciar ese extraño nombre elfo—. ¿Por qué no hemos ido en barco a algún lugar lo más cerca posible de ese sitio? Si hubiéramos obrado así, habríamos llegado ahí mucho antes de que los humanos pudieran emerger de las Tierras del Interior.
—Porque los elfos nunca hubieran permitido que nuestras naves pasaran por ahí indemnes —respondió Martillo Maldito—. Zul’jin afirma que son un arqueros consumados y habríamos acabado atrapados en nuestros barcos mientras una lluvia de flechas arreciaba sobre nosotros. Habríamos sufrido miles de bajas, habríamos perdido a clanes enteros, miles de llegar a la orilla para combatirlos.
Varios de los cabecillas murmuraron entre ellos. No se habían planteado esa posibilidad. La Horda todavía no se había acostumbrado a manejar barcos ni a guerrear con ellos, aunque unos pocos, como los Cazatormentas, le habían cogido el tranquillo enseguida.
—Pero podríamos haber rodeado estas montañas —observó Rend—. Pues es una ruta más larga aunque menos difícil.
Orgrim esbozó una sonrisa burlona ante esa observación.
—¿Acaso temes los retos?
Varios de los demás cabecillas estallaron en carcajadas y Rend se encolerizó.
—¡Claro que no! —le espetó, alzando un puño al aire, mostrando así que estaba dispuesto a luchar contra cualquiera que afirmase lo contrario—. ¡Estoy a la altura de este desafío y de cualquier reto! Además, a lo largo de todo el ascenso, ¡siempre he estado detrás de ti!
Nadie se atrevió a comentar que se había valido de una cuerda para subir y Martillo Maldito no. Los Puño Negro eran unos guerreros muy respetados y temibles, otra razón más por la que Orgrim les permitía que le hicieran tantas preguntas.
—Entonces, dime, ¿pretendes seguir desafiándome? —preguntó en voz baja Martillo Maldito, con voz más grave.
Rend depuso su actitud de inmediato y palideció al darse cuenta de lo que había estado a punto de desencadenar. Los Puño Negro querían liderar la Horda, pero para eso, tendrían que retar a un combate a Orgrim y derrotarlo. Todos sabían que su líder sería capaz de matar a ambos hermanos aunque ambos lo atacaran a la vez. Una parte de él esperaba que lo intentaran, ya que entonces podría reemplazarlos por un cabecilla Diente Negro más razonable. No obstante, hasta entonces, siempre se habían echado atrás.
—Si las hubiéramos rodeado, tal vez habríamos ido más rápido —dijo, por fin, Martillo Maldito, al ver que Rend no iba a morder el anzuelo—, pero habríamos resultado mucho más visibles a ojos del enemigo. De este modo, sorprenderemos a los elfos —entonces, volvió a sonreír abiertamente—. Si los humanos sobreviven a la batalla de las Tierras del Interior y son capaces de rodear las montañas, tal vez lleguen a Quel’Thalas antes que nosotros. Entonces, si los elfos les dejan entrar en su ciudad, podrán unir fuerzas para defenderse de nuestro ataque —se echó a reír y aplastó la piedra que tenía en la mano, cuyo polvo se le escapó entre los dedos—. Pero ya no tendrán adónde huir. Los aplastaremos y esas tierras serán nuestras —abrió la mano y dejó que se le cayeran el resto del polvo y los fragmentos de la piedra —volvió a limpiarse las manos de manera ostentosa—. De un modo u otro, ganaremos.
Todos los demás orcos murmuraron, algunos incluso sonrieron y se carcajearon. Rend asintió.
—Eres muy sabio —admitió a regañadientes—. Es un buen plan.
Martillo Maldito asintió para aceptar el cumplido.
—Ahora, debemos continuar —les dijo Martillo Maldito al resto—. Todavía nos quedan varios picos que ascender —acto seguido, se volvió hacia Zuluhed—. ¿Dónde están? —preguntó.
—Ya vienen de camino —contestó el cabecilla del clan Faucedraco, quien sonrió de oreja a oreja al oír los murmullos que se alzaban tras él. Ninguno de los demás orcos sabía nada al respecto, salvo que los Faucedraco planeaban algo, con la total aprobación de Orgrim.
Aún tienen que recorrer una gran distancia, pero son rápidos. Nos darán alcance en breve y el mundo temblará a su llegada.
—Bien —entonces, Martillo Maldito se giró y posó su mirada sobre una alta figura que se encontraba a poca distancia, cuya larga bufanda era mecida por el viento—. ¿A qué distancia estamos de Quel’Thalas?
—A este ritmo, a cuatro días de viaje —respondió Zul’jin—. Pero podríamos llegar antes.
Los ojos del trol de bosque centellearon al escuchar esas palabras y las manos se le fueron a las hachas que llevaba a la cintura como si tuvieran vida propia.
—No —le ordenó Orgrim, ignorando al trol, que obviamente se sentía decepcionado—. Os quedaréis con nosotros y seguiréis colocando cuerdas para que las tropas puedan subir —entonces, le lanzó una enorme sonrisa al líder trol—. No te preocupes, tendrás la oportunidad de atacar la patria de los elfos. Pero no lo harás sin la Horda a tus espaldas, dispuesta a caer sobre ellos.
Zul’jin meditó un momento sobre ello y, acto seguido, asintió.
—Se van a enfadar —comentó y, después, se rio—. Emergerán como avispas, dispuestas a picar. Y vosotros os echaréis encima cual enjambre de hormigas para devorarlos por entero.
—Sí.
A Martillo Maldito le gustó la metáfora. Las hormigas eran unas trabajadoras muy laboriosas, además de tenaces y fuertes más allá de lo imaginable. Aunque también podían ser muy desagradables, pues se unían para derrotar a criaturas mucho más grandes. Sí, las hormigas eran una buena comparación. Entonces, indicó con una seña que continuaran la marcha y la Horda ascendió tras él por la montaña, como un ejército de hormigas cuyo único propósito era la conquista.
Cuatro días después, Orgrim y sus cabecillas se hallaban en la ladera de una colina, que se encontraba entre la cima de la última montaña y los lindes de un gran bosque, desde la cual observaban lo que había allá abajo. Entretanto, el resto de la Horda se iba congregando en masa a sus espaldas. Pese a que los orcos se hallaban agotados de tanto escalar y andar, ahora que su objetivo se hallaba delante de ellos estaban más que dispuestos a olvidar su extenuación. Pero nadie estaba más impaciente que los trols de bosque.
—¿Atacamos ya? —Zul’jin miró ansioso a Martillo Maldito.
—Sí, adelante —contestó el Jefe de Guerra—. Destruid a esos elfos. Que no quede nada ni nadie en pie.
El líder de los trols de bosque sonrió de oreja a oreja y echó la cabeza hacia atrás para proferir un extraño grito similar a un gorjeo. Súbitamente, otro trol de bosque hizo acto de presencia, a una cierta distancia de donde se hallaban ambos líderes, tan sigiloso como un fantasma. Un tercero saltó de las piedras que se hallaban por encima de ellos y se colocó junto a él, y luego apareció otro que se colocó junto al último, y después otro y otro… hasta que el pequeño valle situado detrás de la colina quedó repleto de esas criaturas del bosque altas y desgarbadas. Eran muchos más de los que Orgrim recordaba que Zul’jin había traído consigo. Su sorpresa debió de reflejarse en su rostro porque el líder de los trols de bosque esbozó una amplia sonrisa bajo su omnipresente bufanda.
—He encontrado más por el camino —le explicó, riéndose—. Son la tribu Secacorteza. Se unirán a nuestras fuerzas.
Martillo Maldito asintió. No tenía miedo a esos trols en particular, a pesar de que eran más altos que él. En su día, se había enfrentado a enemigos más grandes y fuertes y siempre había salido victorioso de esos encuentros. Además, Zul’jin le había impresionado a lo largo de los meses que habían transcurrido desde que sellaron su alianza. El trol de bosque era listo pero también honorable. Había prometido que su gente ayudaría a la Horda y no se había echado atrás. Orgrim estaba dispuesto a arriesgar su vida porque sabía que el trol cumpliría su palabra.
Claro que el hecho de que los trols de bosque odiaran a esos nobles elfos también contribuía a ello. Todos los trols se habían mostrado a favor de desviarse al norte, hacia Quel’Thalas, y se habían mostrado impacientes por adentrarse en el bosque elfo para localizar y atacar a los elfos. Martillo Maldito, sin embargo, había insistido en que debían esperar. Quería que, antes de que los trols atacaran, el resto de la Horda se hallara en posición. Zul’jin se las había arreglado para mantener a sus congéneres a raya, a pesar de que estuviera tan ansioso como ellos por atacar.
Pero ahora, la espera había llegado a su fin. Con un aullido, Zul’jin descendió esa colina raudo y veloz. No se frenó cuando alcanzó los lindes del bosque, sino que se subió de un salto a un árbol y brincó de rama en rama con suma facilidad. El resto de su gente lo siguió y se subieron a los árboles saltando, desapareciendo así de la vista, dejando únicamente como señal de su paso el crujir de las hojas y algún que otro gruñido ocasional. Pero Orgrim sabía que se abrirían paso hasta llegar al corazón de aquel colosal bosque y que matarían a cualquier elfo que hallaran en su camino. Pronto, los defensores de ese bosque tendrían noticia de que estaban siendo invadidos por trols e irían presurosos a encontrarse con ellos.
Eso mantendría a los elfos muy ocupados, tanto que no comprobarían si alguna otra fuerza enemiga amenazaba sus fronteras.
Martillo Maldito dio la señal y el resto de la Horda anegó la colina; marchó con paso firme por esa estrecha extensión de hierba hasta llegar, por fin, a la primera hilera de árboles.
—¿Ahora, Jefe de Guerra? —preguntó un guerrero orco que se hallaba cerca, con un hacha en ristre.
Orgrim asintió y el guerrero se giró hacia el árbol que estaba junto a él, cuyo tronco era muy grueso y vetusto y suave como la seda, cuyas hojas frondosas y suntuosas, verdes y aromáticas olían a naturaleza, vida y abundancia. De un fortísimo hachazo, desgajó de su tronco un enorme fragmento de corteza y madera. Luego, volvió a darle otro hachazo, logrando así que el corte fuera aún más grande.
—¡No, no! —Martillo Maldito le arrebató el hacha al sorprendido guerrero, al que empujó hacia atrás—. No hay que darle en ángulo, sino directamente —le explicó.
Desclavó el hacha, flexionó los músculos y, al instante, golpeó con toda su fuerza, clavando gran parte del hacha en el tronco. Después, con un tirón muy fuerte, arrancó el arma y volvió a golpear en el mismo lugar, agrandando así el tajo. Al tercer impacto, el hacha casi atravesó del tronco por entero, ya solo quedaba una pequeña porción de corteza y madera en pie. Orgrim tiró del hacha, volviéndola hacia arriba, de modo que su cabeza empujó hacia arriba el tronco. El árbol se tambaleó y cayó, destrozando ese trozo que aún quedaba en pie con su propio peso e impulso. La tierra tembló ante el impacto del árbol y las hojas y las bayas volaron por doquier.
—Así sí.
Le lanzó el hacha al guerrero, quien la cogió en el aire, asintió y se dirigió al próximo árbol de esa hilera. Un segundo guerrero ya se estaba acercando al árbol caído con un hacha en la mano, dispuesto a trocear ese enorme tronco en pedazos más pequeños.
Detrás de él, más guerreros se dedicaban a realizar la misma tarea. Como transportar provisiones para un ejército tan colosal como la Horda era imposible, tomaban lo que necesitaba de las tierras que iban conquistando. La madera de esos árboles alimentaría el fuego de las hogueras de la Horda durante semanas. Tal vez incluso meses. Además, el hecho de saber que cada árbol talado dejaría más desprotegidos a los elfos hacía que su labor fuera más grata.
Martillo Maldito estaba apoyado sobre su martillo, observando cómo avanzaban los trabajos, cuando, por el rabillo del ojo, vio que algo se movía. Un orco bajito y corpulento, con una barba erizada, se dirigía hacia él, en su rostro marcado había dibujada una expresión que Orgrim no estaba seguro de si le gustaba o no. Gul’dan estaba contento por algo.
—¿Qué ocurre? —inquirió con tono apremiante Martillo Maldito antes de que el jefe brujo lo hubiera alcanzado.
—Hay una cosa que deberías ver, oh, poderoso Martillo Maldito —respondió Gul’dan, haciendo una profunda reverencia. Cho’gall se rio entre dientes e imitó burlonamente el gesto a sus espaldas—. Algo que podía ayudar en gran manera a la Horda.
Orgrim asintió, alzó el martillo para colocárselo sobre el hombro y, con una seña, indicó a Gul’dan que fuera por delante. El brujo se giró y guio tanto a Martillo Maldito como a Cho’gall a un lugar situado a unos cien metros de donde acababan de estar. En ese sitio, había una colosal piedra que abría un hueco entre los árboles. Su áspera superficie estaba grabada con runas e incluso Orgrim, que no tenía ningún don para percibir lo sobrenatural o lo espiritual, pudo notar que ese basto monolito irradiaba un gran poder.
—¿Qué es eso? —exigió saber.
—No lo sé exactamente —contestó Gul’dan, acariciándose la barba—. Pero es muy poderoso. Creo que estas piedras rúnicas, hay varias como esta esparcidas uniformemente a lo largo de los lindes del bosque, son una barrera mística.
—Pues no nos han impedido entrar —señaló Martillo Maldito.
—No, pero porque solo hemos usado nuestras propias manos, pies y armas —replicó Gul’dan—. Creo que estas piedras rúnicas impiden el uso de la magia dentro del bosque. Es muy probable que aquí solo funcione la magia de los elfos. He intentado acceder a mis poderes mágicos y no puedo, pero si me desplazo diez pasos hacia las colinas, soy capaz de lanzar conjuros.
Ahora, Orgrim miraba a esa enorme piedra con otros ojos.
—Así que si nos las llevamos y las colocamos alrededor de nuestros enemigos, estos no podrán lanzar hechizos —reflexionó, mientras se preguntaba cuántos orcos necesitaría para poder mover esos monolitos y cómo los iban a transportar.
—Sí, podemos utilizarlos de ese modo —admitió Gul’dan, cuyo tono de voz parecía transmitir con claridad que él también había pensado lo mismo—. Pero cabe otra posibilidad, Jefe de Guerra. Si me concedes un momento, te lo explicaré.
Martillo Maldito asintió. Si bien no confiaba para nada en Gul’dan, el brujo había demostrado ser muy útil al crear a los caballeros de la Muerte. Le picaba la curiosidad por saber qué tenía en mente ahora ese achaparrado orco.
—Estas piedras contienen una magia inmensa —le explicó Gul’dan—. Creo que seré capaz de dominar ese poder para satisfacer nuestros propios fines.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Orgrim de manera perentoria, pues sabía que siempre debía estar ojo avizor con Gul’dan. No, quería que concretase.
—Puedo utilizarlas para levantar un altar —respondió el brujo—. Un Altar de la Tempestad. Si logro canalizar la energía de esas piedras, podré transformar a ciertos seres. Los haremos más poderosos, más peligrosos, aunque puede que sufran alguna desfiguración que otra.
—Dudo que ningún orco vaya a dejar que experimentes con él por segunda vez —comentó Martillo Maldito con brusquedad.
Todavía recordaba con gran claridad la noche en que Gul’dan había ofrecido la Copa de la Unidad, el Cáliz del Renacimiento, a todos los cabecillas de la Horda y a todos los guerreros que creía dignos de beber de ella. Como Orgrim desconfiaba del brujo incluso por aquel entonces, se negó a beber del cáliz cuando Puño Negro lo invitó a hacerlo. Se justificó diciendo que ese honor le correspondía a su cabecilla, quien no debía compartir tal poder con él. No obstante, había visto lo que ese líquido elemento le había hecho a sus amigos y compañeros de clan. SI. los había hecho más grandes y fuertes. Pero también había hecho que sus ojos adquirieran un fulgor rojo y que su piel verde adoptara un color aún más intenso, todo lo cual era un claro síntoma de corrupción demoníaca, que los había vuelto locos de sed de sangre, ira y hambre. De ese modo, los orcos, que habían sido hasta entonces unos seres nobles, se transformaron en unos animales, en unos asesinos dementes. Algunos orcos se lamentaron luego de su transformación, pero para entonces, ya era demasiado tarde.
Gul’dan sonrió como si supiera en qué estaba pensando su Jefe de Guerra. Y tal vez así fuera. ¿Quién podía imaginarse qué clase de extraños poderes poseía ahora ese brujo? Pero se limitó a replicar lo que Martillo Maldito había expresado con palabras, no los pensamientos que había tras ellas.
—No voy a utilizar a ningún orco para probar estos altares —le aseguró Gul’dan—. No, emplearé a una criatura que sacará un gran provecho de un incremento de sus fuerzas, pero que apenas notará que su inteligencia ha menguado —en ese instante, esbozó una amplia son risa—. Utilizaré a un ogro.
Orgrim caviló al respecto. No contaban con muchos ogros, pero los pocos que controlaban eran fácilmente diez veces más valiosos en el campo de batalla que cualquier otro soldado. Si lograban hacerlos más fuertes… sí, sin lugar a dudas, merecía la pena correr ese riesgo.
—De acuerdo —dijo al fin—. Puedes erigir una de esos altares. A ver qué ocurre. Si funciona, te entregaré más ogros, o más criaturas de cualquier otra raza que desees.
Gul’dan hizo una honda reverencia y Martillo Maldito asintió, aún que, en cuanto se volvió, su mente ya estaba centrada en otros problemas logísticos.