—¡Ahí, Thane! ¡Mira ahí!
Kurdran Martillo Salvaje hizo girar a Cielo’ree y posó la mirada en el lugar al que señalaba Farand. ¡Sí, ahí había algo! Detectó movimiento gracias a su aguda vista y, acto seguido, dio un leve golpecito con sus talones a Cielo’ree. Su grifo graznó ligeramente, plegó las alas y cayó en picado. El viento los abofeteó a ambos mientras descendían.
Sí, ahora era capaz de distinguir a varias figuras que atravesaban el bosque situado allá abajo. ¿Acaso eran trols? Sin lugar a dudas, eran tan verdes como esos trols de bosque que su gente tanto odiaba y su piel se confundía con el follaje; no obstante, caminaban sobre el suelo y no por las ramas de los árboles. Además, caminaban demasiado pesadamente y de un modo muy poco cuidadoso como para ser trols, quienes conocían los caminos del bosque casi tan bien como los elfos. No, esas criaturas eran algo distinto. Kurdran pudo ver con claridad a uno de ellos, justo cuando este pasaba por un diminuto claro, y frunció el ceño. Tenía una complexión robusta y era tan grande como un humano; además, poseía unos músculos vigorosos y unas largas piernas. También pudo ver que portaban armas pesadas; unas descomunales hachas, así como martillos y mazas. Fueran lo que fuesen, esas criaturas iban preparadas para la guerra.
Entonces, tiró de las riendas y Cielo’ree agitó la cola, alzó su grupa leonina, extendió las alas y se elevó una vez más, alejándose así de los árboles y perdiéndose de nuevo en el cielo. Farand y los demás seguían volando en círculo allá arriba, sus pieles curtidas se confundían con las pieles leonadas de sus monturas. Kurdran se sumó a ellos, con su barba y pelo trenzados meciéndose al viento, mientras disfrutaba de la sensación de volar aunque fuera en unas circunstancias tan funestas. En la lejanía, pudo distinguir una descomunal escultura tallada en piedra que representaba a un águila descansando, que vigilaba alerta y confiada el mundo, que era su propio hogar y el corazón de sus dominios. Era el Pico Nidal. Sin embargo, al verla, no se sintió invadido por el júbilo y orgullo habitual, ya que parecía hallarse demasiado cerca de aquel lugar donde estaban ocurriendo cosas tremendamente inquietantes.
—Lo has visto, ¿no, Thane? —inquirió Farand—. ¡Te lo dije! ¡Unos monstruos deambulan por nuestro bosque!
—Sí, tenías razón —contestó Kurdran al explorador—. Son unos intrusos monstruosos. Aunque son muchos. Además, nos resultará muy difícil atacarlos mientras permanezcan ocultos bajo los árboles.
—Entonces, ¿vamos a dejar que atraviesen nuestras tierras sin más? —preguntó uno de los otros exploradores.
—Oh, no —respondió Kurdran, quien obsequió con una amplia sonrisa a los demás enanos Martillo Salvaje—. Tendremos que asustarlos para que salgan a campo abierto. Vamos, muchachos, volvamos a casa. Tengo unas cuantas ideas sobre qué hacer. Pero no os preocupéis, pronto dejaremos bien claro a esos pieles verdes que no son bienvenidos en las Tierras del Interior.
—¡Oh, ahí estás! ¡Eh, paladín!
Turalyon alzó la mirada al mismo tiempo que el elfo ralentizaba su paso y se detenía junto a él. No se había percatado de que ese forestal se acercaba, lo cual no le sorprendió. En las últimas semanas, había aprendido rápidamente que los elfos vienen y van como les place y muy sigilosamente. A Alleria, en particular, le encantaba sobresaltarlo; solía hablarle al oído súbitamente cuando él aún ni siquiera se había dado cuenta de que ella había regresado al campamento.
—¿Sí? —replicó, dejando educadamente de limpiar su equipo.
—Los orcos han llegado a las Tierras del Interior —le informó el elfo—. Y se han reunido con los trols.
Esas últimas palabras las pronunció con auténtica repugnancia. Turayon se había enterado de que los elfos odiaban a los trols de bosque y, al parecer, el sentimiento era mutuo. Lo cual tenía su lógica; ambas eran razas cuyo hábitat era el bosque y los que había en ese lugar no eran bastante grandes como para albergar a ambas razas a la vez. Asimismo, eran enemigos desde hace miles de años, desde que los elfos habían expulsado a los trols de parte de aquellos bosques y habían establecido su reino en esas tierras conquistadas.
—¿Estás seguro de que son aliados y no de que, simplemente, se han enlazado sus caminos? —le preguntó Turalyon, dejando su armadura a un lado. Acto seguido, se acarició distraído el mentón. Si era cierto que los orcos y los trols se habían unido, eso podría acarrear muchos problemas.
El forestal resopló y replicó:
—¡Claro que estoy seguro! Les oí hablar. Han sellado una especie de pacto —por primera vez, el elfo parecía realmente preocupado—. Planean atacar el Pico Nidal… y luego asaltar Quel’Thalas.
Ah, eso explicaba su inquietud. Quel’Thalas era el hogar de los elfos y los trols los odiaban. Si se habían unido a la Horda, era lógico que llevaran a los orcos hacia ese lugar.
Informaré a Lothar al respecto —le aseguró Turalyon, poniéndose en pie—. Los detendremos antes de que puedan acercarse a vuestro hogar.
El elfo asintió, aunque no pareció muy convencido. A continuación, se volvió y desapareció entre los árboles una vez más a paso ligero. Pero Turalyon no lo vio marchar, pues se dirigía ya hacia la tienda de mando.
Dentro de ella, estaba Lothar, acompañado de Khadgar, Terenas y unos cuantos más.
—Los orcos se dirigen al Pico Nidal —anunció nada más entrar. Todo el mundo se volvió hacia él y Turalyon pudo comprobar que varios de los ahí presentes arquearon una ceja, sorprendidos—. Uno de los forestales me lo acaba de contar —les explicó—. Los orcos se han aliado con los trols de bosque y planean atacar el Pico Nidal.
Terenas asintió y se giró hacia el omnipresente mapa que cubría toda la mesa de la tienda por entero.
—Tiene sentido —admitió, mientras golpeaba con el dedo el lugar donde el Pico Nidal estaba en el mapa—. Los enanos Martillo Salvaje son bastante fuertes como para plantarles cara, así que no querrán correr el riesgo de que estos puedan atacar su retaguardia. Además, si se han aliado con los trols de bosque, esta estrategia tiene aún más lógica, pues estos quieren expulsar a los enanos de las Tierras del Interior.
Lothar también contemplaba fijamente el mapa.
—Si los combatimos en el bosque, la lucha será muy dura —comentó—. No podremos desplegamos como es debido y nos veremos obligados a dejar nuestras balistas atrás —se frotó la frente con la mano, pensativo—. Aunque ellos tampoco podrán organizar sus tropas adecuadamente. Podremos atacar a pequeños grupos de orcos, pues no podrán concentrar todo su ejército en un solo lugar.
—Además, los enanos serán unos poderosos aliados —señaló Khadgar—. Si los ayudamos, tal vez acepten ayudamos a su vez. Serían unos exploradores excelentes y conformarían unas unidades de ataque de vanguardia muy rápidas.
—Ciertamente, ellos y sus grifos nos serían de gran ayuda —admitió Lothar, quien alzó la vista, cruzó su mirada con la de Turalyon y asintió—. Reunid a las tropas —ordenó—. Nos vamos al bosque a salvar a esos enanos.
—¡Por los ancestros, son demasiados! ¡Son como una plaga de pulgas, pero más grandes y mejor armadas! —exclamó contrariado Kurdran mientras observaba lo que sucedía allá abajo. Tanto él como una partida de caza entera sobrevolaban la zona, dando vueltas en el cielo para poder observar mejor a esos nuevos pieles verdes. Y lo que veía no era nada bueno.
Las criaturas marchaban muy rápido y se encontraban ya a solo un día de viaje del Pico Nidal. Al principio, solo había divisado una decena, más o menos, pero ahora se había percatado de la presencia de otro grupo no muy lejos de los primeros y de un tercero aún más lejos. Los demás habían informado de que habían avistado prácticamente lo mismo. Esos pieles verdes se hallaban esparcidos en grupos de veinte, aproximadamente, y había más grupos de los que podían contar. Si bien los enanos Martillo Salvaje no temían a nada, si esas criaturas eran solo la mitad de duras de lo que parecían ser por su aspecto, serían capaces de destrozar el Pico Nidal por puro aplastamiento, pues eran muy numerosos.
No iban a quedarse de brazos cruzados. Kurdran echó un vistazo a su alrededor y cada uno de los otros enanos asintió a su vez.
—Bien —les dijo y, acto seguido, se llevó el cuerno a los labios—. ¡Atacad, enanos Martillo Salvaje!
Sopló el cuerno y luego se lo volvió a colocar a un costado, mientras colocaba a Cielo’ree en posición dándole leves golpecitos con las rodillas. La grifo respondió soltando un feroz grito, extendió las alas y se elevó. A continuación, las plegó para iniciar el excitante descenso. Mientras caían en picado, Kurdran liberó su martillo de tormenta de su sujeción y alzó esa descomunal arma.
Pero en un principio, sus objetivos no eran los pieles verdes, sino que golpeó de lleno en el tronco al árbol más cercano. El impacto provocó que las hojas, las bayas y las ramas arreciaran, lo que sobresaltó a los desconcertados pieles verdes. Kurdran golpeó dos árboles más y de ellos cayeron piñas y nueces, que impactaron sobre esas criaturas con fuerza suficiente como para dejarles cardenales. Los pieles verdes se agacharon y alzaron las manos para protegerse los ojos, pero el violento ataque prosiguió y los Martillo Salvaje golpearon un árbol tras otro, provocando así que cayera una lluvia de follaje, frutos y nueces. Si bien los pieles verdes no sabían qué hacer, sí sabían que no les gustaba para nada esta situación, así que reaccionaron tomando la solución más sencilla; como entre los árboles no estaban a salvo, los dejaron atrás, se alejaron corriendo del amenazador follaje y se adentraron en el diminuto claro más cercano.
Lo cual era justo lo que habían estado esperando los Martillo Salvaje.
Kurdran profirió un tremendo grito de guerra y lideró el ataque, con su martillo en ristre. El primer piel verde tuvo tiempo de alzar la mirada y levantar a medias su gran hacha antes de que Kurdran le lanzara su martillo de tormenta coronado por un relámpago y lo alcanzara justo en la mandíbula. Un trueno bramó al mismo tiempo que esa criatura salía volando por los aires con los huesos de su quijada destrozados.
—¡Eres muy feo como para estar en mi bosque, bastardo! —le gritó mientras el monstruo caía.
El martillo volvió a manos de Kurdran y este volvió a arrojarlo. Un segundo piel verde recibió su impacto. Cielo’ree arqueó la espalda, batió las alas y se elevó para colocarse fuera del alcance del enemigo y prepararse para realizar una segunda pasada. El resto de sus compañeros también atacaban al enemigo y, en consecuencia, el bosque se llenó de gritos y chillidos, de maldiciones e insultos cada vez que los grifos pasaban volando a gran velocidad para lanzar sus ataques.
Fueran lo que fuesen, esas criaturas no se asustaban fácilmente. Mientras giraba en el aire, Kurdran pudo ver que los pieles verdes que todavía quedaban en pie tenían sus armas en ristre y estaba dispuestos a contraatacar, pues se habían apiñado unos junto a otros para que los enanos no pudieran arremeter contra ellos con tanta facilidad. Sin embargo, sus rivales contaban con la ventaja de atacar desde el aire. Kurdran agitó su martillo por encima de su cabeza y lo soltó. Su pesada cabeza de piedra golpeó a un piel verde justo en la sien, derribándolo con un estruendoso ruido similar al de una pistola de Forjaz. Al caer, la criatura empujó a un par de sus compañeros, los cuales intentaron apartarse de él para no acabar en el suelo.
—¡Ja! ¡Esto os bajará un poco los humos! —exclamó exultante Kurdran ante esas criaturas, pavoneándose.
Antes de que pudieran darse cuenta de su error, ya estaba encima de ellos, con su martillo de tormenta de nuevo en la mano. Sin embargo, esta vez, dejó que Cielo’ree acabara con esas criaturas. Con sus potentes garras frontales, derribó a uno de ellos, a la vez que con su pico ganchudo destrozaba a otro y con sus alas dejaba aturdido a otro más.
La refriega acabó rápidamente. Fueran lo que fuesen esos pieles verdes, eran lentos y no estaban acostumbrados a enfrentarse a ataques aéreos. Además, Kurdran y los suyos eran unos consumados expertos a la hora de atacar a objetivos en tierra. A pesar de que esas criaturas se las habían ingeniado para lanzar algún golpe que otro y de que algunos de sus enanos tenían algunas heridas que atender, no habían sufrido ninguna baja y todos sus enemigos habían resultado muertos o heridos. Solo unos pocos pieles verdes de ese grupo en particular habían sobrevivido y gracias a que habían huido en dirección a los árboles en busca de protección.
—Esto les enseñará a mirar siempre hacia el cielo —comentó Kurdran y sus enanos se echaron a reír—. Volvamos al Pico, muchachos. Pronto enviaremos a otro grupo para que acabe con otra de sus avanzadillas Quizá así aprendan que deben dejar en paz el Pico Nidal.
—Preparaos —susurró Lothar, quien había hecho que su caballo redujera su trote hasta alcanzar una mera velocidad de paseo, pues si hubiera ido más rápido, se habría arriesgado a chocar con los árboles o a ser descabalgado por las ramas más bajas. Entonces, desenvainó su espada magna y la sostuvo ante él, mientras elevaba el escudo con el otro brazo—. Deberían estar cerca.
Turalyon asintió y alzó su hacha de guerra, mientras cabalgaba a la izquierda de su comandante y por detrás de él. Khadgar cabalgaba junto a Turalyon, de modo que los tres formaban el clásico triángulo de caballería. A pesar de que el mago no llevaba arma alguna en las manos, empleaba una magia muy poderosa en batalla que el joven teniente había aprendido a respetar. Turalyon entrecerró los ojos para intentar rasgar el velo de penumbra que cubría los árboles y poder ver a su presa. Cerca de ahí, en algún lugar…
—¡Ahí!
Señaló al frente a la derecha, a un lugar situado más allá de Khadgar. Sus dos compañeros miraron en la dirección que indicaba. Un momento después, Lothar asintió. Al mago le costó un minuto más percatarse de que algo se movía entre los árboles en esa dirección; se trataba de algo que se desplazaba a una altura demasiado baja como para ser un pájaro o demasiado velozmente como para ser una serpiente o un insecto o cualquier otro bicho que infestara esos bosques. No, eso únicamente podía provocarlo algo del tamaño de un hombre que caminaba por el bosque; además, el hecho de que ese movimiento se repitiera en el mismo sitio solo podía significar que el mismo individuo se desplazaba en círculos o que se trataba de un grupo amplio; por otro lado, el hecho de que apenas fueran visibles significa que esos tipos eran del mismo color que su entorno. Todo apuntaba a la misma conclusión: eran orcos,
—Ya los tenemos —reconoció Lothar en voz baja. Acto seguido, miró hacia atrás, a Khadgar—. Házselo saber a los demás —le ordenó. Al instante, el mago avejentado prematuramente asintió y retrocedió con su caballo en silencio—. Entretanto, nosotros seguiremos vigilando —le dijo el Campeón a Turalyon, quien asintió—. Si da la impresión de que se marchan, bueno, tendremos que cercioramos de que tienen un razón para volverse y regresar en esta dirección, ¿eh?
—¡Sí, señor! —replicó Turalyon con una amplia sonrisa, quien, a continuación, le dio una palmadita al mango de su martillo de guerra. Estaba listo. Si bien todavía era un manojo de nervios cuando sabía que iba a entrar en batalla, ya no le preocupaba que el miedo pudiera paralizarlo o lo empujara a huir, pues ya se había enfrentado a los orcos y sabía que podría volver a hacerlo.
—Hemos perdido a Tearlach —le informó Iomhar. Kurdran lo miró sorprendido—. Y a Oengus también —añadió el combatiente Martillo Salvaje—. Y dos más se han quedado sin resuello y no pueden seguir luchando.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió Kurdran de modo apremiante.
El otro enano pareció sentirse avergonzado por un instante, pero enseguida adoptó una actitud beligerante.
—¡Qué va a ser! ¡Han sido los pieles verdes! —le espetó—. ¡Nos estaban esperando! En cuanto nos lanzamos en picado sobre ellos, ¡nos arrojaron lanzas! Después, se dispersaron y se ocultaron entre los árboles para evitar ser un blanco fácil —en ese instante, negó con la cabeza—. Tuviste suerte cuando los atacaste, los pillaste por sorpresa. Pero esos feos bichos han aprendido y muy rápido.
Kurdran asintió.
—Estos pieles verdes no son ningunos estúpidos —admitió—. Y son muchos más de los que creíamos —examinó el mapa de las Tierras Interiores que tenía desplegado ante él y los marcadores que había utilizado para señalar dónde se encontraban los pieles verdes. El mapa estaba prácticamente repleto de ellos—. Bueno, tendremos que atacarlos antes de que puedan reaccionar. Di a los muchachos que vengan aquí rápidamente y que se mantengan alejados de las lanzas de los pieles verdes. Ellos tienen que luchar contra la gravedad mientras que nosotros nos valernos de ella, así que contamos con cierta ventaja.
Iomhar asintió, pero antes de que pudiera decir nada más, Beathan irrumpió en su conversación.
—¡Trols! —gritó, a la vez que se dejaba caer sobre un taburete cercano. No podía mover el brazo izquierdo, que tenía cubierto de sangre por culpa de una profunda herida que había sufrido en el hombro—. ¡Estábamos descendiendo sobre un grupo de pieles verdes cuando una jauría de trols de bosque se nos ha echado encima! Se cargaron a Moray y Seaghdh con sus primeros golpes y derribaron a Alpin y Latchin de sus grifos —entonces, señaló su herida—. Me hicieron este feo corte con una de sus hachas, pero menos mal que logré esquivar el segundo hachazo porque si no, me habrían decapitado.
—¡Maldita sea! —gruñó Kurdran—. ¡Se han unido a los trols! ¡Esos pieles verdes colaboran ahora con otros pieles verdes! ¡Además, esos trols nos impedirán valemos de los árboles! —se mesó el bigote, presa de la frustración—. Necesitamos algo para equilibrar la balanza y rápido, muchachos, o se nos echarán encima como hormigas sobre un escarabajo.
Como si fuera la respuesta que esperaba, un tercer enano hizo acto de presencia para informar. Pero este, un explorador llamado Dermid, no estaba herido. Y parecía muy contento en vez de preocupado.
—¡Humanos! —anunció jubilosamente—. ¡Y son muchísimos! Dicen que vienen a ayudamos a luchar contra los orcos… así es como llaman a los pieles verdes.
—Loados sean los ancestros —masculló Kurdran—. Si pueden mantener a esos orcos entretenidos como para que se olviden de sus nuevas tácticas, podremos atacarlos desde el aire una vez más —entonces, sonrió de oreja a oreja al mismo tiempo que alzaba su martillo de tormenta—. Sí, y nos ocuparemos también de cualquier trol que se acerque. Quizá ellos controlen los árboles, pero nosotros regimos el cielo.
Nuestros grifos los destrozarán en cuanto se hallen a nuestro alcance —se volvió y se dirigió a la puerta mientras llamaba con un silbido a Cielo’ree—. ¡Volemos, enanos Martillo Salvaje! —gritó y, al instante, los demás enanos lo vitorearon y se apresuraron a obedecer.
—¡Ahora!
Lothar espoleó a su montura, atravesó el claro y cargó contra una jauría de orcos, Estos se giraron, claramente sorprendidos, pues habían estado concentrados en vigilar el cielo y muchos de ellos blandían lanzas en vez de sus hachas y martillos habituales. A uno de ellos se le ocurrió arrojar su lanza contra Lothar, pero el Campeón ya se hallaba muy cerca. Con su descomunal espada, destrozó la lanza y el brazo que la sujetaba. Al instante, se volvió y decapitó el orco antes incluso de que su brazo cercenado tocara el suelo.
Turalyon, que estaba justo a su lado, golpeó con su martillo a un orco al que hundió el pecho. Con su segundo golpe, acertó oblicuamente a un orco en el brazo, lo cual fue suficiente como para que la criatura de piel verde soltara su hacha. A continuación, le golpeó en la cabeza y cayó al suelo en silencio.
Pero entonces, Turalyon escuchó un extraño ruido, algo que era una mezcla de tos y carcajada, y alzó la vista. Una figura alta, más alta que un orco y de complexión más esbelta, bajó de un salto de los árboles y se plantó delante de él, con una lanza que sostenía entre sus enormes manos de largos dedos. Tenía los ojos rasgados y una mirada muy dura, así como unas facciones estrechas, y le mostraba una amplia sonrisa mientras hacía ademán de atacarlo con la lanza y le enseñaba unas hileras de dientes puntiagudos. ¡Era un trol!
Turalyon elevó su escudo y logró bloquear el lanzazo, que impactó contra su escudo con fuerza suficiente como para dejarle el brazo bastante debilitado. El joven respondió arremetiendo con fuerza con su martillo, lo cual hizo tambalearse al trol pero no lo detuvo. La criatura se abalanzó una vez más sobre él, con la lanza en ristre, y Turalyon espoleó a su caballo, agarrando con firmeza su escudo con el que alcanzó al trol en la cara y el pecho. El monstruo no esperaba un ataque tan burdo, por lo que recibió el golpe de lleno y retrocedió dando tumbos, mientras sacudía la cabeza como si así intentara superar el aturdimiento. Turalyon, sin embargo, no le dio tiempo a recuperarse. Le alcanzó en la mandíbula con su martillo y el trol cayó al suelo donde yació destrozado.
Satisfecho consigo mismo, Turalyon alzó la mirada justo a tiempo de ver cómo un segundo trol aparecía en una rama cercana. Tenía los ojos entornados y repletos de odio y la lanza echada hacia atrás, pues se disponía a lanzarla. Turalyon supo de inmediato que el blanco de esa arma era él y que no era bastante fuerte como para bloquearla ni bastante rápido como para esquivarla. Se preparó para lo peor y cerró los ojos, a la espera de oír el silbido de la lanza al rasgar el viento cada vez más intenso.
Pero en vez de eso, oyó un extraño grito muy agudo, mezclado con un rugido grave, y, acto seguido, un estruendoso trueno, tras el cual podía adivinarse un grito de repentino dolor. Turalyon abrió los ojos de nuevo y vio algo asombroso. El trol caía del lugar donde había estado posado y se llevaba las manos a un lado de su cara, que parecía hallarse aplastada. Por encima de ese monstruo, planeaba en el aire una criatura majestuosa, sobre la que había oído hablar pero nunca había visto antes. Aunque tenía la constitución de un león y la misma piel de color pardo rojizo, no poseía una cabeza felina sino un feroz semblante de pájaro, cuyo pico estaba abierto y profería ese chillido que había oído. Sus patas delanteras poseían unas garras letales, pero sus patas traseras contaban con unas gruesas pezuñas como las de un gato; además, poseía una larga cola. Unas enormes alas brotaban de sus costados y unas plumas le cubrían la cabeza y los hombros. Un hombre iba montado sobre ese ser.
No. Turalyon pudo comprobar que no era un hombre, aunque ya se lo imaginaba, por supuesto. Pese a que había oído hablar de los enanos Martillo Salvaje, nunca había estado delante de uno. Si bien los Martillo Salvaje eran más altos y esbeltos que sus primos Barbabronce, los Martillo Salvaje seguían siendo más bajos y corpulentos que un hombre además, poseían un pecho fuerte y unos brazos nervudos. Blandían martillos de tormenta, como la descomunal arma que regresaba a la mano del enano en esos momentos; sin lugar a dudas, ese martillo era lo que había causado la muerte al trol.
El enano se percató de que Turalyon lo miraba y sonrió de oreja a oreja, a la vez que alzaba el martillo a modo de saludo. Turalyon elevó su propio martillo a su vez y, acto seguido, espoleó a su caballo y arremetió contra otro orco. Ahora que sabía que los enanos patrullaban el cielo, ya no le preocupaba recibir un ataque desde los árboles, lo cual le permitía concentrarse en la Horda. Los orcos, por otro lado, tenían que defenderse de ataques procedentes de todas direcciones menos del suelo, lo que les hizo sentirse confusos y desconcertados. Tal y como esperaba Lothar, el hecho de que hubiera tantos árboles obligaba a los orcos a desplazarse en pequeños grupos en vez de en una sola formación, lo que permitía que los soldados de la Alianza pudieran enfrentarse a cada escuadrón de uno en uno.
Horas más tarde, Kurdran recibió a los líderes humanos en su casa, donde les dio la bienvenida. Su comandante era un hombre grande, más que la mayoría, que lucía una buena barba, similar a la de los enanos, y una larga coleta, a pesar de que prácticamente estaba calvo en la coronilla. Por su forma de moverse se veía que era un guerrero nato. Kurdran pudo adivinar que ese hombre había participado en innumerables batallas; no obstante, sus ojos azules permanecían muy alerta y la cabeza dorada de león de su escudo y su coraza seguían bastante relucientes. Por otro lado, el humano joven no tenía barba, lo cual era deplorable, y parecía menos seguro; sin embargo, Zoradan le había comentado que le había visto emplear ese enorme martillo con casi tanta destreza como un enano. Pero había algo más en ese muchacho: desprendía una sensación de calma que le recordó a Kurdran a su chamán. Tal vez ese zagal fuera también un chamán, o quizá estuviera en contacto con los elementos o los espíritus. Ciertamente, el tercer humano, que iba ataviado con una túnica violeta y tenía una barba blanca corta y desaliñada, a pesar de que andaba como un joven, era un mago, de eso no cabía duda. A los humanos los acompañaba una muchacha elfa, muy atractiva, fuerte y ágil, como todos los miembros de esa raza, que vestía de verde, portaba un arco y tenía una mirada risueña. Kurdran rara vez había conocido a gente tan interesante y, bajo cualquier circunstancia, se alegraba de tener esa suerte. Ahora mismo, estaba más que contento de haber coincidido con ellos.
—Saludos, muchachos… ¡y muchacha! —les dijo, a la vez que señalaba las sillas, banquetas y cojines que se hallaban esparcidos por toda la habitación—. ¡Sed bienvenidos! Temíamos que esos pieles verdes… a los que vosotros llamáis orcos… invadieran nuestros hogares, ¡eran tantos! Pero vuestra llegada puso fin a su invasión. ¡Juntos, los hemos expulsado de las Tierras del Interior! Estoy en deuda con vosotros.
El gran guerrero se sentó en un taburete situado cerca de la silla de Kurdran, mientras se ajustaba su descomunal espada que llevaba atada a la espalda.
—¿Eres el líder de los Martillo Salvaje? —preguntó.
—Soy Kurdran Martillo Salvaje —respondió Kurdran—. Soy su jefe, así que sí, van donde yo digo.
—Bien —dijo el guerrero asintiendo—. Soy Anduin Lothar, antaño Caballero de Ventormenta y ahora comandante de las fuerzas de la Alianza —a continuación, le explicó qué era la Horda y el destino que había sufrido Ventormenta—. ¿Os uniréis a nosotros?
Kurdran frunció el ceño y se mesó el bigote.
—Afirmas que pretenden conquistar todas estas tierras, ¿no? —Lothar asintió—. Y que llegaron en unos barcos enormes hechos de hierro negro, ¿verdad? —el humano volvió a asentir—. Entonces, han debido de atravesar Khaz Modan —concluyó, a la vez que negaba con la cabeza—. Hace muchas semanas que no sabemos nada de nuestros parientes de Forjaz. Me preguntaba por qué. Esto lo explica todo.
—Han conquistado las minas y han utilizado su hierro para construir esos barcos —aseveró el mago.
—Sí —admitió Kurdran, mostrando sus dientes—. Los Martillo Salvaje hemos tenido muchas disputas con el clan Barbabronce a lo largo de los años… por eso mi gente abandonó Khaz Modan. Pero seguimos siendo primos, parientes. Y esas nauseabundas criaturas, esa Horda, los han atacado. Y después a nosotros. Solo vuestra oportuna ayuda nos ha librado de sufrir el mismo destino que nuestros primos —de repente, golpeó con el puño el brazo de la silla—. ¡Sí, nos uniremos a vosotros! ¡Contraatacaremos y combatiremos a esos orcos, hasta que la Horda deje de ser una amenaza para todos! —se puso en pie y le tendió la mano—. Contad con la ayuda de los Martillo Salvaje.
Lothar también se puso en pie y le estrechó la mano con suma solemnidad.
—Gracias —fue lo único que dijo, pero con eso bastaba.
—Al menos, los hemos expulsado de las Tierras del Interior —señaló el joven sin barba—. Vuestro hogar está a salvo.
—Así es —reconoció Kurdran—. Por el momento. Pero ¿adónde irán esos orcos ahora? ¿Se darán la vuelta y regresarán a Trabalomas? ¿O subirán hacia la capital? ¿O se dirigirán al norte para unirse al resto de su hedionda raza?
Súbitamente, sus nuevos aliados se pusieron en pie; quizá había dicho algo que no debía.
—¿Qué acabas de decir? —inquirió apremiante la muchacha elfa—. Repite eso del norte.
—¿Que quizá vayan a unirse al resto de los suyos? —respondió un perplejo Kurdran. La elfa asintió rápidamente y el enano se encogió de hombros—. Mis exploradores afirman que aquí solo hemos visto a una fracción de la Horda. El resto se ha dirigido hacia el norte, ha sorteado nuestros bosques y ha continuado su marcha hacia las montañas —entonces, examinó detenidamente sus rostros—. ¿No lo sabíais?
Si bien el joven sin barba y el mago hicieron un gesto de negación con la cabeza, el viejo guerrero estaba lanzando improperios.
—¡Era una distracción! —exclamó, casi escupiendo esas palabras—. ¡Y nos la hemos tragado!
—¿Una distracción? —replicó Kurdran arrugando el ceño—. ¡Mi hogar ha corrido un grave peligro! ¡Su incursión no ha sido un mero ardid!
Lothar negó con la cabeza.
—No, la amenaza era real —admitió—. Pero quienquiera que comande a esta Horda es muy artero. Sabía que acudiríamos en tu ayuda. Se ha llevado al resto de sus fuerzas al norte mientras dejaba una pequeña parte aquí para demorarnos. Ahora, nos lleva una gran ventaja.
—¡Se dirigen a Quel’Thalas! —gritó la muchacha elfa—. ¡Tenemos que avisarles!
Lothar asintió.
—Reunid a las tropas de inmediato. Debemos partir ya. Si nos desplazamos con rapidez…
La muchacha lo interrumpió.
—¡No llegaremos a tiempo! —insistió—. Tú mismo has dicho que la Horda nos lleva una gran ventaja. ¡Hemos perdido días enteros! Si reunimos a las tropas tardaremos aún más —hizo un gesto de negación con la cabeza—. Iré sola.
—No —replicó Lothar en voz baja, pero con un tono severo que no dejó margen a las protestas—. No irás sola —le dijo, ignorando la mirada furibunda que le lanzó—. Turalyon, llévate al resto de la caballería y a la mitad de las tropas. Estás al mando. Khadgar, acompáñalo. Quiero que la Alianza ayude a defender Quel’Thalas —entonces, se volvió hacia Kurdran, quien estaba impresionado. ¡Sí, ese hombre sabía cómo liderar a sus hombres!—. Todavía habrá algunos orcos por estos bosques —le advirtió— y no podemos arriesgarnos a que nos sorprendan también por la retaguardia. Nos quedaremos hasta que los bosques estén totalmente libres de orcos, después, nos marcharemos y nos sumaremos a los demás. Kurdran asintió.
—Os agradezco la ayuda —replicó de un modo formal—. En cuanto las Tierras del Interior sean una vez más seguras, mis guerreros y yo os acompañaremos al norte para combatir al resto de la Horda.
—Gracias —Lothar hizo una reverencia y, a continuación, se volvió hacia la muchacha elfa, el joven sin barba y el mago—. ¿Qué hacéis aún aquí? Moveos… cada segundo que perdéis hace que la Horda esté un segundo más cerca de llegar a Quel’Thalas.
Los tres hicieron una reverencia y salieron de la habitación con gran celeridad. Kurdran no los envidiaba, su misión consistía en perseguir un ejército, intentar dejarlo atrás a la desesperada y advertir a los elfos de que este se aproximaba. Aun así, esperaba que llegaran a tiempo.