CAPÍTULO NUEVE

—¡Nekros!

Zuluhed, cabecilla y chamán del clan Faucedraco, recorrió el largo pasillo a grandes zancadas y fulminó con la mirada a todo orco que os cruzarse en su camino.

—¡Nekros! —bramó de nuevo.

—¡Aquí, estoy aquí! —Nekros Aplastacráneos salió cojeando de una caverna cercana, arrastrando estrepitosamente su pata de madera por el áspero suelo de piedra, y se tuvo que agachar para no golpearse la cabeza contra la parte inferior de la puerta—. ¿Qué?

Zuluhed se detuvo junto a su segundo al mando y le lanzó una mirada iracunda.

—¿Cómo va esa arma? —exigió saber Zuluhed, a la vez que se inclinaba aún más hacia él—. ¿Está lista?

Nekros sonrió de oreja a oreja, mostrando sus colmillos amarillentos.

Ven a verlo por ti mismo.

A continuación, se volvió y se fue cojeando por el mismo lugar que había venido. Zuluhed lo siguió, mascullando algo entre dientes.

Odiaba aquel lugar que se llamaba Grim Batol, o, al menos, ese era el nombre que le habían dado los enanos cuando era una de sus fortalezas.

Ahora, pertenecía al clan Faucedraco y, a pesar de que sus cámaras eran bastante grandes, despreciaba sus pasillos de techos bajos y sus puertas aún más bajas, que, si bien eran bastante altas para los enanos, apenas permitían pasar a la mayoría de los orcos. Tendrían que haber agrandado las aberturas, pero la piedra era difícil de trabajar y no tenían tiempo para tales frivolidades. La fortaleza era robusta, pues estaba tallada en la misma montaña, y se podía defender muy fácilmente, que era lo más importante.

Nekros lo guio hacia el interior de la fortaleza y, por último, hasta una vasta cámara subterránea. Ahí, encadenado a la pared con unos pesados grilletes de hierro negro, había algo que hizo que Zuluhed contuviera la respiración. En el extremo más alejado de esa estancia, se encontraba una colosal figura, hecha un ovillo; aunque no sabía si había adoptado esa postura por mera comodidad o por desesperación. Las puntas de sus alas rozaban el techo mientras fustigaba con su cola la pared más lejana. En las paredes, había unas antorchas cuya luz se reflejaba en sus escamas, que relucían rojas como la sangre, rojas como una llama.

Un dragón.

Pero no era un dragón cualquiera. Se trataba de Alexstrasza, el más grande de los dragones rojos, la madre de su vuelo, la reina de su gente. Tal vez fuera la criatura más poderosa de este mundo, pues era capaz de destruir a clanes enteros con un solo golpe de sus majestuosas garras y de engullir a ogros enteros de un solo mordisco con sus potentes fauces.

Aun así, habían logrado capturarla.

Bueno, Nekros lo había hecho. El clan entero había estado buscando un dragón durante semanas, les daba igual cuál fuera. Al final, habían divisado a un macho rojo solitario que volaba bajo sobre el bosque mientras intentaba curarse un ala herida. Aunque Zuluhed no quería ni imaginarse qué clase de ser había sido capaz de haber lastimado a esa criatura tan majestuosa, lo cierto era que les había facilitado la tarea. Habían seguido al dragón hasta la guarida de su familia, situada en la cima de una alta montaña alrededor de la cual los dragones revoloteaban como pájaros, danzando en el aire. Habían vigilado esa cima durante días, sin saber muy bien qué iban a hacer a continuación, hasta que Nekros anunció que había conseguido dominar el Alma Demoníaca. Entonces, habían ascendido lentamente y con suma cautela hasta la cumbre, donde descubrieron a Alexstrasza y sus tres consortes. La Reina de los Dragones se percató de su presencia inmediatamente y abrió la boca, por la que lanzó unas llamas que engulleron y mataron a cuatro orcos al instante. Acto seguido, Nekros intervino y la sojuzgó él solo. Ordenó a Alexstrasza y los suyos que lo siguieran hasta aquí y eso fue lo que hicieron. Ese día, el resto del clan Faucedraco cantó sus alabanzas a Nekros, el orco que había intimidado a todo un vuelo de dragón él solo.

No obstante, el mutilado brujo guerrero habría sido incapaz de lograrlo sin la ayuda de Zuluhed, o de la reliquia que habían hallado. A Zuluhed le habría gustado ser capaz de manejar ese objeto por sí mismo; sin embargo, el Alma Demoníaca no había respondido ante él ni ante su magia chamánica. Solo había respondido ante Nekros, por lo cual, ahora, ese orco con una pata de palo era el único capaz de controlarlo.

Pero podía aceptarlo. Ya que eso significaba que era Nekros quien debía quedarse dentro de esas cuevas mientras Zuluhed luchaba junto al resto de la Horda contra los defensores de esas tierras. Además, ese orco tullido no servía para mucho más; desde el mismo momento en que un humano le había cercenado la pierna por debajo de la rodilla había dejado de ser útil en un campo de batalla. La mayoría de los orcos se habrían suicidado en ese mismo instante, o, al menos, se habían abalanzado sobre otro enemigo y habrían muerto en batalla Nekros, sin embargo, había sobrevivido, aunque no se sabía si por cobardía o por pura mala suerte.

Zuluhed se alegraba de que Nekros siguiera vivo, puesto que, si bien era él quien había dado con el Alma Demoníaca, había sido incapaz de manejarla. Fue capaz de intuir que había un gran poder encerrado en ese disco incluso antes de desenterrarlo de las profundidades de una pequeña cueva sita en las entrañas de las montañas. Pero ese poder había permanecido encerrado dentro de aquella reluciente reliquia dorada. Sin lugar a dudas, se necesitaba otro tipo de magia distinta a la de los chamanes para acceder a ese poder. Zuluhed había considerado la posibilidad de entregarle ese objeto (al que había bautizado como el Alma Demoníaca, ya que había podido percibir la energía de índole demoníaca que anidaba en su interior, además de otro poder increíble que no había logrado identificar) a Martillo Maldito, pero enseguida descartó esa idea. Si bien el jefe de Guerra era un poderoso guerrero y un noble orco, no comprendía bien la magia y tampoco tenía mucha experiencia con ella. También había pensado en acudir a Gul’dan, pero Zuluhed no confiaba en el taimado jefe brujo. Recordó que Gul’dan, en su juventud, había sido el aprendiz de Ner’zhul. ¡Ese sí que había sido un gran chamán! Ner’zhul fue un orco sabio y noble al que todos reverenciaban, que había buscado siempre lo mejor no solo para su propio clan sino para todos los orcos. Él les había ofrecido los extraños dones de conocimiento y poder que le habían otorgado unos antiguos espíritus, él los había animado a estrechar los vínculos entre los diferentes clanes y, además, los había consolidado.

Por un tiempo, todo fue perfecto. Pero entonces, todo se torció. Esos espíritus resultaron ser falsos y los espíritus de sus propios ancestros se encolerizaron y dejaron de hablarles. El chamán perdió sus poderes, dejando así indefensos a los clanes ante cualquier ataque mágico. Fue entonces cuando Gul’dan dio un paso al frente. El aprendiz sustituyó al maestro y afirmó que había dado con un nuevo modo de hacer magia, con una nueva fuente de magia. Se ofreció a enseñar este nuevo camino a los demás chamanes. Muchos aceptaron su oferta y se convirtieron en brujos.

Zuluhed, sin embargo, no la aceptó. Nunca había confiado en Gul’dan, pues siempre había creído que solo velaba por sus propios intereses. Además, sus extraños poderes hedían a demonio. Ya tenía bastante con que sus ancestros ya no le hablaran y con que los elementos ya no respondieran a sus llamadas. No se iba a rebajar aún más al aliarse con esos poderes antinaturales que Gul’dan le ofrecía.

Zuluhed no ha sido el único chamán que se había negado a seguir ese camino, por supuesto. No obstante, la mayoría habían aceptado esa oferta. A partir de entonces, habían cambiado, se habían vuelto más grandes y oscuros, como si su cuerpo reflejara la corrupción de su fuero interno. Su mundo también había sufrido mucho, pues la tierra se estaba muriendo poco a poco y los cielos se habían tornado rojos. La Horda se había visto obligada a venir a este extraño mundo que tendrían que conquistar si querían que sus clanes volvieran a conocer la paz algún día.

Nekros fue un aprendiz de chamán muy prometedor y Zuluhed había depositado muchas esperanzas en él. Pero en cuanto Gul’dan le ofreció acceso a otro tipo de magias, Nekros le siguió sin dudar. El joven orco aprendió a ser un excelente brujo, pero sucedió algo que le hizo apartarse de ese camino, dejó todo eso atrás y se convirtió en un brujo una vez más. Eso había hecho que Zuluhed volviera a tener fe en el joven orco. Nunca le había preguntado qué era lo que le había hecho cambiar, pero sabía que tenía algo que ver con a quién había querido ser leal, con en quién había querido confiar. Había tenido que optar entre Gul’dan y su Consejo de la Sombra, o el clan Faucedraco. Y Nekros había elegido a su clan. Después de eso, Zuluhed había vuelto a confiar en él y a pedirle consejo siempre que se veía obligado a tratar con los brujos. Había entregado el disco a Nekros y el brujo guerrero, a pesar de hallarse mutilado, no le había fallado. Gracias a Nekros, se encontraban hoy aquí, dispuestos a poner en marcha sus planes.

—Bueno —dijo Zuluhed, a la vez que se acercaba a esa enorme bestia—. ¿Hemos…?

Se detuvo, pues Nekros extendió uno de sus gruesos brazos y le bloqueó el paso.

—Espera —le advirtió el orco entrecano, que, acto seguido, sacó el Alma Demoníaca de una bolsa que llevaba colgada a su cinturón y sostuvo el gran disco dorado y carente de rasgos distintivos en alto—. Muéstrate —dijo en voz alta.

Zuluhed fue testigo de cómo un conjunto de pequeñas chispas cobraban forma a lo largo de la cámara, volaban juntas y se unían. Juntas, adoptaron una forma concreta que ganó dimensión, profundidad y detalle, hasta transformarse en un humanoide alto y de complexión fuerte que portaba una extraña armadura que parecía hecha de hueso. Su cabeza tenía forma de calavera pero estaba envuelta en llamas y sus ojos eran unas bolas de fuego negro. La criatura se alzaba amenazante sobre ellos, era tan alta como un orco pero mucho menos burda; además, irradiaba un tremendo poder y parecía hallarse muy vigilante.

—Vamos a entrar —le informó Nekros, mientras sostenía el Alma Demoníaca ante él.

La extraña criatura estalló y volvió a convertirse en una lluvia de chispas que se esparcieron por la estancia. Acto seguido, el orco tullido hizo un gesto para indicarle a su cabecilla que podía seguir avanzando.

Zuluhed le hizo caso, aunque, en un principio, se mostró muy cauteloso porque no las tenía todas consigo, pues cabía la posibilidad de que esa criatura no se hubiera ido realmente. Pero fuera lo que fuese… había desaparecido de verdad; Nekros parecía tenerla completamente dominada. Lo cual era estupendo, ya que ambos habían sido testigos de qué podría ocurrirles si se enfrentaban a ella. En otra ocasión, uno de los miembros de su clan había entrado corriendo en esa cámara, ya que quería entregarle un mensaje a Martillo Maldito, sin esperar a que Nekros diera al guardián la orden de marchar. La criatura había aparecido de la nada y agarrado con sus enormes y ardientes manos esqueléticas la cabeza de aquel imprudente orco. Al instante, las llamas habían consumido al desventurado mensajero. En unos segundos, dejó de chillar y su cuerpo quedó inerte, mientras su cabeza, convertida en un mero montón de cenizas, se desmoronaba.

Ahora, sin embargo, el cabecilla podía adentrarse en la caverna sin ser molestado por ese ser. Se aproximó a la Reina de los Dragones y se detuvo a una distancia prudencial de ella, a la que no le permitían llegar sus cadenas. La dragona giró su descomunal cabeza triangular para contemplarlo, clavó sus grandes orbes amarillos en él y no pestañeó, mientras Zuluhed la estudiaba a su vez.

—¿Has venido a regodearte, pequeño orco? ¿Acaso no nos has lastimado y atormentado ya bastante a mis niños y a mí? —inquirió Alexstrasza con un tono apremiante. Acto seguido, dio un mordisco al aire sumamente furiosa, pero las cadenas no cedieron, ya que la reliquia les otorgaba un poder que se sumaba a su resistencia natural.

—No he venido a regodearme —respondió Zuluhed, quien todavía se sentía sobrecogido ante su colosal tamaño y poder—, sino a cerciorarme de que todo está dispuesto. ¿Eres consciente de lo que sucederá si te niegas a ayudamos?

—Sí, pues se me ha dejado tremendamente claro —contestó, con un tono de voz que estaba teñido de ira y pesar.

A continuación, se volvió para posar su mirada sin disimulo en la esquinas más lejana de la caverna. Un puñado de objetos pálidos yacían amontonados en ese lugar y, a pesar de que no podía verlos bien desde ahí, Zuluhed sabía que eran delgados como el papel y tenían motas doradas. Eran los restos de un enorme huevo, del tamaño de la cabeza de un gran orco. De un huevo de dragón.

Alexstrasza, tras haber sido capturada, se había negado a cooperar en un principio. Nekros había resuelto ese problema de un modo expeditivo; cogió uno de los huevos aún sin eclosionar, lo sostuvo delante del rostro de la reina cautiva y lo destrozó de un puñetazo, de tal modo que ambos habían quedado salpicados de yema. La dragona profirió unos chillidos ensordecedores y se había revuelto. Golpeó a varios orcos que cayeron al suelo; dos de ellos se rompieron varias extremidades. No obstante, las cadenas aguantaron su furia. Poco después, accedió a cooperar a regañadientes. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para evitar que más de sus hijos no natos perecieran.

—Fracasaréis —le aseguró Alexstrasza—. Me habéis encadenado, pero mis hijos os desafiarán y lograrán ser libres.

—No mientras tengamos esto —replicó Nekros, al mismo tiempo que le mostraba el disco. Frunció el ceño, se concentró y la Reina de los Dragones se retorció de agonía. Después, un tenue siseo se escapó de entre sus cerradas fauces.

—Algún… día… te… mataré —le advirtió, mientras seguía retorciéndose de dolor, con los ojos entornados por culpa del sufrimiento y el odio.

Nekros estalló en carcajadas.

—Tal vez —admitió—. Pero, hasta entonces, tú y yo serviremos a la Horda.

Zuluhed hizo un gesto y Nekros asintió. Ambos abandonaron la caverna. La reina dio un mordisco al aire a sus espaldas, lo cual era un gesto de desafió sin sentido después de la demostración de poder que habían hecho esos orcos.

Se adentraron en otro corredor, con Zuluhed en cabeza, hasta que fueron a dar con una segunda cámara aún mayor. Esta iba a dar a una ladera de la montaña desde donde se podía ver a unas feroces siluetas volar, unos destellos de color que destacaban en el oscuro cielo.

—¡Soltadla! —exigió una de esas figuras voladoras, abatiéndose aún más cerca, con las garras extendidas y las fauces abiertas—. ¡Soltad a nuestra madre!

—¡Jamás! —replicó Nekros, quien sostuvo en alto el Alma Demoníaca.

El dragón que se aproximaba chilló de dolor y se retorció mientras intentaba mantenerse flotando en el aire, a pesar de que temblaba y sufría espasmos. Los demás dragones retrocedieron ligeramente, aunque siguieron dando vueltas allá arriba.

—Tu madre es nuestra prisionera, al igual que sus consortes —gritó Zuluhed, pues sabía que los dragones podían escucharle a pesar de hallarse allá en lo alto—. Y eso seguirá siendo así. Sus hijos y tú seréis nuestros siervos, serviréis a la Horda, o si no, ella moriría gritando de agonía por culpa del mismo dolor que acabas de sentir. Y cuando ella fallezca, vuestro vuelo perecerá, pues sin Alexstrasza ya no habrá más crías de dragón rojo. Seréis los últimos de vuestra estirpe.

Pese a que los dragones rugieron furiosos, Zuluhed sabía que lo obedecerían. Sabía que el vínculo que unía a esa madre con sus hijos era muy fuerte, lo bastante como para obligarlos a obedecer. Mientras Alexstrasza creyera que podría salvar a sus niños, sería su sierva y engendraría una camada tras otra de huevos de dragón. Asimismo, mientras ella y tres de sus consortes siguieran siendo sus prisioneros, sus hijos también serían sus siervos, ya que albergarían la esperanza de poder liberar algún día a su madre.

Una amplia sonrisa cobró forma en el rostro de Zuluhed mientras observaba a los dragones volar por encima de él. Ahora mismo, sus orcos estaban trabajando muy duro, confeccionando correas, riendas y asientos de cuero. Pronto, obligarían a un dragón rojo a entrar en esta cueva y le colocarían unos arreos y una silla de montar. Lo cual no les haría ninguna gracia, claro está; los dragones son unos seres muy independientes, por lo que nadie se había atrevido a utilizarlos como montura hasta entonces. Pero su clan iba a hacerlo.

Esto era lo que le había prometido a Martillo Maldito. El Jefe de Guerra se había mostrado realmente entusiasmado con este proyecto, pues esta iba a ser su arma secreta. Los humanos contaban con tropas, caballería y barcos, pero no tenían nada para combatir en el cielo. Con los dragones bajo su control guiados por unos jinetes orcos leales, Zuluhed podría atacar a los humanos desde el aire y alejarse de su alcance antes de que pudieran reaccionar. Además, los dragones eran unos adversarios formidables a nivel físico, gracias a sus garras, fauces y colas, pero sería su abrasador aliento lo que destrozaría de verdad a los humanos. El fuego caería sobre ellos cual lluvia y los destruiría junto a todas sus armas y el resto de su equipo, y no podrían hacer nada por impedirlo. Con los dragones a su lado, la Horda sería invencible.

Y el responsable de todo ello sería él, Zuluhed del clan Faucedraco.

Sin las visiones que había tenido, nunca habría hallado el Alma Demoníaca, ni habría intuido de algún modo que esa reliquia estaba relacionada con los dragones y sin los poderes de esta (y sin la magia de Nekros para acceder a ellos), nunca habrían podido esclavizar a Alexstrasza. No obstante, habían logrado todo esto y, pronto, los primeros jinetes de dragones surcarían el firmamento y engrosarían las filas de la Horda a la espera de las órdenes de Martillo Maldito.

Zuluhed sonrió ampliamente. Todo se desarrollaba según el plan.