—¿Estamos listos?
Turalyon tragó saliva y asintió.
—Sí, señor.
Lothar asintió y se alejó, con el ceño arrugado, y, por un segundo Turalyon temió que hubiera adoptado esa expresión por su culpa. ¿Acaso le había respondido mal? ¿Acaso Lord Lothar pretendía que le hubiera dado más detalles? ¿Acaso se suponía que tenía que haber dicho o hecho algo más?
Para, se dijo a sí mismo. Te estás dejando llevar por el pánico. ¡Otra vez! Cálmate. Lo estás haciendo bien. Está contrariado porque vamos a entrar en batalla, no porque lo hayas decepcionado.
Se obligó a no pensar más en ello y revisó una vez más su equipo. Las correas de su armadura estaban en perfectas condiciones y bien atadas, sostenía el escudo con firmeza en el brazo y su martillo de guerra pendía del pomo de la silla de montar. Estaba listo. Más no podía hacer.
Miró a su alrededor y estudió a las demás figuras cercanas. Lothar estaba hablando con Uther. Turalyon envidió su aplomo. Aunque parecían un tanto impacientes, también parecían hallarse totalmente serenos, ¿acaso eso era algo que te iba dando la experiencia? Entretanto, Khadgar contemplaba la llanura y debió de percatarse de que Turalyon lo miraba, ya que se giró y le brindó una sonrisa cansada.
—¿Nervioso? —le preguntó el mago.
Turalyon esbozó una amplia sonrisa a pesar de que no quería hacerlo.
—Mucho —admitió.
Lo habían educado para que respetara a los magos, aunque recelando de ellos, pero Khadgar era distinto. Quizá eso se debía a que tenían prácticamente la misma edad, pese a que el mago pareciera ser varias décadas más viejo. O quizá, simplemente, a que Khadgar no parecía sentirse superior a todo aquel que no era mago, no como muchos otros magos. El primer día, después de que el arzobispo Faol los hubiera presentado a todos, había entablado conversación con él con gran facilidad, por lo que a Turalyon le había caído en gracia. También tenía a Lothar en alta estima, pero eso era porque se sentía deslumbrado por la experiencia y habilidades marciales del Campeón. Si bien Khadgar era probablemente más poderoso, era más accesible, por lo cual se habían hecho amigos rápidamente. Era el único al que Turalyon se atrevía a confesarle sus miedos.
—No te preocupes por eso —le aconsejó Khadgar—. Todo el mundo lo está. El truco consiste en superarlo.
—¿Tú también estás nervioso?
El mago sonrió de oreja a oreja.
—Más bien tremendamente asustado —le confesó—. Siempre que entramos en combate, me sucede lo mismo. Fue Lothar quien me dijo, después de una batalla, que uno debe estar asustado. Porque el hombre que no tiene miedo se descuida y acaba resultando herido.
Turalyon asintió.
—Mis instructores decían lo mismo —replicó, negando con la cabeza—. Pero una cosa es decirlo y otra, hacerlo.
Su amigo le dio una palmadita en el hombro.
—Lo harás bien —le aseguró—. En cuanto empiece el combate, estaremos demasiado ocupados como para pensar en ello.
Ambos se volvieron y miraron una vez más a su alrededor. La región de Trabalomas se llamaba así por sus ondulantes laderas. El ejército de la Alianza se había extendido a lo largo de la última línea de colinas, de cara hacia Costasur, en Lordaeron, y del Mare Magnum, que se encontraba más allá. Las naves de la Horda se aproximaban ante sus ojos; eran unos navíos colosales y difíciles de manejar, hechos de un metal oscuro y madera ennegrecida, sin velas pero con una gran cantidad de hileras de remos. Lolhar pretendía enfrentarse a la Horda en cuanto esta emergiera del mar, antes de que los orcos tuvieran la oportunidad de afianzar sus posiciones en tierra. La armada de Valiente había asaltado a la flota orco durante su travesía y había destruido varias de sus naves, enviando así a miles de orcos al fondo del océano; sin embargo, la Horda era tan numerosa que se habían limitado a eliminar los barcos que se encontraban en la parte exterior de la formación mientras el resto proseguían su viaje indemnes. De ese modo, para cuando llegaran a la orilla todavía quedarían muchos navíos contra los que luchar.
—Ya casi han alcanzado la orilla —les informó Alleria, cuya aguda vista de elfa le permitía ver mucho más lejos que los demás. Acto seguido se giró hacia Turalyon—. Será mejor que prepares a tus hombres para el ataque.
Este se limitó a asentir, pues temía que no le brotaran las palabras de la boca. Había visto a muchas mujeres a lo largo de su vida, claro está y la orden a la que pertenecía no prohibía mantener relaciones ni casarse. No obstante, la forestal elfa hacía palidecer por comparación a toda mujer que hubiera conocido anteriormente, pues parecían débiles y bastas comparadas con ella. Era tan segura de sí misma, tan grácil y tan encantadora que, cada vez que la veía, Turalyon se quedaba sin saliva y, muy a menudo, temblaba y sudaba como un caballo que acabara de correr una dura carrera. A juzgar por cómo le brillaban los ojos y la media sonrisa que esbozaba la elfa cuando se dirigía a él, Turalyon sospechaba que ella lo sabía y disfrutaba de lo mal que lo pasaba.
Ahora, al menos, tenía algo con qué distraerse. Hizo una seña a los líderes de su unidad y, a continuación, con un gesto, les indicó que avanzaran. Ellos, a su vez, dieron la orden a sus heraldos, quienes soplaron sus cuernos de batalla para dar la señal de avanzar. En unos minutos, todas las fuerzas de la Alianza estaban desplazándose, marchando a pie o cabalgando a lomos de sus monturas con paso firme por las colinas, mientras descendían hacia la orilla.
Mientras recortaban la distancia que los separaba de su destino, Turalyon fue capaz de distinguir aún más detalles del enemigo. Vio cómo el primero de los barcos varaba en la playa y cómo unas siluetas envueltas en sombras desembarcaban en tropel por uno de sus costados, para recorrer después con pasos estruendosos esa playa rocosa en dirección a las laderas. Incluso desde ahí, podía apreciar que eran de complexión robusta y poseían unos pechos fuertes y unos brazos largos y vigorosos; asimismo, a pesar de ser patizambos, avanzaban dando grandes zancadas. Blandían diversas armas; hachas, martillos, espadas y lanzas. Y eran innumerables.
—¡Ya están en tierra! —gritó Lothar, al mismo tiempo que desenvainaba su descomunal espada magna con un solo movimiento. La sostuvo en alto, de tal modo que las runas de oro de su hoja reflejaron la luz—. ¡Cargad! ¡Por Lordaeron!
Espoleó a su caballo y este, de un brinco, salió corriendo y atravesó las filas de la Alianza, mientras el león dorado del escudo de su jinete centelleaba.
—¡Maldita sea! —exclamó Turalyon, quien espoleó a su propio corcel para que cabalgara al galope y saliera corriendo tras su comandante, mientras aferraba con firmeza su martillo y se colocaba el yelmo en su sitio.
Los soldados se apartaron con celeridad y desordenadamente de su camino, mientras otros se apresuraban en darle alcance. De improviso, los dejó atrás y se encontró en el estrecho espacio que separaba ambos ejércitos. No obstante, enseguida arremetió con fuerza contra los orcos, justo cuando Lothar derribaba a varios de ellos con su primer mandoble y unos cuantos avanzaban hacia su montura, dispuestos a derribar al Campeón y despedazarlo.
—¡No! —vociferó Turalyon, quien atacó con su martillo en cuanto estuvo cerca de él, acertando de lleno a un orco en la cabeza.
La criatura cayó al suelo sin pronunciar apenas grito alguno. Al instante, Turalyon noqueó a otro con su escudo, alejando a ese orco el tiempo suficiente como para poder alzar su martillo otra vez y machacar a ese otro monstruo también.
¡Por la Luz, qué feos eran! Pese a que Lothar y Khadgar se los habían descrito, no era lo mismo que tenerlos delante, con esa piel de color verde intenso y esos ojos rojos relucientes. ¡Y esos colmillos!
Había visto jabalís con colmillos parecidos, pero nunca en un ser que caminara con dos piernas y portara un arma. Asimismo, pudo comprobar que eran muy fuertes, en cuanto el martillo de guerra de un orco chocó contra el suyo con tanta fuerza que estuvo a punto de clavárselo en el yelmo. Por fortuna, parecían confiar más en la fuerza y la agresividad que en la destreza; fue capaz de desenganchar su martillo del otro y levantarlo de nuevo, de modo que alcanzó al orco con su mango justo en la mejilla, aturdiéndolo el tiempo necesario como para poder golpearlo adecuadamente.
Lothar había acabado con los orcos que se encontraban a su lado con un feroz golpe de espada. Turalyon guio a su caballo hasta colocarse junto a su comandante. De esta manera, pelearon codo con codo, atacando constantemente con su martillo y su espada magna. En ese instante, Uther, que se hallaba justo detrás de ellos, estaba aplastando al enemigo con su poderoso martillo a diestra y siniestra. Un fulgor perfectamente visible, que lo rodeaba a él y a su arma, obligaba a los orcos a volverse y protegerse los ojos. Un clamor surgió de entre las fuerzas de la Alianza en cuanto vieron la soltura con la que el paladín despachaba al enemigo. Lo cual no sorprendió a Turalyon. Había entrenado junto a Uther y sabía que la fe del viejo paladín era increíblemente fuerte, tanto como para llegar a manifestarse de manera visible. Ojalá la suya fuera tan firme.
Sin embargo, ahora no era el momento de pensar en ello, pues más navíos de guerra orcos estaban llegando a la playa, de los que estaban desembarcando millares de esas criaturas. Turalyon se dio cuenta inmediatamente de que si se quedaban ahí los arrasarían.
—¡Señor! —gritó Lothar—. ¡Debemos retroceder para unirnos al resto de nuestro ejército!
Al principio, creyó que el Campeón no le había oído, pero entonces, Lothar atravesó con su espada a otro orco y asintió.
—¡Uther! —exclamó. El paladín se giró—. ¡Volvamos con los demás!
Uther alzó su martillo a modo de saludo y obligó a girar a su caballo al instante. Después, se abrió paso a través de la Horda a golpe de espada. Lothar se encontraba justo detrás de él, mientras que Turalyon cerraba la formación e intentaba mantener a raya a los orcos con su martillo y su escudo. Un orco, que sostenía una descomunal hacha en una mano, intentó agarrarlo con su mano libre, pero al instante, cayó al suelo con una flecha atravesándole la garganta. Turalyon se atrevió a echar un vistazo fugaz a su alrededor y divisó una figura esbelta en la colina, que alzó un arco largo a modo de saludo. Desde tanta distancia, solo pudo distinguir el brillo de su rubio pelo.
En varias ocasiones, creyó que iban a ser derrotados, pero Uther, Lothar y él lograron regresar sanos y salvos a la vanguardia de sus fuerzas. No obstante, la Horda les pisaba los talones.
—¡Agrupaos! —vociferó Lothar—. Alzad las lanzas. ¡Unid los escudos! ¡Repeled su ataque!
Los soldados se apresuraron a obedecer; hasta entonces, habían permanecido preparados para la lucha, pero sin estar en formación, sin conformar una única fuerza, pero eso no funcionaría ante una Horda que los superaba en número. Ahora, se desplazaban juntos, formando un sólido muro de escudos, del que sobresalían múltiples lanzas, contra el que la Horda se estrelló. En varios sitios, ese muro se vino abajo, pues ahí la carga orco había vencido la resistencia de las tropas adversarias, pero en general, resistió y obligó a los orcos a retroceder mientras se llevaban las manos a unas heridas recién abiertas. Aunque algunos cayeron al suelo y no se volvieron a levantar, sus compañeros rápidamente pasaron por encima de ellos.
Una segunda oleada impactó contra el muro de escudos y logró que más secciones se derrumbaran, pero una vez más, los orcos sufrieron muchas bajas. Turalyon hizo una seña a los líderes de unidad más próximos y se sintió muy satisfecho al comprobar que respondían a sus órdenes con premura. Al instante, un segundo muro de escudos fue cobrando forma tras el primero. Podrían levantar un muro tras otro y si cada uno de ellos provocaba el mayor número posible de bajas, acabarían desgastando a la Horda hasta que fuera lo bastante pequeña como para poder enfrentarse a tales criaturas directamente.
Sin embargo, los orcos no eran tan estúpidos. Tras arremeter por tercera vez con el muro, decidieron detenerse, como si estuvieran esperando algo. Pronto, Turalyon vio qué ese «algo». Cada una de ellas portaba una capucha que le cubría casi toda la cara y sostenía una clava brillante, además, cabalgaban sobre unos extraños caballos tremendamente embardados que poseían unos ojos relucientes. Esas aberraciones cargaron directamente contra el muro de escudos y alzaron sus clavas al aproximarse. Turalyon oyó… no, más bien percibió de algún modo un extraño zumbido. Súbitamente, los soldados que se hallaban delante de esas criaturas cayeron al suelo y se agarraron la cabeza, mientras la sangre les brotaba por la boca, la nariz y los oídos.
—¡Por la Luz! —exclamó Uther, quien se encontraba cerca de Turalyon y se encolerizó al ser testigo de ese horror—. ¡Esos demonios emplean una magia tenebrosa en nuestra contra! —alzó bien alto su martillo, cuya cabeza brilló con una luz tan plateada como la de la luna.
—¡Manteneos firmes, soldados! —gritó—. ¡La Luz Sagrada os protege!
El fulgor se extendió del martillo hacia los guerreros, a los que inundó con luz. En cuanto las figuras envueltas en capas alzaron sus manos de nuevo, los soldados esbozaron un gesto de dolor pero no cayeron. Entonces, Uther arremetió contra esos engendros. El muro de escudos se abrió el tiempo suficiente para que tanto él como los demás paladines (entre los que se encontraba Gavinrad, a quien Faol felizmente había reclutado para la orden) lo cruzasen. Una vez más, los soldados de la Alianza profirieron gritos de júbilo, animados por el sorprendente poder que con gran destreza manejaban los paladines.
La indecisión se adueñó de Turalyon. Como paladín que era, su lugar estaba con ellos, pero como teniente de Lothar, su lugar estaba ahí, supervisando a sus hombres.
Los paladines y las figuras envueltas en capas se enzarzaron en una dura batalla donde la victoria no se decantaba por nadie. Turalyon vio cómo uno de esos extraños invasores agarraba a Gavinrad del brazo. Al instante, unas tinieblas emergieron de la mano de aquel engendro. Pero el aura sagrada de Gavinrad brilló con más intensidad si cabe y alejó a esas tinieblas, provocando que su atacante retrocediera acobardado a la vez que esquivaba el martillo del paladín. Mientras tanto, los orcos seguían machacando el muro de escudos, abriendo agujeros en esa línea defensiva que, inmediatamente, eran ocupados por otro soldado.
Entonces, algo captó la atención de Turalyon, quien se dio cuenta de que se aproximaban varios engendros nuevos, cuyas figuras colosales sobresalían por encima de los orcos. ¡Ogros! Esas criaturas descomunales avanzaban blandiendo unos bastos garrotes, que eran poco más que árboles arrancados, con los que provocaron que varias secciones del muro de escudos se derrumbaran y que los soldados fueran aplastados a golpes. La Horda atravesó los huecos como un mar embravecido y se infiltró entre los soldados de la Alianza.
—¡Cambio de táctica! —le gritó Turalyon al heraldo más cercano, pues sabía que ese hombre transmitiría sus órdenes soplando su cuerno—. ¡Hay que formar pequeñas unidades de escudos! ¡Deben retirarse a las colinas y reagruparse!
El soldado asintió y alzó el cuerno; a continuación, tocó una corta nota y luego otra. En cuanto lo oyeron, los líderes de las diversas unidades vociferaron sus propias órdenes, reunieron a sus soldados y se retiraron al mismo tiempo que mantenían a los orcos a raya. Si bien la Horda intentó pasarles por encima, no pudo hacerlo porque los soldados de la Alianza se hallaban demasiado juntos y mantenían sus armas alzadas, de modo que herían a cualquier orco que se acercara en demasía. Cada unidad unió también sus escudos, para conformar así un pequeño muro de escudos. No obstante, los orcos lograron derrotar a varias unidades gracias únicamente al empuje de su gran número de tropas; les bastó con chocar contra los guerreros aliados una y otra vez hasta que flaquearon. Aun así, la mayoría de los soldados de la Alianza pudieron repeler su ataque con éxito.
Turalyon cabalgó entre las filas de sus fuerzas situadas al pie de las colinas, con el fin de organizarlas. Levantó otro muro de escudos ahí mismo. En cuanto cada unidad lograba retirarse hasta ese muro, este se abría para dejarla entrar y, acto seguido, se cerraba tras ella. Los nuevos soldados pasaban entonces a reforzar el muro y a ayudar a que otras unidades se incorporaran a él sanas y salvas. Turalyon encomendó a los arqueros la misión de mantener a los orcos alejados de dicho muro durante todo el tiempo posible, de hostigar a cualquier criatura que se acercara tanto como para derribar a un combatiente aliado. Pese a que estaban causando muchas bajas entre las filas orco, los barcos de la Horda, que seguían llegando a la playa, aportaban más tropas que engrosaban sus filas continuamente.
—¡No podremos contenerlos mucho más tiempo! —le gritó Turalyon a Khadgar, quien acababa de hacer algo que había provocado que un extraño orco cayera a sus pies. El orco iba ataviado con una túnica en vez de una armadura y portaba un báculo en vez de una espada, por lo que Turalyon dedujo que era un brujo, el equivalente orco a un mago humano—. ¡Tenemos que hacer algo para que no puedan alcanzar las colinas! Si consiguen atravesar nuestras líneas, se dirigirán al norte, avanzarán directamente sobre la capital.
Khadgar asintió.
—Haré lo que pueda —prometió.
El mago avejentado prematuramente se concentró y el cielo se oscureció. En solo unos minutos, el claro día pasó a estar cubierto de unas ominosas nubes negras. La repentina tormenta tenía su foco en Khadgar, cuyo pelo blanco danzaba azotado por el viento. Un relámpago rasgó el cielo y, al mismo tiempo, una chispa danzó entre los dedos extendidos del mago. Entonces, se oyó un tremendo estruendo y un relámpago brotó de sus manos y no del cielo, cuya luz quebró la oscuridad. El poderoso rayo impactó muy cerca del muro de escudos, en medio de un grupo de orcos que salieron volando incinerados. Después, lanzó un segundo relámpago y luego otro. Turalyon aprovechó el ataque mágico para reagrupar a sus hombres, apuntalar el muro de escudos y enviar soldados, armados con broza y yesca, a prender fuegos a lo largo del camino que iban a seguir los orcos, provocando así un incendio arrasador que impedía a la Horda avanzar hacia el oeste. De ese modo, ya no corrían el riesgo de que rodearan a las fuerzas de la Alianza y era mucho más fácil contenerlos y bloquearlos.
Los orcos enseguida se percataron del cambio de estrategia de sus adversarios. Varias de esas criaturas avanzaron con intención de apagar el incendio, pero los arqueros elfos les dispararon antes de que pudieran.
Sin embargo, los ogros seguían siendo un problema. Uno de ellos atravesó las llamas pesadamente. Pese a que se quemó las piernas, no aminoró su marcha. Turalyon dirigió toda una unidad contra él y también ordenó que las balistas apuntaran hacia él. Pero el ogro acabo con muchos guerreros antes de perecer y otros cuantos más se aproximaban tras él.
—¡Apunta hacia ellos! —le ordenó Turalyon a Khadgar—. ¡Fulmina a esos ogros!
Khadgar lo miró y Turalyon se dio cuenta de que su amigo parecía realmente exhausto.
—Lo intentaré —replicó el mago—. Pero lanzar rayos conlleva… un gran esfuerzo —un instante después, un relámpago emergió de sus dedos y alcanzó al ogro líder, matándolo al instante, pero mientras su descomunal y achicharrado cadáver caía, Khadgar negó con la cabeza—. Esto es todo lo que puedo hacer —le advirtió.
Turalyon esperaba que fuera suficiente. Los demás ogros titubearon, pues pese a poseer un cerebro muy pequeño, eran capaces de comprender que se enfrentaban a un grave peligro, por lo cual sus hombres tuvieron tiempo de lanzarles más flechas y atacarlos con balistas. El muro de escudos seguía aguantando, pero la Horda seguía acumulando tropas, por lo que en breve, simplemente, arrollarían a los defensores de esas tierras y, aunque también sufrieran bajas, serían una mera minucia teniendo en cuenta el volumen de sus fuerzas. Como Uther y los demás paladines no habían regresado, Turalyon dio por sentado que seguían manteniendo a raya a esas figuras envueltas en capas.
Mientras seguía preguntándose qué iba a hacer, Lothar apareció a su lado.
—¡Prepara la caballería! —vociferó el Campeón—. ¡Y que suene la señal de cargar!
¿De cargar? ¿Contra qué? Turalyon miró fijamente a su comandante durante un instante y, a continuación, se encogió de hombros. Bueno, ¿por qué no? Sus líneas defensivas no iban a aguantar eternamente. Hizo un gesto al heraldo, quien sopló su cuerno con suma potencia. Acto seguido, los guerreros que se hallaban a lomos de un caballo se congregaron en formación. Turalyon se sumó a ellos y se colocó justo detrás de Lothar, que cabalgaba en cabeza. El muro de escudos se abrió para dejarlos pasar. Entonces, arremetieron contra la vanguardia de la Horda, abriéndose camino entre los orcos. Un minuto después, Lothar les hizo una seña y se dieron la vuelta. Los arqueros los cubrieron mientras se alejaban y despejaban su camino a golpe de espada, hachas y demás armas. Entonces, volvieron a cargar.
Cuando se preparaban para cargar por tercera vez, oyeron el redoble de tambor del ejército de Horda… ¡y los orcos retrocedieron!
—¡Lo logramos! —exclamó Turalyon—. ¡Se retiran!
Lothar asintió pero no apartó la mirada, sino que observó cómo los orcos se volvían y corrían un corto trecho hasta llegar a un lugar donde se reagruparon. A continuación, esas criaturas se giraron y volvieron a avanzar a paso rápido… en dirección al flanco derecho de las fuerzas aliadas.
—Se dirigen al este —afirmó Lothar en voz baja, pero no hizo ademán alguno de perseguirlos—. A las Tierras del Interior.
—¿No vamos a ir a por ellos? —inquirió Turalyon, quien aún tenía el pulso acelerado por culpa de las cargas y ansiaba salir corriendo tras esos orcos para machacarlos a todos—. ¡Pero si están huyendo!
El campeón negó con la cabeza.
—No —le corrigió—. Les hemos bloqueado el paso y hemos resistido sus envites. No están huyendo. Pretenden rodearnos —en ese momento, se giró hacia Turalyon y una sonrisa torva y cansada se dibujo en su cara—. Aun así, hemos logrado bastante.
—Pero ¿no deberíamos ir a por ellos antes de que encuentren otro sitio desde el cual podemos plantar cara? —insistió Turalyon.
—Sí, deberíamos —admitió Lothar—. Pero mira detrás de ti. Turalyon se volvió y vio, de inmediato, a qué se refería el viejo guerrero. Ahora que la batalla había concluido, sus tropas flaqueaban. Incluso vio cómo algunos hombres se desplomaban, tanto por culpa de las heridas como por pura fatiga. La batalla había durado varias horas, aunque no le había dado esa sensación hasta entonces. Ahora que todo había acabado, también se sentía muy dolorido. Además, muchas de sus armas habían sido destruidas, sus balistas estaban prácticamente vacías y habían agotado casi toda la leña y la yesca.
—Tenemos que reabastecernos —reconoció Turalyon en voz alta—. Ahora mismo, no estamos en condiciones de perseguirlos.
—No —replicó Lothar, quien hizo girar a su montura en dirección a sus propias líneas—. Pero hemos puesto a prueba sus fuerzas y nuestros hombres han comprobado que son capaces de enfrentarse a la Horda. Lo cual está bien. Además, hemos evitado que alcancen la capital. Lo cual también está muy bien —entonces, miró a Turalyon y, al cabo de un rato, asintió—. Sí, has luchado muy bien —añadió en voz baja antes de espolear a su caballo para que regresara con sus tropas y a la tienda de mando que se encontraba tras ellas.
Turalyon observó por un momento cómo se alejaba. Aquel simple halago lo había llenado de orgullo. Mientras obligaba a su propio caballo a dar la vuelta para poder seguir a su comandante, se dio cuenta de que Khadgar había estado en lo cierto. No había tenido tiempo de tener miedo.