CAPÍTULO SIETE

—¡Cuéntanoslo todo!

Khadgar asintió, sin molestarse siquiera en mirar a su alrededor, ya que sería en vano. El consejo de gobierno del Kirin Tor había requerido su presencia y sabía que sus líderes solo eran visibles si deseaban serlo.

Había estado en la cámara del consejo en una ocasión anterior, cuando le informaron de que iba a ser el aprendiz de Medivh. Entonces, aquella estancia le había sobrecogido; parecía pender de algún modo del aire, únicamente el suelo era levemente visible mientras el mundo a su alrededor se oscurecía, se iluminaba y era barrido por las tormentas más rápidamente de lo que sucedía jamás en la naturaleza. Los miembros del consejo lo habían intimidado del mismo modo, pues se le habían aparecido como unas figuras encapuchadas y envueltas en capas, cuyas formas, rostros y género permanecían ocultos por medio de esos ropajes y la magia. Lo cual era bastante teatral y muy práctico, ya que los líderes de la comunidad de magos eran elegidos en secreto para evitar que fueran tentados con sobornos, sometidos a chantajes y objetos de otro tipo de presiones. Los miembros del consejo conocían las identidades de los demás, pero nadie fuera de este círculo las sabía. Los disfraces que portaban aseguraban que eso fuer así y también dotaban al consejo de un aire de misterio; además, a muchos de sus miembros les encantaba la confusión que esto provocaba y se cercioraban de que todo el mundo que entrara en esa cámara o saliera de ella acabara desconcertado, sin saber dónde había estado o a quién había visto e incluso, muy a menudo, sobre qué habían dicho y oído. Por aquel entonces, la estratagema había funcionado con Khadgar, pues había abandonado la cámara aturdido e incapaz de recordar exactamente qué había ocurrido durante la audiencia.

Sin embargo, las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Aunque solo habían transcurrido unos pocos años, Khadgar había madurado mucho y crecido considerablemente en sabiduría y poder. Su aspecto también había cambiado y se alegró al pensar que, por una vez, algunos de los miembros del consejo se quedarían tan desconcertados ante su visitante como este ante ellos. Al fin y al cabo, era un joven cuando se fue y regresaba como un anciano, más viejo que muchos de ellos a pesar de que había vivo mucho menos.

No obstante, Khadgar no tenía ninguna gana de andarse con jueguecitos. Estaba agotado. Se había teletransportado a Dalaran y, pese a que su magia era bastante poderosa como para llevar a cabo tal proeza, era una distancia enorme. Además, había permanecido levantado hasta altas horas de la noche para discutir ciertos asuntos con Lothar, preparando la primera reunión oficial de estrategia de la próxima semana. Khadgar apreciaba el interés que habían mostrado sus antiguos maestros por lo acaecido últimamente y creía que debían saber lo ocurrido en Azeroth, pero también creía que no hacían falta en esta ocasión tanta teatralidad ni afectación ni aparatosidad.

Por eso, cuando levantó por fin la cabeza, miró directamente a la figura envuelta en una capa que tenía a su izquierda.

—Con mucho gusto, os contaré lo sucedido, príncipe Kel’thas —dijo con suma educación—, pero creo que me resultaría más fácil contarlo si pudiera ver a mi público como es debido.

Oyó una exclamación de asombro ahogada que venía de algún lado; sin embargo, la figura de la capa a la que se había dirigido se rio para sus adentros.

—Tienes razón, joven Khadgar —replicó el mago—. A mí también me resultaría difícil hablar con unas figuras tan enigmáticas —con un rápido gesto, el príncipe elfo hizo desaparecer su disfraz, revelando así su verdadero aspecto: vestía una ornamentada túnica de color violeta y dorado, tenía el pelo rubio y tan largo que le llegaba a los hombros y poseía un semblante de facciones marcadas donde se atisbaba que permanecía expectante y alerta—. ¿Así mejor?

—Muchas gracias —contestó Khadgar, quien miró a los demás miembros del consejo—. ¿Y qué me decís el resto? ¿Acaso no voy a poder ver tu cara, Lord Krasus? ¿Ni la tuya Lord Kel’Thuzad? Lord Antonidas ni se ha molestado en ponerse un disfraz y el príncipe Kel’thas ha sido bastante considerado como para quitarse el suyo.

¿Vais a proceder el resto del mismo modo?

Antonidas, que se hallaba sentado ante Khadgar en una silla invisible, se rio a mandíbula batiente.

—Pues claro, joven, por supuesto —respondió—. Este asunto es demasiado serio para que empleemos estos trucos de salón; además, ya no eres un zagal al que engañar y asombrar con tales juegos de prestidigitación. Descubrios, amigos míos, y acabemos con este asunto antes de que la noche se acabe.

Los demás magos obedecieron, aunque algunos lo hicieron refunfuñando. Unos segundos después, Khadgar se halló ante seis personas. Reconoció a Krasus al instante, por su constitución menuda, sus delicadas facciones y su pelo plateado, donde aún tenía algún que otro mechón pelirrojo. También reconoció a Kel’Thuzad, un hombre impresionante y carismático de pelo moreno, barba frondosa y unos ojos extrañamente vidriosos con los que daba la impresión de no mirar con ellos el mundo que lo rodeaba. A los otros dos, un tipo rechoncho y una mujer muy alta y escultural, no los conocía, aunque sus rostros le resultaban familiares. Lo más probable era que se hubiera cruzado con ellos por los pasillos de la Ciudadela Violeta cuando había sido estudiante, aunque nunca se habrían dirigido a él directamente pues, por aquel entonces, no era nadie importante para ellos.

Ahora, sin embargo, captaba toda su atención.

—Hemos hecho lo que has pedido —se quejó Kel’Thuzad—. ¡Ahora, dinos qué ha ocurrido!

—¿Qué queréis saber? —preguntó Khadgar al viejo mago.

—¡Todo!

Por su mirada, estaba claro que Kel’Thuzad lo decía en serio. Siempre había tenido reputación de soñador e investigador, siempre andaba buscando información, sobre magia en particular, sobre sus fuentes y su potencial. De todos los miembros del Kirin Tor había sido uno de los más interesados en poder acceder a la biblioteca arcana de Medivh, por lo que Khadgar había dado por supuesto que debía de ser uno de los que más se había enfadado al enterarse de su destrucción. No obstante, no se había tomado la molestia de mencionar que se había llevado los tomos más selectos antes de abandonar esa torre.

—Muy bien.

Acto seguido, se lo contó todo. Aceptó agradecido la silla que el hombre regordete le ofreció para sentarse y les contó todo cuanto había sucedido desde que había marchado de Dalaran, hacía dos años. Les habló de lo extraña que había sido su etapa como aprendiz de Medivh, del voluble carácter del mago maestro y de sus extrañas desapariciones. Les habló de los primeros encuentros con los orcos. Le habló de los asesinatos del mago. Les habló sobre cómo Medivh los había traicionado y cómo Lothar y él habían acabado con la vida del mago. Después, siguió hablando sobre la Horda y las batallas que habían tenido lugar, sobre el asedio de Ventormenta, la muerte de Llane, la caída de la ciudad y su subsiguiente huida.

Los magos maestros permanecieron callados durante gran parte de su relato. De vez en cuando, alguno de ellos hacía alguna pregunta, pero en general, se mostraron muy considerados con alguien que era muy inferior a ellos; asimismo, las pocas preguntas que le hicieron fueron breves y al grano. En cuanto acabó de hablar sobre la Alianza y los paladines, Khadgar se recostó para tomar aire y aguardó a la siguiente pregunta de los magos.

—No has mencionado a la Orden de Tirisfal —observó Kel’Thuzad, lo cual provocó que Antonidas tosiera exageradamente—. ¿Qué? —le espetó el mago investigador—. ¡Es algo muy relevante si hablamos de Medivh!

—Lo es —respondió Khadgar—. Disculpadme por el desliz. Pero —miró a su alrededor, intentando evaluar qué sabía al respecto cada mago basándose solo en su semblante, y optó por ser lo más discreto posible— sé muy poco sobre los verdaderos objetivos de la Orden. Sé que Medivh pertenecía a ella y que mencionó un par de veces su existencia, pero no nombró a ningún otro de sus miembros ni me habló sobre sus actividades.

—Por supuesto —dijo la mujer.

Khadgar se percató de que ella y Kel’Thuzad intercambiaron unas miradas plagadas de frustración y decepción. Se dio cuenta de que había tomado la decisión adecuada. No sabían nada sobre la Orden y habían intentado engañarlo para que les revelara sus secretos. Como habían fracasado, no volverían a insistir en el tema.

—Pero me preocupa más qué ocurrió con el propio Medivh —prosigió diciendo la maga—. ¿Estás seguro de que fue a Sargeras a quien viste dentro de él?

—Sin lugar a dudas —Khadgar se inclinó hacia delante—. Ya había visto a ese titán en una visión y lo reconocí al instante.

—Así que fue Medivh… o Sargeras a través de él… quien abrió esa grieta en la realidad que cruzaron los orcos —concluyó el hombre rechoncho—. ¿Y cómo dices que se llamaba su mundo natal?

—Draenor —contestó Khadgar, estremeciéndose ligeramente. Recordó otra visión que había tenido en la torre de Medivh, en la que salía él muy anciano (o, al menos, con el aspecto que tenía ahora) liderando una pequeño destacamento de guerreros que se iba a enfrentar a una multitud de orcos en un mundo con el cielo de color rojo sangre. Garona le había comentado que ese sitio se parecía a Draenor, lo cual quería decir que estaba destinado a viajar a ese mundo. Y con casi toda seguridad, no sobreviviría a ese viaje. Entonces, se obligó a centrarse en la conversación que estaba teniendo lugar ahora mismo.

—¿Qué sabemos acerca de él? —inquirió Krasus—. ¿Sobre ese mundo? Ya nos has descrito cómo es su cielo, pero ¿no puedes contarnos nada más?

—Yo no he estado allí en persona —respondió Khadgar, mientras pensaba: Al menos, aún no.

Pero una compañera mía, una semiorco, me contó muchas cosas sobre ese mundo y los orcos —pudo ver a Garona en su mente, pero pronto apartó ese doloroso recuerdo de su memoria—. En su hogar, los orcos eran considerablemente más pacíficos… tenían sus riñas y disputas pero no luchaban entre ellos. Sus únicos enemigos de verdad eran los ogros, y los orcos son mucho más listos y muchísimo más numerosos que ellos.

—Entonces, ¿qué les pasó? —preguntó Kel’Thuzad.

—Se corrompieron —les explicó Khadgar—. Mi compañera no conocía todos los detalles… ni el cómo ni el porqué… pero poco a poco, su piel pasó de ser marrón a tener un color verde y empezaron a practicar una magia distinta a la que habían dominado hasta entonces. Se volvieron más salvajes, más violentos. Sé que se celebró una gran ceremonia en la que intervino un cáliz. Los cabecillas bebieron de él, así como los guerreros… bueno, la mayoría de ellos. Entonces, su piel cambió y adoptó un color verde muy intenso y sus ojos se volvieron rojos. Se hicieron más poderosos, más fuertes y feroces, y los dominó la sed de sangre. Mataron a cualquier enemigo que encontraron a su paso y, después, se volvieron unos contra otros. Además, esa magia acabó absorbiendo la fuerza vital al suelo de ese mundo, de tal modo que las cosechas no volvieron a crecer. Estaban a punto de matarse entre ellos o de morir de hambre cuando Medivh se presentó ante Gul’dan, el brujo jefe de la Horda, y le ofreció una puerta de entrada a este mundo. Nuestro mundo. Gul’dan aceptó su propuesta y juntos construyeron el portal. En cada tanda, fueron enviando a unos pocos clanes, hasta ir incrementando gradualmente su número. Después, era una mera cuestión de esperar, de ir haciéndose más fuertes, de conocer el terreno y las defensas del adversario para, al final, atacar.

—Y ahora se aproximan con todas sus fuerzas —apostilló Kel’thas, con gesto ceñudo.

—Sí.

Khadgar esperó a que hablara alguien más, pero nadie lo hizo. Al final, se revolvió en su silla invisible.

—Si no hay nada más que hablar, nobles caballeros, noble señora, me marcharé ya —dijo—. Ha sido un largo día y estoy muy cansado.

—¿Qué tienes previsto hacer a partir de ahora? —inquirió la mujer justo cuando el avejentado mago se levantaba de su silla.

Khadgar frunció el ceño. Había estado planteándose la misma pregunta desde que había llegado a Lordaeron. Una parte de él quería rogarle al Kirin Tor que lo protegiera. Tal vez podría recuperar su antiguo trabajo de ayudante del bibliotecario. Ahí, no causaría problema alguno y se hallaría a salvo tras las más poderosas defensas mágicas del mundo.

Otra parte de él, sin embargo, odiaba la idea de rehuir del inminente conflicto. Después de todo, ¡se había enfrentado a un demonio! Y había sobrevivido. Si había sido capaz de enfrentarse a algo así, seguro que podría con un ejército de orcos.

Además, la amistad y el respeto todavía contaban para algo, al menos para él.

—Voy a prestar mi apoyo a Lord Lothar —respondió al fin, manteniendo un tono de voz despreocupado deliberadamente—. Le había prometido mi ayuda y se la merece con creces. Tras la guerra, si sobrevivimos…

En ese instante, se encogió de hombros.

—Sigues siendo súbdito de Dalaran —señaló la mujer—. Si te llamamos y te asignamos un cometido, ¿acudirás a nuestra llamada? Khadgar se quedó pensativo uno segundos.

—No —contestó lentamente—. Eso no podrá ser. Si tras esta guerra sobrevivimos, regresaré a mis estudios, aunque no tengo nada claro si lo haré aquí o en la torre de Medivh o en algún otro lugar.

Los miembros del consejo lo observaron detenidamente y él hizo lo mismo con ellos. Fue Krasus quien rompió el silencio al final.

—Te fuiste de aquí siendo un mero muchacho, un aprendiz bisoño afirmó, —con un tono de voz que a Khadgar le pareció aprobatorio—. Pero has regresado siendo ya todo un maestro y un hombre hecho y derecho.

Khadgar agachó la cabeza para aceptar ese cumplido, pero no dijo nada.

—No te ordenaremos hacer nada —le aseguró Antonidas—. Respetamos tus deseos y tu independencia. Aunque nos gustaría que nos mantuvieras al día, sobre todo en lo que respecta a Medivh, los nigromantes, la Orden y ese portal.

Khadgar asintió.

—Entonces, ¿puedo irme?

Esa pregunta hizo que Antonidas esbozara una tenue sonrisa.

—Sí, puedes irte —respondió el archimago—. Que la Luz te proteja y te dé fuerzas.

—Mantennos informados —agregó el mago rechoncho—. Cuanto antes conozcamos los planes de los orcos, antes podremos enviar tropas a esa zona y proporcionaros también ayuda en el plano mágico, claro está.

Khadgar asintió.

—Por supuesto.

Abandonó la estancia rápidamente. En cuanto las puertas se cerraron, conjuró un orbe de visión. El Kirin Tor solía reunirse en esa sala que daba por supuesto que estaba protegida mágicamente tanto de posibles ataques como de miradas curiosas. No obstante, Khadgar había aprendido mucho de Medivh durante el corto tiempo que había sido su aprendiz y había aprendido aún más gracias a los libros de los que se había apropiado tras la muerte del mago maestro. Además, también se encontraba muy cerca de su objetivo. Se concentró y unos colores se arremolinaron en el interior del orbe, que pasó de ser verde a negro y otra vez a verde. Unos rostros cobraron forma y ese oyó un tenue murmullo. Al instante, estaba viendo a los miembros del consejo del Kirin Tor, pero esta vez ataviados con sus túnicas violetas normales. Incluso el voluble mural de la sala había cambiado, las imágenes que se veían en él se fueron ralentizando hasta detenerse, transformándose así en una cámara como cualquier otra que albergaba a seis personas.

—… no sé hasta donde podemos confiar en él —decía el mago regordete—. No parecía muy deseoso de complacemos.

—Claro que no —replicó Kel’thas al instante—. Dudo mucho que tú fueras una persona más abierta y confiada si hubieras pasado por el calvario que ha pasado él. No obstante, tampoco tenemos que confiar en él. Solo lo necesitamos para que haga de enlace con Lothar, para que medie entre nosotros y ciertas personas. Estoy seguro de que podemos confiar en que no saboteará nuestros esfuerzos, ni se volverá en nuestra contra, ni retendrá evidencias o información que podamos necesitar. No creo que necesitemos ni queramos nada más de él.

—Ese otro mundo, Draenor… me inquieta —masculló Krasus—. Si los orcos han podido atravesar ese portal, otros también podrían hacerlo… desde cualquiera de ambos lados. Sabemos que cuentan con el apoyo de ogros, pero no sabemos si de alguien o algo más. Eso significa que podría haber otras criaturas aún peores aguardando ansiosas su oportunidad para entrar y devastar este mundo. Además, nada impide que los orcos puedan retirarse a su hogar siempre que lo crean necesario. Luchar contra un enemigo que posee una base inexpugnable resulta mucho más difícil de lo normal, pues puede aparecer de repente, atacar y volver a desaparecer otra vez. Nuestra máxima prioridad debería ser dar con ese portal y destruirlo.

—De acuerdo —dijo Kel’thas—. Hay que destruir el portal —los demás asintieron—. Bien, eso ha quedado claro. ¿Qué más debemos tratar?

A continuación, hablaron de cosas más mundanas, como los turnos para limpiar los laboratorios de la Ciudadela Violeta. Khadgar dejó que el orbe de visión se desvaneciera. Había obtenido más información de lo que esperaba. Kel’thas tenía razón; durante los últimos tres años, había pasado un calvario. Por otro lado, no le habría sorprendido que el Kirin Tor se enfureciera ante la falta de respeto que les había mostrado. Pero no habían comentado nada al respecto y parecían haberse creído lo que les había contado sin rechistar, lo cual, ciertamente, era un cambio a mejor.

Ahora, solo le restaba teletransportarse a la capital para dormir, para poder estar al día siguiente lo bastante despierto como para ser útil.

Una semana después, Lothar se hallaba en el interior de una tienda, que hacía las veces de centro de mando, al sur de Lordaeron, no muy lejos de Costasur, el lugar donde Khadgar y él habían desembarcado en su momento. Habían escogido esta zona porque, por su posición céntrica, permitía llegar a cualquier parte del continente con suma rapidez, sobre todo en barco. Mientras las tropas se organizaban, hacían ejercicios y dormían, dentro de la tienda, los reyes de Lordaeron, los cuatro hombres que había escogido como tenientes y él se hallaban reunidos en torno a una mesa y contemplaban el mapa extendido sobre ella. Lothar había designado a Uther como su enlace con la Mano de Plata y la Iglesia; sorprendentemente, los paladines habían progresado mucho, habían perfeccionado sus habilidades de combate y su manejo de la Luz. Khadgar era tanto su contacto con los magos como su consejero más objetivo. Valiente comandaba la armada, por supuesto, lo cual nadie había cuestionado siquiera. Y al joven Turalyon, Lothar lo había nombrado su segundo al mando. El joven los había dejado impresionados tanto a él como a Khadgar, pues les había demostrado que era inteligente, centrado, leal y un trabajador infatigable, a pesar de que todavía trataba a Lothar como si fuera una figura legendaria. Lothar estaba seguro de que el muchacho se acabaría acostumbrando a su presencia y, además, no se le ocurría nadie que pudiera desempeñar mejor el papel de ser su mano derecha. Sin duda alguna, Turalyon seguía sintiendo la presión de tal enorme responsabilidad, por lo que Lothar le había tenido que recordar en dos ocasiones que no diera golpecitos distraídamente al mapa al menos, no con un cuchillo.

Llevaban una semana discutiendo las mismas cosas; cuál era el camino que iba a escoger la Horda, dónde podría atacar y cómo iban a traer hasta ahí a las tropas de la Alianza, con la mayor celeridad posible, sin destrozar esos campos y cosechas que debían proteger unidos. Justo cuando Cringris estaba insistiendo por décima vez en que las fuerzas de la Alianza deberían posicionarse alrededor de las fronteras de Gilneas en caso de que los orcos aparecieran en un principio por ahí, un explorador irrumpió en la tienda.

—¡Señor, tiene que ver esto! —gritó, a la vez que intentaba frenar el impulso que lo arrastraba hacia delante, hacer una reverencia y saludar—. ¡Ya están aquí!

—¿Quién, soldado? —inquirió Lothar, con un semblante ceñudo.

Estaba intentando descifrar la expresión del explorador, pero le estaba costando, ya que aquel hombre estaba demasiado sonrojado. No obstante, no parecía aterrorizado, lo cual permitió a Lothar respirar hondo mientras intentaba recuperar sus pulsaciones normales, ya que el corazón se le había desbocado. Si el explorador no estaba espantado, no se trataba de la Horda. Sin embargo, una leve sombra de miedo planeaba por su rostro, pero estaba mezclado con respeto e incluso sobrecogimiento. Lothar nunca había visto algo así.

—¡Los elfos, señor! —exclamó el explorador—. ¡Ya están aquí!

—¿Los elfos?

Lothar contempló fijamente a aquel hombre, mientras intentaba procesar esa información. Acto seguido, se volvió y lanzó una mirada iracunda a los reyes ahí reunidos. Tal y como sospechaba, uno de ellos tosió y en su rostro se dibujó una leve expresión de culpabilidad.

—Necesitamos aliados —se justificó el rey Terenas—. Los elfos son una raza muy poderosa. Creí que sería bueno que contactáramos con ellos cuanto antes.

—¿Sin consultármelo? —Lothar estaba furioso—. ¿Qué pasaría si hubieran enviado todo un ejército y, de improviso, anunciaran que asumen el control total de nuestras fuerzas? ¿Y si la Horda llega mientras estamos intentando coordinar y sumar sus tropas a las nuestras? ¡No se pueden esconder este tipo de detalles al líder al mando! ¡Pues eso podría suponer nuestras muertes, o la muerte de muchos de los nuestros!

Terenas asintió con sobriedad.

—Tienes razón, por puesto —replicó, recordando así una vez más a Lothan por qué le tenía en tan alta estima. La mayoría de los hombres se niegan a aceptar sus fallos y, casi siempre, los peores en ese aspecto son aquellos que poseen alguna autoridad. Pero Terenas siempre asumía la responsabilidad de sus actos, para bien o para mal—. Debería haberlo consultado contigo primero. Creí que el tiempo corría en nuestra contra, pero eso no es excusa. No volverá a suceder.

Lothar asintió bruscamente.

—Muy bien. Vayamos a ver qué pinta tienen esos elfos.

Salió de la tienda y los demás lo siguieron de cerca.

Lo primero que vio al apartar el faldón de la entrada de la tienda fue a sus propias tropas. Aquel ejército cubría todo el valle y se extendía más allá, por todo ese paisaje. Por un instante, Lothar se sintió orgulloso y confiado. ¿Cómo alguien o algo iba a poder vencer a unas fuerzas tan poderosas? Pero entonces, recordó cómo la Horda había arrasado Ventormenta, como un mar esmeralda imparable, y el pesimismo se adueñó de él. Aun así, el ejército de la Alianza era muchísimo más grande que el de Ventormenta. Al menos, sería un obstáculo que a la Horda le costaría sortear.

Mientras contemplaba sus tropas, posó la mirada sobre la orilla y en el mar. Los barcos de Valiente se encontraban anclados a lo largo de toda la costa; ahí había desde barcos ligeros y rápidos de exploración a descomunales destructores, todos los cuales conformaban un bosque de mástiles y velas que se divisaba sobre las olas. No obstante, muchos de ellos se habían apartado del puerto, creando así un canal abierto por el que navegaban un grupo de naves que no se parecían en nada a ningún navío que Lothar hubiera visto antes.

—Destructores elfos —susurró Valiente—. Son más rápidos que los nuestros y más ligeros… pese a que portan menos armas, compensan esa carencia con su velocidad. Serán un excelente refuerzo para nuestro ejército —entonces, el almirante de la armada arrugó el ceño—. Pero son muy pocas. Cuento solo cuatro y ocho navíos más pequeños. Es un solo escuadrón de combate.

—Tal vez vengan más —sugirió Turalyon, situado al otro lado de Lothar.

Valiente hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No suelen navegar así —replicó—. Deberían haber llegado todos juntos.

—Mejor contar con una decena de naves que con ninguna —comentó Khadgar—. Además, las tropas que transportan tampoco nos vendrán nada mal.

Lothar asintió.

—Deberíamos ir a recibirlos —dijo, y todos asintieron.

Acto seguido, se dispusieron a cruzar el valle todos juntos. Perenolde y Cringris no estaban acostumbrados a realizar tales esfuerzos y, en unos minutos, estaban jadeando; el resto, sin embargo, se encontraba en forma y avanzaba con brío, de tal modo que llegaron al puerto justo cuando el primer barco se detenía junto al muelle.

Una figura alta y ágil saltó de él y aterrizó con gran ligereza sobre el tosco embarcadero de madera. En su largo pelo rubio se reflejaba la luz del sol y Lothar pudo escuchar cómo uno de sus compañeros, al menos, lanzaba una exclamación ahogada de asombro. En cuanto esa figura se le acercó, pudo comprobar que se trataba de una mujer realmente hermosa. Sus rasgos esbeltos eran delicados y fuertes al mismo tiempo, al igual que su delgado y grácil cuerpo. Llevaba una ropa de color verde bosque y marrón roble, así como una extraña y liviana coraza sobre la camisa, unos calzones, una larga capa cuya capucha estaba echada hacia atrás y unos guantes de cuero que le cubrían los brazos hasta el codo al igual que las botas le protegían las piernas hasta las rodillas. Portaba una estrecha espada a un lado de la cintura, una bolsa y un cuerno al otro; además, llevaba colgados a la espalda un arco largo y un carcaj repleto de flechas. Si bien Lothar había visto a muchas mujeres a lo largo de su vida, algunas de ellas tan bellas como esa elfa que se les aproximaba, ninguna de ellas había combinado con tanta perfección fuerza y elegancia. Podía entender perfectamente por qué varios de sus compañeros parecían estar embelesados con ella.

—Mi señora —gritó Lothar cuando ella todavía se encontraba a unos cuantos pasos—. Bienvenida. Soy Anduin Lothar, comandante de la Alianza de Lordaeron.

Ella asintió, recorrió la distancia que los separaba y se detuvo a solo un palmo de él. A esa distancia, pudo distinguir que sus puntiagudas orejas sobresalían entre su pelo y que tenía los ojos grandes, rasgados y de color verde esmeralda.

—Soy Alleria Brisaveloz. Os saludo de parte de Anasterian Caminante del Sol y el Consejo de Lunargenta —dijo con una voz encantadora, melodiosa y sonora. Lothar sospechaba que esa voz debía de resultar agradable incluso cuando estuviera enfadada.

—Gracias —Anduin se volvió y, con una seña, indicó al resto que se congregaran a su alrededor—. Permíteme que te presente a los reyes de la Alianza, así como a mis tenientes —tras hacer las presentaciones de rigor, se centró en cuestiones más apremiantes—. Perdona que sea tan brusco, Lady Alleria —dijo, provocando que ella sonriera porque la había llamado «Lady»—, pero he de preguntártelo… ¿esta es toda la ayuda que tu pueblo puede brindamos?

—Voy a ser muy franca, Lord Lothar —replicó, mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie más los estaba escuchando. Varios elfos y elfas más habían desembarcado ya y se hallaban congregados en el extremo más alejado del muelle, aguardando claramente a que Alleria les diera permiso para acercarse—. Anasterian y los demás no se sintieron muy inquietos con los informes que nos enviasteis. Esa Horda se halla muy lejos de nosotros y, al parecer, su intención es conquistar las tierras humanas y no nuestros bosques. Los miembros del consejo creen que es mejor que este conflicto se resuelva entre las razas jóvenes, mientras nosotros nos limitamos a reforzar nuestras fronteras para impedir que se produzcan más incursiones.

A continuación, la elfa entornó los ojos, mostrando así cuál era su opinión sobre tal decisión.

—Pero aquí estáis —señaló Khadgar—. Seguro que eso quiere decir algo.

Alleria asintió.

—En su misiva, el rey Terenas —contestó, asintiendo en dirección hacia él— nos informaba de que tú, Lord Lothar, eras el último de la dinastía Arathi. Nuestros ancestros juraron lealtad eterna al rey Thoradin y toda su estirpe. Anasterian sabía que debíamos respetar ese pactó. Por eso ha enviado a este escuadrón de batalla, para cumplir con nuestra obligación.

—¿Y tú por qué estás aquí? —le preguntó Lothar, tras haberse dado cuenta de que únicamente se había referido a los barcos.

—Estoy aquí por voluntad propia —anunció orgullosa, mientras echaba la cabeza hacia atrás, del mismo modo que Anduin había visto hacer a algunos fogosos sementales cuando se les desafía—. Soy una forestal que ha decidido venir con su propio destacamento, para ofreceros su ayuda libremente —entonces, observó todo cuanto se hallaba tras Lothar. Sus ojos se movieron inquietos, Anduin sabía que estaba estudiando al ejército desplegado tras él—. Mi intuición me indica que este conflicto es mucho más serio de lo que mis gobernantes creen. Una guerra así podría extenderse por doquier con suma facilidad y si esa Horda es tan sanguinaria como decís, nuestros bosques serán mancillados en breve con su presencia —a continuación, se volvió y cruzó su mirada con la de Lothar, quien pudo percibir que, si bien era bella, también era una mujer fuerte curtida en mil batallas—. Debemos detenerlos.

Lothar asintió.

—Estoy de acuerdo —entonces, hizo una reverencia—. Bueno, sé bienvenida, mi señora. Le doy las gracias a vuestro señor por el pequeño apoyo que nos brinda. No obstante, me siento mucho más agradecido por poder contar contigo y tus forestales —Lothar sonrió—. Estábamos discutiendo cuál debería ser nuestro próximo paso y me encantaría escuchar tu opinión al respecto. En cuanto tu gente se haya instalado, me gustaría pedirte que los enviaras en una misión de reconocimiento, con el fin de cercioramos de que el enemigo todavía está lejos.

—No nos hace falta descansar —le aseguró Alleria—. Los enviaré de inmediato.

Acto seguido, hizo una seña y el resto de elfos se aproximaron.

Cada uno de ellos iba ataviado de un modo similar a ella y se movían como el mismo sigilo, aunque, a ojos de Lothar, carecían de su singular gracilidad. Alleria habló con ellos, con unas palabras fluidas y melodiosas que le resultaron totalmente extrañas a Anduin. Al cabo de un rato, asintieron y pasaron junto a los reyes haciendo un leve gesto de asentimiento con la cabeza. Al final, abandonaron el puerto corriendo y atravesaron el valle. En unos minutos, habían desaparecido de su vista.

—Peinarán la zona y volverán a informamos —les explicó Alleria—. Si la Horda se halla ya a solo dos días de marcha de aquí, lo sabremos enseguida.

—Excelente —Lothar se pasó la mano distraídamente por la frente—. Si eres tan amable de acompañarnos a la tienda donde hemos instalado el centro de mando, te mostraré lo que sabemos hasta ahora y escucharemos tus opiniones al respecto.

La elfa se echó a reír.

Por supuesto. Pero será mejor que dejes de llamarme «mi señora» si quieres que te preste atención como es debido. Llámame Alleria, sin más.

Lothar asintió, se volvió y la guio por el puerto hasta abandonarlo, En un momento dado, pudo observar fugazmente a Turalyon y tuvo que reprimir una sonrisa al ver su expresión. Ahora, ya sabía de dónde procedía esa exclamación ahogada que había oído antes.

Dos días después, Lothar no tenía nada de qué reírse. Los exploradores de Alleria habían regresado, al igual que los de Valiente, y ambos traían las mismas noticias. La Horda había tomado Khaz Modan y habían utilizado las minas enanas para construir una armada; unos navíos desgarbados y descomunales hechos de hierro y madera que se desplazaban torpemente por mar, pero que eran capaces de transportar millares de orcos en sus enormes bodegas de carga. Tales barcos habían transportado a la Horda con gran celeridad por el mar, con intención de alcanzar la costa sur de Lordaeron. Sin embargo, no parecía que fueran a llegar hasta el dominio de Cringris. Daba la impresión de que la Horda desembarcaría en la región de Trabalomas, a medio camino entre el lugar donde ahora se encontraban y Gilneas. Si la Alianza reaccionaba con rapidez, podrían estar ahí esperándolos cuando llegasen.

—¡Reunid a las tropas! —vociferó Lothar—. Dejad aquí todo lo que no sea necesario… ¡ya enviaremos a alguien a recogerlo si sobrevivimos! Ahora mismo, lo único que tenemos que hacer es damos prisa. ¡Vamos! ¡Vamos! —entonces, se volvió hacia Khadgar mientras el resto de sus tenientes salían presurosos de la tienda de mando y reunían a las tropas, acompañados de los reyes—. Ha empezado —le dijo al mago avejentado.

Khadgar asintió.

—Creía que tendríamos más tiempo —reconoció.

—Yo también —admitió—. Pero estos orcos se han dejado llevar por la impaciencia en sus ansias de conquista, lo cual podría ser su perdición —suspiró—. Al menos, eso espero.

Contempló fijamente los mapas de Trabalomas por un momento e intentó imaginarse la inminente batalla. Entonces, negó con la cabeza. Tenía muchas cosas que hacer. Además, pronto experimentaría esa batalla en primera persona.