CAPÍTULO CINCO

Dos días después de la primera reunión, Lothar regresó a la sala del trono de Lordaeron, donde se encontraban también el resto de gobernantes del continente. Khadgar lo había acompañado de nuevo y se alegraba de poder contar con el zagal a su lado. Terenas era un anfitrión estupendo, al igual que algunos de los otros monarcas, pero el joven mago era la única persona de Azeroth a la que Lothar conocía de antes. A pesar de que el joven no era oriundo de Ventormenta, su mera presencia le recordaba a Lothar su hogar.

No obstante, su hogar ya no existía. Sabía que tendría que aceptarlo en algún momento. Pero por ahora, le parecía algo irreal. Aún esperaba que, al volverse en cualquier momento, se encontraría con Llane riéndose, o que alzaría la mirada y vería un par de grifos volando, o que escucharía el ajetreo de sus hombres preparándose en el patio para la guerra. Sin embargo, todo eso ya no existía. Sus amigos estaban muertos. Su hogar había caído. Y había jurado que impediría que estas tierras lo siguieran en su caída hacia las tinieblas, aunque tuviera que sacrificar su propia vida.

Pero ahora mismo, creía que pensar en ello probablemente le costaría la cordura. Lothar nunca había tenido mucha paciencia con todo lo relativo a la política y, a lo largo de los años, había observado con asombro cómo Llane aplacaba a un noble tras otro, apaciguando discusiones, desactivando conflictos, zanjando disputas, sin favorecer nunca a nadie por encima de otro, sin dejar que los intereses personales interfirieran con los asuntos de estado. Todo era un juego, le había repetido Llane una y otra vez, un juego de estrategias e influencia, de sutiles maniobras, donde nadie ganaba de verdad, no por mucho tiempo, y la meta era, simplemente, mantener la posición más fuerte posible durante el mayor tiempo posible.

Por lo que Lothar había podido ver, los monarcas de ese continente eran expertos en ese juego. Y el hecho de verse obligado a tratar con ellos, supuestamente como un igual, le estaba volviendo loco.

Ese primer día, después de almorzar, habían regresado a la sala del trono para proseguir con el debate. Todo el mundo parecía aceptar la idea de que la Horda iba a llegar, incluso ese ladino de Perenolde. Ahora la cuestión era qué iban a hacer al respecto.

Les había llevado el resto del día convencer a todos de que la única respuesta posible era conformar un único ejército. Terenas se había mostrado de acuerdo de inmediato y, por suerte, Aterratrols también, aunque les había costado persuadir a Valiente. No obstante, convencer a Perenolde y Cringris había sido mucho más difícil. A Lothar no le sorprendió que Perenolde se mostrara reticente. Había conocido a tipos similares en Ventormenta, arteros, taimados y desagradables, que siempre buscaban el beneficio propio a cualquier precio. Y casi siempre habían resultado ser unos cobardes. Perenolde probablemente tenía miedo a batallar en persona y extendía ese temor a todos sus súbditos, muchos de los cuales, sin duda alguna, eran más valientes que él. La actitud de Cringris, sin embargo, le sorprendió. Aquel hombre, ciertamente, tenía aspecto de guerrero, con esa constitución tan robusta y esa armadura tan pesada. Además, tampoco había afirmado que no fuera a luchar. No obstante, había sugerido rápidamente otras opciones siempre que el debate tendía hacia la solución de la guerra. Perenolde, claro está, había insistido en examinar cada una de esas alternativas con sumo detalle. Únicamente, después de que Valiente y Aterratrols lo acusaran de cobarde, aquel fornido hombre había aceptado que la única solución era un ejército común.

El segundo día había sido más de lo mismo. Al menos, todos estaban de acuerdo en que debían librar una guerra, pero ahora había que decidir cómo iban a cooperar. Qué ejércitos iba a abastecer a las tropas, dónde se iban a apostar, cómo iban a coordinar los suministros… detalles que Lothar había abordado durante años pero dentro de la organización militar de una sola nación. Ahora, había que coordinar a cinco países distintos, sin contar a los supervivientes de Ventormenta que pudiera reunir; además, cada rey tenía sus propias ideas al respecto y seguía sus propios métodos.

Por supuesto, la cuestión más peliaguda era la de quién iba a ostentar el mando.

Cada uno de aquellos reyes creía que debería ser él quien comandase ese ejército unificado. Terenas señaló que Lordaeron era el reino de mayor tamaño y el que contaba con mayor número de tropas; además, era él quien había reunido al resto. Aterratrols afirmaba que era quien más experiencia tenía en el campo de batalla y Lothar no lo dudaba, solo bastaba con ver a ese arisco rey de las montañas. Valiente indicó que su armada era muy poderosa y que los barcos eran vitales a la hora de transportar las tropas y los suministros. El reino de Cringris era el que estaba situado más al sur, lo cual, según él, justificaba que él asumiera el mando, pues sus tierras serían las primeras en ser invadidas si la Horda avanzaba a pie; aunque eso no era cierto del todo, ya que Stromgarde se hallaba en realidad más cerca del sendero que la Horda seguiría para ir de Khaz Modan a Dun Modr y más allá. Perenolde, por su parte, sugirió que la fuerza bruta no sería bastante, que el comandante de ese ejército debería contar con una gran inteligencia, sabiduría y visión, unas cualidades que él poseía en abundancia.

Aparte de ellos, había otros dos que no eran reyes, pero que eran líderes por derecho propio. El arzobispo Faol, entre cuyos seguidores se encontraban la mayoría de los habitantes de todos esos reinos, y el archimago Antonidas quien, básicamente, gobernaba una sola ciudad cuyos moradores poseían un poder a la par con cualquier ejército que lograran reunir. Por fortuna, tanto ese tipo pequeño y simpático como ese individuo alto y severo no estaban interesados en controlar ese ejército. Ambos habían ejercido su influencia sobre los reyes de forma moderada, manteniéndolos centrados en el hecho de que la Horda llegaría, con independencia de que estuvieran preparados para combatirla o no, y recordándoles a menudo que un ejército que no contara con un único líder sería inútil, con independencia de su tamaño.

Lothar había sido testigo de esas discusiones durante las que había experimentado unas sensaciones encontradas de diversión y espanto, aunque lo último había predominado más ya que, a menudo, se había visto arrastrado a participar en las conversaciones. A veces, le pedían su opinión como experto en orcos. Otras veces, querían su opinión como observador externo e imparcial. Y alguna que otra vez, le habían dejado decidir, bajo el rebuscado razonamiento de que su familia había gobernado originalmente esas tierras y, por tanto, en cierto sentido, debía poseer algún derecho ancestral a decidir sobre tales cuestiones. Había ocasiones en las que Lothar no sabía si se estaban burlando de él o realmente le admiraban. Pese a que era consciente de que varios de aquellos reyes querían algo de él, estos parecían cambiar de parecer de un momento a otro. Sería un hombre feliz cuando esas discusiones hubieran acabado y pudiera volver con el resto de los refugiados de Ventormenta, para reunir una pequeña hueste que se sumaría al colosal ejército de los aliados.

Sin embargo, mientras esperaba a que el rey Terenas diera inicio al consejo matutino, Lothar se percató de que los demás monarcas lo observaban detenidamente. Algunos, como Aterratrols, no lo disimulaban en absoluto. Otros, como Perenolde y Cringris, lo hacían de un modo más sutil y lo miraban de vez en cuando furtivamente. Lothar no estaba seguro de qué estaba ocurriendo pero sí estaba seguro de que cuando se enterara no le iba a gustar.

—Bueno, ya estamos todos, ¿no? —preguntó Terenas, a pesar de que estaba claro que así era. Normalmente, al rey de Lordaeron no se le pasaba casi nada por alto—. Bien. Todos estamos de acuerdo en que el tiempo es un factor esencial si queremos conformar un ejército unido que se enfrente a la Horda cuando esta llegue. Pero ¿ya estamos de acuerdo en qué procedimiento vamos a seguir y qué medidas vamos a tomar?

El resto de monarcas asintieron, lo cual sorprendió y preocupó aún más a Lothar. La noche anterior, harto de tanta discusión, había vuelto a sus aposentos a altas horas de la madrugada y los había dejado ahí discutiendo. ¿Cuándo habían alcanzado un acuerdo y en qué consistía? Las siguientes palabras que pronunció el rey lo dejaron muy claro y a Lothar se le heló la sangre en cuanto le oyó anunciar con claridad:

—¡Entonces, declaro que queda forjada la Alianza de Lordaeron! Lucharemos como uno solo, tal y como nuestros ancestros hicieron hace mucho tiempo, en la era del Imperio Arathi —los demás asintieron y Terenas prosiguió—. Por tanto, lo más adecuado es que nuestro comandante pertenezca a ese antiguo linaje. ¡Nosotros, los reyes de la Alianza, designamos a Lord Anduin Lothar, Campeón de Ventormenta, como nuestro Comandante Supremo!

Lothar miró fijamente a Terenas, quien le guiñó un ojo.

Era la única solución realmente —le explicó el monarca de Lordaeron entre susurros, con una voz tan baja que Lothar era consciente que era el único que podía oírle—. Todos y cada uno de ellos querían asumir el mando y estaban empecinados en impedir que ningún otro rey ocupara ese puesto. Como tú no eres rey, no tienen la sensación de que se ha tratado de modo especial a uno de sus pares por encima de los demás; no obstante, perteneces a una estirpe lo suficientemente noble como para que no se sientan desairados por haberte elegido por delante de ellos —entonces, el rey se inclinó hacia delante—. Sé que te estoy pidiendo demasiado y por eso te pido disculpas. No te lo pediría si nuestra supervivencia no estuviera en juego, tal y como tú mismo nos has advertido. ¿Aceptarás este nombramiento?

Esas últimas palabras las pronunció bastante más alto, Terenas volvió a adoptar un tono de voz más formal y el silencio se adueñó de la estancia mientras los demás aguardaban la respuesta de Lothar.

No le llevó mucho tiempo. Lo cierto era que no tenía elección y Terenas lo sabía. No podía renunciar a ese cargo, ahora no, no después de todo lo que había sucedido.

—Acepto el cargo —respondió, proyectando su voz de tal modo que reverberó por toda la cámara—. Lideraré el ejército de la Alianza para combatir a la Horda.

—¡Muy bien! —exclamó Terenas, dando una palmada—. Ahora, congregaremos a nuestras tropas, equipos y suministros. Propongo que nos volvamos a reunir dentro de una semana para presentar nuestras listas e inventarios a Lord Lothar, para que pueda saber con qué fuerzas cuenta a su disposición y pueda concebir los primeros planes.

Los demás reyes mostraron su acuerdo entre murmullos o se limitaron a hacer gestos de asentimiento. Uno a uno, se acercaron a Lothar para felicitarlo por su nombramiento y prometerle que lo apoyarían totalmente; no obstante, las palabras tanto de Perenolde como de Cringris no sonaron muy sinceras. Después, los reyes se fueron, dejando solo a cuatro personas en aquella sala. Lothar miró a Khadgar, quien le obsequió con una amplia sonrisa.

—Has saltado de la sartén para caer en las brasas, ¿eh? —comentó el mago viejo y joven a la vez, mientras negaba con la cabeza—. No sé cómo has dejado que te convenzan. ¡Qué panda de bastardos tan listos! ¡Serían capaces de vender a sus propios hijos si creyeran que así lograrían un solo acre de tierra más que añadir a sus dominios! En particular, me ha gustado cómo han dado por hecho que aceptarías. Pero eso es lo que sucede cuando uno tiene cierta autoridad sobre los demás… uno ya no se da cuenta de que los demás importan, y mucho menos recuerda que tienen algo que decir sobre su destino.

—¡Ejem! —esa exclamación interrumpió al joven mago, quien alzó la mirada hacia uno de los otros hombres presentes, al mismo tiempo que la vergüenza se apoderaba de su rostro—. No toda autoridad tiene por qué ser corrupta y egoísta, joven —señaló el arzobispo Faol, cuyo semblante normalmente jovial se había tornado muy severo—. Algunos de nosotros hemos sido llamados para servir a los demás mediante el liderazgo, como es el caso de tu amigo aquí presente.

—Claro, padre. Por favor, perdóname. No quería insinuar que… Me refería a aquellos que únicamente poseen una autoridad en plano temporal… claro que tú…

Era la primera vez que Lothar veía titubear al normalmente astuto Khadgar, al que ahora dominaban los nervios. No pudo evitar reírse entre dientes ante el apuro que estaba pasando su joven compañero. Faol también se reía, de un modo tan afable que Khadgar pronto se sumó a las risas.

—Ya basta, muchacho —dijo al fin Faol, alzando una mano—. No te echo en cara que hayas tenido este arrebato. Además, no cabe duda de que Lord Lothar ha sido manipulado arteramente para caer en esa trampa. Sin embargo, he de confesar que yo también apoyé esa decisión. Eres un buen hombre y creo que eres el mejor comandante que la Alianza puede tener. Yo, por ejemplo, me siento mucho más tranquilo sabiendo que serás tú quien planee las batallas y lidere a nuestras fuerzas.

—Gracias, padre.

Si bien Lothar nunca había sido muy religioso, tenía un gran respeto por la Iglesia de la Luz; además, por ahora, Faol le había impresionado en todo. No obstante, se sintió un tanto incómodo a la vez que orgulloso al escuchar los halagos del arzobispo.

—Ambos seréis puestos a prueba en el transcurso de este conflicto —les advirtió Faol, con un tono de voz más grave y profundo que antes, como si estuviera pronunciando un dictamen desde un lugar elevado—. Os empujarán hasta el límite, no solo en cuestión de talento sino de valor y decisión. Sin embargo, creo que ambos estaréis a la altura de esos retos y saldréis victoriosos. Rezo a la Luz Sagrada para que os otorgue fuerza y pureza, para que halléis en ella el gozo y la unidad que necesitaréis para sobrevivir y derrotar al enemigo.

A continuación, alzó una mano para bendecirlos. Lothar creyó ver un tenue resplandor envolviéndola, un fulgor que se extendió hacia Khadgar y él y le hizo sentir una sensación de paz y serenidad y una oleada inexplicable de felicidad.

—Y ahora, hablemos de otros temas —de repente, Faol volvía a ser solo un hombre viejo y sabio—. En primer lugar, ¿qué podéis contarme de Villanorte, sobre todo de la abadía que hay ahí? ¿Sigue en pie?

—Me temo que no, padre —contestó Lothar—. La abadía ya no existe, ha quedado reducida a escombros. Los pocos clérigos que sobrevivieron se encuentran ahora en Costasur con el resto de nuestra gente. Los demás…

Hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Ya veo —Faol palideció, pero mantuvo la compostura—. Rezaré por ellos.

Se quedó callado, sumido en sus pensamientos. Lothar y Khadgar esperaron respetuosamente. Un momento después, el arzobispo alzó la vista hacia ambos y pudieron comprobar que la determinación se había adueñado de su mirada.

—Vas a necesitar unos cuantos tenientes para tu ejército, señor —anunció— y creo que será mejor que algunos de ellos no pertenezcan a los reinos sino a la Iglesia. Tengo varios en mente y sé de una nueva orden que creo que podría ser muy útil a la Alianza. Necesitaré unos cuantos días para pulir los detalles y seleccionar a los candidatos adecuados. ¿Qué te parece si quedamos en el patio principal, después de almorzar, dentro de cuatro días? Creo que no te sentirás decepcionado.

Asintió satisfecho y, acto seguido, se marchó sin premura pero con paso firme.

En esa estancia, aún había alguien más con ellos. Antonidas había observado todo lo acaecido sin pronunciar palabra alguna. El viejo archimago se aproximó entonces a ambos.

—El poder y la sabiduría del Kirin Tor están a tu disposición, señor —le dijo a Lothar—. Sé que conocías a nuestros colegas magos de Ven-tormenta, así que puedes hacerte una idea aproximada de cuáles son nuestras habilidades. Nombraré a uno de los nuestros como tu ayudante y para que sirva de enlace.

El poderoso mago se calló y lanzó una mirada tan rápida a Lothar que este se percató de ello a duras penas. Lothar tuvo que reprimir una sonrisa.

—Te pido que sea Khadgar quien desempeñe esa labor, señor —afirmó Lothar, quien se percató de que una tenue sonrisa cobró forma en los labios del archimago por solo un instante—. Es un compañero en el que confío y nos hemos enfrentado juntos a los orcos en más de una ocasión.

—Por supuesto —Antonidas se volvió hacia el joven. Entonces, de un modo sorprendente, extendió el brazo y, con una mano, cogió a Khadgar de la barbilla y lo obligó a levantar la cabeza para poder observar su rostro detenidamente—. Has sufrido mucho —susurró el archimago. Lothar pudo ver que la mirada del anciano se teñía de tristeza y compasión—. Lo que has experimentado te ha dejado marcado bastante más de lo que indica tu aspecto.

Khadgar apartó la cara cuidadosamente.

—Hice lo que había que hacer —replicó en voz baja, a la vez que se frotaba distraídamente el mentón, ahí donde Antonidas le había tocado, pues le había irritado la zona donde le estaban brotando unos pelos blancos de la barba.

Antonidas arrugó el ceño.

—Como todos —profirió un suspiro y, acto seguido, parecía quitarse de encima esos lúgubres pensamientos que lo asolaban y volvió a centrarse en el asunto que estaban tratando—. Deberás mantenemos informados de lo que suceda en el campo de batalla, joven Khadgar, y deberás comunicamos cuáles son las necesidades y peticiones de Lord Lothar con la mayor rapidez posible. También tendrás que coordinar los esfuerzos del resto de magos que se hallen ahí presentes. Confío en que serás capaz de estar a la altura, ¿verdad? —Khadgar asintió—. Bien. Espero verte en Dalaran lo antes posible, para que podamos hablar sobre otros temas importantes y reflexionar sobre cómo podemos ayudar a la Alianza.

Entonces, la gema situada en la parte superior del báculo del archimago centelleó y su fulgor se reflejó en el pico de su capacete, justo entre sus ojos. Acto seguido, Antonidas se tornó borroso y pareció difuminarse. De repente, desapareció por completo.

—Quiere saber qué ocurrió con Medivh —dijo Khadgar varios segundos después de que el archimago se desvaneciera.

—Por supuesto.

Lothar se volvió y guio al joven hasta la salida de aquella estancia que lo siguió por detrás. Después, giró y caminó en dirección al comedor.

—¿Qué debería contarle? —preguntó el joven mago, al mismo tiempo que se colocaba a su lado.

—La verdad —respondió Lothar, encogiéndose de hombros con la esperanza de que ese gesto pareciera despreocupado, a pesar de que tenía el estómago revuelto—. Tienen que saber lo que ocurrió.

Khadgar asintió, aunque no parecía muy contento.

—Se lo contaré —dijo al fin—. Pero eso puede esperar hasta después de almorzar —sonrió de oreja a oreja; un gesto que revelaba cuál era su verdadera edad a pesar del pelo canoso y las arrugas—. Ahora mismo, ni la misma Horda podría alejarme de la comida.

Lothar se carcajeó.

—Espero que no lleguemos a tales extremos.

Unos días más tarde, Lothar y Khadgar regresaron al patio principal. Ya habían comido y bebido bastante como para reponer fuerzas y ahora estaban esperando a que llegara el arzobispo Faol. Unos minutos después, apareció y se acercó a ellos con suma calma.

—Gracias por venir —dijo el arzobispo en cuanto los alcanzó—. No quiero haceros perder el tiempo, pero creo que esto puede ser de gran ayuda para vosotros y la Alianza. Pero primero —anunció—, he de decirte, Sir Lothar, que la Iglesia ha prometido ayudar a Ventormenta. Reuniremos fondos para que podáis reconstruir vuestro reino, en cuanto la crisis actual haya pasado.

Lothar sonrió, era una de las primeras sonrisas sinceras que Khadgar había visto desde la caída de Ventormenta.

—Gracias, padre —replicó, con una voz ronca por la emoción y la gratitud—. Eso significa mucho para mí y también para el príncipe Varian.

Faol asintió.

—La Luz Sagrada iluminará vuestro hogar de nuevo —le prometió con delicadeza. Entonces, se calló y observó a ambos detenidamente—. La última vez que hablamos —dijo al fin Faol, mientras caminaba de un lado para otro delante de ellos—, me contasteis que la abadía de Villa-norte había sido destruida. Lo cual me consternó y me llevó a preguntarme cómo iban a poder sobrevivir el resto de mis clérigos a esta guerra que se nos aproxima con premura. Sin lugar a dudas, estos orcos son una amenaza incluso para fornidos guerreros como tú… Entonces, ¿cómo va a defenderse de ella un mero sacerdote, por no hablar de su congregación? —sonrió, adoptando una expresión verdaderamente beatífica—. Espoleado por la inquietud, se me ocurrió una idea; fue como si la misma Luz Sagrada me la inspirara. Tenía que haber una manera de cercioramos de que esos guerreros luchen por la Luz y con la Luz, de que combinen los dones de esta con sus habilidades marciales y de que sigan comportándose de una manera acorde a las enseñanzas de la Iglesia.

—¿Diste con la solución? —preguntó Lothar.

—Así es —admitió Faol—. Voy a fundar una nueva rama de la Iglesia: los paladines. Ya he seleccionado a los primeros candidatos de esta orden. Algunos fueron caballeros antaño, pero otros solo han sido sacerdotes. Los he elegido tanto por su fe como por su destreza marcial. Serán entrenados no solo en el arte de la guerra sino que también aprenderán a orar y sanar. Cada uno de estos valientes combatientes poseerá un gran poder terrenal y espiritual, sobre todo al estar bendecidos y al bendecir a otros con la fuerza de la Luz Sagrada.

Se volvió y con una seña indicó a alguien que se acercara. Cuatro hombres emergieron de un pasillo cercano y se dirigieron con brío hacia Faol. Cada uno de ellos portaba una reluciente placa con el símbolo de la Iglesia estampado en su pecho, en su escudo y en su yelmo. Cada uno de ellos portaba una espada y Lothar pudo deducir por cómo andaban que esos hombres sabían lo que hacían. No obstante, esas armaduras y armas eran todavía muy nuevas; estaban inmaculadas y no presentaban abolladura alguna. Pese a que poseían los conocimientos necesarios y habían sido bien entrenados, Lothar se preguntaba si alguno de esos hombres había participado alguna vez en un combate real. Aquellos que habían sido guerreros anteriormente seguramente sí, aunque tal vez solo habían combatido contra adversarios humanos, pero los que antes habían sido unos meros sacerdotes probablemente solo habían combatido con sus compañeros durante el adiestramiento. Y esa misma gente iba a tener que enfrentarse a los orcos en breve.

—Permíteme que os presente a Uther, Saidan Dathrohan, Tirion Fordring y Turalyon —Faol esbozaba una sonrisa radiante, cual padre orgulloso—. Estos van a ser los Caballeros de la Mano de Plata —entonces, pasó a presentar a Khadgar y Lothar a esos caballeros—. Este es Anduin Lothar, Campeón de Ventormenta y Comandante de la Alianza. Y este de aquí es su compañero, el mago Khadgar de Dalaran —Faol sonrió—. Os dejaré a los seis solos para que podáis dilucidar ciertos temas.

Acto seguido, se marchó, dejando a Lothar y Khadgar rodeados por esos candidatos a paladines. Algunos de ellos, como el muchacho llamado Turalyon, parecían sobrecogidos. Otros, como Uther y Tirion, parecían bastante más relajados.

Uther tomó la iniciativa y habló en primer lugar, mientras Lothar seguía preguntándose qué les podía decir.

—Mi señor, el arzobispo nos ha contado que va a tener lugar una batalla de manera inminente, ya que la Horda se aproxima. Estamos a tu servicio y al servicio del pueblo. Utilízanos como te plazca, pues aniquilaremos a nuestros enemigos y los expulsaremos de estas tierras, a las que protegeremos con la Luz Sagrada.

Era un hombre alto y de constitución robusta, de rasgos que resultaban un tanto familiares y ojos severos del color del océano. Lothar podía notar la fe que irradiaba aquel hombre como si fuera algo presente en el plano físico, algo muy parecido a la sensación que transmitía Faol pero sin la calidez de este.

—¿Fuiste caballero en su día? —inquirió.

—Sí, mi señor —respondió el candidato a paladín—. Pero desde joven, he sido seguidor de la Iglesia y un devoto de la Luz Sagrada. Conocí al arzobispo cuando solo era el obispo Faol, quien fue tan generoso conmigo que se convirtió en mi consejero espiritual y en mi mentor. Me sentí muy honrado cuando me contó sus planes de fundar una nueva orden y me ofreció un lugar en ella —Uther adoptó un gesto aún más serio—. Sé que necesitaremos la bendición de la Luz para derrotar esas nauseabundas criaturas y proteger nuestras tierras, nuestros hogares y a nuestro pueblo.

Lothar asintió. Podía entender por qué aquel hombre había buscado una respuesta a la existencia en la fe, o al menos una respuesta parcial. No albergaba ninguna duda de que Uther sería un poderoso aliado en el campo de batalla. Pero había algo en el fervor religioso de aquel hombre que lo inquietaba. Sospechaba que Uther valoraba demasiado el honor y la fe como para ser capaz de utilizar unos medios poco nobles para alcanzar un fin; una actitud inadmisible en las actuales circunstancias. El propio Lothar había aprendido a través de amargas experiencias que, cuando uno se enfrentaba a los orcos, el honor solo no bastaba. Para sobrevivir al empuje de la Horda, tendrían que emplear todos los medios necesarios.

Él y Khadgar se pasaron la hora siguiente, o quizá más, hablando con los cuatro candidatos a paladines. Lothar se alegró al ver que su joven amigo también los estaba tanteando. Cuando los guerreros sagrados se marcharon para acudir a los rezos de la tarde, Lothar se volvió hacia el mago de aspecto avejentado.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué opinas?

Khadgar adoptó un gesto ceñudo.

—Dudo mucho que vayan a sernos útiles —contestó tras un momento de reflexión.

—¿Oh? ¿Y eso por qué?

—Porque no tienen tiempo para prepararse —le explicó el mago—. Prevemos que la Horda llegará a Lordaeron en cuestión de semanas, o incluso menos, y ninguno de estos hombres ha batallado antes… al menos, no como paladines. Seguro que saben luchar, pero ya contamos con muchos guerreros. Si el arzobispo espera que obren milagros, me temo que se llevará una decepción.

Lothar asintió.

—Estoy de acuerdo —admitió—. Pero Faol tiene fe en ellos y tal vez deberíamos tenerla también nosotros —en ese instante, esbozó una gran sonrisa—. Si diéramos por sentado que están preparados de algún modo para lo que se nos viene encima, qué opinión tendrías de ellos.

—Uther será muy peligroso para la Horda, esto tenlo por seguro —replicó Khadgar—, pero no creo que sea capaz de comandar a otros hombres que no sean sus compañeros paladines. Es demasiado devoto, demasiado fanático; la mayoría de los soldados no lo aguantarán —Lothar asintió para indicar a su compañero que podía continuar—. Con Saidan y Tirion pasa más de lo mismo. Saidan fue caballero en su día y Tirion, un guerrero, pero después hallaron la fe. Eso puede hacerles titubear a la hora de emplear ciertas tácticas que no hubieran dudado en emplear cuando eran unos meros combatientes.

Lothar sonrió.

—¿Y Turalyon?

—Es el que menos fe tiene y, por tanto, en quien más confió —reconoció Khadgar con una sonrisa burlona—. Fue preparado para ser sacerdote y es leal a la Iglesia, pero carece de la devoción ciega de los demás. También es capaz de ver más allá del velo de la fe y posee una mayor inteligencia.

—Estoy de acuerdo.

Ese joven también había impresionado a Lothar. Al principio, Turalyon se había mostrado dubitativo a la hora de hablar. Unos minutos después, había quedado muy claro por qué. Había oído hablar de las hazañas del Campeón de Ventormenta y se sentía un tanto intimidado ante él, lo cual hacía que Lothar se sintiera bastante incómodo, a pesar de que no era la primera vez que le sucedía algo así; en su hogar, muchos jóvenes lo habían idolatrado y le habían implorado que los entrenara y los admitiera en su guardia. No obstante, tras superar su nerviosismo inicial, Turalyon había demostrado ser un joven brillante con una mente ágil y mucho más capaz que sus compañeros de apreciar las sutilezas éticas y los grises morales que imperaban en el mundo. A Lothar le había caído bien de inmediato y el hecho de que Khadgar pensara lo mismo que él le llevó a reafirmarse en su opinión.

—Hablaré con Faol —dijo Lothar al fin—. No cabe dudad de que los paladines nos serán muy útiles. Designaré a Uther como nuestro enlace con ellos y con las demás fuerzas que la Iglesia aporte —entonces, se le ocurrió otra idea—. Aunque también voy a proponer otro candidato más a paladín —añadió—. A Gavinrad. Era uno de mis caballeros en Azeroth, el que más fe tenía de todos nosotros y un buen hombre. Sospecho que sería un buen paladín —sonrió—. Pero Turalyon pasará a ser uno de mis tenientes.

Khadgar hizo un gesto de asentimiento.

—Yo diría que es una buena elección —acto seguido, negó con la cabeza—. Ahora, espero que la Horda nos conceda el tiempo necesario para poder prepararlos a ellos y al resto de nuestras fuerzas como es debido.

—Nos prepararemos lo mejor posible —replicó Lothar de un modo pragmático, pues ya estaba pensando en cómo iba a disponer de las tropas que los reyes le iban a entregar—. Nos enfrentaremos a los orcos cuando debamos. Poco más podemos hacer.