CAPÍTULO TRES

Khadgar observaba en silencio desde un lateral de la sala del trono. Lothar había querido que estuviera presente para que hiciera las veces de testigo y sospechaba que también para tener a su lado a un rostro familiar en esta tierra extraña. Además, su propia curiosidad le había obligado a aceptar su invitación a acompañarlo. No obstante, sabía que no debía presentarse ante aquellos hombres como un igual… a pesar del poder que ahora poseía, ya que todos ellos eran gobernantes y más que capaces de ordenar su muerte y ejecutarla en meros segundos. Asimismo, Khadgar tenía la sensación de que había estado en el ojo del huracán durante demasiado tiempo últimamente. Como joven que era, estaba más acostumbrado a observar, esperar y estudiar y no a actuar. Le resultaba muy agradable poder volver a sus viejos hábitos, aunque solo fuera por el momento.

Reconoció a muchos de los allí presentes, aunque solo fuera porque se los habían descrito en alguna ocasión. El hombre robusto como un oso, de rasgos duros y frondosa barba negra que vestía una armadura negra y gris era Genn Cringris, quien gobernaba la nación sureña de Gilneas. Khadgar tenía entendido que era mucho más inteligente de lo que parecía por su aspecto. El hombre alto y esbelto de piel curtida, que iba ataviado con un uniforme naval verde, era, por supuesto, el almirante Daelin Valiente, quien gobernaba Kul Tiras, aunque Terenas lo trataba como un igual por su cargo, ya que era el comandante de la mayor y más feroz flota de mundo. El tipo callado y de aspecto culto de pelo castaño, que se estaba encaneciendo, y ojos color avellana era Lord Aliden Perenolde, dueño y señor de Alterac. Perenolde miraba con odio a Thoras Aterratrols, rey de la vecina Stromgarde, pero este lo ignoraba. El cuero y las pieles que vestía el alto y grosero Aterratrols parecían protegerlo no solo de las feroces inclemencias del tiempo de su hogar en las montañas, sino también de la ira de Perenolde. Aterratrols, por su parte, tenía su rostro de facciones muy marcadas vuelto hacia un hombre pequeño y fornido de barba blanca como la nieve y cara simpática, que no necesitaba presentación en ninguna parte de aquel continente y que habría sido perfectamente reconocible aunque no hubiera ido ataviado con una túnica ceremonial ni hubiera portado un báculo. Alonsus Faol era el arzobispo de la Iglesia de la Luz y era reverenciado por los humanos en todas partes. Khadgar podía entender por qué… nunca antes había visto a Faol, pero con solo mirarlo, transmitía una cierta sensación de paz y sabiduría.

Entonces, Khadgar vio un destello violeta por el rabillo del ojo que lo distrajo. Se volvió… y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedarse boquiabierto. Una leyenda caminaba por la sala del trono. Era alto y muy delgado, casi cadavérico, tenía bigote y una larga barba castaña con mechones grises que encajaba a la perfección con sus espesas cejas; además, llevaba la calva tapada con un capacete. Era el archimago Antonidas. En todos los años que había vivido en Dalaran, Khadgar solo había visto al líder del Kirin Tor en dos ocasiones; una vez que se cruzó con él y otra cuando le informaron de que lo enviaban a estudiar con Medivh. Pero ver cómo ahora el mago maestro ocupaba su lugar junto a los demás gobernantes, con un aspecto tan regio como el de cualquier monarca, provocó que Khadgar se sobrecogiera y lo invadiera una ola de nostalgia por su antiguo hogar. Añoraba Dalaran y se preguntaba si alguna vez podría regresar a la ciudad de los magos. Quizá cuando la guerra acabase. Siempre que sobrevivieran.

Antonidas había sido el último en llegar y cuando llegó a la zona situada delante del estrado donde se hallaba Terenas y aplaudió… las palmadas reverberaron y las conversaciones cesaron, pues todo el mundo centró su atención en el anfitrión real.

—Gracias a todos por venir —dijo Terenas, cuya voz se pudo escuchar perfectamente por toda la estancia—. Sé que os he convocado precipitadamente, pero tenemos asuntos de gran importancia que discutir y el tiempo corre en nuestra contra —en ese momento, se detuvo y, acto seguido, se volvió hacia el hombre que se encontraba junto a él en el estrado—. Os presento a Anduin Lothar, Campeón de Ventormenta. Ha venido aquí como mensajero y tal vez también como salvador. Creo que será mejor que os explique él mismo lo que ha visto y qué es lo que nos espera a todos muy pronto.

Lothar dio un paso al frente. Si bien Terenas le había proporcionado ropa limpia, como era de esperar, Anduin había insistido en seguir llevando su armadura en vez de cambiarla por una de Lordaeron sin muesca alguna. Pese a que su espada magna aún sobresalía por encima de uno de sus hombros (Khadgar estaba seguro de que muchos monarcas se habían fijado en ese detalle), fueron el semblante del Campeón y sus palabras los que captaron su atención desde el principio. Por una vez, el hecho de que Lothar fuera incapaz de esconder sus emociones actuó en su favor, pues permitía a los reyes ahí reunidos ser conscientes de la gran verdad que encerraban sus palabras.

—Majestades —dijo Lothar al fin—, os agradezco que hayáis acudido a esta reunión y que estéis dispuestos a escuchar lo que tengo que decir. No soy un poeta ni un diplomático, sino un guerrero, así que hablaré poco y sin rodeos —entonces, respiró hondo—. He de deciros que mi hogar, Ventormenta, ya no existe —varios monarcas se quedaron boquiabiertos. Otros palidecieron—. Cayó ante una Horda de criaturas llamadas orcos —les explicó—. Son unos enemigos terribles, tan altos como un hombre pero mucho más fuertes. Poseen unos rostros bestiales y tienen la piel verde y los ojos rojos —esta vez, nadie se rio—. Esta Horda apareció hace poco. En sus primeras incursiones, hostigaron a nuestras tropas con sus grupos de asalto, pero cuando vimos a todas sus fuerzas marchar sobre nosotros nos quedamos estupefactos. Cuenta con, literalmente, miles, decenas de miles de guerreros… bastantes como para cubrir estas tierras como una sombra impía. Son unos adversarios implacables, fuertes, crueles e inmisericordes —entonces, suspiró—. Los combatimos como pudimos, pero no fue suficiente. Asediaron la ciudad, tras haber desatado el caos por nuestras tierras y, a pesar de que conseguimos contener su avance un tiempo, al final, atravesaron nuestras defensas. El rey Llane murió a sus manos.

Khadgar se percató de que Lothar había decidido omitir cómo había muerto. Quizá si hubiera mencionado que lo había matado una asesina semiorco en la que habían confiado como exploradora y aliada, su relato no hubiera sido tan impactante. O quizá Lothar no quería ni pensar en ello. Khadgar podía entenderlo. Él tampoco quería darle más vueltas a ese asunto… pues había considerado a Garona como una amiga y su traición lo había entristecido profundamente, pese a que él había estado con ella cuando tuvieron una visión al respecto en la torre de Medivh.

—Al igual que la mayoría de los nobles —prosiguió diciendo Lothar—. Se me encomendó la misión de llevar a su hijo y a tanta gente como fuera posible a un lugar seguro y de advertir al resto del mundo sobre lo que había sucedido. Esta Horda no procede de nuestras tierras, ni siquiera pertenece a este mundo. Y no se contentarán con controlar un solo continente. Querrán hacerse también con el resto del mundo.

—Estás insinuando que vienen hacia aquí, ¿no? —comentó Valiente en cuanto Lothar dejó de hablar, aunque era más una afirmación que una pregunta.

—Sí.

La simple y llana respuesta de Lothar provocó una ola de sorpresa (y tal vez temor) que recorrió por entero la sala. No obstante, Valiente asintió.

—¿Cuentan con barcos? —preguntó.

—No lo sé —contestó Lothar—. Hasta ahora, no hemos visto ninguno. Pero también es cierto que hasta el año pasado nunca antes habíamos visto a la Horda —frunció el ceño—. Y aunque no tuvieran barcos antes, seguro que ahora sí… han saqueado toda nuestra costa y, si bien es cierto que han hundido muchas naves, también es cierto que otras simplemente han desaparecido.

—Entonces, podemos dar por sentado que cuentan con los medios necesarios para atravesar el océano —Valiente no pareció mostrarse muy sorprendido ante esa posibilidad, por lo que Khadgar supuso que el almirante hacía tiempo que había dado por sentado que se encontrarían en el peor escenario posible. Ahora mismo, podrían estar navegando hacia nosotros.

—También pueden avanzar por tierra —rezongó Aterratrols—. No lo olvides.

—Sí, en efecto —admitió Lothar—. La primera vez, nos los encontramos al este, cerca del Pantano de las Penas. Después, cruzaron todo Azeroth para llegar a Ventormenta. Si viran hacia el norte, podrían cruzar las Estepas Ardientes y las montañas para llegar a Lordaeron por el sur.

—¿El sur? —quien había hablado era Genn Cringris—. ¡No pasarán por encima de nosotros! ¡Aplastaré a cualquiera que intente desembarcar en mi costa sur!

—No lo entiendes —Lothar tenía aspecto cansado y su voz también sonaba fatigada—. Aún no te has enfrentado a ellos, así que te resulta difícil comprender cuán numerosos y fuertes son. Pero te digo que no podréis con ellos —a continuación, se volvió a los monarcas ahí congregados, con un semblante henchido de orgullo y pesar—. Los ejercito de Ventormenta eran grandiosos —les aseguró en voz baja—. Mis guerreros estaban muy bien adiestrados y curtidos en mil batallas. Nos habíamos enfrentado en otras ocasiones a los orcos y los habíamos derrotado. Pero solo a su vanguardia. Ante la Horda, caímos como niños desconcertados, como ancianos, como el trigo ante una guadaña —pese a que pronunciaba esas palabras con un tono de voz plano, estas portaban una aureola de fatalidad inevitable—. Os barrerán a través de las montañas y de vuestras tierras. Pasarán por encima de vosotros.

—Entonces, ¿qué propones que hagamos? —fue el arzobispo Faol quien formuló esa pregunta.

Su serena voz calmó los ánimos que estaban a punto de estallar, o esa impresión le dio a Khadgar. A nadie le gustaba que lo llamaran necio, y a un rey mucho menos, sobre todo si lo insultaban delante de sus colegas.

—Tenemos que unimos —insistió Lothar—. Ninguno de vosotros podrá plantarles cara solo. Pero todos juntos… tal vez sí.

—Afirmas que es una amenaza inminente y eso no pienso discutirlo —comentó Perenolde, cuya suave voz se impuso de algún modo a las del resto de reyes—. Y sugieres que nos unamos para poner punto y final a dicha amenaza. No obstante, me pregunto… ¿no hay otra forma de resolver este asunto? Seguramente, esos… orcos… son seres racionales, ¿no? Seguramente, tendrán algún objetivo en mente, ¿verdad? Tal vez se pueda negociar con ellos.

Lothar negó con la cabeza, su semblante afligido mostraba bien a la claras que consideraba que esa discusión era una necedad.

—Quieren este mundo, nuestro mundo —respondió lentamente, como si estuviera hablando con un niño—. No se van a conformar con menos. Enviamos mensajeros, emisarios, embajadores a parlamentar con ellos —en ese instante, esbozó una sonrisa torva y dura—. La mayoría volvieron descuartizados. Otros ni siquiera volvieron.

Khadgar se dio cuenta de que varios reyes estaban murmurando entre ellos y, por el tono de voz que estaban empleando, seguían sin entender del todo a qué clase de peligro se enfrentaban todos ellos. Profirió un suspiro y dio un par de pasos hacia delante, mientras se preguntaba qué le llevaba a creer que le iban a hacer más caso a él que a Lothar. Aun así, debía intentarlo.

Por fortuna, alguien más dio un paso adelante y, pese a que iba ataviado con una túnica en vez de una armadura, esa figura irradiaba una gran autoridad.

—Escuchadme —gritó Antonidas, con una voz clara y potente. Acto seguido, alzó su báculo tallado y una luz emergió de su punta, deslumbrando a los ahí presentes—. ¡Escuchadme! —exclamó de nuevo. Esta vez, todos se giraron y se callaron para escucharlo—. Antes de esta reunión, ya había recibido diversos informes sobre esta nueva amenaza —admitió el archimago—. En un principio, la aparición de los orcos intrigó a los magos de Azeroth, pero luego los aterrorizó. Nos han mandado muchas cartas para pedir ayuda que nos han proporcionado información al respecto —entonces, frunció el ceño—. Me temo que no les prestarnos la atención debida. Pese a que éramos conscientes del peligro que suponían, consideramos que los orcos era un mero incordio a nivel local, que quedaría confinado a ese continente. Pero según parece, nos equivocamos. Insisto en que son muy peligrosos… mucha gente a la que respeto me ha confirmado este extremo. Si despreciáis las advertencias de este Campeón, corréis un grave riesgo.

Si son tan peligrosos, ¿por qué los magos de ahí no se ocuparon de ellos? —inquirió Cringris—. ¿Por qué no utilizaron su magia para acabar con esa amenaza?

—Porque los orcos poseen su propia magia —contestó Antonidas—. Una magia muy potente. Si bien muchos de sus brujos son menos poderosos que nuestro magos, por lo que indican mis colegas, al menos, nos superan en número y son capaces de colaborar y actuar al unísono, algo que a mis propios hermanos nunca les ha resultado muy fácil.

Khadgar estaba seguro de que había detectado una ligera amargura en el tono de voz del viejo archimago y lo entendía perfectamente. Si había algo que todo miembro del Kirin Tor valorara por encima de cualquier cosa era su independencia. Lograr que dos magos colaboraran era muy difícil… así que resultaba prácticamente inconcebible que unos cuantos llegaran a aunar esfuerzos pasara lo que pasase.

—Nuestros magos contraatacaron —explicó Lothar—. Nos ayudaron a cambiar el signo de la batalla en diversos combates. Pero el archimago tiene razón. No éramos suficientes como para resistir su avance, tanto en el plano mágico como en el físico. Por cada hechicero orco que lográbamos matar, otros tres ocupaban de inmediato su lugar. Además, viajaban acompañados de grupos de asalto y pequeños ejércitos para protegerse de peligros más mundanos y, a su vez, incrementaban con su magia la fuerza de los guerreros que los rodeaban —entonces, su semblante se tornó ceñudo—. Nuestro mago más importante, Medivh, cayó ante las tinieblas de la Horda. Gran parte del resto de los magos también cayeron. No creo que consigamos repeler su avance únicamente con magia.

Khadgar se percató de que Lothar no había mencionado cómo o por qué Medivh había muerto, lo cual le pareció un buen gesto por parte de aquel guerrero, pues había tenido mucho tacto al respecto. No era el momento ni el lugar para revelar qué había ocurrido realmente. Aunque también fue consciente de la severa mirada que le lanzó Antonidas, la cual lo obligó a contener un suspiro. Pronto, en algún momento, el consejo de gobierno del Kirin Tor le exigiría una explicación exhaustiva. Khadgar sabía que solo se iban a conformar con la verdad. Sospechaba que si se guardaba algo, eso podría resultar fatal para todos ellos, ya que Medivh había estado muy estrechamente ligado a la Horda, pues era responsable de sus primeros pasos y de su presencia en este mundo.

—Me resulta muy extraño —el suave arrullo de la voz de Perenolde volvió a imponerse sobre el resto— que un forastero se preocupe tanto por nuestra supervivencia —miró suspicazmente a Lothar, a la vez que una sonrisita de suficiencia se dibujaba en su rostro. Khadgar sintió la tentación de prenderle fuego a la grasienta barba de ese rey, pero hizo de tripas corazón—. Perdóname si con esto vuelvo a abrir heridas recientes, pero tu reino ya no existe, tu rey está muerto, tu príncipe no es más que un muchacho y tus tierras han sido conquistadas, ¿verdad? —Lothar asintió, apretando con fuerza los dientes; probablemente, con ese gesto intentaba contener las ganas que sentía de arrancarle la cabeza a ese arrogante rey—. Nos has informado de esta terrible amenaza, por lo que te damos las gracias. No obstante, insistes en señalarnos qué debemos hacer, insistes en que debemos unimos —a continuación, miró a su alrededor, a todos los congregados en esa sala, de un modo bastante teatral. Varian no estaba ahí, ya que Terenas se lo había llevado porque quería tratar al príncipe, que todavía estaba conmocionado, como a un miembro más de su familia; además, Lothar y él habían acordado que, ahora mismo, no debían someter al muchacho a más presión—. No veo aquí a nadie más de tu reino; además, tú mismo has dicho que el príncipe es solo un muchacho y tus tierras han sido conquistadas. Si decidiéramos hacer caso a tus sugerencias y unimos, ¿qué más podrías aportar a nuestra alianza? Aparte de tu destreza marcial, por supuesto.

Lothar abrió la boca para responder, con la furia reflejada en su rostro, pero una vez más, lo interrumpieron. Esta vez, fue el rey Terenas, lo cual resultó bastante sorprendente.

—No voy a permitir que se insulte a mi invitado de este modo —anunció el gobernante del Lordaeron, con una voz gélida como el acero—. ¡Ha corrido un grave peligro para proporcionamos esta información y nos ha mostrado que es un hombre compasivo y honorable, a pesar de hallarse sumido en una honda tristeza! —Perenolde asintió e hizo una leve reverencia, a modo de disculpa silenciosa y un tanto burlona—. Además, te equivocas al menospreciarlo y creer que está solo en esto —prosiguió diciendo Terenas—. El príncipe Varian Wrynn es ahora mi invitado de honor y seguirá siéndolo hasta que decida partir. Le he prometido que lo ayudaré a recuperar su reino.

Varios monarcas murmuraron al escuchar esas palabras. Khadgar sabía qué estaban pensando. Terenas acababa de renunciar a cualquier derecho que pudiera tener para reclamar Ventormenta para sí y acababa de advertir a los demás reyes de que Varian contaba con su apoyo, y todo con una sola frase. Era una estrategia muy inteligente. Su respeto por el rey de Lordaeron acababa de subir muchos enteros.

Sir Lothar ha venido acompañado por otra gente de su reino —continuó diciendo Terenas—, incluso por algunos soldados. Si bien no son un número significativo si los comparamos con la amenaza a la que nos enfrentamos, han luchado contra esos orcos y su experiencia en ese aspecto podría sernos de gran ayuda. Muchos más siguen deambulando por lo que antes era Ventormenta, confusos y desnortados, y tal vez se unan a nosotros si su Campeón los llama, engrosando así nuestras filas. El propio Lothar es un comandante curtido en mil batallas y un gran estratega. Le tengo un tremendo respeto por su habilidad y talento.

Entonces, dejó de hablar y lanzó a Lothar una mirada un tanto inquisitiva y desconcertante. Khadgar se sintió muy intrigado al ver que su compañero de viaje asentía. El Campeón y el rey se habían reunido varias veces mientras aguardaban a que llegara el resto de monarcas. Khadgar no había estado presente en todas las discusiones, por lo que ahora se preguntaba qué era exactamente lo que se había perdido.

—Por último, está la cuestión de que es un forastero —agregó Terenas con una sonrisa—. Aunque Lothar nunca antes había agraciado a este continente con su presencia, no es un extraño ni por asomo, ya que le une un fuerte vínculo con estas tierras y nuestros reinos. Pertenece a la dinastía Arathi. En realidad, es el último de ese noble linaje y, por tanto, ¡tiene tanto derecho a hablar en este consejo como cualquiera de nosotros!

Esa revelación conmocionó al resto de reyes y, desde ese momento, Khadgar vio a su compañero con otros ojos. ¡Un Arathi! Había oído hablar de Arathor, por supuesto, como todo el mundo en Lordaeron; había sido la primera nación que había existido en ese continente, hacía mucho tiempo, y era un pueblo que había mantenido unos estrechos lazos con los elfos. Juntas, ambas razas habían luchado contra un colosal ejército trol a los pies de las montañas de Alterac; juntas, ambas razas habían acabado con la amenaza trol y habían hecho añicos a la nación trol para siempre. El imperio de Arathor prosperó y se expandió, pero años después, se derrumbó y se fragmentó en las diversas naciones más pequeñas que se extienden hoy en día por todo el continente. La capital de Arathor, Strom, fue abandonada por las tierras del norte, que eran más fértiles, y los últimos Arathi desaparecieron. Algunas leyendas afirmaban que habían ido al sur, más allá de Khaz Modan, y se habían adentrado en las tierras salvajes de Azeroth. Strom acabó convirtiéndose en Stromgarde, el dominio de Aterratrols.

—Es cierto —anunció Lothar con rotundidad, a la vez que retaba con su mirada a cualquiera a llamarlo mentiroso—. Desciendo del rey Thoradin, el fundador de Arathor. Mi familia se asentó en Azeroth tras el colapso del imperio, donde fundó una nueva nación, que acabó siendo conocida como Ventormenta.

—¿Has venido a reclamar tus derechos soberanos? —inquirió Cringris, a pesar de que, por su semblante, estaba claro que pensaba que no iba a ser así.

—No —le aseguró Lothar—. Mis ancestros renunciaron a reclamar Lordaeron hace mucho tiempo, cuando decidieron marcharse de este lugar. Pero sigo manteniendo un estrecho vínculo con estas tierras, que los míos ayudaron a conquistar y civilizar.

—Además, podría invocar ciertos pactos antiguos por los que podríamos obtener ayuda —indicó Terenas—. Los elfos juraron apoyar a Thoradin y su linaje en tiempos de necesidad. Honrarán ese pacto.

Esas palabras provocaron miradas de admiración y susurros de elogio entre varios de los ahí congregados. Khadgar asintió. De repente, Lothar no era solo un guerrero o un comandante ante sus ojos.

Ahora era un hipotético embajador ante los elfos. Y si esa antigua raza, que tan bien dominaba la magia, se aliaba con ellos, la Horda ya no parecía tan imparable.

—Tenemos mucha información que asimilar —comentó secamente Perenolde—. Tal vez deberíamos darnos un tiempo para meditar sobre todo cuanto hemos escuchado y reflexionar sobre qué debemos hacer para proteger nuestras tierras de esta nueva amenaza.

—De acuerdo —dijo Terenas, sin ni siquiera molestarse en preguntar a los demás su opinión—. La comida ya está servida en el comedor.

Os invito a todos a uniros a mí, y no solo como reyes sino como vecinos y amigos. Será mejor que no discutamos sobre este tema mientras comemos. Reflexionemos al respecto cada uno por su lado, para que podamos enfocar el problema con más claridad después de haber digerido la comida y de haber asimilado qué clase de peligro tenemos delante.

Khadgar negó con la cabeza mientras los monarcas asentían y se dirigían a la puerta. Perenolde era artero, de eso no cabía duda. Se había dado cuenta de que sus colegas gobernantes se estaban decantando por apoyar a Lothar y había dado con esa manera ingeniosa de interrumpir el encuentro. Khadgar sospechaba que el rey de Alterac anunciaría tras la comida que había meditado al respecto y que había concluido que la propuesta de Lothar merecía ser considerada. De ese modo, su prestigio quedaría intacto y no se vería relegado a un puesto menor cuando se forjara esa alianza entre los reinos que parecía inminente.

Mientras seguía a los monarcas hasta el comedor, Khadgar se percató de que algo se movía por encima de él, algo que se había hecho a un lado. Se volvió y divisó brevemente un par de cabezas que sobresalían de uno de los balcones superiores. Una de ellas tenía el pelo moreno y un gesto solemne; se trataba del príncipe Varian al que reconoció. Sin ningún género de dudas, el heredero de Ventormenta había estado ahí para enterarse de lo que sucedía en la reunión. La segunda cabeza pertenecía a alguien rubio y aún más joven, a un mero zagal, que se hallaba a una distancia prudencial de Varian, quien seguramente ignoraba que estaba ahí. El muchacho se dio cuenta de que lo observaba y sonrió, para desaparecer, a continuación, tras la cortina negra del balcón. Así que el joven príncipe Arthas también quiere saber qué planean su padre y los demás, pensó Khadgar. Es lógico. Al fin y al cabo, él gobernará Lordaeron algún día… siempre que logren impedir que la Horda lo arrase.