Hacía tiempo que había anochecido. El Caballero Sueco se hallaba sentado en una taberna helada en tierra polaca delante de una jarra de cerveza medio vacía. Tres días galopando por bosques y cenagales lo habían fatigado, pero no tenía intención de dormir. El perro del tabernero estaba echado en el suelo persiguiendo en sueños conejos, zorros y jabalíes. El tabernero, que sólo hablaba polaco, bebía aguardiente en una esquina con el Veiland y Cuellotorcido. Estaba nervioso, pues su mujer estaba de parto, y los dos le daban consejos sobre cómo podría aliviarle los dolores. Debía darle agua de miel con hojas de perifollo machacadas, decían, pero el tabernero no los entendía y preguntaba una y otra vez qué se les ofrecía.

La llama de la lámpara ardía lentamente. Afuera silbaba el viento y cuando en la sala se hacía el silencio se oían los quejidos de la mujer y los susurros y el crujir de las ramas de los árboles que rodeaban la casa.

El Veiland y Cuellotorcido sorbieron el resto de aguardiente que les quedaba y abandonaron la habitación. El posadero los acompañó guiándolos con la antorcha, la escalera de madera crujió bajo el peso de sus pasos. El Caballero Sueco permanecía inmóvil y con la cabeza inclinada, sus pensamientos giraban incansablemente en torno de su hacienda y, cuando todo volvió a estar en calma, le llegaron de nuevo los ruidos y las voces familiares que todo el día habían resonado en sus oídos. Durante unos segundos oyó las palabras entrecortadas de las criadas que por la tarde se sentaban a charlar y a desgargolar el lino. Oyó el crujido del portón de la casa y luego el quejido del pozo. Oyó a Maria Agneta llamar a las palomas y el arrullo de éstas al acudir volando, el zumbido de la piedra de afilar, el grito del buey al uncirlo los criados al carro. «Esta noche tendremos tormenta», le oyó decir al criado. El chacoloteo de los zuecos, el tintineo de los cubos de leche, y entre ellos una y otra vez la vocecita de Maria Christine, que llamaba llorando a su padre y no quería creer que se hubiera marchado.

El Caballero Sueco se irguió con un movimiento brusco. Sacó su arcano de la bolsa y lo lanzó sobre la mesa.

—Mucho has cambiado —le dijo a la Biblia de Gustavo Adolfo—. Hace tiempo me azuzabas de una escaramuza a otra, tras un golpe venía otro, día y noche agitabas ante mis ojos, para embaucarme, el oro y la plata del mundo para que fuera tras ellos. Me has enseñado lo que el mundo podía ofrecerme. Ahora, en cambio, no dejas de atormentarme, hora tras hora, con la visión de todo lo que he perdido para siempre. Déjame en paz, te digo, no me hagas sufrir más, o, tan cierto como hay Dios, que te echaré al fuego, estoy harto de ti.

Después se calló y se quedó con la mirada perdida. Luego pasó la mano por la cantonera de cobre del viejo libro.

—Tienes razón —dijo, como si la Biblia del rey muerto le hubiera respondido—. ¿Cómo es posible que de un día para otro haya podido dejar de escuchar la voz de mi adorada y la risa, los gritos, los cantos y el llanto de mi niña? Dices verdad. Soy más hábil con la azada del campesino que con el mosquete. ¿Qué voy a hacer yo en el ejército sueco? Quemar aldeas, arruinarles el campo a los aldeanos y ahuyentarles el ganado. Saquear sus casas y asustar a esas pobres gentes, amenazarlos con el látigo y con maldiciones: «¡Canalla, acá con todo lo que tengas!» Loco tendría que estar para proporcionarle al rey sueco otro soldado más para abrir trincheras, asaltar fuertes, y reventar mi caballo. Si tiene algún asunto que resolver con el zar de los moscovitas, es cosa suya, que se avenga con él o que lo ataque, ¿a mí qué me importa?

El viento silbó de nuevo, el perro hipó en sueños. El Caballero Sueco continuó hablando con la mirada fija en el libro que tenía ante sí, sobre la mesa:

—He jugado esta partida como un hombre, bien lo sabes —dijo en voz baja—. ¿Acaso voy a darlo todo por perdido sólo porque una mujer no quiera olvidar?

Pensaba en Lisa la Roja y en que hubo un tiempo en que lo amó profundamente, le seguía los pasos, devota como una perra, obedeciendo la menor señal de sus ojos. Quizá pudiera volver a encender las cenizas de su viejo amor. Cuanto más lo pensaba, más crecía en él la esperanza de volver a tener su destino en sus manos, y en aquel instante le pareció que todo era posible.

«Tengo que intentarlo, no hay otro camino», se dijo. «Y si lo consigo, regresaré a mi hacienda, y estos tristes días no habrán sido más que un mal sueño. Si no lo consigo, que el verdugo acabe con la vida de un Sin Nombre.»

En ese momento oyó unos pasos. La escalera crujió y alguien abrió la puerta. El Veiland y Cuellotorcido asomaron sus cabezas.

El Caballero Sueco se apresuró a esconder el arcano en su bolsa. Luego les gritó:

—¿Qué hacéis paseándoos por la casa? Iros a planchar la oreja, no nos queda mucho tiempo, saldremos mañana antes de que salga el sol.

—¿Tanta prisa tienes, Capitán? —preguntó Cuellotorcido—. Hay un nuevo cristiano en la casa, ¿no oyes cómo grita? Es un niño, y el posadero está tan contento que dice que nos invita a comer y a beber dos días. ¿Por qué no nos quedamos y dejamos que nos traten a cuerpo de rey? Siempre tendremos tiempo de ir a la guerra de los suecos, no se nos va a escapar.

—No vamos a ir a la guerra de los suecos, he cambiado de opinión —le informó el Caballero Sueco—. Vamos a dar media vuelta, iremos a Schweidnitz, donde tienen su cuartel los dragones, pero no es a ellos a quienes quiero ver sino a Lisa la Roja, con quien tengo que hablar dos palabras, a vida o muerte.

Cuellotorcido se quedó paralizado por la sorpresa, pero en un instante se rehizo y ya le estaba dando consejos.

—Si hablas con ella, Capitán, enséñale unos cuantos táleros —opinó—. A sus ojos la pobreza es el peor pecado. Si puedes evitar la desgracia con dinero, habrás salido bien parado.

—¡Anda ya, vete al diablo! —gritó el Veiland—. Capitán, hazme caso: nada de charlas, una piedra al cuello, y luego, ¡zas!, visto y no visto, al agua con ella, ése es mi consejo.

—Dejadlo ya —respondió el Caballero Sueco—. De un modo u otro la haré callar, aunque luego tenga que entregarme yo mismo al verdugo. Estoy decidido a apostar mi última carta a esta baza, me juego la vida en esta partida.

—Eso ya lo sé, que no se trata de una fruslería —dijo Cuellotorcido—. Pero no temo por ti, Capitán. Siempre has sido un valiente, estar entre la vida y la muerte era antaño tu juego favorito.

A una hora de distancia de Schweidnitz, al borde del río, encontraron un chozo de jornaleros rodeado de matorrales que hacía años estaba deshabitado. Allí se instalaron los tres hombres; también encontraron un cobertizo para los caballos y, cuando empezó a atardecer, el Veiland partió hacia la ciudad para averiguar dónde vivía Lisa la Roja con su sargento y qué hora sería la mejor para dar el golpe.

—Siempre has sido el mejor corredor —dijo el Caballero Sueco al despedirlo—, y ahora espero que te esfuerces todo lo que puedas. Pero ten cuidado, que no te vea Lisa la Roja, te reconocerá al instante; aunque te hayas rapado la barba, no creas que vas a cambiar tanto. Haz uso de tus tretas, pero ve con pies de plomo, ahora todo depende de ti.

—¡Déjalo marchar ya y no te preocupes por él! —opinó Cuellotorcido—. Conozco al Veiland y sé que no hay en toda Silesia ningún árbol del que vaya a dejarse colgar.

El Veiland estuvo ausente aquella noche, el día y la noche siguientes. Cuando regresó había visto y oído todo lo que el Caballero Sueco necesitaba saber.

—Los dragones llevan ya unas cuantas semanas en Schweidnitz, han comprado caballos —les informó—, y Lisa la Roja se aloja con su sargento en la casa de un sastre, en la parte baja de la ciudad, no tendrás más que preguntar por la casa del árbol verde. La mejor hora es la medianoche, entonces la encontrarás sola en la alcoba, el sargento suele estar en la taberna del Cuervo bebiendo como un tudesco. Después de las doce, cuando ya está como una cuba, sube las escaleras armando jaleo y entonces los esposos se ponen a discutir de tal modo que se los oye en toda la calle. Los vecinos están acostumbrados y ya no les importa. He estado pensando cómo podrías llegar hasta la casa sin que te vieran. Entre el jardín y la casa hay un montón de leña apoyado contra el muro, y si coges la escalera pequeña que hay en el cenador y la pones contra la madera…

—Ya veré yo cómo hago para entrar —lo interrumpió el Caballero Sueco—. ¿Tienes alguna otra cosa que decirme?

—Que me debes veintidós cruzados y medio, lo que he pagado por la comida y dos jarras de cerveza, el tabernero ése se cobra cara la pitanza —dijo el Veiland.

A última hora de la tarde, el Caballero Sueco salió con el Veiland hacia la ciudad. Cuellotorcido se quedó con el caballo de carga y los sacos en el chozo, para que no lo vieran por aquellos lares. Al llegar a la ciudad preguntaron por la mejor posada y se instalaron en ella. El Caballero Sueco pidió que le dieran de cenar, pero no en el comedor sino en su logement, alegando que el viaje lo había fatigado y que su propio criado lo atendería.

De este modo permanecieron los dos en sus habitaciones para que nadie los viera. Cuando dieron las diez se deslizaron fuera de la casa y el Veiland condujo al Caballero Sueco a través de calles y callejuelas a la parte baja de la ciudad, hasta el patio que lindaba con la casa del árbol verde.

—El sastre todavía está despierto, está en su taller —le susurró el Veiland al Caballero Sueco—. Pero en la habitación de Lisa la Roja no se ve luz, me parece que aún no ha llegado.

—O quizá es que ya se ha acostado, ha apagado la luz y está durmiendo —le replicó el Caballero Sueco susurrando a su vez.

—Eso no —se oyó la voz del Veiland surgiendo de la oscuridad—. No se acuesta nunca antes de que llegue su sargento.

La luna se había ocultado tras un banco de nubes. El Caballero Sueco sacó una linterna de debajo de su capote y alumbró con ella el muro de la casa durante unos instantes. Con eso le bastó para medir la distancia que separaba la pila de leña de la ventana y para darse cuenta de que no necesitaba ninguna escalera para alcanzarla. También había previsto cómo abriría los postigos de la ventana sin que lo oyeran.

Le entregó la linterna al Veiland.

—Llévatela, ya no la necesito —le dijo—. Y ahora corre, vete a la posada, paga al posadero, saca los caballos del establo, vuelve con ellos y mantente apostado cerca de aquí. Cuando estés de vuelta hazme un seña imitando el canto del cernícalo o del águila ratonera para que sepa dónde puedo encontrarte.

—¿Has revisado tus pistolas, Capitán? —le preguntó el Veiland.

—Sí. Y ahora, ¡vete! ¡Por todos los diablos! —le ordenó el Caballero Sueco. Y, mientras el Veiland desaparecía en la oscuridad, comenzó a subir por la pila de leña.

Lisa la Roja entró en la habitación y, al tiempo que cerraba la pesada puerta a sus espaldas, se deshizo de sus pesados zapatos. Avanzó un par de pasos hacia la lumbre, cuyas brasas iluminaban con un débil rayo de luz el suelo de la habitación, y colocó su cesta llena de huevos sobre la mesa. Luego se acercó a la ventana para abrirla, pues la estancia estaba llena de humo. De pronto alzó la cabeza. Le pareció haber oído la respiración de una persona.

—¿Eres tú, Jakob? —preguntó.

Nadie respondió, y tampoco oyó ruido alguno. Sin embargo, algo le decía que no estaba sola en la habitación. Con voz insegura gritó:

—¿Quién está ahí?

Como no obtuvo respuesta avanzó a tientas en la habitación oscura buscando una tea y la encendió con las brasas de la lumbre. Y entonces vio la figura de un hombre sentado en el borde de su cama, inmóvil. Se dio cuenta en seguida de que aquel hombre no era su Jakob. En ese momento sólo sintió curiosidad, no miedo.

—Veamos quién ha entrado volando en mi habitación —dijo, e iluminó la cara del Caballero Sueco.

Lanzó un grito ahogado. Se echó hacia atrás tambaleándose, la tea cruzó el aire dibujando una espiral de chispas, un escalofrío le recorrió la espalda. La mano que sujetaba la tea empezó a temblarle convulsivamente mientras la otra erraba en el vacío tratando de encontrar apoyo. El Caballero Sueco seguía sentado sobre la cama sin moverse. Sus ojos, casi ocultos por las espesas cejas, la miraban fijamente, en su boca había un deje de burla, y su sombra se agitaba en la pared bailando una danza diabólica.

Lisa la Roja dejó caer la tea, que se apagó al tocar el suelo. Un torbellino de pensamientos confusos e inconexos bullía en su cabeza.

«¿Es él? ¿Es posible que sea él? ¿Cuánto tiempo hace que no lo he visto? ¿Sabrá quizá que…? ¿Quién se lo habrá dicho? Me ha mirado con ojos de asesino. Debo armar alboroto, pedir auxilio. ¿Quién me va a oír? El sastre, que tiene la gota. Los vecinos, hasta que se despierten… ¡Cómo me ha mirado! Sí, todos estos años me ha estado rondando esa misma imagen. Dios se apiade de mí, ¿qué voy a hacer? Si Jakob… Jakob no puede oírme. A medianoche, cuando llegue, será demasiado tarde, entonces estaré… ya me habrá… Jesús, ¿quién va a ayudarme? Y él podrá salir corriendo, bajará por la ventana y nadie lo encontrará, en eso no hay quien le gane, ¡no debe salir de aquí! Lo he atrapado y debo retenerlo, ya no habrá que esforzarse en buscarlo, y cuando mañana el barón Maléfico… Su Excelencia, ¡ya lo tenemos! Todo ese dinero, saldría de la miseria, no, no debe salir de aquí, aunque tuviera que… ¡oh, Jesús, el dinero…!»

—¿Por qué me tienes a oscuras? ¡Prende la luz! —le oyó decir a su antiguo Capitán. Con la brasa de la lumbre encendió la bujía de sebo y entretanto logró poner orden en sus pensamientos. Vio la pistola en la mano del Caballero Sueco y aquel fuego perverso de sus ojos que conocía de otros tiempos, sabía muy bien por qué había venido y que se jugaba la vida. Pero fingió no tener miedo, hizo como si todavía fuera su querido camarada, a quien se alegraba de volver a ver después de tantos años, y se puso a hablar, hilvanando una palabra con otra para ganar tiempo, mientras pensaba en cómo podría salvar la vida y entregar a su antiguo amante al barón Maléfico.

—Así que eres tú de verdad —dijo, como quien saluda a una visita inesperada—. No sé por qué me tiemblan las manos, es por la alegría de volver a verte. Es un honor que no sé cómo podré pagarte, que te hayas tomado el tiempo de venir a verme. ¿Cómo has entrado? ¿Por la ventana? ¡Sigues con los mismos juegos de antes! Los vecinos van a pensar mal de mí. Acuérdate para la próxima vez de que hay que entrar por la puerta, mi casa es una casa respetable. Bueno, éste es mi hogar, ¿te gusta?

—Mucho —respondió el Caballero Sueco. La miró y vio en su cara una dureza y una hipocresía que nunca antes había visto. En ese momento se dio cuenta de que no podía esperar nada de su amor, hacía tiempo que se había extinguido. Lisa la Roja se interponía entre él y su felicidad, y debía hacerla callar para siempre. Con la pistola en la mano continuó esperando la señal del Veiland.

—¿Y tú? —continuó preguntando Lisa la Roja—. ¿Qué tal te han ido las cosas? No se te ve ni más rico ni más feliz que antes. Bueno, a mí tampoco me ha salido todo a pedir la boca. ¿Qué se le va a hacer? Cuando me asaltaban las penas y el insomnio he echado mano de la botella. Ahora ya no necesito esa clase de consuelo. Capitán, ¿has venido para ver cómo me va con mi flamante marido? Entonces dime con qué nombre y qué título debo presentarte a mi Jakob, ya no tardará mucho en llegar, a cada momento me parece estar oyendo sus pasos en la escalera.

—Que venga si quiere —dijo el Caballero Sueco—. No tardarás en ver cómo la baja de nuevo camino del infierno.

—Santo cielo, ¿qué es lo que dices? ¿Acaso estás celoso y quieres acabar con mi Jakob? —exclamó Lisa la Roja. Y en ese preciso momento se le ocurrió una idea que le permitiría entregar a su antiguo amante al barón Maléfico. Su cerebro había concebido un plan perverso. Aún le estremecía pensarlo, todavía sentía un resto de amor rebelarse en su interior, y por un momento se le encogió el corazón y quiso gritar de miedo y de dolor. Pero ese combate duró tan sólo unos instantes, su odio era mayor que cualquier otro sentimiento. ¿Acaso no le había rogado a Dios cientos de veces de rodillas que le entregara a aquel hombre para poder agradecerle debidamente lo que había hecho con ella? Ahora había llegado la hora, lo tenía en su poder. Miró a su alrededor —allí, en el suelo y junto a la lumbre estaba el saco de las herramientas de su marido, y en la lumbre había brasas— y entonces se decidió. Continuó hablando sin que su voz reflejara nada de lo que había sucedido en su interior.

—¿De verdad estás celoso? —se rió—. Ay, Capitán, deberías haberme vigilado mejor, me has dejado sola tantos años, ahora es demasiado tarde. Piénsalo dos veces, te lo aconsejo. No le busques las cosquillas a mi Jakob, se irrita fácilmente. ¡Si pudierais ser amigos! Pero ya es hora de que le prepare su pastel de huevos, el fuego está a punto de apagarse, y si viene y no ve la comida en la mesa, me espera una buena.

Cogió los huevos de la cesta y los rompió contra la sartén. Luego se agachó y cogió del saco de las herramientas la barra de hierro con la que solían marcar a los caballos en la parte izquierda del cuello el emblema del regimiento. Era una L de una pulgada, porque el coronel, el barón Maléfico, tenía el título de barón von Lilgenau, y porque si se invertía, parecía una horca. Lisa la Roja metió la barra entre las brasas como si quisiera removerlas con ella.

—Para estas cosas es muy suyo —dijo incorporándose, aunque sin retirar la barra—. Si no le pongo la comida en la mesa a su hora, la toma conmigo. Por lo demás, no tengo ninguna queja de él. No quiere ni oír hablar de niños. Dice que no harían más que molestarnos. Pero yo creo que con los años llega el buen juicio y que cuando le den el ascenso… los oficiales del regimiento le tienen estima…

Desde el jardín les llegó el grito de un cernícalo. El Caballero Sueco se levantó y avanzó hacia ella.

—¡Basta! —le ordenó a media voz—. Reza un Padrenuestro, encomiéndate a Dios y confiesa tus pecados, no te queda mucho tiempo.

—¿Por qué voy a rezar un Padrenuestro? ¿Qué es lo que pretendes? —exclamó Lisa la Roja retrocediendo un paso—. ¿Has vuelto a tu antiguo oficio y quieres ensayarlo conmigo? No te esfuerces, en mi casa no hay dinero.

—No necesito tu dinero. Sabes muy bien para qué he venido, lo sabes desde el primer momento. ¿Acaso no has hecho un trato con el barón Maléfico, no le has prometido entregarme a él a cambio del ascenso de tu marido?

Lisa la Roja se retiró el pelo de la frente y se encogió de hombros.

—Ah, ¿de eso se trata? —preguntó—. ¿Quién te ha contado esa patraña?

Sin esperar su respuesta se agachó y se puso a remover las brasas de la lumbre, como si su única preocupación fuera que el pastel de huevos cuajara. Y, con la barra bien sujeta, siguió hablando:

—No temas por mí. Nunca he dicho nada, y no tengo intención de hacerlo. Pongo al cielo y a la tierra por testigos de que no te deseo mal alguno.

Entonces oyó un ligero ruido, el crujido de la puerta de la casa al abrirse y cerrarse. Era su Jakob, por fin. Ahora era el momento, antes de que llegara a entrar en la habitación, antes de que pudieran oírse sus pasos en la escalera. «¡Dale!», le susurró una voz en su interior. «Es tu enemigo y el enemigo de toda la humanidad, ¡dale! No debes tener compasión con él.»

—Ni un loco te creería —le oyó decir al Caballero Sueco—. ¡Levántate! ¿Eres capaz de jurarlo por el agua sagrada con la que te bautizaron?

Ella se levantó de golpe. Durante unas centésimas de segundo se miraron a los ojos, y luego lo golpeó en la frente con el hierro candente.

Él soltó un grito sordo, se llevó la mano a la frente, tambaleándose, su cuerpo se dobló, su cara se contrajo a causa del dolor.

Pero en seguida logró dominarse. Lentamente se incorporó y apretó los dientes con un quejido. Muy despacio, pulgada a pulgada, levantó la mano que sujetaba la pistola.

Lisa la Roja había pensado en apagar la vela después de atacarlo y luego correr hacia la puerta a oscuras. Pero se quedó allí, como petrificada, espantada ante la visión del Caballero Sueco, y no era capaz de moverse, sólo pudo gritar.

Oyó los pasos de Jakob delante de la puerta, debía prevenirlo.

—¡Ten cuidado! ¡El ladrón de Dios! —aulló, y en su voz había espanto y orgullo, un terror mortal y una alegría salvaje—. ¡No entres! ¡Le he marcado la frente a fuego! ¡Corre todo lo que puedas, pide socorro! Le he marcado la frente…

En la habitación tronó un disparo. Lisa la Roja dejó de hablar y se desplomó hacia delante.

Una vez abajo, y mientras se tambaleaba tratando de agarrarse a la pila de leña, surgió el Veiland de la oscuridad y le susurró:

—¡Aquí estoy! ¡Aquí! ¿Qué ha sucedido? La he oído hablar de fuego y de marcas, estaba preocupado por ti.

—¡De prisa! ¡De prisa! ¡Vámonos! —gimió el Caballero Sueco. El Veiland lo sujetó por el brazo, lo arrastró hasta el lugar donde se encontraban los caballos y lo ayudó a subirse a la silla.

Cuellotorcido se sobresaltó al verlos entrar en el chozo. Miró el rostro de su Capitán con horror.

—¡La Virgen Maria! —gritó—. ¿Qué es lo que han hecho contigo? Al mismísimo turco se le helaría la sangre al verlo.

—¡Dadme de beber! —gimió el Caballero Sueco—. Me siguen los pasos. Debo marcharme del país. Tendré que esconderme como un animal salvaje.

Cuellotorcido le alcanzó la jarra. El Caballero Sueco la vació de un trago.

—Es culpa mía —dijo el Veiland—. No debería haberte dejado solo con ella.

—¿Y qué haremos ahora, Capitán? ¿Dónde iremos? —gritó Cuellotorcido.

—Sí, ¿a dónde? —murmuró el Caballero Sueco. Los dientes le castañeteaban—. ¡Al embajador del diablo! Al infierno del Obispo, donde estalla y crepita el fuego; allí he de ir, pues ya no hay lugar alguno donde pueda vivir y morir con honor.

El muchacho al que en la forja del Obispo llamaban el «Removedor» porque nadie era tan hábil removiendo las brasas de los hornos de fundición con el rejo, un tiarrón con la cara llena de cicatrices, alto, ancho de espaldas y con músculos duros como piedras, este muchacho ascendía por el camino forestal que conducía del infierno del Obispo al mundo, y lo hacía caminando despacio y con paso inseguro, como alguien que no estuviera acostumbrado a disponer de su voluntad. Durante nueve años había servido como un muerto viviente al fuego y al despótico Obispo en nueve trabajos distintos. Había sido un animal de carga uncido a la carreta, luego cantero, atizador, quemador, cargador, maestro carbonero, fundidor, y, al fin, patrón de horno. Como patrón de horno había dejado de soportar los golpes de los vigilantes sobre sus espaldas. Ahora era libre, aún le costaba creerlo, había cumplido su condena y tenía ante sí el ancho mundo y sus caminos, el camino recto y el camino del mal.

Caminaba silbando una canción y dejando que el viento se colara por los agujeros y los rotos de su blusón de cutí y, cuando se le antojaba, hacía tintinear la bolsa con el dinero que el día anterior el contable le había entregado en la cancillería del capataz o del alcaide. Seis florines y medio, eso era todo lo que tenía, ahora debía ver cómo se las arreglaba. Ante todo deseaba salir cuanto antes de aquel espeso bosque.

Al llegar a un cruce se detuvo sin saber si debía continuar por el camino de la izquierda o por el de la derecha, si por el lado donde sopla el fuelle o por donde sopla a contramano, como decían sus pobres hermanos de allá abajo en los hornos de fundición.

«Lo mejor será que lo eche a suertes», se dijo metiendo la mano en la bolsa y sacando un florín. Pero en el momento en que se disponía a lanzarlo escuchó de pronto una voz que le decía:

—El camino de la izquierda, con la venia de Su Señoría. Coged el camino de la izquierda y luego seguid todo recto, y Su Señoría encontrará lo que busca.

El Removedor levantó los ojos y a doce pasos de distancia vio a un hombre que llevaba un jubón rojo, una gorra de cochero con una pluma, y un látigo en la mano.

—Pero ¿de dónde sales? —gritó el Removedor sorprendido—. Por mis muertos, no te he visto ni te he oído llegar.

—Me he caído de un árbol, de un golpe de viento —dijo el hombre del jubón rojo riéndose y dando chasquidos con el látigo—. ¿Vuestra Merced no se acuerda de mí? —Se acercó a él y el Removedor vio una cara amarilla llena de arrugas y de surcos que parecía un viejo guante de cuero, y unos ojos como dos cuencas vacías verdaderamente pavorosos. Pero el Removedor no se asustó, ya no temía ni al mismísimo diablo, sabía que en el infierno no hay diablos que sean peores que los propios hombres.

—Sí, te conozco —dijo—. En el dominio te llaman el «molinero muerto». Dicen que no eres humano. Que sólo se te permite venir a la tierra una vez al año y que después vuelves a convertirte en un saco de polvo y cenizas, y te vuelves tan diminuto que un perro podría llevarte en el hocico, eso es lo que dice la gente. ¿Es hoy el día, si se me permite la pregunta?

El hombre del jubón rojo torció la boca disgustado y enseñó los dientes.

—Su Señoría no debe hacer caso de las habladurías del pueblo —dijo—. Habla mucho, pero yo no encuentro distracción ni prudencia en lo que dice. Su Señoría me conoce y sabe que soy el cochero de Su Alteza el señor Obispo. He estado viajando todo este año, acabo de llegar de Haarlem y de Lüttich, le he traído a Su Alteza telas de damasco, encajes de Brabante y bulbos de tulipán. Su Señoría recordará asimismo que fui yo…

—No me llames Su Señoría —lo interrumpió el Removedor—. No soy tal. Mi nombre y mi honor se los ha llevado el viento.

—Su Señoría recordará —continuó el hombre del jubón rojo sin inmutarse— que fui yo quien os condujo a la buena vida.

—¡Que el diablo te lo pague! —gritó el Removedor—. ¡La buena vida! Antes del almuerzo ya te han dado una docena de estacazos.

—Sí, el capataz del señor Obispo es un hombre severo con los desarrapados, qué remedio le queda. En todas partes debe haber justitia —dijo el hombre que pasaba por ser el cochero del Obispo—. Pero cuando uno ha estado sirviendo como Dios manda y llega el día de partir, recibe su sueldo.

Al Removedor se le subió la sangre a la cabeza de la rabia que le dio oír aquello.

—Hombre, si lo que quieres es insultarme —gritó—, ándate con cuidado o haré que te tragues tus palabras. Seis florines y medio es lo que me han pagado, después de que el contable descontara lo que correspondía por la manteca y el pan, y por los trozos de carne que me han dado con la sopa.

—También Su Alteza tiene sus preocupaciones en estos tiempos difíciles —se lamentó el hombre del jubón rojo torciendo el gesto—. Mantener a toda una corte cuesta dinero. ¿Y de dónde se puede sacar? Lo que obtiene de los impuestos sobre la carne y la cerveza hace tiempo que está empeñado, habrá que sacarlo de las tierras. Pero todo eso no os afecta. Hoy mismo recibiréis lo que deseáis.

—¡Vete a incordiar a otra parte! —gruñó el Removedor—. ¿Cómo vas a saber tú lo que yo necesito?

—Lo que Vuestra Merced desea es un caballo que sea veloz y una espada —dijo el del jubón rojo.

—Sí, ¡y un par de pistolas! —exclamó el Removedor, perplejo—. ¿Pero quién demonios te lo ha dicho?

—Se lo he leído a Su Señoría en los ojos y en la frente —le respondió el hombre que se hacía pasar por cochero—. Y aún sé más: Su Señoría está dispuesto a coger el caballo del primer establo que encuentre.

—Bribón, ¿cómo te atreves a decirme tal cosa? —gritó el Removedor indignado—. ¿Me tomas por un sinvergüenza?

Pero como no le quedaba más remedio que admitir que el hombre de la boca torcida y los dientes de perro que tenía ante sí decía la verdad, añadió:

—Lo hubiera tomado prestado.

—Su Señoría no debe atormentar su conciencia inútilmente —opinó el hombre del jubón rojo—. Coja Vuestra Merced el camino de la izquierda y continuad todo seguido hasta que podáis ver el molino desde la colina y la casa del molinero. ¡Entrad en la casa y descansad un poco! Tendréis un caballo preparado con su silla y su brida, Vuestra Merced no deberá preocuparse de nada.

—Te tengo por un grandísimo embustero, pero sea, voy a ver qué hay de verdad en tus palabras —dijo el Removedor, y cogió el camino que conducía al molino.

El gigantesco árbol del molino crujía de tal modo que podía oírse a gran distancia y las paletas de la rueda se elevaban para desaparecer después. Aparte de eso no había ningún otro rastro de vida, no se veía ni un alma en aquel lugar. El Removedor buscó en vano en el establo y en las praderas de los alrededores el caballo que le habían prometido.

—¡No sé por qué tienes que creer al primer zampatortas que se te cruza en el camino! —se dijo, y luego se dirigió hacia la casa del molinero, pues el cielo se había llenado de nubes cargadas de lluvia.

Parecía como si nadie hubiera pisado aquella habitación desde hacía años. Las paredes estaban llenas de telarañas. Sobre la mesa, las sillas, el armario y el arcón había una gruesa capa de polvo, el viento azotaba los desvencijados postigos. El Removedor buscó algo de comer, se hubiera conformado con un trozo de galleta y una pinta de vino. Pero lo único que encontró fue una vieja y manoseada baraja francesa. Se entretuvo jugando una partida de piquet, pero en seguida se cansó. Se tumbó en el escaño junto al fogón, estuvo escuchando el crujido del árbol del molino y el murmullo de la lluvia, y luego se durmió.

Dormía tan profundamente que el estruendo de las espuelas del Caballero Sueco y de Cuellotorcido al entrar en la habitación no lo despertó.

El Caballero Sueco se había resignado a su destino, sabía que ya no podía hacer nada para cambiarlo. Las puertas del mundo se habían cerrado para él desde que le habían marcado la frente a fuego, el único lugar al que podía acudir era al infierno del Obispo, el último asilo de los condenados a muerte. Cuellotorcido, en cambio, estaba de un humor de perros, todavía no se hacía a la idea y seguía sin comprender cómo habían podido fracasar de esa manera. Y, mientras esperaba a que acudiera el tabernero o el molinero para atenderlos, se encaró con el Caballero Sueco.

—¡No quisiste escucharme! Te dije lo que debías hacer. En el ejército sueco podrías haber llegado a general. Habríamos podido ganar mucho dinero, y ahora seríamos ricos. Y, en cambio, mírate ahora, pobre de solemnidad y más apagado que cuando te vi en la celda de Magdeburgo.

—¡Déjale en paz de una vez! Eres capaz de hablar más en un minuto que yo en un año —se oyó decir al Veiland desde la pradera, donde se encontraba frotando a los caballos tras la dura travesía.

El Caballero Sueco se tapaba la frente con un trapo de lino empapado en aceite. Sus pensamientos lo llevaron lejos de allí, era de noche y se encontraba en el dormitorio de su hija. Maria Christine había saltado de la cama y le había echado los brazos al cuello. Oyó cómo latía su corazón:

—Has venido —dijo, con un susurro tan leve como el viento—. Has venido y ya no te dejaré marchar.

—Tienes que dejarme —dijo él, con un murmullo de lluvia—. Volveré. He de reunirme de nuevo con el ejército sueco. Mi caballo me llevará, corre ligero como el viento.

—En una hora millas ciento —susurró Maria Christine.

Alzó la cabeza, y su adorada niña desapareció. En el borroso espejo que colgaba sobre la rinconera vio el signo de la horca dibujado en su frente.

—Si pudiera dormir para siempre —dijo en voz baja.

—¿Y qué va a ser ahora de nosotros? —continuó Cuellotorcido despiadado—. Ya no te servimos de nada. ¿Todavía conservas tu arcano, Capitán? De poco nos ha valido. Tíralo por la ventana, quizá pase un campesino, se tropiece con él y se rompa el cuello. ¿Dónde demonios se mete el tabernero? ¿Por qué no viene a ver a sus clientes?

Se levantó y cruzó la estancia. Entonces vio al Removedor tumbado en el escaño y se puso a dar gritos:

—¿Habráse visto? Aquí está, durmiendo detrás del fogón. ¡Hombre, despierta, que han llegado clientes, mira a ver si nos traes algo de beber!

Y mientras le gritaba de este modo le atizó un buen golpe. El Removedor se incorporó. El golpe que acababa de recibir le hizo creer que todavía se encontraba en los hornos y que el vigilante se había ensañado con él. Trató de levantarse, pero no pudo hacerlo en seguida.

—Sí, ya es hora —murmuró—. Han pasado dos horas y hay que cargar el horno.

—Cargado o sin cargar, aquí estamos —gritó Cuellotorcido—. Danos de beber. Ya hemos esperado bastante.

—Al instante —jadeó el Removedor, que seguía soñando—. Carbón y más carbón para el horno. La llama ha de ser blanca, sin chispas y sin humo. Y ahora cantos, dos cestas, así está bien.

Cuellotorcido se volvió hacia el Caballero Sueco moviendo la cabeza.

—¿Entiendes lo que dice, Capitán? —le preguntó—. Yo no lo entiendo. Me parece que son ensalmos.

El caballero echó un vistazo a la cara del Removedor.

—Éste no es el tabernero —le explicó—. Éste se ha escapado del infierno del Obispo y sigue fantaseando con el fuego.

El Removedor había conseguido volver en sí y ya sabía dónde se encontraba.

—Muy buenas tardes les deseo a Sus Señorías —dijo frotándose los ojos.

—Me importan un comino tus buenas tardes —gruñó Cuellotorcido—. ¿Dónde está el tabernero? Llevamos aquí un buen rato y no aparece nadie.

—No lo sé —respondió el Removedor—. A mí me han prometido un caballo porque me espera un largo camino, pero quien lo ha hecho no ha cumplido su palabra.

—Si no tienes caballo, aprende a montar en un palo —le propuso Cuellotorcido, que en ese momento odiaba a toda la humanidad.

El Removedor no hizo caso de sus palabras. Miraba como hechizado la casaca azul del Caballero Sueco.

—¿Tengo el honor de tener a un oficial de la corona sueca ante mí, o me equivoco? —le preguntó—. ¿Su Señoría viene del ejército?

—Directamente —dijo el Caballero Sueco pensando en poner así punto final a la conversación.

—¿Os han herido? —volvió a preguntar el Removedor, mientras señalaba el trapo de lino con el que el Caballero Sueco ocultaba la señal de su frente.

—Una nimiedad —dijo el Caballero Sueco encogiéndose de hombros. Pero Cuellotorcido, que pensaba que aquel curioso merecía una mentira mayor, añadió:

—Tres o cuatro tártaros quisieron abrirle la cabeza con sus sables.

—Pero Vuestra Merced puede vanagloriarse de haberles ganado de mano —exclamó entusiasmado el Removedor—. Sí, los oficiales suecos saben manejar la espada. ¿Traéis alguna novedad del cuartel general? ¿Ha habido alguna otra victoria?

—No —dijo el Caballero Sueco, a quien empezaban a irritarle las preguntas de aquel hombre—. El ejército sueco se bate en retirada ante el avance de los moscovitas.

—¿Es cierto eso? ¿Tanto han cambiado las cosas? ¿Cómo es posible? —exclamó, perplejo—. ¿Y el general Lewenhaupt? ¿Y el mariscal Rehnskjöld?

—Se odian a muerte y se pelean continuamente —le informó el Caballero Sueco.

—¿Y los soldados suecos…?

—Hace tiempo que están hartos de la guerra. Quieren volver a sus tierras y a sus casas. También los oficiales están cansados de luchar.

—Su Señoría me disculpará, pero no os entiendo —dijo el Removedor lanzándole al Caballero Sueco una mirada desafiante—. ¿Los oficiales que están a las órdenes de un rey que hace temblar al mundo se niegan a luchar?

—Ya nadie tiembla ante él —le dijo el Caballero Sueco en tono seco y burlón—. ¿Qué es lo que ha conseguido ese rey? Arruinar a su país con sus chiquilladas y nada más. Todo el ejército lo comenta.

Durante unos minutos permanecieron en silencio. Entonces el Removedor dijo con voz tranquila y segura:

—Vuestra Merced miente. Nunca habéis estado en el ejército sueco.

—¡Llevaos a este tipo de mi vista! Empieza a resultarme insoportable —les gritó el Caballero Sueco a sus criados.

Cuellotorcido se acercó al Removedor y le apretó el brazo.

—¡Ven, muchacho! —le dijo—. Haz algo por tu salud y desaparece por la puerta. Ya ha dejado de llover.

Con un ligero movimiento del brazo el Removedor lanzó a Cuellotorcido a la otra punta de la habitación. Luego se acercó lentamente al Caballero Sueco y se plantó frente a él.

—Es una mentira —dijo—. Una mentira inmunda. ¡Deja el espiche tranquilo en la vaina, si no quieres que te haga pedazos! Tú no vienes de servir con honor al ejército sueco. ¿Que te han herido? ¿Quién se lo cree? Allá abajo, de donde yo vengo, hay muchos tirando del carro que no enseñan la frente. Deja que vea qué clase de honor o de vergüenza escondes.

Y con un rápido movimiento le arrancó el trapo de lino de la frente.

El Caballero Sueco se levantó. Quiso tapar el signo de la horca con la mano, pero ya era demasiado tarde y la dejó caer.

Se miraron en silencio, frente a frente, y entonces se reconocieron.

—¡Por el amor de Cristo! ¿Eres tú? —balbució el Caballero Sueco.

—¡Hermano! ¿Cómo es posible que volvamos a encontrarnos aquí? —exclamó el otro emocionado.

—Eres tú, ¡y yo que te daba por muerto!

—¿Y tú? ¡Cómo se te han torcido las cosas! ¿De qué calabozo vienes? ¿De qué galera?

—¡Doy gracias a Dios, hermano, de que hayas sobrevivido al infierno!

—¿No ibas a alistarte en el ejército sueco en mi lugar?

—Es una larga historia, hermano. Pensé que me iría mejor si permanecía en estas tierras. Si pudieras perdonarme lo que te hice.

—¿Qué es lo que me has hecho? He superado la prueba del infierno y el fuego me ha curtido. Pero dime, hermano, ¿qué puedo hacer por ti?

—Ya no hay nadie que pueda ayudarme. Me voy al infierno del Obispo para ocultarme. ¿Y tú? ¿Hacia dónde te diriges?

—A la guerra. Quiero servir a mi rey.

—No vas muy preparado para el viaje.

—¿Qué más da, hermano? Ya me las arreglaré. Allá abajo he aprendido a luchar contra cualquier contrariedad.

—Yo tengo un caballo, llévatelo. Mi espada, mis pistolas, mi saco, mi talega y mis dos criados: todo es tuyo.

—Es más de lo que necesito, quédate con tu saco y con la talega. ¿Cómo podré agradecértelo? Pero ¿y el arcano que un día te confié, la Biblia de Gustavo Adolfo…?

—¡Aquí la tienes, hermano, cógela!

—Alabado sea el cielo, la he recuperado. Ahora podré entregársela yo mismo a mi rey. Y tú, hermano…

—¿Trato hecho? Debéis beber un trago para que sea válido —dijo una voz semejante a un crujido, y en ese momento vieron detrás de ellos al molinero muerto con su jubón rojo, riéndose con aquella boca torcida y con un vaso de aguardiente en cada mano.

El soldado de Carlos XII cogió un vaso y lo levantó:

—¡Brinda conmigo, hermano! —le dijo al otro.

—¡Bebe, hermano! ¡Que el fuego ardiente no acabe con tu coraje!

—¡Que tu espada gane muchas batallas! —dijo el otro.

Tras esas palabras se despidieron.

El auténtico Christian von Tornefeld partió con sus dos criados a combatir en la guerra de los suecos, mientras el Sin Nombre se deslizaba, conducido por el molinero muerto, en el infierno del Obispo.

En el espeso bosque se oía el murmullo de la lluvia y el viento acariciaba las copas de los árboles. El molinero muerto caminaba cada vez más despacio, tropezando con cada piedra, con cada raíz que encontraba en su camino; parecía como si sus fuerzas lo hubieran abandonado.

Al llegar a un montículo de tierra donde crecían algunos manojos de hierba, se detuvo.

—Debes continuar tú solo, no te perderás —le dijo a su acompañante—. Es demasiado duro para mí. No te preocupes por mi persona, me quedaré aquí.

—Sin embargo, no es la primera vez que haces este camino —dijo el Sin Nombre.

—Sea la primera o la última, es demasiado, no puedo más —jadeó el molinero muerto. Se deslizó montículo abajo y puso la lámpara sobre el suelo—. Camina unos cien pasos y verás las llamas de los hornos.

—¿Hay alguien enterrado aquí? —pregunto el Sin Nombre—. No veo ninguna cruz.

—Aquí hay uno enterrado sin bendición —dijo el que había sido molinero—. Un hombre que en una noche amarga se puso la soga al cuello. Al tirar de ella oyó ulular al viento: «¡Es pecado! ¡Es pecado!», pero ya era demasiado tarde. El búho golpeó en la ventana con sus alas. «¡El fuego! ¡El fuego eterno!», pero ya era demasiado tarde.

El molinero dejó caer la cabeza, poco a poco su voz se fue apagando, semejante al crujido de una rama seca.

—Y cuando lo descubrieron —continuó—, fueron a avisar al alcalde, pero éste dijo que era cosa del verdugo, que era quien debía cortar la soga, la comunidad no podía hacerlo. El alguacil del distrito dijo que debía hacerlo la comunidad, pues el muerto no tenía nada que ver con el verdugo. Y el hombre continuó colgado y, cuando al fin llegó el alcalde, ya lo habían bajado. Un alma caritativa lo había hecho, enterrándolo después en el bosque, nadie sabe dónde.

El viento agitaba las ramas mojadas. El molinero se iba encogiendo cada vez más.

—Y aquí está, bajo la tierra, esperando que Dios se apiade de él —susurró—. Y ahora márchate. Antes de que hayas acabado de rezar dos Padrenuestros verás a los criados del Obispo. Te pegarán, es la costumbre, así que no te resistas. Diles que ya le he pagado al Obispo el último centavo que le debía, y que no volveré por aquí.

El Sin Nombre rezó dos Padrenuestros mientras continuaba avanzando por el bosque y luego se volvió. La luz de la lámpara se había apagado y no logró ver ni al molinero muerto ni su tumba. Y al reemprender el camino hacia las llamas, los criados del Obispo surgieron de detrás de los árboles.

Entre los malhechores que huyendo de la justicia del emperador se habían refugiado en el infierno del Obispo había algunos que, al ver que el trabajo era mucho y poca la pitanza, habían tenido la osadía de rebelarse atacando a los vigilantes a puñetazos o incluso con mazos. Por este motivo, en el dominio habían adoptado la costumbre de encadenar a los recién llegados. Los que picaban la piedra llevaban la cadena en las piernas y a los que tiraban del carro les ataban las manos. Y así los tenían día y noche, mientras trabajaban y durante las horas de descanso, hasta que vencían su resistencia y se sometían a aquella terrible disciplina.

Al Sin Nombre, que hacía su trabajo sin rechistar, le quitaron las cadenas a las dos semanas. Unas horas más tarde se escapó del infierno del Obispo.

Sólo un hombre que no apreciara mucho su vida era capaz de intentar huir de aquel lugar. En los chozos de los mazos, en los hornos de fundición y en las caleras se trabajaba día y noche, de allí no era posible escabullirse sin ser visto. Pero hacia el oeste, en las canteras, había un muro de piedra muy empinado de unos trescientos o cuatrocientos pies de alto. Allí terminaba el dominio, y los vigilantes pensaban que nadie se aventuraría a escalar aquel muro de noche. A pesar de eso, el Sin Nombre decidió subir por la grieta que atravesaba la roca. Bajo la luz de la luna, fue ascendiendo paso a paso con gran esfuerzo, arriesgando su vida, y, al llegar a la mitad del muro, se escondió entre unos pinos que habían brotado entre la roca. Una vez arriba se permitió unos minutos de descanso. Luego se echó a correr, primero a través del bosque, después por la carretera, ocultándose cuando se cruzaba con alguien. Una hora pasada de la medianoche llegó a su hacienda.

Se agazapó entre los matorrales del jardín y esperó a que el viejo guardián de la casa terminara de hacer la ronda. Luego golpeó en la ventana detrás de la cual dormía la niña.

Había arriesgado su vida por aquel instante y aquella misma noche iba a hacerlo una vez más. Cuando tuvo la cara de Maria Christine entre sus manos, cuando un leve grito le hizo ver que lo había reconocido, olvidó el yugo que había llevado durante el día. El hambre, el carro cargado de bloques de piedra, la cuerda que se le clavaba en el hombro, los golpes de los vigilantes, los gritos y las maldiciones de sus compañeros de infortunios: nada de eso tenía ya importancia.

Maria Christine tenía muchas preguntas que hacerle y mucho más que contarle.

—¿Vienes de muy lejos? Estarás muy cansado. ¿Dónde está tu caballo? ¿Dónde están los criados que llevaste contigo? Yo también sé montar a caballo. Si hubieras venido ayer, me habrías visto montar la yegua alazana, recorrí el patio dos veces, y no tuve miedo. En el pueblo ha habido romería, fue muy divertido, yo también quise bailar, pero madre no me dejó, me dijo: «Tu padre está en la guerra, ¿sabes lo que es eso, la guerra?» Yo le dije que lo sabía muy bien, en la guerra ondean las banderas y el tambor hace ran, ratatatán.

No podía quedarse mucho tiempo con ella, aún debía recorrer un largo camino. Cuando se despidieron Maria Christine lloró.

Al amanecer, cuando el vigilante de las canteras tocó el cuerno para dar la señal de que comenzaba la jornada, el Sin Nombre ya estaba delante de su carreta.

Pasaron tres días, y él volvió a llamar a la ventana de Maria Christine a la misma hora. La niña dio un grito de sorpresa y de alegría. Pensaba que ya no volvería.

—Madre ha dicho que lo he soñado —susurró—. Dice que muchas veces vemos en sueños a personas que no vemos de día. El abuelo y la abuela hace tiempo que están en el cielo, y si vienen por la noche a vernos, es que estamos soñando. ¿Tú estás en el cielo?

—No —dijo el Sin Nombre—. Yo estoy en la tierra. Estoy vivo.

—Entonces, ¿por qué no vienes cuando es de día?

—Porque de día mi caballo marcha muy despacio —respondió el Sin Nombre—, pero por la noche vuela como el viento, en una hora millas ciento.

Maria Christine se apresuró a asentir con la cabeza, le gustaba que el caballo volara por los aires, y sus palabras le resultaban familiares. Empezó a cantar con su vocecita:

Llegaron a la casa de Herodes,

que a la ventana salió, a verles…

Y luego continuó diciéndole:

—La primera vez que te oí golpear en la ventana pensé: ése es Herodes, y no quería verte. ¿Por qué llevas el sombrero calado hasta las orejas? ¿Es que eres Herodes?

—No. Ya sabes quién soy.

—Sí, lo sé y por eso no tengo miedo, te conozco por la voz. Y si mañana madre vuelve a decir que lo he soñado…

—Es que lo has soñado —dijo el Sin Nombre con voz baja y persuasiva. Maria Christine calló. Una oscura intuición le decía que debía mantener en secreto las visitas nocturnas de su padre.

El Sin Nombre la besó en la frente y en los ojos.

—¿Dónde está tu caballo? —le preguntó la niña

—Allí, muy cerca de aquí. Si escuchas con atención lo oirás resoplar —dijo el Sin Nombre desapareciendo luego entre los alisos.

Volvió a verla. Cuando se escapó por tercera vez del infierno del Obispo, el camino a través de la roca le pareció fácil y seguro. Luego atravesó sus tierras de camino hacia la casa, ya no le quedaba mucho para llegar. Pudo ver cómo crecía el trigo y la avena y que ya habían pasado el arado y la grada. Volvió a verla muchas veces. Aquellas conversaciones nocturnas con su hija eran su único consuelo.

Le torturaba pensar que no volvería a ver a Maria Agneta jamás. Trató de apartarla de sus pensamientos. Con aquella marca en la frente y siendo un esclavo del carro en el infierno del Obispo, debía renunciar a su amada. Lo único que le quedaba era la niña.

Entretanto llegaron a la casa noticias del ejército sueco acerca de la suerte y las victorias de Christian von Tornefeld.

Al principio, los mensajeros que cambiaban sus caballos en la hacienda no habían respondido más que encogiéndose de hombros o moviendo la cabeza cuando Maria Agneta les preguntaba por el señor von Tornefeld, que se había unido al ejército acompañado de dos criados. Nadie lo conocía. Pero unas semanas más tarde, todo el mundo hablaba de él:

—¿Tornefeld? Hay un Tornefeld que se ha destacado al mando de una patrulla.

—Si se refiere al brigada Tornefeld, de los caballeros de Westgöta, ése ha peleado en Jeresno con tal firmeza y valor que, tras la batalla, su coronel le ha estrechado la mano delante de todos los oficiales.

—Su Majestad le ha concedido el honor de aceptarle un libro que, según cuentan, es la Biblia de Gustavo Adolfo.

—¿Cómo no voy a conocer a Tornefeld? —le respondieron dos semanas más tarde—. ¿El que, con un puñado de hombres, consiguió arrebatarle al enemigo cuatro piezas de campaña y los carros de municiones en Batiurin?

Y unos días más tarde:

—Su Majestad lo ha nombrado capitán de caballería.

Maria Agneta escuchaba estos informes con orgullo y también con esperanza y alegría. Pensaba que, tras tantas victorias y tantas hazañas, la paz ya no tardaría en llegar. Y cuando le trajeron la noticia de que los suecos habían vuelto a vencer en Gorskwa y que, esa misma tarde, delante de todo el mundo, el rey había abrazado y besado en ambas mejillas a Christian von Tornefeld, que ahora era coronel de los dragones de Smaland, entonces se dijo que la guerra había terminado, que los moscovitas no se atreverían a medir de nuevo sus fuerzas con el ejército sueco, y que pronto volvería a ver a su Christian.

Durante algún tiempo no volvió a saber nada de él. El ejército sueco se encontraba ante la empalizada del fortín de Poltava.

Una noche, a finales de julio, el Sin Nombre vio a Maria Agneta.

Como tantas otras veces, había estado hablando con su hija y en aquel momento se disponía a deslizarse fuera del jardín tan sigilosamente como había entrado. Entonces oyó un ruido. Se quedó quieto y se agachó. Arriba, en la casa, alguien había abierto una ventana. Maria Agneta se asomó para contemplar la noche.

El Sin Nombre permaneció inmóvil, escondido entre los olmos, pero su corazón latía con tanta violencia que creyó que le iba a estallar el pecho. Pensó que lo vería, pero no fue así. Miraba las nubes que cruzaban el oscuro cielo. La luz de la luna le brillaba en el pelo deslizándose por sus hombros. Respiró profundamente disfrutando de la brisa nocturna. Sólo el canto de los grillos y un pájaro enredado en la hojarasca de los olmos perturbaban el silencio que reinaba en el jardín.

Luego la ventana se cerró, y aquella imagen desapareció de su vista. Durante un minuto el Sin Nombre permaneció en su escondite como hechizado, mirando hacia arriba, y luego huyó.

Huía de sus propios pensamientos, que lo atormentaban, pero no logró ahuyentarlos, se debatió con ellos durante todo el día mientras tiraba jadeando del carro de la cantera a las caleras y de nuevo a la cantera. Aquella visión lo había turbado. ¡La había tenido tan cerca! Su imagen, tal y como se había presentado ante sus ojos aquella noche, se resistía a desaparecer.

¿Acaso no había vivido con él y no lo había amado durante siete años? ¿Acaso aquel amor no había sido tan fuerte como para que pudiera perdonarle lo que había hecho por ella? Le había mentido y engañado. Pero si ahora él le contaba todo lo que había hecho y a qué felicidad, a qué beatitud y a qué terrible final lo había conducido, ¿no podía esperar su perdón o una palabra de consuelo? Pero si, por el contrario, retrocedía ante la marca de fuego de su frente, si lo repudiaba y lo rechazaba, entonces, ¿qué sería de él?

Aquella duda lo torturaba, pero una cosa era segura: ya no soportaba aquella vida por más tiempo.

Al anochecer había tomado ya una decisión: quería volver junto a ella, abrirle su pecho, y hablar, hablar por fin, decirle todo lo que le había ocultado durante siete años.

Pero eso no era posible. No le estaba permitido, el cielo lo había prohibido.

Aquella misma noche, mientras el Sin Nombre ascendía por la roca, una piedra se soltó bajo sus pies. Resbaló, buscó algún apoyo, y luego se precipitó hacia el barranco. Se le rompieron los miembros, no podía gritar ni moverse, e incluso respirar le causaba un terrible dolor.

Hacia medianoche se le acercó un vigilante con una lámpara, lo vio allí tendido y le preguntó:

—¿Qué haces tú aquí? ¿Qué te ha pasado?

El Sin Nombre señaló con un dedo hacia la roca.

—¿Querías escapar? —continuó preguntándole el vigilante—. Pues ya ves. Ahí tienes tu merecido.

Acercó la lámpara a la cara del Sin Nombre y, cuando vio la azulada palidez de la muerte en sus mejillas y en sus labios, la dejó en el suelo y dijo:

—¡Quédate aquí, no te muevas! Voy a buscar al médico.

El Sin Nombre sabía que iba a morir. Sólo tenía ya un deseo, un pensamiento, pero éste ocupaba todo su ser. Debían decirle a su niña, a Maria Christine, que había muerto. Cuando viera que ya no iba a visitarla, no debía creer que su padre la había olvidado. También quería que rezara un Padrenuestro por su alma.

—¡No! ¡Al médico no! —susurró—. ¡Un cura!

Oyó unos pasos que se alejaban presurosos y luego otros acercándose. Abrió los ojos y vio a un hombre vestido con un hábito marrón que se inclinaba sobre él.

Trató de incorporarse un poco.

—¡Padre! —exclamó con un hilo de voz—. En mi corazón hay una llaga de antiguos pecados, quiero curarla. Debo confesarme.

—¡Sí, Capitán! —dijo una voz conocida—. Aquí estás, descoyuntado entre las piedras, como san Esteban. ¡Debes morir, Capitán, hazte a la idea!

El Sin Nombre se echó de nuevo y cerró los ojos. Era su antiguo camarada, Árbol de Fuego, el que pretendía recibir su confesión.

—¡Despídete del mundo! —continuó predicando el fraile exclaustrado—. No es más que una ilusión y sus alegrías duran lo que un suspiro. Despídete también de tu dinero, ¡de qué te valen ya tus riquezas si no puedes llevártelas contigo!

El Sin Nombre supo entonces que debía morir sin confesión. Porque Árbol de Fuego sólo deseaba saber una cosa: dónde había escondido su antiguo capitán los florines y los ducados que había recibido del botín.

—Cuida, Capitán, de no acabar engullido por las llamas del infierno. ¡No te obstines en ocultarlo! —insistió el fraile exclaustrado—. Podrás ayudar a más de uno con ese dinero, a ti ya no te vale para nada. Renuncia a él, y tu alma se elevará hacia el cielo como la alondra al amanecer.

De los labios del Sin Nombre sólo salió un leve estertor.

—¿No quieres darle un chasco al diablo? —le propuso entonces Árbol de Fuego—. Remata tu vida con una buena acción y dime dónde has escondido el dinero, así burlaremos al demonio y Dios te recibirá con los brazos abiertos.

El Sin Nombre callaba.

—¡Bueno, pues vete al infierno! —gritó indignado Árbol de Fuego—. ¡Y que cien mil demonios se peleen por tu alma!

El moribundo ya no lo oía. Tenía a otro frente a él, uno que no hablaba y no se movía, a quien también conocía: el querubín de la espada, que un día lo acusó tres veces allá en las alturas.

—Eres tú —dijo el Sin Nombre sin mover los labios—. Escúchame. He pensado muchas veces en el juicio divino sin lograr comprenderlo. Me resultaba muy difícil. En aquella ocasión le rogaste al Altísimo que se apiadara de mí, hazlo hoy de nuevo. Sólo deseo una cosa: que mi hija, al ver que no regreso, no crea que la he olvidado. Alguien debe decirle que he muerto. No debe llorar por mí, no lo deseo. Que rece un Padrenuestro por mi alma.

El ángel de la muerte levantó los ojos hacia las estrellas. Por un instante permaneció así, inmóvil, semejante a una sombra, y luego inclinó hacia él su severo y majestuoso rostro, concediéndole en silencio su deseo.

Al día siguiente, hacia el mediodía, un oficial sueco que llevaba un brazo en cabestrillo trajo a la hacienda noticias de la batalla de Poltava. El ejército sueco había sido aniquilado, el rey había huido, y entre los caídos se encontraba la gloria y el orgullo del ejército sueco, el coronel Christian von Tornefeld.

Maria Agneta recibió la noticia con el rostro impávido, al principio no podía creer lo que había ocurrido, y más tarde su dolor era demasiado grande como para que pudiera llorar.

Una vez en su habitación las lágrimas brotaron de sus ojos. Al anochecer pidió que le trajeran a la niña. Cuando llegó Maria Christine, la tomó en sus brazos y cubrió su cara de besos.

—¡Pequeña! —dijo en voz muy baja—. Tu padre ha muerto en la guerra, no volverás a verlo. ¡Junta las manos y reza un Padrenuestro por su alma!

Maria Christine la miró y movió la cabeza. No podía y no quería creerlo.

—Volverá —dijo.

Los ojos de Maria Agneta se llenaron de lágrimas.

—No, no volverá —se lamentó—. Jamás, jamás. ¿No lo entiendes? Está en el cielo. Junta las manos, reza tu oración. Él te quería tanto como yo, ¡mi tesoro! ¡Ahora reza un Padrenuestro por su alma!

Maria Christine movió la cabeza. Pero entonces vio afuera, en el camino, una carreta con un ataúd que venía del dominio del Obispo.

Juntó las manos.

—Padre Nuestro, que estás en los cielos —rezó—. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad, rezo por el pobre hombre que llevan en aquel ataúd, nadie llora por él, concédele la paz eterna. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal, porque tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria, amén.

Y, lentamente, la carreta que llevaba al Sin Nombre hacia su tumba cruzó delante de las ventanas de la casa.